Memorias de un solterón: 10
Capítulo X
Aun no bien cedí a aquel indiscreto arranque de altruismo, cuando advertí que ya me arrepentía de él, y no debieron de contribuir poco a que así sucediese las efusiones de gratitud y de confianza que provocó mi oferta en D. Benicio, el cual, yendo más allá de lo que había ido nunca en nuestras conversaciones, me confesó que no sabía lo que le pasaba, por creer que Sobrado iba inclinándose... inclinándose... atraído por la hermosura de Rosa, y tal vez por la soledad en que el mismo Sobrado vive, sin más compañía que un perrito canelo y las domésticas más o menos bravías y cerriles. Con tal motivo se explayó Neira, repitiendo una y mil veces que el encontrar yerno semejante había sido su ensueño, su ilusión, desde el punto en que entabló con Baltasar relaciones de inquilino a casero.
-Ya sabe V. -decía- qué difícil es encontrar una proporción así. La sociedad se ha puesto terrible, y Vds. recelosísimos, lo que se dice escamones... No, y lo comprendo, lo comprendo. Los únicos que vienen decididos son los pobretes, como ese zanguango del marido de Tula (a quien tengo ahora esperanzas de que el gobernador me le coloque, y será sacar un ánima del Purgatorio)... Esos vienen resueltos, porque peor de lo que están no han de estar aunque se casen más veces que Barba Azul; pero los acomodados, los yernos de San Antonio... ¡fuego de Dios, y como se meten en la concha! A Sobrado le veo yo imitar a esos bañistas que tienen miedo a las olas y al frío del mar, y se acercan a la orilla, y apenas les toca el agua a un dedo retiran todo el cuerpo, y vuelven a adelantarse y a retroceder y así se pasan media hora antes de resolverse al chapuzón... Sobrado ha de ser de estos, duros de pelar... pero creo que se va ablandando. ¿V. qué opina?
-Muy entusiasmado parece con Rosa -respondí.
-Le descubro a V. el fondo de mi conciencia... Ya sabe V. que poco tengo de codicioso... No me asusta la idea de meterme en un asilo, y vivir allí de limosna, comiendo mi ranchito a toque de campana. Casi casi me lisonjearía ese fin. Pues lo raro es que por cuenta de mis hijas noto que se me desarrolla una desatentada ambición. Esta casa tan productiva, con sus cinco pisos, sus tiendas, sus bohardillas, sería de Rosa! La quinta de la Erbeda, tan linda, con su parque, su huerto, sus fuentes, sus invernaderos, su jardín bien cuidado... sería de Rosa! Allí, entre las canastillas de pensamientos y de colios, jugarían... mis... mis nietos!
Y al hablar así, los ojos del padrazo se inundaron de agua.
-Es un espejismo -murmuró sofocado- pero no lo puedo apartar de la imaginación.
-Después de todo -declaré yo para alegrarle y arrullarle- ¿qué tendría de milagro? Rosa es un primor: otras, con menos encantos que ella, han conseguido grandes posiciones por su hermosura.
-¿Cree V. -interrogó D. Benicio, dejándose llevar- que Sobrado sea tan rico como dicen? Muchas veces hago la tontería de ponerme a calcular su fortuna -por si llega a ser la fortuna de mi hija- y ando preguntando a unos y otros...
-Pregunte V. lo menos posible, Neira -indiqué, guiado por mi recta intención-. A mí, a mí solamente debe V. hablar de esto. Yo le enteraré... Sé bastante de Sobrado. No, no dude V. que es poderoso. Tiene un mazo atroz de papel; ha comprado varias fincas, y le van a caer en las manos otras muchas, porque prestó dinero a los dueños, a réditos, y como no le paguen, se quedará con la hipoteca.
-¡A quien se lo cuenta V.! -suspiró D. Benicio.
-Suya es en gran parte -añadí- la refinería de petróleo que lleva el nombre de La Industrial marinedina, y él suministró los fondos para ese gran establecimiento de tejidos y novedades, La Ciudad de Londres.
-Pues eso último lo niega él a carga cerrada -advirtió Neira.
-Pues es inútil que lo niegue, cuando todos estamos cansados de saberlo -afirmé yo, algo sorprendido-. Pero sea como quiera, y aunque le restásemos esos veinticinco o treinta mil duros, le queda lo suficiente para ser, después de Chucho Díaz y de D. Acisclo Arañón, nuestro primer millonario. Su mujer aportó un caudalazo, que él acrecentó. Guita, la tiene.
-¿Si yo le dijese a V. que me late el corazón al pasar por delante de aquellas tapias de La Industrial? ¡Asegurar a mi hija tal porvenir! ¡Un marido tan listo, tan apto para los negocios, para los cuales yo no he servido nunca!
-El defecto de Sobrado -dije deseoso de calmar algo la fiebre de ilusiones de Neira- es que siempre fue aficionado a las faldas, y a toda clase de faldas... V. no desconocerá esa crónica.
-¡Pch!... Sí, ¿quién lo duda? He oído.
-Sobre todo... la historia... ¿ya recordará V.?
-La historia de la cigarrera... ¡Bah! Debilidades humanas, debilidades humanas... En los pocos años deben disculparse ciertas cosillas...
-Aquello -insistí yo- fue muy mal hecho, D. Benicio. Se trataba de una real moza, una tal Amparo, a quien en la Fábrica conocían por la Tribuna, porque entonces, que eran republicanas la mayor parte de las cigarreras, esa pronunciaba discursos y leía periódicos y hasta tomó parte en un motín...
-¡Valiente sargentona!
-No, pero tenga V. entendido que era honradas una niña, una pobre criatura... y este Baltasar, entonces oficial de infantería, la sedujo, parece que con palabra redonda de casamiento.
-¡Palabra de casamiento, palabra de casamiento! ¿Y quién la mandó a la muy simple a creer en cuentos de brujas? ¿Andan los oficiales por ahí casándose con las cigarreras? -protestó D. Benicio, impaciente-. ¡Casarse! Famoso punto será la tal -prosiguió cada vez más extraviado por su cariño de padre.
-¡Qué Neira de mi alma! -repliqué-. La muchacha era realmente intachable antes de que Baltasar la perdiese; y lo fue también después de ese desliz, porque hubo muchos galopos que quisieron recoger la herencia de Sobrado... y se encontraron con la horma de su zapato, se lo aseguro a V. Ella siguió trabajando en la Fábrica, donde hoy es maestra; no se la conoció ni por casualidad otro devaneo, y además crio y mantuvo las consecuencias de las humoradas del Baltasarito... que no ha sido nunca para echar mano a la cartera y enviar unos billetes de Banco a esa desdichada, a fin de su hijo pudiese alimentarse mejor y educarse con algún decoro. Amparo ha sufrido crujidas terribles de miseria, allá en los primeros tiempos, y pobre continúa, y su hijo más pobre aún, porque vive de su oficio de tipógrafo.
La cara de D. Benicio, mientras yo me expresaba así, supuso fosca.
-¿No es ese chico de la cigarrera -preguntó con cierto misterio- el que llaman por ahí el compañero Sobrado?
-El mismo que viste y calza.
-¿Un socialista, un loco, un charrán?
-Lo que V. quiera... pero ese charrán tiene sangre de Sobrado, en eso si que no cabe duda, y mi señor D. Baltasar, ya que no se casó con la madre, bien pudo rascarse el bolsillo y asegurar el porvenir del retoño. Comprendo las pasiones y hasta las calaveradas, amigo mío, pero no las tacañerías. El que rompe paga, y lo demás es portarse como un sucio.
Mientras yo hablaba así, se obscurecía por grados la faz de D. Benicio, y una arruga cerraba su entrecejo. Sus labios se movían, como si algo bullese en ellos pugnando por salir. Al cabo, después de mirar en derredor, por si nos escuchaban, articuló estas declaraciones:
-Oiga V.... ya que viene a cuento... le voy a confiar a V.... bajo sigilo... casi confesional... una cosa rara... que me está sucediendo... desde que Sobrado... ¡da señales de aficionarse a Rosa!
Íbamos paseando por el muelle, siguiendo la extensa línea de malecones que orlan el paseo y la Aduana, y era esa hora del día en que empieza a faltar luz, pero todavía, de cerca, se puede leer bien y aprisa un papel. El que Neira sacó de la faltriquera de su gabán era una carta algo arrugada y nada fina, aunque escrita con letra bastante gallarda y, según pude ver después, de una ortografía correcta.
-Aquí está... -susurró bajando mucho la voz-, la primer carta que he recibido de ese compañero... No trae firma, pero seguro estoy de que esta y la otra no son de nadie sino de él. ¿Puede V. leer? Porque ya medio anochece.
-Leo bien -respondí. Y en efecto, por ser el carácter de letra tan modelado, la última claridad del día alcanzaba para que yo descifrase el contenido de la misiva, que decía así (pues para satisfacer tu curiosidad, amable lector, me lee procurado una copia):
«Sr. D. Benicio Neira: Muy señor mío: Vive V. muy engañado si se figura que D. Baltasar se casará con su hija de V., porque D. Baltasar tiene otras obligaciones que cumplir, y si no las cumple por buenas, las cumplirá por malas; y acuérdese V. de que se lo jura un hombre tal día como hoy; porque antes de un año las habrá cumplido. No se figuré que no firmo por miedo: tengo otras razones, pero si quiere V. saber quién soy, se lo puede preguntar al mismo Sobrado, que le dirá quién es y cómo se llama, El ejecutor de la justicia».
-Esta carta, por las señas, no es de ningún socialista, sino del verdugo -dije echando a broma el suceso, por desimpresionar a Neira.
-Sí, sí, ríase V.... Yo también quise reírme, pero la cosa en el fondo no me hace maldita la gracia. Este maldito bastardo es un obstáculo que veo atravesarse entre las buenas intenciones de D. Baltasar y la felicidad de Rosa. La carta justifica las vacilaciones de D. Baltasar, que siempre está como aquel que no se decide a pasar el charco por no mojarse los pies. Sabe Dios cuánto tiempo hace que me hubiese pedido la mano de mi hija, si no estuviese por medio el estorbo... ¿Qué opina V.?
-¿Qué dice la otra carta? porque hay otra respondí.
-Dice casi lo mismo: en casa la tengo. Es más lacónica, y contiene una amenaza seria: me ordena que me mude de casa, si estimo la vida.
-¡Bah! No se achique V., Neira, que nunca es tan fiero el león... La verdad: me cuesta trabajo creer que ese berrugo de D. Baltasar -porque es un berrugo, de eso respondo con la cabeza- esté determinado a hacer una cosa tan buena, tan sabia y tan puesta en razón como sería el pedir en matrimonio a la linda Rosa. No se sorprenda al oírme hablar así... después de conocer mis principios. Si creo que a mí el matrimonio me haría infeliz, creo que a Sobrado le vendría como anillo al dedo, y a su hija de V. lo mismo. Sobrado es hombre asaz amigo de las faldas, y llegado a edad muy madura, lo mejor que puede sucederle es encontrar una mujer joven, hermosa y fiel, como Rosa; y Rosa, que tiene gustos... escogidos... delicados... vamos, que es aficionada a presentarse... bien, con el decoro y el lucimiento propio de... de su esfera, emplearía divinamente los millones de D. Baltasar, les daría aire... Los dos en la gloria, y V. en éxtasis.
-Diga V., D. Mauro... Perdóneme de ante mano... sé que voy a abusar. ¿No se enfadará V.?... Ya que tan convencido está de que la boda sería una solución para todos... ayúdeme, présteme su cooperación... ¡no, no digo que haga V. nada que pueda ponerle en evidencia! Sólo le ruego que... que se entere... de quién es, de cómo vive, de qué manejos se trae ese compañero Sobrado de mil demonios... y a ver si se le podía... vamos, obligar a que... a que dejase en paz a...
-A su padre -pronuncié sonriendo.
-¡Su padre! ¡Su padre! ¡Vaya V. a saber!
-El amor paternal le hace a V. implacable, D. Benicio, y le ciega. ¿Quién duda que el padre de ese pobre tipógrafo es D. Baltasar? Eso no quita ni pone a lo de la boda... Vamos a lo que V. desea de mí.
-Desearía... que tomase V. el pulso a... al tipógrafo... y también... si había ocasión propicia... que no dejase V. de... de sondear a Sobrado, a ver si suelta prenda...
-Eso ya es más difícil -respondí, temeroso de que el encargo de Neira me acarrease cuidados y tal vez desazones, y sintiendo que mi nunca protector, el egoísmo, se interponía, embrazado su escudo de hielo.
-Haga V. lo que pueda y lo que quiera, que por poco que haga he de pedir a Dios por V.- respondió D. Benicio con tan sencilla gratitud, que a pesar mío sufrí la influencia de aquella amante voluntad de padre, me conmoví, y sin reflexionar exclamé:
-Le aseguro que haré todo lo que pueda. Cuente V. conmigo, y descanse, y no se asuste de anónimos ridículos.