Memorias de un solterón: 13
Capítulo XIII
Debo decir que, no sin gran admiración mía, Primo Cova cumplió estrictamente su palabra. Hizo más: fue en todas partes el defensor, abogado y encomiasta de la conducta de Feíta. Yo temía que los arranques de esta diesen motivo para que en Marineda la apedreasen. Cierto que se habló a destajo, que se armó alboroto, y se calificó a la emancipada, según merecía, de insolente marimacho: pero en el punto importantísimo de su honra, en la interpretación maligna e infamarte a que se prestaban sus correrías, fue dictamen general no atribuir a las genialidades de Feíta, por lo pronto, ninguna intención siniestra. Debió de contribuir a esta indulgencia relativa del público la campaña benévola del en otras ocasiones desaforado maldiciente Primo Cova.
El propio desenfado característico de Feíta, la claridad de sus palabras, la impetuosidad de su proceder, borraron sombras y disiparon sospechas. Los agoreros más pesimistas se limitaron a predecir que Feíta, si no se había perdido, acabaría por perderse irremisiblemente, entre los azares y riesgos de la vida libre e insólita a que se entregaba. Hasta en esto rompió lanzas por ella Primo Cova. «No se perderá la chica» -aseguró tan impávido como si tuviese don de profecía-, «porque su despejo natural y el mundo que va a correr la enseñarán a precaverse. Además, a esa niña, hoy por hoy, sin cuidado la tienen los hombres y el dios Cupidillo. Lo que la hierve en los sesos es el afán de estudiar, de saber, y de aprovechar y lucir su sabiduría. ¿No ven Vds. como anda, hecha un Caifás, con el pelo al rape, cada bota lo mismo que un lanchón, los dedos negros y la saya de través? ¿Vds. afirman que caerá? Pues yo sostengo una apuesta. Apuesto a que antes que se pierda ese pericón, se habrán reperdido unas cinco o seis muchachas de su misma esfera social, que viven al estilo antiguo, no salen solas y no dan lecciones. ¡A ver quién se juega mil realitos!».
A pesar de la atmósfera semi-benigna que se formó alrededor de la emancipada, yo me sentí tan cohibido, por la circunstancia de haber sido mi casa el terreno donde Feíta realizó su primer escarceo, que me escondí, dejé de concurrir a la tertulia de Neira, y hasta evité encontrarme con D. Benicio. Nada, cautela, mucho tiento: a tu agujero, ratón: no arriesguemos por cosa de este mundo la adorable tranquilidad.
Entre tanto Feíta, rota la valla, no se contenía. Mañana y tarde se la veía recorrer las calles, de verso suelto, ufana, intrépida, desgreñada, empecatada de toilette. Diríase que era alguna forastera que no había estado en Marineda jamás, según el anhelo y prisa con que recorrió y curioseó la ciudad, cruzando impávida los callejones más vitandos, saliendo al campo, visitando los alrededores, escudriñando los monumentos y hasta sacando dibujos de algunas graciosas puertas románicas y algunas casas del XV que se conservan aún en la vieja Nautilia. Si en la calle o por los andurriales la encontraba algún conocido y se brindaba a acompañarla, la chica rehusaba sin ambajes ni cumplimientos. -«Me encuentro felicísima haciéndome compañía a mí propia» -decía, con tal irradiación de gozo en las pupilas verdes, que era preciso creerla y dejarla cumplir el capricho.
Cada dos días venía puntualmente a registrar la librería de la duquesa de la Piedad, alternando este registro con el de otra biblioteca, pública y muy copiosa, la del Puerto. Yo me enteraba de que la muchacha se encontraba en mi domicilio por algún roce o arrastre de muebles, algún eco de pasos, que se oía en las habitaciones contiguas a mi sala -pues la librería estaba pared por medio-; no ignoraba que a dos pasos de mí leía y tomaba apuntes una joven, una doncella, y me producía este incidente desasosiego y contrariedad. Nada debía importárseme, toda vez que la estudiosa, con alarde de prudencia y discreción en ella sorprendente, ni preguntaba por mí ni daba señales de querer allanar mi morada. Sin embargo, me alteraba, me desazonaba, me trastornaba, destruía mi dulce paz. Esa intrusión de la mujer era un elemento insólito, de imprevistas consecuencias; algo que no estaba en el programa, algo reñido con mi grata soledad absoluta, con mis mañanas apacibles, con el fino aroma del Henry Clay voluptuosamente aspirado, con las visitas de Primo Cova a traerme la chismografía, con el goce monacal de saborear mi soconusco y de sopetear en él doradas rebanaditas de pan... Si analizo bien mis sensaciones de entonces, la que me causaba la presencia de la invisible Feíta era de molestia, hasta tal extremo, que generalmente, al escuchar el ruidito de su silla o el volver de hojas de su libro, acababa por coger él sombrero y marcharme a la calle.
Chafaba también mi amor propio masculino que tabique por medio se encontrase una mujer dedicada a un serio trabajo, a una labor intelectual, sin acordarse de mi más que de la primer camisa que vistió. Nunca una soltera disponible se había manifestado tan despreocupada de mi vecindad. No insinúo que anduviesen las solteras encandiladas por mí; lector, mira que no es eso. Lo que digo es que todas daban alguna señal de saber que yo, por mi estado y mis circunstancias, podía llegar a ser un pretendiente, el embrión de un marido; y esta idea, involuntariamente, influía en su cara, en sus ademanes, se delataba en sus ojos, modificaba las inflexiones de su voz. Para ellas, yo existía como hombre. Para la extravagante en golfada en su lectura a diez pasos de mí, no existía.
Hay una especie de sugestión moral -¡quién sabe si también física!-, que todo el mundo conoce o ha experimentado alguna vez. La determina la proximidad de una persona a la cual no vemos. Entre los terrores más profundos que pueden estremecer el alma, cuento el de penetrar a oscuras en una habitación y percibir que allí está alguien. Aunque tengamos motivos para suponer que ese alguien no quiere hacer nos ningún daño; aunque nos conste que el individuo allí agazapado nos tiene miedo a su vez... no somos dueños de reprimir un intenso escalofrío, una especie de horror misterioso, que no procede de la persona oculta por las tinieblas, sino de lo desconocido, de una aprensión sin objeto, casi sobrenatural...
Pues bien; ese mismo indefinible espanto, esa alarma sin causa racional y justa, me punzaba y a mí al percibir, entre el silencio de mi solitaria celda el leve roce de la hoja del libro que pasaba Feíta. La hora elegida por la extravagante para dar tormento a la librería de la duquesa, era precisamente la misma que yo consagraba (por ser tiempo de invierno y no poder bañarme en la playa del Rial) a mis faenas de tocador, a mi reposo después de las fricciones, y a convertir en humo mi exquisita breva. ¡Y aquella muchacha allí! ¡Qué calamidad! Al través de la pared creía mil veces sentir sus ojos curiosos que me fisgaban, ni más ni menos que si Feíta anticipase el gran descubrimiento del paso de la luz al través de los cuerpos opacos; pensaba escuchar su voz de inflexiones burlonas, y cada ruido que subía de la calle fantaseaba que era la irrupción de Feíta en mi cuarto, a volverlo patas arriba. Temores ilusorios, porque a Feíta, sepultada entre tomos, ni se le ocurría cosa semejante, y esta convicción creo que me irritaba más, sin que por eso dejase de tener la mente fija en la contingencia de que la lectora se me colase en la habitación; el imaginarlo me quitaba la libertad, me obligaba a proceder como si no estuviese solo, a escupir con mucho cuidadito cuando me enjuagaba los dientes...
¡Situación intolerable! Esperé que, pasando tiempo, vendría a serme indiferente la presencia de Feíta en la librería, y hasta llegaría a olvidarla, como olvidamos la del gato apeloto nado sobre la alfombra; mas no fue así, porque sin duda mis nervios se atirantaron gradualmente, y lejos de disminuir mi irracional agitación, creció hasta levantarme calentura. De suerte que el edificio de mi dicha, laboriosamente erigido sobre la piedra de mi celibato y mi soledad (acaso de mi abandono en los últimos años de la vejez), lo echaba por tierra aquella antojadiza criatura.
¡Si al menos perdiese mi bienestar por culpa del que todo lo añasca, del ciego flechador que apunta a nuestros corazones). Pero ni ese consuelo tenía. A mi parecer, ni se me importaba un bledo del marimacho, ni al marimacho se le daba de mí un ardite. ¿Yo querer a semejante mascarón; a una chica que gasta calzado de hombre y lleva el pelo hecho un bardal? Si eso es el sexo femenino, ¡malhaya por siempre jamás amén!
Comprendí que era urgente poner fin a semejante «estado de cosas», recobrar a cualquier precio «la dulce calma», como diría nuestro muso local, Amador Milflores (Ilang-Ilang por otro seudónimo), y medité una resolución suprema.
En vez de una se me ocurrieron dos; realmente la más inmediata, y única que por el momento podía adoptar, era un paliativo: la otra, la radical, la que me libertará para siempre de intrusiones atrevidas, consiste en instalar -cuanto antes, y aun sacrificando parte de las economías que prudentemente reservo para un apuro- mi deseada garçonnière-. Allí no podrá nadie meterse sin mi permiso como trasquitado por iglesia, ni interponerse entre mis ensueños y el humo gris de mi cigarro...
Sólo que una garçonnière, un nido abrigadito y poético como el que yo ansío poseer y habitar, no se arregla en un decir Jesús... y por ahora debo conformarme con el paliativo. El cual se reduce... ¡verán Vds.! a tener una entrevista con Feíta, advertirla de lo mucho que me sobresalta, y rogarla que elija otra hora para sus estudios: la hora, verbigracia, en que yo salgo a paseo... Este favor no me lo negará la maniática.
Adoptada tal determinación, que me pareció en todas sus partes excelente y discreta, esperé el día en que le tocaba a Feíta venir; me levanté más temprano que de costumbre; me lavé, peiné, acicalé y vestí de gala -no sé con qué objeto, pues al cabo Feíta era el mismo descuido y no merecía tales precauciones-, y apenas advertí ruido de muebles en la contigua librería, empujé suavemente la puerta y entré.
Estaba Feíta encaramada en una escalera alta, estrechísima, revolviendo el último estante de los dos armarios unidos que encerraban el tesoro bibliográfico de la duquesa. La posición de la muchacha era indiscreta en grado sumo, y si Feíta se contase en el número de las bien encuadernadas por el forro, yo no hubiese regateado a mis ojos tan delicioso espectáculo, ese surgir del menudo pie, como flor de entre la hojarasca, envuelto en la espuma de los bajos limpios, ricos y orlados de encaje, que es uno de los encantos mayores de la mujer civilizada y pulida. Con Feíta valía más no mirar, por no encontrarse las botazas y las faldas de paño, análogas a los masculinos pantalones. La naturaleza jamás pierde sus fueros, y al entrar yo hizo Feíta un movimiento esencialmente femenil: exhaló un chillido, se puso colorada, bajó las faldas, y soltando el tomo que empuñaba, descendió precipitadamente.
-¡Vaya una manera de entrar! -exclamó-. Ya podía V. haber llamado. Me extraña que no sea V. más correctito.
-Tiene V. razón -respondí algo confuso-, y pido mil perdones; pero no sospeché que la iba a encontrar en la percha, como al loro. Creí que estaba V. leyendo.
-Bueno; ¿qué más da? -murmuró con un resto de enojo-. Ya me bajé... Por cierto que es V. fino. Ni siquiera me tuvo la escalera para que no me rompiese las narices.
-Es que me quedé aturdido. No me dio V. tiempo a nada.
-Es que no se le ocurre a V. ni esto. En fin, ya pasó -repuso ella limpiándose los dedos, perdidos de polvo, con un pañuelito no más pulcro que los dedos-. ¿Y puede saberse qué tripa se le ha roto, Sr. Abad, para que, sin solicitar audiencia, se meta V. en mis dominios?
-¡Feíta, Feíta! -respondí sentándome en el anticuado sofá de crin que decoraba aquel chiribitil, pomposamente llamado biblioteca-. Tenga V. juicio, aunque sólo sea un día y por extraordinario. Estos no son dominios de V.: antes poseía yo la llave, y consideraba este cuarto dependencia del mío. V. se lo ha apropiado... No me opongo; pero, a lo menos, permita que de vez en cuando ejerza mis antiguos derechos. Además, ¿qué sabe V. si yo necesito decirla cosas importantes?
Al expresarme así miraba con curiosidad a la original chiquilla, que se había sentado de espaldas a la ventana, de manera que el sol jugaba en su movida cabellera y doraba su pescuezo juvenil. Aquella ojeada (la inevitable que dedicamos a los que no hemos visto en algún tiempo), descubrió en Feíta cierta variación, no indigna de referirse. En la cara de la muchacha se advertía inexplicable modificación de líneas, algo más lleno, suave y mórbido; sus facciones se armonizaban con más dulzura, sus sienes y cuello ofrecían curvas delicadas, sus ojos tenían una placidez, una luz velada, atractiva y graciosa que antes les faltaba por completo. De parecer un monaguillo o un paje, había pasado Feíta a parecer una joven, más o menos linda, pero con toda la gentileza y la lozanía misteriosa de la mujer en su doncellez tierna, en sus floridos Abriles. Su cutis se había aclarado; su boca, rosada y turgente, sonreía entre dos mejillas que un toque luminoso, nacarado, palidecía y refrescaba a la vez; sus orejitas se escondían bajo el abundoso pelo, y este, desflecado aún como pluma de volandero pájaro, mostraba sin embargo algún esmero en su colocación, y relucía y se esponjaba como sólo se esponjan las cabelleras lavadas y libres de crasitud y de impureza. Feíta había ganado mucho, y para negarlo era preciso no tener ojos.
-¿Me encuentra V. mejor, más sana? -exclamó la chica, que leyó en los míos esta impresión-. La libertad, amiguito... la santa y requetebenditísima libertad.