Memorias de un cortesano de 1815/XXIII
XXIII
Pero vamos adelante con mi cuento.
¿Se ha comprendido ya cuál era mi plan en el asunto, o si se quiere, en la hábil intriga cuyo hilo se extendía desde los intereses de la familia de Porreño hasta la paternidad de D. Alonso de Grijalva? Creo que no serán necesarias explicaciones prolijas de aquella operación, como hoy se dice, hecha sin dificultades mayores y con éxito mejor del que podía esperarse, considerada su delicadeza. Aburrido Grijalva de ver que a pesar de la palabra real, no echaban de las cárceles al tuno de su hijo, admitió las propuestas que mañosamente y por conducto de varones esclarecidísimos y muy discretos le hice, resultando de ellas que me vendió los créditos contra las señoras de Porreño por la mitad de su valor. Anduvo en aquestos tratos el licenciado Lobo, con tan buen pie y mano, que D. Alonso, muy rebelde al principio, llenose de miedo y a todo lo que quisimos asintió al fin.
Después me quedaba lo peor y más amargo del caso, cual fue apretar a las señoras de Porreño, para que pagasen, y, quitándoles toda esperanza de moratoria (por la rotunda negativa del sabio y justiciero Consejo), proceder al embargo de bienes. Aquí sí que no fue posible disimular, porque D. Gil Carrascosa vendió a las venerandas señoras mi secreto, y un día en que tuve el mal acuerdo de presentarme en la casa recibiéronme como es de suponer. Desde entonces, quitado el último puntal de aquella histórica casa, todo vino con estrépito al suelo, entre alaridos de rabia y sollozos de aflicción. Las señoras de Porreño pasaron a la religión de las sombras. Su última época, solitaria y lúgubre está escrita en otro libro .
Renuncié, como es consiguiente, a su amistad, y me ocupé de aquellas excelentes tierras de Hiendelaencina, de Porreño y Torre Don Jimeno, tan diestramente ganadas con mi talento, con mis ahorros y con el dinero que don Antonio Ugarte me prestara para reunir la cantidad necesaria. Mucho tardé en adjudicármelas, a causa de las dilaciones de la curia; pero al fin constituime en propietario, soñando con establecer un mayorazgo.
Pero retrocedamos a los días de mi anterior relación, que eran los últimos de Febrero y primeros de Marzo de 1815. La Real Caja de Administración tuvo el honor, nunca por ella soñado, de caer en mis manos. ¡Bendito sea Dios Todopoderoso y Misericordioso, que arregla las cosas de modo que ningún desvalido quede sin amparo! Dígolo por aquellos miserables y huérfanos juros que hasta mi elevación no tuvieron arte ni parte en ninguna operación rentística. Los pobrecitos no soñaban sin duda que toparían conmigo ni con la destreza de estas limpias manos, y a poco de mi entrada en la Caja engordaron hasta el punto de que no los conocía el pícaro secretario de Hacienda que los inventó.
¡Qué satisfechos quedaron de mis servicios el noble duque, y D. Antonio Ugarte! ¡Qué elogios hacían de mi impetuosa voluntad, la cual derechamente se iba al asunto sin reparar en pelillos! Yo también estaba envanecido de mí mismo, y entonces empecé a conocer lo mucho que para tales asuntos valía. Yo era una firme columna del Estado; yo desplegaba en servicio de mi Soberano absoluto y del sumiso reino, tendido a sus pies como un perro enfermo y calenturiento que no puede moverse de pura miseria, las más altas calidades intelectuales. Indudablemente Dios debía de estar satisfecho de haberme criado, viéndome tan hormiguilla, tan allegador, tan mete-y-saca, tan buen amparador de los poderosos para que los poderosos me amparasen a mí. ¡Qué minita era aquella sacrosanta Administración! ¡Qué terrenos inexplorados! En tal materia yo, era más que Colón, porque este descubrió sólo un mundo y yo descubría todos los días uno nuevo.
No hay que decir que yo navegaba a toda vela, como diría mi amigo el Infante, hacia el Real Consejo. Todo marchaba a pedir de boca en derredor mío. ¿Y qué diré de aquel seráfico ministro de Hacienda, D. Felipe González Vallejo? Hombre de mejor pasta no se ha sentado en poltrona. El pobrecito era tan buenazo, tan sano de corazón, tan amable y complaciente, que todos los negocios pequeños, como nombramientos y demás menudencias, estaban en manos de Artieda y del Sr. Chamorro. De los grandes se encargaba D. Antonio Ugarte. Dios se lo pague a aquel bendito ministro, que no tenía gota de hiel en su corazón, ni humos de vanidad en su cabeza. Parecía que no había tal ministro. Si todos los que han ocupado el sillón hubieran sido como él, otra sería la suerte de este desamparado y caído reino.
En asuntos que no eran administrativos, iban mis cosas medianamente. Antes de lo referido últimamente, yo veía a Presentacioncita todos los días en casa de las señoras de Porreño; pero cuando estas descubrieron la sutil urdimbre que mi travesura les preparara, concluyeron para mí las entradas en la casa de la calle del Sacramento. Asistió Presentacioncita a la ruidosa escena en que doña Paz y doña Salomé me notificaron con encrespadas razones, no menos sonantes que las olas del mar, su soberano desprecio, lo cual me causó pena, porque no era muy de mi gusto pasar por un intrigante de mal género a los ojos de la dulce niña de la condesa. Pocos días habían pasado después de la escena en la Cámara regia que antes describí. Robáronme algún tiempo los amigos que de Vitoria y la Puebla de Arganzón vinieron a solicitar mi ayuda para distintas pretensiones, entre ellos el venerable patriarca D. Miguel de Baraona, con su encantadora nieta (próxima a ser esposa de un joven guerrillero), D. Blas Arriaga, capellán de las monjas de Santa Brígida de Vitoria, y otros que más adelante serán conocidos; pero luego que me dieron algún respiro, consagreme en cuerpo y alma a la adorable Presentacioncita, en virtud de proyectos más o menos dulces, recientemente concebidos; que en materia de proyectos, mi cabeza no conocía el descanso, ni mi impetuosa voluntad el hastío.
Contra lo que yo esperaba, la señora condesa de Rumblar no me cerró las puertas de su casa, ni aun decoró su estatuario semblante, cual solía, con el grandioso ceño, y los agridulces mohínes propios de tan alta señora. Verdad es que yo, además de entregarle la bandolera para su hijo, haciéndole comprender que sin mí nada le habría valido la recomendación de Ximénez de Azofra, le había prometido mi eficaz amparo en el pleito que desde 1811 sostenía contra los Leivas. Tampoco Presentacioncita se mostró ceñuda, a pesar de su adhesión a la familia de Porreño; pero no lo extrañé, porque siendo yo el libertador de Gasparito, bien merecía perdón; y el novio suelto no debía valer menos que las amigas arruinadas.
Todo mi afán consistía en disponer de lugar y hora a propósito para hablarle largamente a solas, apretándome a ello el deseo de comunicarle cosas de la mayor importancia. Sin esperanza de que me concediera tal gracia, pero decidido a todo, propúsele la conferencia, y ¿cuál sería mi sorpresa al ver que aceptaba y que bondadosamente prometía señalar sitio y momento oportuno, de tal suerte que la vigilancia materna no nos estorbase? Yo estaba absorto: indudablemente habíase verificado en su carácter cierta mudanza radical, porque la dichosa niña ponía en todos sus actos y palabras mucha seriedad, cesando de mortificarme con las burlas y epigramas de antaño.
Discurrió ella el modo de que a solas la hablase, y fue por un arte ingenioso, tomando el traje de cierta muchacha que entonces la servía, y poniéndose de noche a una reja, donde la doncella acostumbraba conferenciar con cierto dragón de Farnesio.
No se me olvidará jamás aquella noche en que tuve la dicha de respirar el dulce aliento de la adorable niña, tan de cerca, que el calor de su rostro aumentaba el del mío, mareándome. ¡Y cómo brillaban sus negras pupilas en la oscuridad! Cada vez que aquel vivo rayo diminuto surcaba el espacio comprendido entre nuestros semblantes, yo me ponía trémulo. ¡Qué linda, qué seductora estaba aquella noche! Su agraciado rostro se magnificaba con la melancólica seriedad en que le envolvía como en un velo misterioso. Estaba descolorida, desvelada, y así como no había frescos colores en su rostro, tampoco había en su alma aquella plácida felicidad risueña que en época anterior irradiaba de ella, como del astro la luz, haciendo felices también a cuantos la rodeaban. Pálida y meditabunda ahora, parecía ocupada de pensamientos extraños.
Yo también lo estaba... ¡ay!, yo estaba intranquilo, demente; yo no dormía, yo no tenía paz en el corazón, porque me agitaba un ansioso afán, un proyecto de inmensa gravedad que absorbía las potencias todas de mi alma incansable e insaciable.