Memorias de un perro escritas por su propia pata

BIBLIOTECA DEL «PONCIO PILATOS»


MEMORIAS
DE
UN PERRO
ESCRITAS
POR SU PROPIA PATA
 

Edicion ilustrada por el mismo autor

 
SANTIAGO DE CHILE
IMPRENTA B. VICUÑA MACKENNA
67—CALLE DE LA MONEDA—67

1893
MEMORIAS DE UN PERRO
ESCRITAS POR SU PROPIA PATA



I

Soi humilde, i como tal, no niego a mis projenitores. Soi hijo de una gran perra i de un perro mo mui grande.

Soi perro de presa, pero nó de presos.

Nací en casa noble, i los primeros dias de mi infancia los pasé entre chiquillos que me hacian sufrir las penas de San Clemente.

Uno me cojia con las patas para arriba i la cabeza para abajo, esponiéndome a una conjestion cerebral; otro, por ponerme corbata, casi me estrangulaba; éste me aportillaba las orejas con tijeras para ponerme dormilonas; aquél me ataba un calabazo en la cola i me echaba a correr por patios i habitaciones.

Yo no tomaba otro desquite, cuando dormia con alguno de ellos, que mearle la cama; pero, cuando yo no hacía eso, i lo hacía el muchacho, siempre me echaban la culpa a mí, por aquello de que la soga se corta por lo mas delgado.

Un dia, los chiquillos estuvieron de fiesta. Uno de ellos se puso unas enaguas de la mamá atadas al cogote, simuló con una colcha una capa de coro, i se caló un bonete de presbítero de un tio canónigo, ¡i me bautizaron!

Si, señor, soi perro cristiano. Mi nombre de pila es Rompecadenas, hijo lejítimo de Fierabrás i de Filidora, un servidor de ustedes, siempre dispuesto a hacerles la pata.

Una vez me desgracié en la alfombra del salon, i la dueña de me cojió del cogote i me restregó el hocico en aquella inmundicia.

En vano quise protestar con lastimeros aullidos: todo fué inútil, el crimen estaba patente, aquello era canina de perro aquí como en la Meca.

Desde entónces tomé la firme resolucion de evadirme. Era una injusticia la que conmigo se cometia: los chicos hacian en la cama lo que yo habia hecho en la alfombra, i, sin embargo, su mamá no les restregaba la cara en el amarillo del rei.

¿Por qué esa crueldad conmigo?

Cuando solia yo salir a la puerta de calle, siempre se detenia a acariciarme una solterona de manton i alfombrilla, que tenia, al parecer, la intencion de cometer conmigo un rapto o abijeato. Yo le ladraba porque, a esa edad, no me gustaban las beatas.

Pero el dia en que sufrí tan inmundo castigo, correspondí a las caricias de la señora, que, sin ningun escrúpulo, me escondió debajo del manto i me llevó a su casa.

La beata vivia sola, sin otro compañero que un gato romano, a quien desde los primeros momentos le tuve mala voluntad. ¡Era romano, i yo detesto todo lo que viene de Roma!

El gato tampoco simpatizó conmigo porque, no hizo más que verme, i enarcó el lomo, encrespó la cola i me mostró las uñas i los dientes.

Aquel gato romano debió pertenecer en su tiempo i en su tierra a la capilla de seises de la Sixtina, porque llegaba el mes de Agosto, i a él no le dolian las muelas ni se iba a echar por esos tejados de Dios una cana al aire.

En esa parte, no lo niego, era un gato mui compuesto en sus modales i mui de su casa.

Debido a ese obligado celibato, a que era hábil cazador i a que su ama lo alimentaba a cuerpo de rei, estaba gordo i cacheton, i parecia gozar de buena salud. Aunque debia ser asmático, porque, sobre todo cuando metia las patas en la ceniza del brasero, le roncaba el pecho, pero no escupia nunca. En eso era mui bien educado.

Tambien lo era en el comer. Con una patita pasaba i repasaba el borde del plato, para cerciorarse de si la comida estaba o nó mui caliente, i en seguida se ponia a masticar con gran parsimonia i urbanidad.

Yo nó, siempre he sido goloso i tagarote; i debido a esto quizá nunca me avine a comer en un mismo plato con mi compañero.

A la casa no llegaba sino un caballero que vestia manto i basquiña como mi patrona, i que tenia en la parte posterior de la cabeza una cicatriz del tamaño de un peso fuerte; talvez lo habrian trepanado para sacarle agua del cerebro....

Las primeras semanas las pasé como un príncipe, salvo algunos pleitecillos con el romano, en los cuales intervenia el ama, dándome siempre a mí la razon, i al gato, un plumerazo.

Yo no me esplicaba esta parcialidad de la beata, hasta que una noche me obligó a hacer una porquería que solo pude tolerar gracias a que tengo estómago de perro.

Cada vez que lo recuerdo, me siento avergonzado.

Pero sírvanme de disculpa mi tierna edad i tambien el que el hombre de la basquiña hacía lo mismo que yo hacía.

I me parece que un perro no debe de avergonzarse de hacer lo que hacen los hombres!

Sin embargo, mi dignidad canina se resentia, el gato cacheton me daba unas batidas tremendas i no se ganaba para sustos. Así es que determiné dejar aquella casa i buscar un amo que fuera en lo continente como mi compañero el romano.

II

Un dia vi pasar a un soldado inválido, i me fui detras de él.

Yo me hacía esta refleccion: este pobre inválido, que ha perdido una pierna i un brazo por darle territorios i glorias a su patria, vivirá a racion de hambre, como viven todos los buenos servidores de esta tierra; pero, al ménos, en su tugurio podré roer un hueso con honradez i dignidad.

Cuando el inválido notó que seguia sus pasos, se detuvo i como que pareció enamorarse de mi figura, que ¡vamos! no era tan despreciable; con el brazo bueno sacó un pedazo de pan de su faltriquera, me lo arrojó al aire, i yo lo peloteé en el hocico con la mayor destreza. Esta lo cautivó, i haciendo castañuelas con los dedos, me decia: Pichicho! pichicho! pichicho!

Yo lo seguí hasta su rancho, donde, como soldado veterano, lo primero que hizo fué darme el rancho, que fué bastante frugal.

Mi nuevo amo me bautizó con el nombre de Chorrillos, nombre de guerra que no debia ser el último.

Este cambio de nombres es corriente entre los racionales, por lo cual no me avergonzaba, ya que en Chile es tan frecuente que uno que ayer se llamaba radical o liberal, mañana se llame montt-varista o conservador.

I los brutos no debemos avergonzarnos de hacer lo que hacen los sabios.

De seguro que el inválido me encontró marcial catadura, pues desde el primer dia me dedicó a la carrera militar.

De algo que en su tiempo debió ser colcha roja, me hizo un par de pantalones, i de lo azul de un harapo que debió ser bandera chilena, una chaqueta de soldado; el quépis fué herencia de un tambor.

Digo mal cuando digo que el inválido hizo mis arreos militares, ya que lo que hizo fué sólo pedirle que los hiciera a una vecina del conventillo en que mi amo vivia.

Un aprendiz de carpintero trabajó el fusil.

A los pantalones tuvieron que hacerle el marrueco en la parte posterior, para darle salida a la cola.

La primera vez que me vistieron el traje militar, me sentí hombre, i miré con cierto orgullo a los demas quiltros i perros del conventillo.

¡Yo, un pobre perro, habia sentado plaza de soldado!

¡Cuánto debia yo mas tarde de arrepentirme por haber abrazado aquella ingrata carrera!

La cosa no era así como así tan fácil i sencilla: el traje era lo de ménos: habia que andar en dos patas. Esto, que para algunos señores diputados suele ser cosa de poco más o ménos, para mí fué obra de romanos, nó de gatos romanos, sino de romanos de los buenos tiempos del paganismo.

El veterano era un terrible instructor. Cuando yo, aquejado por dolores de riñones i caderas, largaba el fusil i caia sobre mis cuatro patas, rendido de cansancio, con la pierna de palo me propinaba un puntapiés que me hacía ver estrellas medio dia.

En mi nueva carrera llevaba una vida de perro, que me hacía recordar con pena mi permanencia en casa de la beata i hasta me sentia dispuesto a sufrir los actos indecorosos a que la solterona me obligaba, con tal de colgar la casaca i dejarme de ejercicios militares.

¿Qué pensaba aquel veterano hacer de mí? ¿Un militar hecho i derecho que, en caso de necesidad, fuera a una batalla a hacerse matar pour le roi de Prusse?

Yo me decia: que los hombres peleen como los perros, está dentro de la lójica; pero que los perros peleen como los hombres, no es justo ni razonable.

No diré que a fuerza de puntapiés, sino que a fuerza de puntapalos, pues que el inválido me pegaba con la pierna postiza, aprendí a marchar en dos patas i algunas evoluciones de la táctica militar.

Entónces, mi jefe me sacaba a la calle a hacer maniobras, recibiendo muchos Dios-te-guardes del público callejero.

Un dia acertó a pasar por alli un militar, que por el acento parecia estranjero, i cuya fisonomía me hizo recordar la de mi padre, que era un sabueso ñato, de la nariz partida.

Como todos, se detuvo a admirar mis habilidades marciales; luego, dirijiéndose al inválido, le dijo:

—Infátito, enseñe ustet el órten tisperso a ese soltato recluta.

El inválido se cuadró, le hizo el saludo de Ordenanza i le contestó:

—Está bien, mi jeneral.

¡Aquel cara de mi padre era todo un jeneral!

Mi amo hizo que los muchachos del conventillo se transformaran en soldados: todo era cuestion de un sombrero de tres picos, fabricado con un pedazo de diario, i un palo de escoba vieja, que se trocaba en fusil.

Puestos los chiquillos en columna de batalla, el cojo me dijo:

—Chorrillos, voi a enseñarte el órden disperso. Cuando yo te pase un puñado de plata i te toque la corneta, levantas la culata de tu rifle, i a paso de carga te pasas a las filas contrarias. ¿Has entendido?

Yo me quedé en ayunas, ¿Qué podia saber de órden disperso un pobre bruto como yo, que sabía ser leal como un perro i que, ni por todo el oro del mundo, habria traicionado al que me daba un hueso que roer?

Pero los hombres dicen: los palos enseñan a jente.

I yo digo: los palos me enseñaron el órden disperso.

En efecto, a las cuatro o cinco lecciones, me aprendí la nueva táctica al dedillo.

En cuanto el veterano me gritaba:

—Chorrillos, en órden disperso, ¡marchen! i simulaba darme dinero, que tambien yo finjía recibir con la pata izquierda, ponia la culata de mi fusil hácia arriba i en cuatro patas echaba a correr en direccion a las filas enemigas.

Tan satisfecho estaba el inválido conmigo, que un dia me lanzó este piropo, que me llenó de orgullo:

—Has aprendido tan bien el órden disperso, que ni hijo de mi jeneral que fueras!

Al dia siguiente, mi quépis tenia dos galones.

¡Me habian ascendido a teniente!

Pero no por eso me dejaba descansar el cojo veterano; al contrario, los ejercicios se repetian muchas veces al dia, pues mis admiradores pagaban la paciencia de mi maestro en buenos vasos de ponche.

Este trabajo contínuo, que no me dejaba tiempo ni para hacer mis mas urjentes dilijencias, acabó al fin por enfermarme de estitiquez.

I, para remate de la obra, cuando queria hacer lo preciso, los malditos muchachos del conventillo se encadenaban por el dedo meñique i me dejaban a mí en agonías de muerte.

III

Como mi alimento diario lo constituian los huesos que me arrojaban el inválido i demas admiradores mios que vivian en el conventillo, no es estraño que en el laboratorio de mis intestinos se formase una sustancia calcárea, mui parecida al alfeñique de Lima, que tántos sudores me costaba.

Era tiempo de sandías i de indijestiones entre los muchachos. Casi todas las madres del conventillo tenian enfermos a sus hijos.

¡I yo sin saber que era boticario!

Si, lector, farmacéutico hecho i derecho.

Aquellos alfeñiques de Lima de que te he hablado me los arrebataban las pobres mujeres, que, deshechos en tisanas o en mate, se los propinaban a los enfermitos.

El específico era bautizado con el nombre de azúcar de perro.

¡Yo competidor de Bernstein i de Lanmann i Kemp!

Con este motivo me dieron el diploma de médico de la casa. ¡Si entónces hubiera habido libertad de profesiones i una Universidad Católica!... Pero, como nadie me pagaba las recetas i todos me aguaitaban cuando confeccionaba mis píldoras, i los muchachos continuaban tomándose de los dedos meñiques, resolví renunciar a la carrera de boticario.

Por consejos de una gata vieja que estaba en cinta, me puse a comer a pasto el lanco, lo que en pocos dias me mejoró de aquellos cólicos que sufria, empeorando a su vez todos los enfermos de lipiria.

—Una observacion. Mi amo el inválido no endulzaba su ponche con mi azúcar. ¿Por qué? Misterio!

Cierto dia en que me hacian lucir en la acera de la calle mis habilidades militares, acertó a pasar por allí un italiano, a quien todos llamaban con el nombre del señor Platuni, que trabajaba en el Circo Trait con una compañía de perros i monos sabios.

Al instante se dirijió a mi amo i le dijo:

—¿Cuánto volete per cuesto cane?

—Cien pesos, respondió el inválido.

El bachicha los sacó de su cartera i se los entregó al cojimanco, que se santiguó con ellos, los metió en su bolsillo, me dió un beso en el hocico i, cojeando, cojeando, se fué a un despacho a beber aguardiente.

¡Me vendieron; pero no me vendí!

Llegué al Circo con mi nuevo amo, i fuí presentado a todo el personal de la compañía. Habia entre los perros una perrita que, por sus ladridos, creí debia ser la tiple de la compañía: ¡yo pensaba que aquella era una compañia lírica! Yo quedé prendado de la perrita.

La noche de mi estreno, lucí un traje nuevecito, mui galoncado, i un quépis de capitan. ¡Por que me habian vendido, me creyeron acreedor a un ascenso! ¡Qué mundo éste, qué mundo!

El público me aplaudió a morir, sobre todo los militares, cuando me ejercitaba en el órden disperso.

Esa noche el siñor Platuni recojió mucho dinero, del cual creí nos tocaria una buena parte a nosotros los artistas: pero pasó un dia, i pasaron muchos, i no vimos el pago de la quincena.

¡Eramos artistas a mérito, artistas grátis!

Si las compañías líricas se organizaran con un personal perruno, no habria una que quebrase i los empresarios se harian ricos en una temporada.

I ¡qué artistas tan cómodos! A más de no cobrar sueldos, ni se resfrian, ni rompen sus contratos por dimes i dirétes con el empresario.

Yo me creia en la Gloria: era artista, perro sabio, capitan i tiemple de aquella perrita que me tenia con los sesos barajados.

Pero ¡cata que al empresario Platuni se le puso enseñarme jimnasia!

I el bachicha tenia un rebenque que nos hacía ver burros negros.

¡Sea por el amor de Dios i de mi querida perra!

Una noche de funcion le habia yo dado cita a la perra de mis pensamientos a un rinconcito oscuro para declararle mi volcánica pasion. Ella acudió a la cita.

Pero llegó la hora en que debíamos los dos salir a la escena.

Se nos buscaba por todas partes i no se nos encontraba. I el público se impacientaba i con silbidos empezaba ya a mostrar su mal humor.

Oíamos a Platuni que echaba periquitos en lengua macarrónica.

—Garibaldi! Garibaldi! (Este era mi tercer nombre de pila.)

—Musidora! Musidora! (Así se llamaba la perra de mi corazon.)

—Corpo di Baco! Atchidente! Sacramento! Dove sonno cuesti dúe maledetti cani? vociferaba Platuni.

Pero Garibaldi i Musidora no podian acudir a su llamado por... motivos que los perros bien comprenderán.

Miéntras tanto, el público pataleaba, gruñia i ladraba a la par del empresario.

Al fin, éste nos descubrió. Nunca he recibido una paliza igual, i sobre la paliza, un balde de agua fria, que me dejó como perro de aguas.

La misma suerte corrió mi compañera.

Pero esa noche no trabajamos porque, a lo ménos yo, no estaba en facha de presentarme al público...

IV

Aquella noche, feliz i desgraciada para mí, resolví romper mi contrata con el empresario Platuni.

No me era posible tolerar que me tratase como a un perro, a mí, a un capitan, al artista de una compañía de animales sabios!

Al servicio del siñor Platuni habia entrado por la puerta de su casa; pues bien, me salí por el albañal, diciendo con el gallego: Adios, Platuni, que te quedas sin jente!

La noche era fria, i me encontraba sin techo i sin un hueso que roer. Pero Dios, que subviene a la alimentacion de las avecillas del cielo, ¿por qué no habia de subvenir a la de un perro de la tierra?

Me eché, pues, a aplanar calles, como dictatorial sin ocupacion, pero como quien busca la botica de semana para no caer por sospechas de patitas a una comisaría.

A los primeros pasos que di, me encontré con un grupo numeroso de perros. ¿Era aquello una reunion política?

Nó: era una galante caravana.

Me acerqué a un quiltrillo i le pregunté:

—¿Qué andan haciendo, niños, a estas horas?

—Andamos en leva, me contestó, detras de esa muchacha.

¡La muchacha era una perra!

—Pero ¡tántos! repliqué.

—Bah! ¿No ha visto usted en los portales i calles de Santiago a una docena de mozalbetes de levita andar en leva detras de una chiquilla? ¿Por qué los cuadrúpedos no hemos de hacer lo que hacen los bípedos? Estas aventuras son mui divertidas. Sigamos la corriente, i ¡mucho cuidado no más con los pacos, que son mui celosos con la moral perruna, no así con la moral humana!

Yo, más por conocer el mundo que por torpe inclinacion, seguí tras de los Tenorios de cuatro patas.

Todos ellos parecian enfermos de disuria, i quien daba la voz de órden para satisfacer aquella necesidad menor, era la perseguida dama. Donde ella humedecia una piedra de esquina, todos levantaban la pata i hacian lo mismo, i yo tambien.

Como en los amorios humanos, en aquéllos habia peloteras mayúsculas: gruñidos, ladridos i tarascadas. Yo, que no podia olvidar a mi Musidora, i que iba sólo de cantor entre aquellos tunantes, miraba desde lejitos los pujilatos i me lamia los bigotes como para dar a entender que tambien tenia vocacion...

En una de aquellas marimorenas, nos vimos rodeados por siete u ocho pacos.

—¡Adios, mi plata! dije para mi coleto: esta noche vamos a parar a la cárcel! De seguro estos jendarmes nos han tomado por dictatoriales, por conspiradores; i, si no nos fusilan, nos llevan a la Penitenciaría.

Yo calumniaba a la policía de Santiago!

Aquellos amables serenos, en vez de pensar en reducirnos a prision, sabiendo que los enamorados no comen i viven de puro amor, con la mayor amabilidad nos invitaban a comer unas albondiguitas, preparadas de ex-profeso para nosotros,

¡I dirán que el Gobierno es malo! ¡i les da de comer hasta a los perros!

E iba ya a servirme yo mi racion, cuando el quiltrillo que me enroló en la leva me dijo al oido:

—No coma usted!

—¿Por qué despreciar a estos caballeros su obsequio?

—¡Obsequio! esas albóndigas tienen estricnina, i, si usted las prueba, en el acto se envenena. Finja usted que se las come i despues se hace el muerto, si quiere escapar vivo,

Aquel buen consejo me salvó la vida.

Despues finjí que comia, me tendí largo a largo en el suelo, i con el rabillo del ojo me puse a Observar lo que pasaba a mi alrededor, al lado de mi noble consejero, que me dió el ejemplo,

Luego me dijo:

—Patalee cómo yo, para que los pacos crean que el veneno nos está haciendo efecto.

—¿I no se enojarán porque pataleamos? le pregunté.

—No, respondióme, porque el único derecho que tenemos en Chile los perros i los dictatoriales es el derecho de pataleo. Patalee no más con confianza.

Nos pusimos, pues, a patalear i a observar.

Mi compañero a poco me dijo:

—¡Se acabó la leva!

—¿Por qué?

—Porque los pacos han muerto la perra. ¡Pobrecita! era una niña inesperta, i se ha comido un par de albóndigas, creyendo seguramente que nosotros hemos hecho el gasto, i que eran albóndigas de buena lei. El mismo de las Dubray... Eso si que nosotros somos inocentes de este asesinato...

Yo temblé de patas a cabeza, tanto más cuanto que veia cerca de mí una tendalada de perros muertos, que, atados con unas correas, eran arrastrados por los policiales, talvez, a alguna fábrica de pequenes.

Cuando un paco se nos acercó para atarnos las patas traseras, el quiltro me dijo:

—De patitas, amigo, i echar las voladeras!

Dicho i hecho, en un sancti amen, nos enderezamos echamos a correr como perros en Cuasimodo.

Sin alientos llegamos hasta cerca del Matadero, donde mi compañero de aventuras me dijo:

—Hasta aquí no más lo acompaño. En este tiempo i en estas noches es peligroso andar en grupos de más de uno. Adios, i encomiéndese a Cuatro-Remos, que es perro mui milagroso.

—Gracias, le contesté.

Nos dimos la pata, nos olimos el rabo i nos separamos.

I aquí me tienen ustedes solo, en medio de la calle, sin hogar, léjos de mi querida Musidora sin un centavo en el bolsillo i temiendo encontrarme con un paco albondiguero.

Recordé entónces que en casa de la beata habia oido decir que en San Francisco daban las sobras de la comida a los pobres.

I a trote largo me dirijí a aquel convento, dando a entender a la jente madrugadora que no era yo un perro callejero, sino que iba al Mercado por encargo de mi patron.

Aclarando llegué a San Francisco.

Ya algunas beatas, de esas que amanecen con bochornos, esperaban que el sacristan abriese la puerta del templo.

Por fin, un lego la abrió.

Tanto porque hacia un frio glacial como por miedo a la estricnina, me colé entre las beatas a la Casa de Dios.

Yo sabía que Jesus habia echado a latigazos del templo a los mercaderes; pero ignoraba que ahora entran los mercaderes i echan a latigazos a los perros.

Así, no hizo más que verme el sacristan, i sacudirme su cordon por los lomos.

Pero, al huir i al pasar frente a un altar de San Roque, me paré en las patas traseras e hice una reverencia.

Esto me salvó, pues le oí decir al lego:

—Este perro tiene vocacion.

Me acarició i me llevó a su celda.

V

Cuando me encontré en la celda del lego sacristan, éste dijo en voz alta:

—Por si este perro tiene el Diablo metido en el cuerpo, voi a rociarlo con agua bendita.

I salió, poniéndole llave a la puerta, i yo me quedé tranquilo haciéndome estas reflecciones:

—Cuando los padrecitos se convenzan de que no me he tragado al Diablo i me vean hacer jenuflecciones delante de todos los santos i de sus reverendas paternidades, qué buena vida voi a pasarme en los claustros de San Francisco!

A poco volvió el lego, caldereta e hisopo en mano, acompañado de dos frailes.

Me hisoparon con agua bendita i no reventé.

Entónces, el lego les contó lo que yo habia hecho delante del altar de San Roque, i no dando crédito a sus palabras, me llevaron al templo, seguido de toda la comunidad.

Cuando los frailes vieron por sus propios ojos que, frente a dicho altar, me paraba en dos patas i saludaba al santo i a mi conjénere que le acompañaba, el provincial dijo:

—Este es un prodijio, un milagro! Que lleven a ese animalito a la cocina, que le den un buen desayuno i que despues nos acompañe en el capítulo que quiero celebrar con toda la comunidad para acordar qué debemos hacer con este bendito perro.

Me llevaron a la cocina, i allí comí como un provincial. Sobre todo, les crucé a los porotos, que estaban como guisados por mano de monja.

En seguida me llevaron a la sala capitular, me sentaron en un sitial de cuero, i empezó el capítulo.

Tomó la palabra el provincial, i dijo a sus cofrades:

—Queridos hermanos en Jesucristo, nos encontramos en presencia de un animalito que parece jente i que muestra ser mas devoto que muchos de nosotros. Casos como éste, no son raros en la historia del cristianismo. En los circos romanos, donde los cristianos eran despedazados por las fieras, hubo ocasiones en que los leones i los tigres se compadecian de los mártires i, en vez de arrojarse sobre ellos para engullírselos, se echaban a sus piés i les lamian las manos i la cara. Yo quiero consultar a la comunidad si no sería prudente admitir a este perro en nuestro convento, hacerle tomar el hábito i arrancar al mundo un perro que, fuera del claustro, puede corromperse i perder la gloria eterna, que a cada uno de vosotros os deseo.

—Amen, respondieron todos los padrecitos.

Yo, lo digo sin empacho, sentia una íntima satisfaccion, un desmedido orgullo, al ver a tan ilustres teólogos ocupados en mi canina personalidad, i dirijia alternativamente mis miradas a cada uno de los que tomaban parte en la discusion, que continuó de esta manera:

—Salvo el respeto que debo a mi superior, objetó un fraile flaco i amarillo, que parecia intelijente, debo observar que no me pareceria decoroso darle el hábito a un perro, por cuanto que ello importaria abrirles el apetito a los demas animales; i mañana querrian ingresar a nuestra comunidad los burros, los cabros i los cerdos que, con el pretesto de tener vocacion monacal, quisieran venir a llenar la de perro en nuestro refectorio.

—Sin embargo, arguyó un fraile vecino mio, es de fé que en el Cielo hai muchos animales, como es de fé que hai franciscanos en el Infierno.

Esta proposicion levantó tempestades.

Restablecido el silencio, mi defensor continuó:

—Es de fé que la burrita de la Vírjen está en el Cielo; que el buei del Pesebre está en el Cielo; el perro de Santo Domingo está en el Cielo; el perro de San Roque está en el Cielo; el chancho de San Anton está en el Cielo; los caballos del carro del Profeta Elías están en el Cielo; i os más que seguro que tambien esté en el Cielo la gran bestia del Apocalípsis; ergo...

Esta sábia argumentacion teolójica arrancó salvas de aplausos de los capitulares.

Pero otro fraile, que tambien se declaró mi enemigo, tomó la palabra i se descolgó de esta guisa:

—Queridos cofrades, si estais dispuestos a recibir en nuestra comunidad a toda clase de animales, ¿no sentireis herido vuestro orgullo cuando El Porvenir anuncie en su seccion relijiosa que el padre tal ladrará las pláticas de San Roque, i el padre cual rebuznará en el púlpito contra los liberales i los masones?

Esto argumento pareció posar en el criterio de los buenos franciscanos. Por fortuna, o por desgracia mia, el provincial deshizo aquella mala impresion con estas contundentes razones:

—Hermanos, el perro tiene vocacion, i a lo ménos hai que darle el hábito de lego donado, si no queremos contrariar la divina voluntad. Lo haremos profesar con la reserva mental de que le damos el hábito franciscano con la condicion de que bajo su corteza perruna se esconde un alma dotada de razon. En votacion mi indicacion.

En favor de ésta votaron trece frailes en contra de siete que me negaron el hábito.

¡Iba, pues, a ser fraile por la docena del fraile!

Si yo hubiera tenido el dón de la palabra, les habria dicho a aquellos teólogos:

—Queridos hermanos, yo no puedo ser fraile porque no tengo vocacion para el oficio ni puedo hacer votos solemnes por las razones siguientes: 1.ª no puedo hacer el voto de pobreza, porque no me siento con ánimo de ser pobre i aún recuerdo el placer con que me exhibía en el Circo con mi traje galoneado de capitan; 2.ª no puedo hacer el voto de humildad, porque, si alguien me pisa una pata, no pondré la otra para que me la pisen tambien, i en esto imito a mis paisanos los presbíteros, que no ponen la mejilla derecha para que les emparejen la sangría, cuando les dan una bofetada en la mejilla izquierda, sino que sacan revólver i le dan un balazo al que los abofeteó; i 3.ª i ménos puedo hacer el voto de castidad, porque, en viendo una perrita de buenos bigotes como mi inolvidable Musidora, soi perro al agua, capaz de jugarle una mala partida hasta al mismo respetable público. Nó, señor, no tengo vocacion para la vida monástica.

Pero, como no tengo el dón de la palabra, me quedé sin decir chus ni mus.

A eso de las once de aquel dia, el barbero del convento, que lo era un lego viejo i mal humorado, me sentó en un sitial, i con unas enormes tijeras se puso a afeitarme, dejándome la cara como cara de fraile i cortándome la pera i los bigotes de que yo me enorgullecia en mi vida de artista i capitan de ejército.

En esos momentos, me decia para mis entrañas:

—Si el barbero me hace cerquillo, me doi por muerto... para el mundo de los profanos.

Pero no me tonsuraron, Acaso lo harian despues de mi noviciado.

Luego que me afeitaron, me dieron de comer. ¡Qué comida! Ni Platuni me daba mejor que comer.

Satisfecha mi hambre canina, fuí a echarme al pié de uno de los pinos del primer claustro.

Al verme allí los padres, se dijeron:

—Le gusta la sombra del pino. Pues bien, a éste can lo bautizaremos con el nombre de Can-Pino, aunque de ello proteste el redactor de El Porvenir.

I me quedé con el nombre de frai Can-Pino, o frai Campino a secas.

VI

Ah! cuando recuerdo mis aventuras de ahora años, porque es perro viejo el que esto escribe, de buena gana largaria una sonora carcajada haciendo memoria delo que en aquel convento me pasó.

Yo dormia en la celda de un padrecito de buen cuerpo i buena cara.

Tenia yo el instinto de todos los perros nuevos: me gustaba sacar en el hocico al patio todo lo que encontraba en el suelo de la celda en que me hospedaba.

Una noche, noche de verano, hacía un calor canicular, i ántes que amaneciera disperté. El postigo de la ventana estaba entornado, i me dije:

—Como la puerta tiene llave, tranca i cerrojo, por la ventana me salgo a jugar al patio.

Pero quise salir con algo en el hocico i, buscando, me encontré, al pié del lecho de mi amo, con un zapatito que no se parecia a una sandalia.

—Aquí que no peco, me dije, i cojí el zapatito, por entre los fierros de la ventana me salí al claustro i me puse a corretear de allá para acá, hasta que me cansé, i dejé el zapatito medio perdido entre las yerbas del jardin.

Poco despues, vi salir de la celda de mi amo un bulto negro, que iba cojeando.

Empezaba a aclarar.

A poco, el campanero, que se habia quedado dormido, atravesaba el claustro poco menos que corriendo, cuando de repente se detuvo. Habia visto el zapatito.

Lo tomó en sus manos, abrió tánta boca i echó a correr.

Luego volvió con el provincial, con quien sostuvo el siguiente misterioso diálogo:

—¿I dónde ha encontrado usted esto, hermano Jeremías?

—Aquí mismo, padre maestro.

—¡Un zapato de mujer en medio de un claustro del convento! qué escándalo! qué sacrilejio! qué profanacion!

—¡Qué contumelia! agregó el lego por decir algo.

—Pero ya descubriré al autor de este crímen! Hermano, suba usted a la torre a cumplir con los altos deberes de su ministerio.

El lego se fué, i el provincial dejó el zapatito donde el lego lo encontrara, i se escondió detras del pedestal de la cruz que hai en medio del claustro.

Desde la puerta de la celda de mi amo, donde me habia echado, espiaba yo toda la escena anterior.

Un momento despues volvió a abrirse la puerta de la celda, i apareció el padrecito, pálido como un muerto i con los ojos salidos de las órbitas.

Se inclinó hácia mí i me dijo a media voz:

—Oye, perrito travieso: ¿tú has sacado un zapatito que no es mio?

Yo me hice el sordo i, meneando la cola i lamiéndome el hocico, me puse a hacerle gracias i fiestas.

Entonces, su paternidad se enderezó i esclamó con aire convencido:

—No, este perro es inocente.

I se fué al jardin en busca del zapatito.

Cuando después de algunos trajines, encontró aquella prenda, dió un grito de alegría, la levantó del suelo i la cubrió de besos.

En ese instante, el provincial salia de su escondite, cojia al fraile por una oreja i le decia lleno de evanjélico furor:

—¡Miserable pecador! ¿con que eras tú el cómplice de ese zapato impio? Aguarda un momento, que ya verás el castigo que voi a imponerte, vil gusanillo de la tierra!

El pobre fraile se quedó anclado, mudo como la estátua de Lot i con el zapato pegado a los labios.

Minutos mas tarde, toda la comunidad se encontraba reunida en la sala capitular.

Un lego vino a notificarle al fraile pecador:

—El padre maestro dice que en el acto concurra a su presencia su paternidad.

El padre obedeció maquinalmente i siguió al lego.

I yo me fuí detras de los dos.

Una vez ante la comunidad, el provincial lo interrogó:

—Diga el padre Hilarion: ¿qué significa ese zapato de mujer que trae su paternidad en la mano?

El padre Hilarion se puso a lloriquear i, despues de enjugarse las lágrimas con la manga de su hábito, masculló la siguiente respuesta:

—Padre maestro, este zapatito no es criminal... este zapatito es un recuerdo de mi mamá...

I se echó a llorar a mares.

Aquel llanto conmovió a los demas padres, que tambien se pusieron a llorar como unas Magdalenas.

Conmovido a su turno el provincial, se levantó de su sillon de suela, se dirijió al procesado i, echándole al cuello los brazos, esclamó:

—¡Oh! modelo de buen hijo, tipo acabado del amor filial! Perdóname, si pude sospechar de tu santidad.

El capitulo se acabó i yo me quedé meneando las orejas con aire de desconfianza.

Esa misma noche, que lo fué tan calurosa como la anterior, razon por la cual los padres dormian con la puerta cerrada a lodo i piedra, pero con los postigos de la ventana entornados, me tentó el Diablo por averiguar si todos los padres eran cariñosos con la memoria maternal.

I por la ventana me colé sijilosamente a todas las celdas,

¡Todos tenian al pié del lecho un par de recuerdos de la mamá!

¡I el provincial tenia dos pares!

¿Qué misterio era ese?

¿Acaso el provincial habia tenido dos mamáes?

¡Qué amor filial tan parejo!

¡E yo no tenía ni un zapatito siquiera de la grandísima perra de mi madre!

Mi amo debió ser cerrajero, porque tarde de la noche se ocupaba a veces en limar una llave maestra, hasta que ésta tuvo la maestría de abrir la puerta de la despensa.

Entónces el padrecito se colaba allí con un cesto en el brazo, luego salia con pertrechos de bucólica, echaba llave a la puerta, i seguido de mí, se iba a la calle a echar una cana al aire.

Una noche, al abrir el postigo de la portería, de entre las sombras salió. el temible provincial, se abalanzó sobre el sonámbulo, i sacando de debajo de su capa una linterna sorda con que le alumbró el rostro a frai Hilarion, le lanzó esta apóstrofe:

—¡Mal sacerdote! ¿a dónde vas?

Cortado de primeras el frailecito, a los pocos instantes se repuso, i le contestó:

—A confesar a un moribundo, padre maestro.

—¿I este cesto que llevas escondido? Ah! un jamon! ¿qué significa este jamon?

—Es un recuerdo de mi mamá!

—¡Mentira! Dime la verdad o te mando desterrado a Magallanes: ¿adónde vas?

El fraile pegó sus labios a una oreja del provincial i le dijo al oido una palabra, que no pude oir:

El provincial cayó de espaldas vociferando:

¡Bárbaro! esa casa es la de mi mama!!!

VII

Habia olvidado decir que la dueña del zapatito de marras era casada.

De modo que de su marido, de frai Hilarion i del padre maestro podia decirse con toda verdad que vivian como tres en un zapato.

Miéntras tanto, a mí se me hacía concurrir a las clases de latin i de teolojía; pero, si he ser franco i modesto, diré que, despues de las clases, me quedaba tan en ayunas como antes de ellas.

Un dia, el maestro de latin me hizo salir al medio de la sala i me preguntó:

¿Quid est canis inter nos? (¿quién es perro entre nosotros?), i yo respondí tres veces en frances:

-Moá, moá, moá.

Todos largaron una estruendosa carcajada i convinieron en que me sobraba talento para la lingüística, i que sólo de puro desaplicado no habia respondido ego, que era como debia responder.

Por esta falta mi maestro me puso de rodillas en medio de la sala durante un cuarto de hora.

Otra vez, en clase de teolojía moral, esplicaba el teólogo el quinto mandamiento del Decálogo, i decia a sus alumnos que ese precepto nos prohibia tambien maltratar a los animales por aquello de a tu prójimo como a tí mismo.

Y de a sus piés, i al hacer un movimiento me pisó una pata.

Fué tan agudo el dolor que me produjo el pisoton, que le di una tarascada en un tobillo.

A su vez, el maestro me dió un puntapié que me hizo ver candelillas.

Los alumnos lo estrecharon preguntándole:

Quare causa, magister, castigat cane?

El fraile, echándose saliva en la mordedura, respondió en furibundo castellano:

—Porque me dolió ¡ca..!

En la clase de canto llano no me iba mejor.

Delante de un atril, parado en las patas traseras, i con las delanteras sobre la música me tenian horas de horas, oyendo cantar salmos i maitines, sin entender palabra del canto ni poder descifrar aquellas suciedades de moscas que llamaban corcheas i semifusas.

Cuando cantaba el coro, el director de orquesta solia darme con la batuta un golpe en la cabeza como para advertime que debia entrar a compas. Pero el palo me arrancaba un doloroso aullido, el concierto de los frailes se convertia en un verdadero concierto de animales a lo Iriarte.

Por estas i otras razones, principalmente por mi falta absoluta de vocacion para la vida monástica i de tercería, tomé el partido de desertar del claustro e irme a casa de la dueña del bullado zapatito.

Era ésta la mujer de un carnicero rico i tan beato que, apesar de ser gastrónomo i carnicero, no comia carne ningun viérnes del año. Eso sí, él no aconsejaba esa abstinencia a ninguno de sus clientes.

Su mujer, por el contrario, si los viérnes no comia carne de vaca o de cordero, nunca dejaba de comerla de otro animal.

Tambien diré en honor de la verdad que el tal carnicero era aficionado al ponchecito, nó por vicio, sino porque, segun él decia, sufria de flatulencias.

Los tales flatos, su costumbre de roncar como un marrano i la diferencia notable de edades entre él i su consorte lo habian obligado a separar cuarto i cama.

Un dia que, al amanecer salia a la calle don Martin (álias ño Martin) para irse al Matadero, se encontró con que doña Irene llegaba a la casa, cojea que cojea, alfombrilla i rosario en mano.

—¿De dónde venís, mujer, a estas horas? preguntó a su esposa el discípulo de San José, entre celoso i no celoso,

—Es que... te diré... iba a misa a San Francisco... cuando un maldito perro... a quien le pisé la cola, me dió una tarascada en este pié... sin hacerme otro daño que sacarme integro el zapato, que él se llevó en el hocico.

—Ah! me tranquilizo, mujer, yo creia que...

—¡Cómo! ¿habias tú dudado de mi fidelidad conyugal?

—Nó, nó, nó!... Yo creia que el perro te hubiera hecho alguna herida... i como andaba por aquí un perro rabioso... Pero, ya que todo ha sido perder un zapato... me doi por contento... ¡Milagro de mi patriarca San José! Ahora, cuando me desocupe, iré al centro a comprarte un par de zapatos a la última moda.

Todo esto, lector, supongo haya sucedido entre el carnicero i su esposa, por cuanto, una noche en que acompañó a frai Hilarion a casa de don Martin, al pié de doña Irene vi un zapatito huérfano, que en el acto yo reconocí, diciendo para mí:

—Juro que este zapatito es hermano del otro zapatito.

I en esta creencia me confirmó lo que me dijo doña Irene una noche en que me acariciaba i me decia:

—Eres mui chinchoso, perrito devoto, perrito lindo, ladroncito de zapatos...

Una vez instalado en casa del carnicero, me creí en la Gloria.

Allí mi ama no me obligaba a hacer nada que rebajase mi dignidad... porque frai Hilarion lo hacía.

Alí comia como un príncipe sin que se me obligase a hacer ejercicios de armas como en casa del inválido.

Allí no andaba por mis lomos el látigo de Platuni.

I, por fin, allí no se me obligaba a estudiar latin, teolojía ni canto llano... ni se me obligaria talvez a hacer el papel de tuturuto como en el convento.

Mi amo me idolatraba, i hasta me dió un puesto de confianza: me hacía dormir en la puerta del dormitorio de su mujer.

Como que don Martin tuvo por cojera de perra la cojera aquella del amanecer...

Aquel hombre era bueno como el pan, i yo me propuse serle leal como un perro, e hice el siguiente juramento:

—Al dormitorio de mi señora, ni Lucifer!

I, dicho i hecho.

Una noche, álguien se descolgó por las tapias del huerto i llegó hasta el primer patio de la casa.

Cuando el bulto aquel, que habia tomado yo por el de la cocinera, estuvo a dos pasos de mí, pude reconocerlo: era frai Hilarion.

—Frai Can-Pino, frai Can-Pino! murmuró el santo relijioso al notar que yo le gruñia... i quiso franquear la puerta de que me habian hecho guardian.

Pero yo me hice el desconocido i le di la mas feroz tarascada en una pantorrilla.

El grito que lanzó el fraile despertó a doña Irene i a don Martin, apesar de que éste roncaba con un lastre de tres litros de ponche cabezon.

La escena fué ruidosa i de fatales consecuencias para mí: ¡todo por echarlas de perro leal i agradecido!

VIII

La batahola que produjo mi tarascada en la pantorrilla de frai Hilarion es indescriptible.

Doña Irene i don Martin, en paños menores, ella con una vela en la mano, i él con un grueso garrote enarbolado en lo alto, se deshacian en esclamaciones de sorpresa i de dolor; en tanto que el franciscano se echaba saliva en la mordedura, i decia a media voz:

—¡Maldito perro! desconocerme ahora, cuando tántas veces hemos hecho juntos el mismo camino!

—¿Está usted herido, frai Hilarion? preguntaba ella.

—¿Cómo ha sido esto? interrogaba el carnicero: ¿por dónde ha entrado su paternidad, que Can-Pino lo ha desconocido?

—¡Pícaro perro! morder a su paternidad!

—¡Perro hereje! morder a un santo sacerdote!

Yo, que creia haber cumplido con honradez i lealtad mi consigna, me habia quedado orgulloso, con la frente levantada, esperando una paliza mi señora i mil caricias para mí.

Pero don Martin, que debia tener el dón de la longacornamenticidad, llenó de satisfacciones el padre, cubrió de halagos a su infiel esposa, i a mí me dió una paliza de padre i señor mio.

¡Esa es la justicia de los hombres! no la hacen igual los perros!

Yo me eché en un rincon del corredor, con la cola entre las piernas, i lanzando quejumbrosos aullidos de dolor.

—¡Por Dios! Padre, éntre en el cuarto de mi mujer para que ésta le cure la herida... dijo al fin el carnicero.

I el pater replicó con todo el pudor de una doncella:

—Jamas! mi castidad no me permite dejar ver a una señora mi pantorrilla....

—Entónces, éntre a mi cuarto, que yo lo curaré como Dios me ayude.

—Gracias.

Entró frai Hilarion al dormitorio de don Martin, se acostó en la cama de éste, i, ántes de descubrir la pierna, preguntó:

—¿Está bien cerrada esa puerta que comunica con el cuarto de la señora?

—Sí, Padre.

—Porque temo que doña Irene se asome e involuntariamente vea mis carnes...

—No hai cuidado, Padre. (¡Este santo relijioso es mas púdico que San Luis!)

Puestos unos fomentos de aguardiente con sal en la herida, que era levísima, frai Hilarion se espresó de esta manera:

—Usted, amigo don Martin, estará deseoso de saber por qué he venido a su casa a tales horas i por qué no he entrado por la puerta...

—Algun fin santo lo habrá traido, Padre.

—Ni más ni ménos. Ha de saber usted que hoi fué a confesarse conmigo un matancero, autor de muchos robos i cuchilladas, i, arrepentido, me dijo que esta misma noche se trataba de dar un asalto a la casa de usted por otros forajidos que lo habian invitado a tan horrible crímen; pero él, tocado por la gracia divina, se había negado a acompañarlos, yendo a echarse a mis piés para confesar sus faltas pasadas i ver que yo evitase el proyectado asalto.

—¿Con que pensaban saltearme esta noche?

—Si, mi amigo; i yo, para no inspirar sospechas entre los bandidos ¡poder pescarlos infraganti, me vine tarde de la noche i me entré a su casa por el huerto, saltando tapias i sin soñar que Can-Pino me hiciera tan estraño recibimiento.

Don Martin, conmovido hasta las lágrimas, se echó a los piés de frai Hilarion i le besó repetidas veces las sandalias. Luego, se puso a llamar a su mujer:

—Irene! Irene!

La señora ya entró vestida i perfumada.

—¿Qué quieres, hijo? interrogó.

—Te llamo para que sepas que, si no es por tu confesor, acaso y estas horas me llorarias muerto.

—¿Cómo es eso?

—Lo que oyes. Iban a saltearnos esta noche. Frai Hilarion lo ha sabido en el confesonario, i ha venido a ponernos en guardia.

—¡Ai! i ese pícaro perro ha pagado con una mordedura tan evanjélica accion!

Yo, que todo esto oia i que veia que mi amo le creia más a un hipócrita que a un perro, me decia entre aullido i aullido:

—En adelante, ¡un buen diablo que chisto aunque vea saltar las tapias a toda la comunidad!

La cosa terminó en un ponche i en que, armado de una escopeta, se apostara don Martin detras de la puerta del despacho, porque tenia despacho, pues por ahi, segun frai Hilarion, debian iniciar su asalto los bandoleros.

Para hacer la guardia sin peligro de resfrío, don Martin se envolvió las piernas en un: grueso chamanto, i el busto en un negro chalon de su mujer.

Cada media hora volvia a su dormitorio, en donde encontraba rezando el rosario a doña Irene i al freilo, se echaba al cuerpo un buen taco de ponche mascullando entre dientes un ave-maría i luego regresaba a su apostadero.

A poco llegaron hasta mis orejas los ronquidos del carnicero, i creo que tambien llegaron hasta los oidos de los rezadores, porque éstos callaron, sin duda para rezar mentalmente.

¿A mí qué?

—Que se los lleve el Diablo! ya que mi amo es tan injusto, que acabe el rezo i siga el canto!

Como a la hora, mi amo salió medio dormido del despacho, i en la penumbra del corredor álguien, dándole un abrazo, le dijo en voz baja:

—¿Me esperabas, Irenita?

—¡Demonios! gritó don Martin, haciéndole al bulto aquel los puntos con su carabina.

El bulto esclamó:

—¡Don Martin! soi el padre maestro de San Francisco!

I, encendiendo una cerilla, se alumbró el rostro.

—¿El padre maestro en mi casa a estas horas? refunfuñó el devoto carnicero. ¿I el perro no lo ha mordido?

—Nó, ese noble animal habrá adivinado que vengo a hacer a usted una. provechosa advertencia.

—¿Otro salteo?

—No, don Martin.

A esto, frai Hilarion i doña Irene habian salido, vela en mano, al corredor.

Aquella escena prometia ser interesante.

IX

Al encontrar el padre maestro a frai Hilarion en casa de doña Irene, i al ver frai Hilarion la cara del padre maestro, ámbos hubieran querido irse a las manos i darso de tarascadas como perros; pero, en respeto a las consideraciones sociales la la carabina de don Martin, se contuvieron, contentándose con gruñirse i mostrarse los dientes.

Cuando los cuatro personajes estuvieron instalados en el dormitorio de don Martin, uno de sus Cirineos, el padre maestro, con tono doctoral dijo así:

—Señor don Martin, estaba yo esta noche en oracion, cuando el Espiritu Santo me reveló que mañana habria densas tinieblas, en medio de las cuales sólo podrian ver claro los que se alumbrasen con velas bendecidas ex-profeso por un sacerdote; i yo, que tengo gran aprecio por usted i su esposa, me apresuré a venir a bendecirles algunas velas...

—Santo padre, contestó don Martin: no tengo cómo agradecer a la comunidad franciscana los favores que me dispensa; pues, gracias a frai Hilarion, me he librado esta noche de un salteo, i gracias a su paternidad, me libraré de quedarme mañana a oscuras, si su paternidad me bendice todas las velas de mi despacho...

—Es un deber de nuestro sagrado ministerio...

—Mi esposo se ha librado, padre, de ser asesinado, pues en el tribunal de la penitencia supo frai Hilarion que una partida de bandidos debia esta noche darnos un asalto.

—I, si yo no entré por la puerta, fué porque, al acercarme aquí, noté que frente al despacho habia un grupo sospechoso; tuve miedo i preferí saltar las tapias del huerto.

—Ah! esclamó don Martin, dando un resoplido de tranquilidad. ¿Con que dice su paternidad que vió un grupo sospechoso frente a mi despacho?

—Sí, mi amigo.

—Entónces ¡son ellos! Voi a esperarlos con mi carabina al hombro. Pero ántes, para el frio, echaremos un taco de este aguadito. Sírvase, padre maestro; sírvase, frai Hilarion...

Empináronse los tres personajes sendos vasos de ponche, i don Martin corrió a su apostadero, dejando a su cara mitad en la santa compañía de los dos santos relijiosos.

En cuanto se alejó el carnicero, suscitóse entre éstos un furibundo altercado.

—¿Con que esta noche tenemos salteo?

—¿Con que mañana tenemos tinieblas?

—Su salteo es una solemne mentira!

—I sus tinieblas un solemne engaño!

—Es usted un farsante!

—I usted un impostor!

Terció doña Irene diciendo:

—No griten, padrecitos, por Dios! que, si oye mi marido, puede formarse un escándalo e imponerse de todo el vecindario...

—Por usted, señora, me callaré.

—Por usted, señora, me trago la lengua.

No sé qué componendas hicieron aquellas tres buenas personas, que dieron por terminado el litijio, continuando con el ponche, al cual el carnicero hacía sus cariñitos cada vez que venia a presentar sus respetos a sus honorables huéspedes.

El padre maestro bendijo treinta cuelgas de sebo, las mismas con que aquella noche empezó a alumbrarse don Martin, quien al dia siguiente no vió el sol ni claridad ninguna, nó porque tuvieran lugar las pronosticadas tinieblas, sino porque el ponche no lo dejó mover patita en todo el santo dia.

Las libaciones continuaron hasta la media noche siguiente, hora en que los padrecitos armaron, al compas de los ronquidos del carnicero, tal marimorena que, temiendo yo que corrieran palos por mis costillas, tomé la cuerda resolucion de irme de la casa por donde los frailes habian venido.

Una vez en la calle, me encomendé al alma de Cuatro-Remos, i emplumé a trote largo por la calle de Santa Rosa.

¿Adónde me dirijia?

Mis amos, apesar de sobrarles la carne, me ha han castigado con un ayuno forzado, sin ser vijilia.

Así es que llevaba un hambre de perro.

Como a cuatro cuadras de la Alameda, vi una puerta abierta, i frente a ella, muchos coches particulares i de alquiler.

—Aquí hai remolienda, me dije, i debe haber algo que mascar. Entremos.

¡Buen chasco me llevé!

Aquella no era casa de remolienda: era un convento de monjas, puesto que los que iban llegando preguntaban por la señora abadesa.

En una sala bien amueblada cantaban no sé si vísperas o maitines; ello es que, terminado un salmo, una de las monjas pedía limosna en un tongo a los fieles para ayuda de la misa.

A cada momento mis tripas me preguntaban:

—¿A qué horas irán las monjas al refectorio?

Pero las tales monjas, que debian ser de la Adoracion Perpétua i del Perpétuo Ayuno, con las primeras luces del alba, se acostaron de a dos en celda, quedando el convento sumido en el mas profundo silencio.

Yo entónces me fu8 a la cocina en busca de la olla colorera.

Pero en aquella cocina no habia ollas ni trazas de que se hubiera hecho de comer.

Quise salir a la calle, i me encontré con la puerta cerrada a llave, tranca i cerrojo.

¿Qué hacer? Paciencia i tragar saliva!

A eso de las dos de la tarde, empezaron a salir de las celdas unos bultos con el cuello del sobretodo hasta las narices, i el sombrero calado hasta las cejas, que a su vez salian a la calle como conspiradores ultramontanos.

Poco despues, salieron las monjas, pero nó a rezar, sino a charlar alegremente.

Cuando me vieron, armaron una gran algazara.

—¿De dónde ha salido este perro, niña?

—¡Qué animal tan feo!

—¡Qué animal tan bonito!

—¿Matémoslo?

—Nó: sería desacreditar la casa matar aquí un perro...

—Mira: los ojos son parecidos a los de tu Lucho...

—Calla, tonta! Tu Alberto sí que tiene las mismas narices de ese perro...

—Já, já, ja! ¿I las orejas? Son iguales a las de tu Eduardo...

—¡Envidiosa!

I así fuí pasto, durante media hora, de la lengua de las reverendas, hasta que acordaron mandar buscar almuerzo.

—¡Eureka! esclamé yo.

Pero el almuerzo se redujo a pan de grasa i a chancho arrollado, almuerzo del que apénas toqué el cáñamo del arrollado.

X

A las seis de la tarde, las reverendas madres (sin hijos) acordaron por unanimidad de votos mandar buscar que comer.

La comida fué ménos frugal que el almuerzo, pues, al pan de grasa i al arrollado, se agregó un pedazo de queso fresco, sin cáscara, es decir, ¡sin cáscara para mí!

Apesar de tener yo una de perro mui pronunciada, las monjas debieron tomarme por canario, pues me querian alimentar con lo que se alimenta a los canarios: ¡con cáñamo! Llegó la noche, i con ella empezaron a llegar al convento paisanos, militares i personas sospechosas, que no se quitaban el sombrero ni por un millon de pesos, acaso por ocultar una calva redonda como un sol, i obra al parecer de la navaja del barbero, i un cogote rapado como gallo de pelea.

Líbreme Dios del juicio temerario; pero entre estos últimos personajes habria jurado adivinar la fisonomía de frai Hilarion.

Se repitieron los cantos sagrados de la noche anterior, i mui particularmente unas antifonas que tenian por motetes zamba que lirá! i mirá cómo le hace!

De repente, un grito de entusiasmo, parecido a un gloria in exelsis Deo, se dejó oir en todo el convento. Un señor senador habia dicho a la madre abadesa:

—Vamos a cenar!

Yo mismo respondí con el coro femenino:

—Vamos!

¿Con que esa noche íbamos a tener cena?

¡Oh! qué felicidad!

Me fuí a la cocina; pero el hogar estaba apagado.

Me fuí a lo que tomé por gallinero, i ni ratas encontré en él.

Busqué la despensa, i no la hallé en toda la casa.

—¿Qué va a cenar esta santa comunidad? me pregunté.

Al cabo salí de dudas.

¡Iban adonde Gage a cenar!

¡Me llevarian a mi?

Cuando todas las monjas tuvieron puestos sus abrigos i sus cofias, yo, lamiéndome el hocico i meneando la cola, me andaba entre ellas de aquí para allá, dando ladriditos que querian decir:

—¿Con que vamos a cenar, niñas?

—Pero... todas ellas i todos ellos se encaramaron en cuatro coches que esperaban a la puerta del convento i partieron, dejándome a mí con los crespos hechos i atuzándome los bigotes con la pata.

I, para colmo de desgracias, la maestra de capilla, que se había quedado de dueña de casa, cerró la puerta de calle i me dejó en la acera, sin casa, sin comida i sin ropa limpia.

Como el jeneral Buen Dia, esclamé:

—La ira de Dios se descuelga sobre mi cabeza!

¡Qué noche aquella!

Toda entera la pasé aplanando calles, como ciertos futrecitos que, por haber legado tarde a sus casas i no tenor un cobre en los bolsillos, desempeñan el papel de serenos, recorriendo todos los puntos de la poblacion a paso de carga para calentar los piés.

Las ocho de la mañana me dieron al pié del cerro de Santa Lucía, frente a la calle de la Moneda.

Sin rumbo fijo, me eché-a andar calle abajo, hasta que me hallé con una gran casa, frente a la cual hai una estátua de bronce.

Me eché sobre la escalinata del monumento, i me puse a observar a los que entraban i salian del inmenso caseron.

Desde luego, noté que en la puerta habia un soldado de guardia, i en el pasadizo otros más.

A aquella casa, como a la de la calle de Santa Rosa, entraban paisanos, militares, clérigos, frailes, monjas i mujeres de todas edades i condiciones.

—Hum! me dije: este es convento como el de allá, i aquí deben tambien alimentarse con pan de grasa i chancho arrollado!

A las nueve, noté gran movimiento en el pórtico de aquel palacio.

En el pasadizo se formó la guardia i, acompañado de un galoneado personaje, salió un hombrecito de vara i cuarto de alto, a quien, como a mí en el Circo, le tocaron la corneta, pero sin hacer otra gracia que andar como yo en las patitas traseras.

Al poco rato, me quedé dormido.

Una algazara infernal me despertó.

Entraban ala casa i salian militares i mas militares.

Luego fueron llegando algunos paisanos, que a poco salian con zuecos de fierro, los metian en un coche, i éste, escoltado por una docena de carabineros, partia en direccion al Mapocho.

Yo no podia esplicarme aquello.

Pero temí por mi pellejo.

Así es que, recordando el consejo de mi compañero de aventuras en la noche de las albóndigas, me hice el muerto i, poco despues, me puse a patalear desesperadamente.

¡Ojalá nunca se me hubiera ocurrido tal cosa!

¡Estaba suprimido el derecho de pataleo!

No tardaron, pues, en meterme en un coche i llevarme... ¡a la cárcel!

¡Yo preso, un perro inocente, sin otro pecado en mi conciencia que mis amores con Musidora i el mordizco dado a frai Hilarion!

«¡Oh, justicia terrenal!
Tu sabiduría envidio:
El inocente, a presidio,
I a su casa, el criminal!»

Por el camino me hacía estas reflexiones:

—Si me interroga el juez respecto de mi vida pasada, le diré que mi conducta ha sido ejemplar; que, si abandoné la casa de la beata, fué porque se me obligaba a hacer cosas que pugnaban con mi dignidad; que, si dejé al inválido, no fué porque me vendí, sino porque me vendieron; que, si dejé una noche burlado al siñor Platuni, fué porque el amor obliga a hacer disparates tanto a los perros como a los hombres; que, si dejé el convento, fué por falta de vocacion i porque el descubrimiento de los zapatitos me convenció de que contra mi voluntad me habian hecho ingresar a la órden de los terceros, i yo no he nacido para tuturuto; que, si mordí a frai Hilarion, fué por defender la honra de mi amo, que no supo premiar mi lealtad; que, en fin, si abandoné el convento de la calle de Santa Rosa, fué porque, a continuar allí, a fuerza de ayunos, en pocos dias en lo flaco me habria parecido a San Francisco de la Bóveda, i porque en Chile no hai esclavos, i cada perro goza de la libertad que le concede la Carta Fundamental.

XI

Inútiles fueron todas aquellas apolojéticas reflexiones que sobre mi conducta ejemplar hacía, porque, en llegando a la cárcel, en vez de verle la cara al juez, sólo se la vi al alcaide, que dió órden de meterme incomunicado en un calabozo,

Allí me eché sobre el frio pavimento, al lado de una parrilla de fierro. ¿Seria aquél un calabozo de la Inquisicion?

Nó, porque, segun supe despues, la tal parrilla era un catre.

Por primera vez en mi vida me encontraba preso. Se me oprimió el corazon i rompí en dolorosos aullidos. Pero un guardian me hizo callar. ¡No podia ni aún llorar mi desgracia!

Callé, me tragué mis lágrimas i me hice costa consoladora consideracion:

—En fin, tendré casa i comida costeadas por el Estado.

¡Qué comida!

Cuando llegó la hora de ésta, un guardian abrió la puerta de mi calabozo, i gritó:

—Los porotitos!

Pero, como yo no tenia ni un pedazo de callana en qué recibirlos, me contenté con mirarlos i con aceptar una galleta negra, la olí, le hinqué los colmillos i no pude pasar bocado. Tenia un forro como de suela i era mala a carta cabal.

Sin embargo, cuando mas tarde me apuró el hambre, tuve que hacerle honores como de bizcocho; pero cada bocado se me atravesaba en el gaznate como remordimiento de conciencia, que podia al fin pasar a fuerza de tragullones de agua.

Así, ayunando a pan i agua, me tuvieron ocho dias mortales, hasta que una tarde el guardian me dijo...

—Señor Can-Pino, ahí está su mujer i su hijito...

—¿Mi mujer?

—Sí, una tal Musidora, que era artista...

—¡Ah! mi querida Musidora! ¿i no podré verla?

—Nó, porque usted está incomunicado; pero puedo hacerle entrar a su hijito...

—Bueno... yo quiero ver a mi hijo... porque yo no soi como los presbíteros i frailes, que los niegan... El es hijo de Musidora, de mi primero i único amor... Tráigamelo usted, señor, tráigamelo usted...

El alcaide salió i regresó luego trayendo en brazos un perrito de dos meses de edad, gordo como una bolita, ñato como su abuelo i lanudito como una oveja ántes de la trasquila.

¡Poder de la sangre! En cuanto me vió el inocente, se desprendió de los brazos del alcaide i se desató en ladriditos de alegría.

Yo, con los ojos llenos de lÁgrimas, lo acariciaba i lo lamia paternalmente.

Pero el diablito no dejaba de ladrar i de morderles los talones a los demas reos políticos.

—¡Qué ladrador me ha salido! dije para mis adentros: voi a dedicarlo a la carrera sacerdotal. El chico tiene vocacion.

Cuando logré tranquilizarlo un poco, le pregunté por su mamá.

—¡Allá afuera quedó, respondióme, con unas longanizas que le traia a usted, papá; pero no han querido que se las entremos porque las tomaron por cartuchos de dinamita.

—¿I tu madre sigue en la compañía del señor Platuni?

Nos desertamos, papá, porque la concurrencia fué a ménos, el señor Platuni perdia plata en cada funcion i nos echaba la culpa a nosotros los artistas... Yo era payasito de la compañía... El señor Platuni se puso de un humor de perro... i nosotros las pagábamos a nueve. Pero ahora estamos mui en la buena, sirviéndole a una señora que tiene chocolatería en el Mercado Central.....

—¿I encontraré yo colocacion ahí?

—Creo que sí, papá.

—¿I qué dicen por ahí de mi prision?

—Que lo tienen preso a usted por calumnias que le han levantado los zorros...

—¿Qué zorros?

—Unos que llaman de Loyola, que tienen uñas i no tienen cola.

—¿I por qué me han calumniado esos malditos zorros?

—Por hacer fechorías entre las gallinas liberales que, sin perros que las cuiden, tienen que ser cazuela de zorros.

—Pero ¿de qué me acusan?

—De ciertas perradas de que ellos son los únicos autores. Su Majestad el Leon se ha rodeado de muchos zorros, súbditos del otro Leon del Vaticano, i éstos le han hecho creer que nosotros los perros conspiramos contra el reino animal, nosotros que, como buenos perros, somos modelos de lealtad! Su Majestad les ha creido i ha puesto presos a todos los perros leales, con gran satisfaccion de los zorros de Loyola.

—¡Hijos de una gran zorra! ya me la pagarán cuando yo salga en libertad!

—Es que dicen, papá, que usted no saldrá sino despues que tengan lugar las elecciones que el Leon piensa hacer para renovar sus Cortes...

—¿I dejará que los zorros las hagan a solas i en familia? Oh! ese Leon no parece ser el rei de los animales por su falta de perspicacia, sino algun Lobo Marino, poco conocedor de la solapada política de los zorros de Loyola.

El alcaide interrumpió nuestra conversacion, diciéndome que me despidiera de mi hijo.

—Adios, hijo de mis entrañas!... I aún no me has dicho cómo te llamas...

—Torquemada, papá.

—Nombre de inquisidor!... Mejor, porque así te verás libre de las asechanzas de los inquisidores de mi tierra... Abraza con las cuatro patas a tu mamá, lámele el hocico i dile que su Can-Pino no la olvida...

—Adios, papá.

—¡Adios!

XI

Quince dias despues llegaba a mi cárcel un perro negro, me hacía llamar a su presencia i me decia:

—Señor Can-Pino, aunque usted ha sido un gran conspirador...

—¿¡Yo, señor!?

—¡Silencio! No quiero que se me replique! Aunque usted ha sido un gran conspirador, yo lo perdono i le perdono tambien el carcelazo i vejaciones de que usted ha sido víctima, i quiero que usted olvide todo eso i vaya a trabajar como perro honrado.

¡I yo tuve que darle las gracias!

Y salí en libertad tan en ayunas como habia entrado de las causas de mi prision.

—¡Oh! la libertad! ¡qué bien se aspira el aire de la libertad!

A paso de carga salí a la calle, i por la del Mapocho me dirijí al Mercado Central, en donde Musidora i Torquemada, mi esposa i mi hijo, deberian gozar como unos cabros al ver llegar al jefe de la familia.

Pero ¿cómo entrar al Mercado, cuando allá no se deja entrar a los perros?

Una feliz idea salvó la situacion. Me acerqué a una china mui emperejilada, que debia ir a hacer la plaza, pues llevaba un cesto en el brazo, i le hice varias insinuaciones como para que me entregase el canasto. Ella no queria otra cosa, ya que que hubiera querido dar un ojo por pasar por señora i porque nadie la hubiera visto llevando aquel chisme al brazo.

—¡Vaya! me dijo: ya que sos tan comedío, llévame el canasto en el hocico.

Yo no queria otra cosa: cojí el canasto i eché a andar delante de ella, que se desternillaba riendo de mi galantería.

—Já, já já! qué gracioso! miren cómo vine a encontrar un chino que me llevase el canasto!

—Ríete no más, china de......! esclamaba yo para mis adentros, que todo esto te durará mui poco!

Orgullosa iba la chinita con su nuevo sirviente.

En la puerta del Mercado, un guardian le preguntó:

—¿I ese perro?

A lo que la china contestó:

—¡Eyés! ¿que no vé que es mi sirviente, que me trae el canasto a la plaza?

—Ah! gruñó el guardian: si es suyo, que dentre!

La chinita empezó a hacer sus compras. I fué echando en el cesto pescado, mariscos, legumbres, ensaladas, todo un arca de Noé, i a cada compra que hacía, se echaba tambien a la izquierda algunos centavitos, murmurando:

—Esto lo economizo para mí, ¡i que se friegue la patrona!

Por fin, entramos a una carnicería, el dueño de ella, lanzó este grito:

—¡Can-Pino!

Yo crei ver al Diablo, como que hasta cuernos le vi: era don Martin, el carnicero, el devoto mayido de doña Irene!

Soltar el canasto i echar a correr fué todo para mi obra de un segundo.

Corriendo iba como beata que lleva el Demonio, cuando de la chocolateria de Cristóbal Morales, me salieron al encuentro Musidora i Torquemada.

¡Qué escena aquella tan conmovedora!

Mi pata se resiste a describirla.

En fin, despues de las primeras olidas, lumeduras a manotadas, los tres nos metimos debajo de una mesa del puesto de Morales, i nos pusimos a conversar familiarmente.

Les conté mis pasadas aventuras, mi prision, las hambres caninas pasadas en ella, todo, todo. Entónces, Musidora me dijo:

—Si tan mal te han tratado, Garibaldi......

—No me llames así, que he cambiado de nombre.

—¿Cómo te llamas ahora?

—Can-Pino.

—¡Ai! ¿nombre de presbítero?

—Sí.

—Está bien; si tan mal te han tratado, Can-Pino, no te vendrá mal desayunarte con una leche cortada que guardo por ahí.

I me llevó a un rincon, donde en una olla habia leche vinagre. De tres sorbos me la bebí.

Luego me fijé en la jente que llenaba la chocolatería. Todos eran caballeritos de la aristocracia, i todos iban de corbata blanca i frac.

Aquello me llamó la atencion, i le preguntó a Musidora:

—Hijita, ¿que es costumbre venir a tomar chocolate a la plaza en eso traje?

—Nó, perrito lindo, me contestó: es que esos futrecitos han estado anoche en un baile, i de madrugada se han venido a seguirla al Mercado Central.

En efecto, aquellos aristócratas señores devoraban sendos platos de la rica cazuela de ave que Morales sirve a sus parroquianos, remojándola con buenos vasos de chicha. No escaseaban tampoco los piropos i galanteos dirijidos a las muchachas de la chocolatería.

Yo, entre tanto, me hacía esta filosófica refleccion:

—Los rotos nada tienen que envidiar a los caballeritos, pues éstos, como aquéllos, se emborrachan i les gusta seguirla al dia siguiente; con la diferencia que los caballeros la empiezan con champaña i enamorando a señoritas, i la acaban con chicha i camelando a pobres fregonas.

En esto pasaron por ahí dos señoras, sobre las cuales mi mujer me llamó la atencion.

—Esas señoras son, me dijo, ña Margarita i ña Merceditas, llamadas por mal nombre las Colocolos.

—¿I por qué las llaman así?

—Porque ámbas, como los colocolos, les chupan la sangre a los pobres placinos.

—¿De qué modo?

—Prestándoles dinero a tan subido interes, que dejan chiquitito al mas ávido usurero.

—¿I el señor rejidor permite ese latrocinio?

—El señor rejidor es un honorable sujeto i debe ignorar lo que aquí pasa.

—¿Con quemeo dices que el correjidor es un buen hombre?

—A carta cabal.

—Entónces, por ese lado, los placinos deben estar descansando, porque rejidores han tenido que eran otros tantos colocolos, que, sin gastar medio centavo, hacian la plaza para su familia i para la ajena...

—Así no más era.

XIII

¡Triste condicion de la vida de los perros! ¡Ser modelo de lealtad i siempre víctima de la ingratitud!

Verdad es que poco trabajo teníamos en la chocolatería; pero tambien es cierto que nuestros amos no tenian de nosotros motivos de queja.

Nos levantábamos con noche, nos veníamos al Mercado i allí nosotros tres nos constituíamos en guardianes de la propiedad del patron.

Los perros golosos i los rateros nos temblaban.

Nuestros amos, por su parte, nos trataban a cuerpo de rei. Yo engordé como un provincial, i Musidora echaba guatita, nó por obra mia, sino por obra de la leche vinagre i de los huesitos de gallinas i otras sobras.

Torquemada estaba de rajarlo con la uña.

Pero cayó la desgracia de que mi amo se enfermase del hígado.

Los doctores declararon que aquello era una apostema.

Pero mi amo no queria que las manos del cirujano le anduviesen por las entrañas, i se resistia a dejarse operar.

Un dia, ¡día fatal! llegó una beata a tomar chocolate. Dolióse mi patron de su enfermedad, i la beata, que la echaba de médica, le dijo:

—Déjese de doctores, don Cristóbal, i coma cazuela de perro, que con ella, despues de Dios, boté hace cuatro años una apostema tamaña.

—Habia oido decir, señora, que ese remedio era un remedio santo.

—Hágaselo usted, i se acordará de mí. Con tres o cuatro perros que se coma, cria usted nuevos hígados!

—I cabalmente tengo tres que están como unos chanchitos; i, aunque mucho los quiero, primero está mi salud que la vida de ellos... Ahora, en cuanto me desocupe, voi a empezar con la perra....

Musidora, mi hijo i yo oíamos esta conversacion, que tambien era para nosotros una sentencia de muerte.

En el acto proyectamos la evasion.

¿Era justo sacrificar a tres honorables miembros de la raza canina por darle hígados a un hombre?

Cuando nosotros nos enfermamos del hígado, ¿nos receta acaso el veterinario cazuela humana?

Si los hombres no ponen a escote su vida para salvar la de los perros, ¿por qué los perros hemos de ser engullidos por los hombres para salvar su vida?

¿Talvez porque el hombre se ha conferido el titulo de rei de la creacion?

¡Bonita eleccion, en la cual no tuvimos voto los animales de cuatro patas!

Mui parecida fué ella a la que tuvo lugar en Chile no hace mucho tiempo...

En fin, dejémonos de filosofías, i adelante!

A un descuido de nuestros amos, mi mujer, mi hijo i yo, nos salimos de la chocolatería como que íbamos a jugar para estirar las piernas, i salimos del Mercado a espeta perros.

Encomendando nuestra alma a Cuatro-Remos, sin direccion fija, echamos a andar por esas calles de Dios, hasta que, frente a una ancha puerta, nos detuvimos, porque un frances que allí habia empezó a hacernos castañuelas con los dedos, i nos dijo en mal español:

—¿El cuál de estos peritos quiere se venir conmico.

Nosotros tres respondimos a una:

—Moá, moá, moá!

—Ah! parlez-vous francais, mesieurs les chiens? demandó el musiú en el colmo de su entusiasmo.

—Güí, güí, güí!

El frances entró a una pieza, volvió con una marraqueta, i se puso a distribuirla entre nosotros.

Luego se nos invitó a entrar.

Al franquear la puerta, nosotros nos paramos en las patas traseras i saludamos a nuestro huésped.

Este vociferó:

—¡Mon Dieu! mon Dieu! quelle plessanterie! quelle plessanterie!

Aquel dia lo pasamos divinamente. Hasta una veintena de franceses llegaron a visitarnos i a darnos la bienvenida: éramos los leones de la casa.

Pero en la mañana siguiente, mui de alba, pasamos un susto in folio.

La noche anterior la policía habia repartido albóndigas entre la raza canina.

I llegaba a nuestra casa un carreton cargado de perros muertos.

¡La casa aquella era una curtiduría!

¡I de nuestro cuero: se hacia badana i se falsificaba cabritilla!

¡I talvez a nosotros se nos iba a sobar la badana!

Así, pues, nos quedamos chiquititos i con el credo en el hocico.

Despojados de su pellejo los cadáveres de nuestros compañeros, cargó con el resto un fabricante de pequenes.

¡Qué destino se nos aguardaba!

Despues de desollarnos, nos harian pino de empanadas!

Ese dia apénas almorzamos. En cambio, teniamos la lengua seca, i por mal de nuestros pecados, se nos ocurrió beber en un pozo en que remojaban cáscara de lingue, sustancia de las mas astrinjentes.

Al momento se nos frunció el hocico, hasta el punto de que ni ladrar podíamos.

Los gabachos de la fábrica se rieron a mandíbula batiente a nuestras costillas.

Entónces me acordé de un hecho parecido que me ocurrió la primera noche que llegué al convento de la calle de Santa Rosa. Muerto de sed, me puse a recorrer la casa en busca de agua. Entré a una celda i en un cantarito de greda encontré un líquido que tomé por agua. Pero, en cuanto lo bebí, se me frunció el hocico. De seguro aquellas monjas eran tambien curtidoras...

Con el hocico fruncido i con la lengua mas áspera que la del gato, nos pasamos todo el santo dia.

Pero no se habló de sacarnos el cuero.

Por lo visto, en aquella fábrica no habia presbíteros ni beatas.

XIV

En la curtiembre habríamos pasado como en la Gloria, si no hubiera sido que un tapicero fué a hacer a la fábrica un encargo de marroquíes en grande i con urjencia.

El fabricante nos echó una mirada sospechosa i dijo a su socip:

—Les pauvres chiens! ils doivent, les trois, nos fournir de bon marroqui...

No echamos en saco roto la prevencion, i a las oraciones de un dia lúnes, tomamos las de Villadiego, hasta que topamos con un ciego i un lazarillo, que iban borrachos como la parra.

En cuanto me vió, el muchacho dijo al pordiosero:

Mire, ño Juan de Dios...

Pero el ciego no miró i preguntóle al rapazuelo:

—¿Qué hai?

—Un perro mui bonito, que poiria hacer mis veces cuando yo anduviera en otras dilijencias...

—Entónces, acariñalo pa que nos siga.

De unas alforjas que llevaba el ciego, sacó el lazarillo un pedazo de carne i algunos mendrugos de pan, me los arrojó, los tragué i eché a andar detras de los que debian ser mis nuevos patrones.

Musidora i Torquemada siguieron mis pasos a respetable distancia.

A un descuido de mis amos, pude, sin embargo, ponerme al habla con ellos.

—Perrita linda, le dije a mi cara mitad; búsquese usted ocupacion con Torquemada en otra parte, porque entiendo que en el chiribitil del ciego, apénas si habrá algunos mendrugos para mí. Véte tras de mí para que ustedes sepan mi nuevo alojamiento... i para que, en el próximo agosto, me hagas una visita i echemos un paloteo.

En ello convinimos, despidiéndonos con las lágrimas en los ojos.

El ciego vivia en un inmundo cuartucho a orillas del Mapocho.

Allí entramos los tres.

El muchacho buscó entre algunos harapos una cadenita, me la echó al cuello i el estremo lo ató a una argolla.

En seguida vaciaron las alforjas en un cesto de mimbres, que fué suspendido de las vigas como ahorcado.

Encendieron una vela de sebo, cerraron i atrancaron la puerta i se pusieron a contar las limosnas recibidas en el día. Todo sumaba cuatro pesos, cincuenta centavos.

Ató el ciego los cuatro pesos en un pañuelo de hierbas, i, entregando al muchacho los cincuenta centavos restantes, le dijo:

—Agarra el cantarito, i anda al despacho a comprarme esos cobrecitos de guachacai.

En cuanto el muchacho salió del tugurio, el ciego corrió a un rincon, levantó un ladrillo, sacó una bolsita de cuero, i metió en ella los cuatro morlacos recojidos poco há.

Luego, pulseando el talego, esclamó con aire: goloso i avaro:

—Ya hai aquí más de cien pesos... Esta noche voi a enterrarlos a las Higueras de Zapata, porque si Blas me los pilla, ni el olor deja de ellos...

Metió en el hoyo el talego, puso encima el ladrillo i fué a echarse sobre algo que podia ser pocilga de perro, nó cama de sér humano.

A poco volvió el lazarillo con el cantarito lleno de aguardiente, i acompañado de un viejo ratero i compadre del mendigo.

—¿Con quién vienes, muchacho?

—Con ño Calistro, que dice viene a bolsiarle un traguito de quillai.

Saludáronse el pillo i el ciego i, entre sorbo i sorbo de aguardiente, entraron en amigable plática.

Se habló de cerraduras de puertas, de llaves maestras, de la habilidad de Blas para sacar con cera moldes de boca-llaves, etc., etc.

A media noche, agotado ya el cantarito, ño Calistro se despidió, el lazarillo se echó a roncar sobre unos trapos, i el ciego... a rezar el rosario con gozos i letanías.

Una hora despues, el ciego se acercó al chiquillo, i convencido de que roncaba como un cerdo, sacó el talego enterrado, fuése donde yo estaba, me desató de la argolla, cojió su grueso garrote i salió conmigo al campo.

Anduvimos como seis cuadras en medio de la mas profunda oscuridad.

Yo noté que de léjos nos seguia una sombra, i creí reconocer en ella al ratero, compadre de mi amo.

Por fin, llegamos a las Higueras de Zapata. El ciego, a tientas, fué reconociendo las higueras, hasta que dió con una que en el tronco tenia tallada una pequeña cruz.

I a dos varas del árbol, se puso con las uñas a escarbar la tierra.

A media vara de profundidad, golpeó con las coyunturas un objeto metálico. Era una olla de fierro, que escondia el tesoro de aquel vicioso pordiosero. Metió en ella el contenido del talego, la tapó de nuevo con tierra i se puso a aplanarla con los piés.

En seguida hizo una dilijencia menor sobre el entierro i conmigo se volvió a su cuchitril. Cuando regresábamos, la sombra de ño Calistro se dirijia al lugar que nosotros dejábamos.

Yo ladré como para advertir a mi amo que su tesoro corria peligro. Pero él me dió un palo i me dijo mal humorado:

—¡Calla, perro bruto!

Yo aguanté con paciencia el garrotazo i refunfuñé en mi idioma:

—Callaré, imbécil, ya que quieres que te roben tu platita!

I esa noche nos acostamos sin otra novedad.

XV

Al dia siguiente, mui de madrugada, vistióse el ciego i salió conmigo a la calle.

Nos instalamos en la puerta de Santa Ana, i allí mi amo, rosario en mano, con el tono mas quejumbroso, pedia a las beatas.

—Una limosna pal pobre ciego, mi señorita, por el amor de Dios, Nuestra Señora del Tránsito, Nuestra Señora de Dolores, Nuestra Señora del Cármen i las benditas Animas del Purgatoooorio.

Con el estremo de mi cadena en la siniestra, i con la diestra estirada, aguardaba el pordiosero el óbolo de la caridad, que caia de cuando en cuando ya en plata, ya en cobre.

Echado yo al lado afuera del templo, iba contando las limosnas dadas a aquel pobre inválido que, como el prisionero del Vaticano, comia i bebia mejor que muchos que trabajan i no pordiosean.

De Santa Ana nos fuimos a recorrer las tiendas del centro comercial, i de ahí a las casas de algunos poderosos,

Ello es que a las cinco de la tarde, mi amo habia reunido cerca de cinco pesos.

¿I Blas?

Ah! ese dia el lazarillo debia ocuparse en rondar una casa de préstamos, en compañía de ño Calistro, para darle un asalto en regla.

Ya entrada la noche, volvimos al chiribitil, donde encontramos a aquellos personajes alegres como unas pascuas i haciendo continuas libaciones con el cantarito, que habia ido varias veces al agua...rdiente.

A mí se me ató a la argolla, se me dieron algunos mendrugos, i el ciego hizo tercio a los borrachos.

—Compadro, ¿se hizo algo anoche por la vida?

—Si, compadrito, respondió el ratero, haciendo sonar en su bolsillo un puñado de pesetas.

Como en la noche anterior, se bebió largo, i cuando Blas roncaba i ño Juan de Dios estuvo a solas, salimos i ¡a las higueras se ha dicho!

Cuando el ciego sacó la olla, lanzó un rujido de cólera, ¡Le habian robado su tesoro!

Yo me llevé algunos palos, que no sé si el ladron me los endosaria; pero, a Blas, ni una palabra.

A la noche siguiente, reunidos los tres bebedores, el ciego dijo a su compadre:

—Compadrito, voi a revelarle un secreto...

—¿Un secreto?

—Si, un gran secreto.

—A ver, compadre.

—Ma de saber usté que el oficio mio es tan bueno, que cada dos o tres semanas entierro mis cien pesos al pié de una de las higueras de Zapata.

—¿Es posible, compadre?

—Lo que oye... como que esta noche me toca ir e echarle a la ollita otros cien pesitos.

—I ónde hace su entierro, compadre?

—Ménos avirigua Dios i perdona, dijo el ciego sonriendo maliciosamente.

El ratero tambien sonrió, i su sonrisa fué diabólica.

Como que él era el autor del robo.

—¿I a qué horas va usted, compadre, a hacer esa indilijencia?

—Entre doce i una.

El ratero calló, i cinco minutos despues, haciéndose mas borracho de lo que estaba, se despidió.

Entónces, el ciego dijo a su lazarillo:

—Oye, Blas, anda a la comisaria de Yungai, i dile al comisario que me mande un policial porque hei sabío que esta noche vienen a saltiarme...

El muchacho obedeció.

Luego, el ciego salió conmigo i nos dirijimos al lugar del entierro.

Escarbó i sacó la olla. ¡Cosa estraña! El dinero habia vuelto a la olla...

¿Qué habia sucedido?

Que el ratero colocó en ella lo robado, ménos tres pesos, para que el ciego, creyendo intacto su Tesoro, dejara allí mismo los cien pesos de que le habia hablado a ño Calistro noche. El pillo cayó en el lazo.

Ño Juan de Dios metió en un talego su tesoro, hizo dentro de la olla algo poco decente, la tapó, la enterró i se volvió a su tugurio.

Cuando llegamos, nos aguardaban Blas i un sereno, a quien dijo el ciego:

—Vecino, cúideme esta noche mi casa, i yo le daré mi pasa-mano.

—Bueno, ño Juan de Dios.

El ciego suponia que, descubierta la burla que hacía a su compadre, éste se vendria a vengarse a su tugurio i talvez en mala compañía. |

En el cantarito quedaba aguardiente, i circuló de boca en boca, pero a oscuras i con la puerta del rancho entornada...

Yo vi que el ciego habia escondido su tesoro en un hacinamiento de harapos.

Se me quitó la cadena, para que pudiese con mas libertad defender la casa.

El ciego no dormia, i cuando el paco o Blas se ponian a roncar, los despertaba, pasándoles un trago de aguardiente para el frio...

Pero, al fin, el sueño venció a los tres veladores.

Entónces, aproveché la ocasion.

Habia yo recibido dos palizas injustas, i creí necesario castigarlas.

Con las patas escarbé entre los harapos hasta que encontré el talego, que cojí con el hocico i salí puerta afuera.

I, para conocer el fin de aquella aventura, me eché detrás del rancho, en medio de la oscuridad de la noche.

A poco llegaron dos hombres de mala catadura: eran ño Calistro i otro bandido.

Hablaban en voz baja i decian:

—¡Ciego tal por cual! carito va a pagarme la que me ha hecho!...

—Pero tan tontazo vos, hó, que fuistes a crerle! I ¡bonitas te habís puesto las manos con la plata que dejó en la olla!

—Lo que él hizo en ese tiesto lo voi a hacer ahora yo en su boca... ciego hijo de una gran...!

I se dirijieron a la puerta del rancho.

Entónces empezó una de gritos, blasfemias, palos i cintarazos que ni en el Infierno.

Borrachos i a oscuras, Blas con la tranca de la puerta, el policial con su chafarote, i el mendigo con su baston, se pusieron a dar palos de ciego, sin saber quién los daba ni quién los recibia.

Yo aproveché aquella batahola i emplumé con mi bolsa con dinero.

XVI

Con una fortuna en el hocico, sin ser artista lírico, eché a andar sin brújula ni norte.

Apesar de ser oscura la noche i de no llevar mi talego ninguna marca por la cual se conociera su contenido, todos los perros me saludaban al pasar como si yo hubiera sido banquero o arzobispo.

¡Poder del oro!

Adivinaban que era yo un perro rico, i, sin echarse a averiguar el oríjen de mi riqueza, todos me rendian párias como a gran señor.

¡Hasta los pacos me daban la acera cuando pasaba cerca de ellos!

Esa noche no se habrian atrevido a darme una albóndiga envenenada.

Si Cuatro-Remos gozó del respeto i consideracion de toda Valparaiso, no fué tanto por sus servicios prestados el cuerpo de bomberos, cuanto porque fué perro a quien nunca le faltó una chaucha en el hocico.

¡Poder del oro!

Hasta me hizo olvidar a Musidora i a Torquemada.

Como que pensé suplantar a la primera i negarle los alimentos al segundo. Rico, dueño de aquella fortuna mal habida, me sentia medio presbítero, medio banquero, i por lo tanto, ingrato i poco querendon con las personas pobres de mi familia.

Lo primero que se me ocurrió cuando me vi poseedor de la fortuna del ciego, fué enterrarla en lugar seguro, e ir sacando noche a noche lo necesario para subvenir a mis necesidades de perro independiente i regalon.

Así, por la caja del rio, me dirijí hácia el oriente, hasta que llegué frente a los molinos del Cármen.

Allí, cerca de un viejo tajamar de piedra, al pié de un sauce lloron, escarbé en la arena i, despues de sacar dos chirolas, enterré el talego, i me vine al centro.

Estaba amaneciendo.

En el finado Puente de Palo, me topé con un pequenero, que calentaba en una parrilla su mercadería.

Puse las dos patas delanteras sobre el cajon, i dejé caer una peseta.

El pequenero esclamó:

—Ba! esta sí que es! el primer compraor que tengo es un perro! Bueno, pues! háceme buena la venta de hoi, pichicho!

I me pasó un pequen; pero la vuelta de ña peseta, nó.

Entónces, yo le gruñí: i el mercachifle, soltando una ruidosa carcajada, agregó:

—Este perro es el Diablo, i sabe más que un cristiano. Por lo agudo que sos, no ti hago chupe el vuelto.....

I me pasó diecisiete centavos.

Entónces, el cambio estaba a veinticuatro peniques, i los pequenes, a tres centa

Me comí mi pequen, puse entre dos colmillos mi plata, i me fuí en busca de amorosas aventuras.

Primer mal uso que yo pensaba hacer de mi dinero: serle infiel a la perra de mis pensamientos!

Yo me decia:

—¿Qué perra podrá hoi dia resistirme, cuando sepa que soi rico i perro capaz de echar por ella la casa por la ventana?

No habia andado seis cuadras, cuando me encontré con una leva.

Atropellando a todos los perzos i quiltros de la amorosa comitiva, me puse al habla con la perseguida Dulcinea, i le dije:

—No haga usted caso, hijita, de esos pretendientes, i véngase conmigo, que ando enchauchado i puedo sacarla de peladuras.

I enrisqué los labios para mostrarle el dinero que guardaba yo en el hocico.

La perra escuchó mis palabras como quien oye llover, i dió una lánguida mirada a un perro leonero, que de mui cerca le hacía la corte.

Burlándome de aquel desaire, quise darle un abrazo a la dama; pero el leonero se me vino a las barbas, i nos trenzamos a tarascadas.

Por supuesto que yo, para defenderme i atacar a mi rival, tuve que soltar mi platita, que se arrebataron los quiltros en un amen, Jesus.

Yo seguí al que cojió una peseta, tanto por rescatarla como por sacarle el cuerpo a mi contendiente, que ya en la pelea me habia sacado media oreja.

Le di alcance e iba ya a hincarle los colmillos, cuando... ¡reconocí a mi hijo!

—¡Muchacho! le dije: ¿qué andas haciendo a estas horas i en tan mala compañía?

—¿I usted, papá? me preguntó el rapazuelo.

—Yo... yo... yo andaba buscándote para que le llevaras algo a tu mamá...

—Por eso, papá, cuando usted soltó su dinero, yo tomé una chirola i me dije: «Esta peseta es para mi mamá.»

—Pero ¿tú andabas en esa leva?

—Lo mismo que usted, papá; i yo, por seguir su ejemplo, ¿qué no haré?

—Basta de filosofías, i dime: ¿dónde está tu madre?

—No lo sé, papá... Como no hemos encontrado ocupacion, mi mamá me dijo: «Hijito, yo no puedo mantenerte: Búscate tú la vida como puedas, que yo haré lo mismo. Soi jóven, tengo buenos bigotes i, ya que tu padre nos abandona, tomaré la calle del medio.» Yo no sé qué calle es esa, papá; pero mo debe ser mala, porque despues supe que mi madre se habia tambien comprado una leva como la de esa señora tras de la cual andábamos hace poco usted i yo.

—Oye, muchacho: los hijos deben ser humildes como las ovejas que apacientan los curas: ellas deben hacer lo que dicen, i nó lo que los curas hacen. Lo mismo, los hijos...

—Pero, papá, creo que la mejor prédica de los padres i de los curas es la del ejemplo; i si un cura quiere tener ovejas honradas i honrados hijos un padre, ámbos no deben limitarse a dar buenos consejos, sino buenos ejemplos.

¡Diablos! el chico me habia salido mas filósofo que yo!

No me atreví a argüirle, me mordí los mostachos, i me limité a decirle con jesuítica mansedumbre:

—Hijo, ahora tengo bastante dinero, no sólo para costear tu alimentacion i la de tu madre, sino que tambien para darte una buena educacion cristiana. Mira: voi a ponerte en la Universidad Católica... ¿Qué te parece?

—¡Ai, papá! No tengo vocacion para ser abogado ni médico católico. Mándeme mas bien a la Marina... Yo en el Circo del señor Platuni habia hecho muchos progresos en esa carrera... Habia aprendido hasta a pasarme... sin comer dias enteros..

XVII

Como Torquemada era todavía un pobre quiltrillo sin esperiencia, aunque ya se aficionaba a las levas, sin ser hijo de sastre; i como en la Universidad Católica supe que habia algunos monos de malas costumbres, resolví poner a mi hijo en la escuela de un hermano de San José.

I así lo hice.

Por cierto que no me ocupé en buscar a Musidora. ¿Para que? ¿Acaso no tenia yo bastante dinero para hacer vida independiente i andar a salto de mata, sin someterme al yugo de la vida marital?

Durante dos meses, fuí el Tenorio de cuatro patas mas temido de la capital.

Mi última conquista amorosa me costó algo caro.

Era una perrita ratonera, que estaba al servicio de una beata casamentera de oficio.

De noche la perra dormia en la sacristía del curato, i de día, en casa de la beata.

El templo del curato era un gran nidal de pericotes, que ya le habian comido una oreja a San Juan Crisóstomo, i las narices a Santa Jenoveva.

Amen de que, por respeto al pábilo, no se comian íntegras las velas de cera.

Desde que Dios echaba sus luces, me ponia yo a rondara la ratonera, que al parecer, me tenia lei, pues se lo pasaba las horas muertas asomadita a la ventana i lamiéndose el hociquito i llorándole los ojos de puro amor.

De mí ¿qué te diré, lector?

Que hasta perdí el apetito i el sueño.

Por fin, un dia mui de madrugada entré furtivamente a la casa i...

..................................................

Como lo hacen los novelistas bípedos, yo pongo aquí por decencia un renglon de puntos suspensivos, dejando a la conciencia del discreto lector el adivinar lo que me dejo en el tintero.

El hecho es que de aquellos amores sólo saqué en limpio una sarna, nó perruna, sino beatuna, pues, si la perra me la pegó, en cambio me juró, por el alma de la gran perra de su madre, que la beata le habia transmitido el mal.

Por su parte, la beata juraba que la perra le habia trasmitido el contajio.

I aquí se presenta un caso raro de teolojía moral.

El cura de la parroquia tenia sarna tambien, pero nó en las manos, sino en las piernas; i, cuando el presbítero iba a casa de la beata, segun contaba la ratonera, le daba a la confesada la mano, i nó la pata.

¿Cómo entónces pudo pegarle la sarna?

Doctores tiene la Iglesia que me sabrán responder.

A mí la sarna se me convirtió en arestin; me pelé desde el rabo hasta la punta del hocico.

Gasté un dineral en veterinarios; pero éstos hacian perdurable mi enfermedad... ¡Como yo tenia plata!

Así fué que primero se me acabó el dinero que el arestin.

Cuando me vi sin un centavo, enfermo i achacoso, me acordé de Musidora, i me puse con todo empeño a averiguar su paradero.

Pero lo que, al fin de mil trajines, encontré fué su paridero.

Se habia metido con un perro de aguas, i de éste habia tenido numerosa familia.

¿Qué cargos podia yo hacerle por su infidelidad, si cuando estuve rico i en aptitud de hacer de ella una perra honrada i feliz, para maldito la cosa me acordé de ella i me metí perro enamorado i sandunguero?

Ni hablarla quise, i me fuí léjos a llorar mi desgracia i mi abandono.

Tampoco me atrevia a presentarme a los ojos de Torquemada, pues temia que mi cachorro adivinase la causa de mi vergonzosa enfermedad.

Un dia buscaba algunos inmundos huesos que roer en un monton de cieno, cuando se detuvo delante de mí un anciano de aspecto hondadoso i venerable.

¡Pobre animal! esclamó: ya se lo come el arestin. Ya que en esta gran ciudad no hai sociedades protectoras de animales, pues que los hombres son mas animales que los mismos brutos, voi a llevarme a ese pobre perro a mi casa.

Me hizo castañuelas con los dedos, i con los labios, pish! pish! pish! i yo, comprendiendo las sanas intenciones de aquel anciano, lo seguí hasta su casa.

Una vez en ella, se caló un par de guantes viejos, i con manteca i citrino, me dió fricciones en todo el cuerpo.

En seguida me puso un plato con buena i sustanciosa dieta, i me arregló una cama que ni en el Hotel Ingles...

¿Quién era aquel benefactor de la raza canina?

Era todo un filósofo, solteron como yo, i que, desengañado de los hombres i de las mujeres, habia convertido su casa en hospicio de animales inválidos.

Tenia corrales para caballos yerbateros, burros jubilados, bueyes sin cuernos e inútiles para el servicio, machos, mulas, perros, gatos i toda clase de aves i hasta de bichos.

A mí me cobró especial cariño; i cuando a las cuatro semanas, gracias a sus cuidados i atenciones, estuve robosando salud i alegría, me dijo:

—Eres un perro intelijente, i voi a enseñarte a leer i a escribir.

Como el arestin me habia trabajado un poco la vista, me compró un par de anteojos. Cuando me los puse por vez primera i me miré en un espejo, solté la risa: tenia la facha de un doctor en teolojía.

Seis meses mas tarde, con ayuda de mis gafas, leia de corrido la historia de Carlo Magno i escribia, si nó como un eximio calígrafo, al ménos mucho mejor que don Benjamin Vicuña Mackenna.

Mi amo se llamaba don Querubin Toro i Manso.

De Querubin i de Manso lo tenia todo.

De Toro sí que no tenia nada, gracias a Cupido i Esculapio.

XVIII

Cuando ya me encontré apto para escribir mis impresiones i mis recuerdos, don Querubin me dijo:

—Querido amigo, escriba usted sus Memorias para que los hombres sepan que los perros piensan i sienten como ellos, i para que puedan alguna vez avergonzarse al saber que los miembros de la raza canina son mas nobles i caballeros que muchos de los que, por andar en dos patas, se creen los reyes de la creacion.

Al oir aquel elojio a quema-ropa, algo como un remordimiento vino a golpear mi conciencia, i como no sé hablar, escribí lo siguiente sobre un papel:

—Antes de escribirlas, señor, necesito recojer a mi esposa i a mi hijo, a quien lo tengo en un internado.

—¿Es usted casado? ¿i por qué no me lo habia dicho?

—Porque mi mujer se enredó con otro perro...

—¿La habria usted abandonado?

—Sí, señor... tenia el ojo mui vivo i...

—Bueno: vaya usted a buscar a su familia.

Yo salí a la calle con la intencion de traerme sólo a Torquemada... nó a Musidora... la grandísima perra me habia sido infiel i, aunque yo tenia la culpa, nunca una perra honrada debe tomar esa clase de represalias...

Pero ¡oh, casualidad! al llegar al colejio del hermano de San José, vi que llegaba allí una perra cojea que cojea...

Aunque el adajio dice que no hai que creer en cojera de perro ni en llanto de mujer, tuve por cojera auténtica la de Musidora, que no era otra la que allí llegaba, porque tenia una pata quebrada en el codo.

Nuestro reconocimiento fué conmovedor.

Nos perdonamos mútuamente nuestros pasaos estravíos, i entramos al internado en que se educaba nuestro hijo.

El director nos recibió mui bien e hizo llamar a Torquemada.

El chico se habia hecho hombre... quiero decir, se habia hecho perro; i, cuando nos vió, sin reconocernos, se nos vino a la carga.

El director le gritó:

—¡Torquemada! ¿qué haces?

—¿Que éstos no son liberales, señor? preguntó el rapaz.

—Nó: son tus padres, canalla!

—¿I eso qué me importa? prosiguió el hijo desnaturalizado: ¿no me ha enseñado usted que los hijos deben morder a sus padres, si éstos no son conservadores?

—¿I sabes tú si los que te dieron el sér son buenos cristianos o nó?

—¡Hijo! esclamó llorando Musidora: ¿crees por un momento que yo sea una perra judía o masona?

—Pero... ¿i mi padre?

—Yo tambien, le contesté, soi perro cristiano i buen católico, como que poco me faltó para tomar el hábito en San Francisco...

—Entónces, vengan los dos a abrazar con sus cuatro patas a este nuevo hermano de San José.

—Yo no puedo abrazarte sino con tres, le dijo mi mujer, porque tengo quebrada una pata.

—No importa! madre mia! padre mio!

Cuando el director supo que iba yo a sacara Torquemada de las aulas, se exaltó hasta el punto de decirme:

—Es usted un mal padre, pues no quiere que su hijo sea un santo... Aunque es el mismo diablo, el chico tiene vocacion... Yo le he perdonado muchas que me ha hecho a mí i a mi esposa. Ayer, sin ir mas léjos, se tomó un azafate con leche nevada, que mi mujer iba a mandarle de regalo a su confesor; i esta mañana se meó en la bicoca del capellan... Pero, en cambio, qué buenas aptitudes para el robo tiene esta criatura! El otro dia en misa, le sacó del bolsillo a una beata dos panes de la jente i un salchichon..... Si hubiera en Santiago un saqueo, el muchacho: se luciria...

Pero las gracias del chico no lograron torcer mi resolucion de llevármelo conmigo.

El director se quedó hecho un quique, i lo único que lo ablandó fué el saber que a mí se me habia concluido el dinero i que ya no podia seguir pagando la educacion de mi hijo.

Cuando estuvimos en la calle, le dije a mi cara mitad:

—Querida Musidora.

—No me llames así, Can-Pino, pues he cambiado de nombre.

—¡Cómo!

—En la casa que yo estaba, me lo pasaba aullando, pues me acordaba de tí i de mi hijito...

—(¡Hipócrita!)

—I a mis amos se les habia puesto que aquel llanto mio era canto, i me bautizaron con el nombre de la Patti. Pero un dia en que un perro de aguas me estaba consolando, la dueña de casa me dió un palo tan feroz, que me dejó coja. Desde entónces, me llaman Patti-coja.

—Pues bien, mi querida Patti-coja, ahora voi a llevarte a una casa de mucho respeto, i es menester que ámbos callemos nuestras pasadas faltas i aparezcamos a los ojos del patron como perros desgraciados i sin ventura...

—Lo de ménos es eso... Tú sabes que nosotras las hembras nos pirramos para lo que es disimular nuestros defectos... i los ajenos...cuando nos conviene.

—Torquemada!

—¿Papá?

—Olvida todo lo que has aprendido en el internado de San José, porque nuestro nuevo patron es hombre mui honrado i detesta el robo i la hipocresía...

—Bueno, papá... aunque voi a echar de ménos mis oraciones i mis latrocinios... ya que usted me lo manda...

—Sí, te lo mando perentoriamente!

XIX

Cuando llegamos a casa de don Querubin, éste recibió con los brazos abiertos a mi cara mitad i a mi único vástago.

Instalados tranquilamente en aquel hospicio de caridad, nos consideramos felices. ¡Allí, para a dicha nuestra, ni habia hermanas de caridad!

Desde ese dia me puse a escribir estas memorias, que de algo podrán servir a mis paisanos.

Para terminarlas estaba, cuando me acometió un violento ataque de epilepsia, que no supe si atribuir a mis años o a reliquias del arestin.

Mi amo me cuidó como si hubiera sido mi padre. Musidora (¡hembra al cabo!), más que de la salud de mi cuerpo, desde los primeros momentos, se cuidó de la salvacion de mi alma.

—Hijo, ¿te traigo un confesor? me preguntó llorando mi mujer.

—Nó.

—¿Acaso no eres cristiano?

—¡Cómo crees que pueda yo serlo habiendo vivido entre frailes en un convento?

—Razon de más...

—Razon de ménos, porque los conozco i sé quiénes son... ¿Cómo te imajinas que pueda yo tener por representante de Cristo a un frai Hilarion, a quien descubrí unos zapatitos que él decia eran recuerdos de su mamá i que yo digo eran de doña Irene, la mujer de don Martin?

—Pero es que esos santos relijiosos son de carne i hueso como nosotros los perros, i tan frájiles como los perros i los hombres.

—Por otra parte, querida Musidora, ninguno de ellos querrá venir a estrecharme una pata en mi agonía si saben que soi pobre i que no tengo capellanías que dejar ni dinero siquiéra para mandar decir las de San Gregorio.

—Entónces, ¿quieres morir como un liberal descreido, como un ateo?

—Los presbíteros han declarado que los perros no tenemos alma...

—Pues ¡mienten los presbíteros!

—I, sin embargo, tú quieres que me confiese con uno de esos embusteros...

Mi mujer calló.

Un paréntesis.

Talvez más de una señora o señorita que estas memorias lean se indignarán porque en ellas muchas veces llamo mujer a Musidora, a una perra!

Pero estos cambios de vocativos los he aprendido de los hombres.

A una beata oí que a su confesor le decia: perrito lindo! i el santo sacerdote le contestaba diciéndole: perrita mia!

Los franceses, por cariño, llaman a sus queridas, mi gata.

I el llamar palomita, perrita, gatita a una mujer es lo mas corriente en este mundo.

Por lo cual he creido yo que, en despique, un perro bien podia llamar a su media naranja su mujer.

Hecha esta salvedad, continúo.

Decia que mi mujer, al calificar de embusteros a los presbíteros que negaban la existencia del alma de los perros, se habia enredado en sus propias redes.

Calló, para despues de volver a la carga con otra pretension tan ridícula como la primera.

—Ya que no quieres confesarte, te llamaré un escribano para que hagas tu testamento, me dijo.

—¿Mi testamento? ¿i qué tengo yo que testar?

—Si no tienes fortuna que dejar a tu mujer i a tu hijo, tendrás por lo ménos que legarles el tesoro de tu esperiencia...

—Eso es distinto... i como me sobra la esperiencia... ¡Ai! creo que me ha vuelto el maldito arestin... Ráscame el espinazo, Musidora, ráscame el espinazo... como me sobra la esperiencia, de ella podré dejarle buena parte a mi familia...

—Entónces, ¿te llamo un escribano?

—No, llámame un escribiente; que, para un testamento simple, en que no lego bienes de fortuna, el notario está de más...

—Pues, para escribiente, ahí está Torquemada, que sabe escribir como tú...

—Está bien; que venga ese niño i que escriba con letra clara mis últimas voluntades.

(La letra del testamento de Can-Pino parece hecha con las patas, como que es la letra de un quiltrillo inesperto i educado por un hermano de San José.)

Dice así:

«En el nombre del pavo, del buitre, del jote i del pequen, amen. Yo, el perro Can-Pino, hijo de perros conocidos i domiciliados en la capital de Chile, en el pleno uso de mi razon, ya que no de mi apetito, dispongo como mis últimas voluntades lo siguiente:

1.°—Quiero que mi hijo Torquemada siga en casa de don Querubin; i que, al fallecimiento de este protector de la canina, éntre al servicio de un liberal, i jamás al de una beata, i mucho ménos al de clérigos o frailes, que son personas que nos obligan a hacer cosas que están reñidas con nuestra dignidad.

2.°—Igual cosa mando que haga mi esposa Musidora, a quien tambien ordeno que evite las levas, por ser anticonstitucionales i ocasionadas a escándalos callejeros.

3.°—Mando a mi mujer i a mi hijo que siempre sean leales como su padre, que, si de lealtad puede traerles persecuciones i carcelazos, en todo caso ella nos evita el remordimiento i la deshonra.

4.°—Ordeno a mis herederos lejítimos que nunca roben, aunque la víctima sea un ladron, porque el dinero endurece el corazon tanto de los hombres como de los perros.

5.°—Así mismo les exijo que nunca se metan en política, que es cosa útil sólo para los ricos, que saben esplotarla aunque indebidamente.

6.°—Lego mi arestin a frai Hilarion.

7.°—Lego mis uñas a los judíos de la calle de Huérfanos.

8.°—Lego mis colmillos a los redactores de El Porvenir, i mui en particular, a mi tocayo.

9.°—Lego mi carne a los fabricantes de pequenes.

10.—Lego mi pellejo a los liberales descreidos, a quienes haya despellejado el presbítero Ugarte.

11.—Lego mis huesos a los fabricantes de betun para zapatos.

12.—Lego mis tripas a la Curia eclesiástica para que haga de ellas cuerdas romanas con que ahorcar a los liberales, rojos i montt-varistas despues del triunfo eleccionario que aquélla ha de celebrar mui en breve.

13.—Lego mi cola al candidato presidencial que salga chasqueado próximamente.

14.—Es mi voluntad que todos estos legados tengan el carácter de forzosos, diez dias despues de mi entierro.

15.—Es tambien mi voluntad que a mi entiexro asistan todos los perros de la capital, i entre ellos, el perrito de todas bodas, don Cárlos Torito Rabon-es.

16.—Deseo que en mis exequias haya discursos i ruptura de cadenas, pero nó misas de requiem ni responsos.

17.—Quiero que, en los diarios en que se dé cuenta de mi defuncion, se haga presente que he muerto en casa de respeto, para que mi cadáver no se tenga por sospechoso.

18.—Entrego mi alma a Dios, i mi cuerpo a quienes dejo ordenado.

19.—Reciban Musidora i Torquemada mi bendicion, que les doi, con el mas profundo cariño, i con mi pata derecha delantera,

20. —Rueguen por mi a Cuatro-Remos i demas compañeros mártires, que yo, si hai vida eterna para los perros, rogaré por todos ellos en la Gloria, que a todos les deseo. Amen.»

(Lo que sigue es de pata i letra de Torquemada.

Dictadas las últimas palabras de este testamento, asaltó a mi papá un violento ataque epiléptico, despues se volvió hácia la pared, dió tres boqueadas i murió.

Mi madre i yo nos pusimos a aullar lastimosamente.

Don Querubin tambien nos acompañó, nó a aullar, sino a llorar.

¡Felices los hombres que tienen lágrimas para empapar los despojos de los seres queridos a su corazon!

¡Pero mas felices nosotros, que no las tenemos i, por lo tanto, no podemos venderlas ni alquilarlas!

Como mi padre, algun dia escribiré yo tambien mis Memorias, i en ellas verán los hombres con cuánta injusticia se proclaman los reyes de la Creacion!

FIN

APENDICE

LA CASA MORTUORIA


La casa del finado Can-Pino ha sido visitada estos dias por lo mas selecto de nuestra sociedad canina.

El cadáver fué embalsamado por el decano de la Facultad de Medicina, i colocado en una capilla, en donde dia i noche han hecho la guardia de honor cuatro perros de presa.

Musidora está inconsolable, como tambien Torquemada i todos los perros que se honraron con la amistad del que fué, segun el decir de la prensa, buen padre de familia, esposo ejemplar i jeneroso amigo.

La perra viuda jura, entre aullido i aullido, que el finado deja en su corazon un vacío difícil de llenar.

Los repórters de todos los diarios de Santiago i Valparaiso han ido a visitar al ilustre muerto con la pretension de cortarle los talones, porque dicen que a ellos, que tienen talones de perro, se les han gastado ya de tánto trajinar en busca de de noticias.

I ¡felicidad de todos los muertos! nadie recuerda ya los deslices i fechorías de Can-Pino, i todos aseguran que ha muerto en olor de santidad, aunque a media cuadra, el finado despide un olorcillo que no es de pachulí.

Son tales los elojios que de Can-Pino se hacen, que no será raro mañana lo canonicen como a Cuatro-Remos.

Sin embargo, algunas perras beatas que han ido a verlo, lo han rociado con agua bendita al saber que murió sin confesion.

El entierro será majestuoso. Todos los perros de la capital asistirán a la ceremonia fúnebre.

Desde luego, prometo a mis lectores hacer que un fotógrafo saque una vista del cortejo, que haré reproducir el Sábado próximo en mi periódico, pues sé que todos mis abonados abrigaban profundas simpatías por un perro que valia, por su intelijencia i lealtad, más que muchos hombres que pasean orgullosos sus vicios por nuestras calles.

Deseo ardientemente que la digna familia del finado Can-Pino encuentre un lenitivo a su justo dolor en las innumerables pruebas de sentimiento público que ha dado la sociedad canina por la desaparicion, del mundo de los vivos, de uno de sus mas esclarecidos miembros.

DEFUNCIONES

ESPRESION DE GRACIAS

Musidora, v. de Can-Pino, i Torquemada Can-Pino, dan las mas espresivas gracias a todos los perros i perras que se dignaron acompañar a su última morada los restos del que fué nuestro inolvidable esposo i padre, don Rompe Cadenas Can-Pino. (Q. E. P. D.) asegurándoles que por tal servicio la gratitud de ámbos será eterna.


L ∴ Perr ∴ Cuat ∴ Rem ∴

Por encar ∴ del G ∴ M ∴ de la L ∴ Cuat ∴ Rem ∴ doi las ma ∴ espr ∴ gra ∴ a tod ∴ los H. H ∴ que se dign ∴ acomp ∴ al Cemen ∴ los res ∴ de nues ∴ V ∴ H ∴ Rompe Cadenas Can-Pino.

El Secr ∴

Hermandad de San José

Damos las gracias mas espresivas a los distinguidos perros de esta hermandad que se sirvieron acompañar al cementerio los restos del señor Rompe Cadenas Can-Pino (Q. D. 4 R. G.) i le rogamos se dignen aplicar el saqueo del 29 de Agosto del año próximo en favor de su alma.

C. W. M.,
presidente.
Manuel B.,
secretario.

Doi las gracias a mis amigos i a los perros en jeneral por haber acompañado a su última morada los restos del que fué mi discípulo i despues mi amigo el señor don Rompe Cadenas Can-Pino.

Frai Hilarion
.

Discursos

Los siguientes fueron los ladrados al borde de la tumba del nunca bien llorado, para la sociedad perruna, don Rompe Cadenas Can-Pino:

Señores:

Estamos en presencia de un perro muerto.

Can-Pino cayó al rudo golpe de la Parca fiera que, como sabeis, no respeta a perros ni a gatos. (No es alusion al gato Muñoz.)

Nosotros, los de su raza, hemos venido a aullar sobre su tumba, deplorando su fin temprano.

Señores: paz en la tumba del difunto perro.


H. H ∴ H. H ∴

La viuda de Hiram está desconsolada i triste por la pérdida de uno de sus mas preclaros hijos.

Se ha roto la cadena que a ella nos unia.

Hai, pues, necesidad de pedir sus luces al G ∴ A ∴ del U ∴ para forjar un nuevo eslabon que estreche los lazos rotos hoi por el desaparecimiento de nuestro V ∴ H ∴ Can-Pino.

Formemos de nuevo la gran cadena i marchemos, V. V ∴ H. H ∴ al taller para fabricar la plancha de condolencia que el Cazar ordena le mandemos a la inconsolable Musidora.

H ∴ Can-Pino, descansa en paz.


Señores:—Dios, que todo lo puede, en sus designios inescrutables, nos ha arrebatado la vida de un perro bueno.

I, no estrañeis, señores perros, que yo, en representacion de mis hermanos de San José, venga a haceros la apolojía del que yace en negro i oscuro ataud; porque, si bien es cierto que murió sin los auxilios de la santísima relijion nuestra, en cambio su vida fué ejemplar i austeras sus virtudes.

Can-Pino, señores, al bajar a la tumba, nos ha legado, aparte de su sabiduría, una perra de no malos bigotes, que algun dia puede servirnos, i un perrito, Torquemada, que, educado en nuestra escuela, podrá ayudarnos mas tarde en el saqueo que preparamos contra las propiedades de los liberales i radicales que hoi, despues de ser aliados, se han convertido en nuestros enemigos.

Lloremos, señores, sobre la tumba de Can-Pino i que la paz del sepulcro descienda sobre sus restos.—He dicho.


Telegramas de condolencia

Se han recibido los que siguen:

Valparaiso, 7 de Septiembre de 1893.
Señora Musidora v. de Can-Pino:

La sociedad «Cuatro Remos», de que soi digno presidente, se adhiere al dolor de usted, por la pérdida de su estimable esposo i nuestro amigo el señor Rompe Cadenas Can-Pino.

Fierabras II.

Serena, 7 de Septiembre de 1893.
Señor Torquemada Can-Pino.

Comision perros ciudad va vapor especial asistir funerales señor padre.

Guardian.

Talca, 7 de Septiembre de 1893.
Señor Torquemada Can-Pino.

Aquí sentida muerte papá.

Club perruno acordó enviar comision i coronas. Pésame mamá.

Vijilante.

San Bernardo, 6 de Septiembre de 1893.
Señores comision funerales:

Macario, encargado pueblo, lleva manifestacion condolencia. Representará perros de ésta.

Tigre

Copiapó, 7 de Septiembre de 1893.

Ciudad de duelo muerte Can-Pino. Rabon-es concurrirá funerales representacion electores.

Frai Cárter.

Iquique, 7 de Septiembre de 1893.

Noticia muerte Can-Pino produjo consternacion jeneral. North i peones pampa salitrera enviarán puñado salitre para féretro difunto.

Romani-romano.

A SU MEMORIA

Era bueno, honrado i leal i, sin embargo, murió!

I murió en la flor de su vejez.

¡Pobre Can-Pino!

Durante su peregrinacion por la vida no tuvo otro momento de felicidad que aquel en que por primera vez estrechara con sus patas delanteras el talle esbelto de la simpática Musidora.

Fué el comienzo de su dicha.

Pero, como en la vida no la hai duradera, Musidora le fué infiel.

Verdad es que Can-Pino tuvo parte de culpa en el desliz de su frájil cara-mitad.

Como sucede casi siempre entre los perros.

I entre los hombres.

................................................................................

Can-Pino recorrió el sendero escabroso de la existencia, soportando con resignacion cristiana—estudiada i aprendida en conventos i casas católicas—las penalidades inherentes a ella, i murió con la resignacion de los justos...

¡Que su memoria sea bendecida por todos los perros del Universo, i que Cuatro-Remos, desde el empireo donde mora, envie el consuelo suficiente a la joven i hermosa viuda que hoi llora inconsolable la pérdida del esposo querido (a última hora), al tierno huérfano, al simpático Torquemada, i a los amigos que deploramos su sensible fallecimiento.

Cuida a tu amo

EPITAFIO


(En la tumba de Can-Pino.)


Fuiste digno i leal. Tu triste suerte
Te condenó a vivir en la agonía;
No hai perro que no aulle por tu muerte:
«¡Moriste, oh, can! en la mitad del dia.»


Sucesion

Queda abierta la sucesion del señor Rompe-Cadenas Can-Pino, ante el compromisario que suscribe.

Torito Rabon-es.
Habilitacion de edad

Por decreto de esta fecha, cítase a los parientes del menor Torquemada Can-Pino, para que comparezcan al juzgado del señor Cuida-a-tu-amo, el 14 de octubre próximo a las 10 A. M., para deliberar sobre la habilitacion de edad solicitada por dicho menor.

(Servicio especial para el Poncio.)

Amsterdam, 8.—Cólera disminuye.— Diarios aparecieron anoche enlutados por la muerte de Can-Pino.

Buenos Aires, 8.—Los perros chilenos residentes en esta capital se acercaron hoi a su ministro i le pidieron hiciera presente al Gobierno sus sentimientos por la muerte de Can-Pino.

Copiapó, 8.—Los quiltros de ésta preparan velada fúnebre para esta noche en honor del ilustre patricio Can-Pino. Asistirá todo el cuerpo de quiltrillos, que es bien numeroso, i el acto será amenizado con piano por la señora Fany.

El corresponsal.
Soi hijo de una gran perra i de un perro no mui grande... (Páj. 5.)
Las primeras semanas las pasé como un príncipe, salvo algunos pleitecillos con el romano.... (Páj. 8.)
¡Yo, un pobre perro, habia sentado plaza de soldado! (Páj. 10.)
Cuando queria hacer lo preciso, los malditos muchachos del conventillo se encadenaban por el dedo meñique i me dejaban a mi en agonías de muerte. (Páj. 12.)
¡Eramos artistas a mérito, artistas grátis! (Páj. 15.)
Pero Garibaldi i Musidora no podian acudir a su llamado por... motivos que los perros bien comprenderán. (Páj. 16.)
Veia cerca de mí una tendalada de perros muertos... (Páj. 19.)
Pero, al huir i al pasar frente a un altar de San Roque, me paré en las patas traseras e hice una reverencia. (Páj. 20.)
—Le gusta la sombra del pino. Pues bien, a este can lo bautizaremos con el nombre de Can-Pino... (Páj. 25.)
—Aquí que no peco, me dije, i cojí el zapatito... (Páj. 26.)
Pero yo me hice el desconocido i le di la mas feroz tarascada en una pantorrilla. (Páj. 34.)
(Páj. 53.)
Al dia siguiente, mui de madrugada, vistióse el ciego i salió conmigo a la calle. (Páj 61.)
El cortejo fúnebre. (Páj. 86.)