Memorias de un solterón: 03

Memorias de un solterón de Emilia Pardo Bazán
Capítulo III

Capítulo III

No: caigo en la cuenta de que la cita anterior no expresa bien el estado de mi ánimo, y da de mí una idea falsa, exagerando demasiado mi interior tranquilidad. Por ella propenderá quien lea estas confesiones a suponer que navego en una balsa de aceite, y que soy de corcho o de pasta flora, es decir, insensible a las ilusiones y espejismos que atraen a la humanidad y la atraerán siempre, encaminándola a su perdición. Si así fuese; si el empecatado genio de la especie no me hiciese cosquillas, incitándome a sacrificar en sus aras la ventura de mi individuo, entonces no tendría yo gran mérito; mi condición sería la de la piedra, que se está, ¡miren qué gracia!, donde la ponen.

No señor; yo quiero que no ignoren los venideros siglos que soy de Dios, que tengo mi alma en mi almario, y que no sólo la tengo, sino que algunas veces me lanza por sendas peligrosas, empujándome a precipicios que, gracias a la reflexión y a la fuerza de voluntad, he conseguido evitar hasta hoy, y donde espero no caer nunca. Para defenderme de estos abismos tengo mi táctica especial, que voy a descubrir, recomendándola a los solterones futuros, si es que poseen mi misma índole, pues en medicinas del alma se requiere identidad de sujeto psíquico, y ya se sabe que el alma ajena es una selva obscura. Viniendo a mi caso especial, diré que si soy el mayor enemigo de la realidad del matrimonio, adolezco en cambio de una afición vehemente a los sueños o fantasmagorías que le preceden, a esa dulce escaramuza en que poco a poco el albedrío y el corazón de una preciosa niña van acudiendo, como pájaros bien domesticados y amaestrados, a posarse en nuestro hombro o a refugiarse cerca de nuestro corazón. Ese período de cortejo fino que prepara la petición de la blanca mano de una señorita, es lo único bueno (en mi sentir) del matrimonio; una serie de emociones gratas y tiernas, una seducción casta que os entrega poco a poco, y sin detrimento de su pureza, a una mujer. Tiene la frescura ideal de la primavera, el encanto de los primeros días de un Abril florido. Así como infaliblemente sabemos que después de las bendiciones no habrá más que breves horas de embriaguez física, no siempre mutua, y luego una eternidad de indiferencia y prosa -cuando no de discordias y regaños- antes de las bendiciones todo es poesía, gracia, harmonía, tierna sumisión o coqueterías halagüeñas y picantes, que no comprometen nuestra honra viril, pues la coquetería, que halaga y divierte al soltero, al casado le volvería tarumba. Mi carácter dado a las impresiones benignas y suaves; mi propensión imaginativa, me hacen encontrar deliciosos esos amoríos a flor de agua, caprichosos, risueños, ligeros, en que si la ruptura cuesta lágrimas, son lágrimas que se secan pronto y no abrasan las pupilas.

Así es que ya he tenido lo menos diez o doce novias, elegidas con esmero entre lo más granado y lucido de la baraja de las marinedinas beldades. No con todas ha adquirido mi mariposeo el mismo grado de intensidad; con algunas se limitó a paseítos calle arriba y calle abajo, miradas en el teatro y a cada vuelta en el paseo del Ensache, asomadura cuando yo pasaba, y conversaciones breves en los asaltos al Casino de la Amistad y a la Pecera: con otras me corrí algo más, y hubo cartitas echadas por hilos, gran ventaneo y palique cuando no pasa nadie por la calle, acompañamientos por los alrededores si ella salía con una amiga complaciente, abonos enteros de teatro en que no mirábamos para el escenario, sino que se nos pasaba toda la función en una pura seña y un puro guiño... Lo que no hubo jamás, ni por asomos, en ninguna de mis novelitas cortas y del más calificado idealismo, fue conato o intención mía de convertir en repugnante seducción el hechicero idilio soso. Puedo jurar ahora mismo, delante del más respetable tribunal, que a las distinguidas señoritas a quienes me comía con los ojos no las toqué ni con la punta de un dedo. Ni creo (hágase justicia) que ellas lo consentirían, ni yo aspiraba a cosa semejante. Lo único que buscaba era la dulce fiebre del sueño amoroso, lo más bonito, la irisada sobrehaz del amor, y no su amargo y turbio sedimento. Mientras duraba uno de esos idilios, yo no necesitaba leer novelas, ni poesías; bastante tenía para soñar a mi modo con la lectura de aquellas cartitas tan monas, tan sencillas, tan parecidas entre sí, que muchas veces al descifrarlas creía no haber cambiado de novia jamás. Y, en efecto, todas mis novias eran para mí en cierto modo una misma: eran la Mujer, de la cual no pueden privarse enteramente nuestro cuerpo ni nuestro espíritu, cualquiera que sea la resolución que nos anime y el benéfico egoísmo que nos preste sus infalibles lentes de oro...

Nadie es capaz de comprender los placeres especiales de este amoroso juego de cañas. Al pronto la señorita muestra el contento propio de toda hembra cuando se ve requerida: la encontramos en paseo y se pone como la grana, o se queda pálida y grave (esto depende del temperamento); aparenta hablar alto y reír con sus amigas, y en realidad tiene las energías de su ser reconcentradas en una ansiedad secreta y profunda. Luego ya corresponde a nuestro mirar con otro intenso y largo. Llega un día de baile... y desde nuestro rincón la vemos azorada, inquieta, nerviosa, hasta que nos aproximamos. Al acercarnos parece que se transforma: es como si la devolviesen la libertad y la luz: se le ilumina la cara, se pone mucho más linda, y nos recibe con tal afán, que bajo su corpiño de gasa adivinamos el corazón cómo se alborota... La sacamos a bailar, y gozamos con delicado sibaritismo de su azoramiento, de sus inocentes ardides de defensa, que se parecen a los dragones de cartón con que intentan aterrar al enemigo los guerreros chinos; respiramos su aromado aliento, oímos de cerca su timbrada voz juvenil, detallamos su hermosura a distancia en que ya los artificios de tocador poco en cubren... y escuchamos, con sensación embriagadora, interrumpidas palabras, que nos prueban que lo mejor de aquella monísima criatura -la voluntad y el espíritu- ya han sido nuestros.

¿Dicen Vds. que es jugar con fuego? ¡Vaya una noticia! Ya lo sé; como que tengo de ello larga experiencia! En eso, en el fuego con que se juega, está el intríngulis del atractivo y del gusto. ¿No habéis visto en los circos, juglares que entretienen al público arrojándose de una a otra mano estopas ardiendo, y las voltean y las hacen girar y las recogen con las narices y con la boca, y nunca se les chamusca el pelo ni se les produce una quemadura en ninguna parte? Pues así jugaba yo con la viva llama, pero sin peligro: siempre supe desviarme a tiempo, hurtar el cuerpo y no dejar prender la chispa.

El verdadero inconveniente de mis idilios no consiste, a mi ver, en el riesgo de que puedan formalizarse y parar en la Iglesia (riesgo que yo me jacto de saber evitar), sino en otra cosa bien distinta: en la detestable opinión que, a pesar de su inocencia, van granjeándome estas historias entre mis convecinos, los de Marineda de Cantabria. A cada desengaño que recibe una señorita persuadida de que voy a pedirla en matrimonio, la prevención contra mí crece y se afirma, y siento subir la marea de la pública reprobación, que me presenta como un odioso raptor de corazones inocentes, me acusa de sembrar la desolación en los hogares y envenenar la existencia de tanta interesante víctima, cortando para siempre su porvenir, sus ilusiones, descalabrando su antes intacta reputación, y faltando de propósito a todas las leyes de la caballerosidad y la hidalguía. Y no crean Vds. que estas voces y estas censuras proceden sólo de las señoritas chasqueadas y burladas, ni de sus padres o parientes. No: la población entera va tomando parte en el somatén. Todo Marineda me anatematiza. Diríase que he lastimado y herido eso que se llama espíritu de cuerpo, el punto de honra de la colectividad, que, a no dudarlo, se compone de casados y casadas, o de gentes que aspiran a serlo. Mi refractarismo conyugal es una ofensa a los que viven metidos hasta el cuello en las agitadas y salobres olas de la vida doméstica. La colectividad no me perdona mi individualismo, y el espíritu positivo de la gente provinciana no comprende mis solaces imaginativos alrededor del matrimonio... sin entrar nunca en él.

¿No es cierto, señores, que mi pueblo peca de injusto y de poco reflexivo al excomulgarme por actos en el fondo tan inofensivos y tan defendibles? ¿No sería peor, es decir, no sería realmente malo, que yo asaltase, a guisa de ladrón nocturno, la paz y la dicha del hogar y anduviese, como Ramiro Doval, deseando y requiriendo a la mujer del prójimo, derramando afrenta sobre honrados nombres y llevando el dolor y la discordia al seno de las familias? Jamás he comprendido la felicidad de la pasión ilícita, ni el gusto de andar siempre mirando hacia atrás en la calle, a ver si nos amaga el bastonazo de un marido, o de pasarnos las mejores horas del día acechando en un portal, tendido bajo un sofá o acurrucado en un cuarto de baúles, temblando que nos sorprenda allí el que tiene derecho para soltarnos un puntapié o descerrajarnos un tiro. Pero no porque yo deteste estas peripecias ridículas y peligrosas, sobre todo en provincia, se ha de quitar mérito a mi respeto nimio del cercado ajeno. Tampoco me gusta eso de pervertir, verbigracia, a una bonita costurera, y ponerla un piso, y ser responsable de su caída en el fango. No, a mí déjenme de responsabilidades: nadie debe ser el primero a quitar piedra por donde se desplome la casa. La consideración con que miro el recato de las «hijas del pueblo» también hay que reconocer que es una virtud. Y sobre todo, importa considerar lo delicado de mi proceder con las mismas señoritas a quienes la gente supone mis víctimas. De mis labios no sale jamás palabra indiscreta que pueda comprometerlas: jamás mi conducta se aparta de los límites del más estricto respeto, y nunca de mí recelan nada que las pueda doler o humillar. Soy con ellas galante, sincero, puntual, y cuando sale la conversación de casaca, mis palabras se dirigen a cortar esa esperanza de raíz, o al menos a hacerla remotísima. Si tronamos, a la primera indicación restituyo, con dolor de mi alma, epistolario, prendas capilares, sección de herboristería o botánica (flores secas) y las ilustraciones al texto, o sean las fotografías. En todas partes hago el panegírico de mis supuestas abandonadas; en todas partes niego rotundamente nuestras relaciones, y en mí encontrarían mis parejas de lo que puedo llamar el vals amoroso, (si quisiesen aceptar tan pequeña compensación) un amigo a prueba, que de veras se complacería en servirlas.