Memorias de un cortesano de 1815/XVII

XVII

¿Cómo había yo de faltar a la función de los Trinitarios, si era hombre que a ninguno cedía en religiosidad ni perdonaba medio de que se me tuviese por escrupuloso guardador de los preceptos y prácticas de la Iglesia? Además, poco antes había sido nombrado prioste de la archicofradía de Luz y Vela, y como tal me correspondía asistir a la función y acudir al pórtico de la iglesia, donde habíamos puesto el mostradorcito con varios objetos devotos y otros profanos, que al son de trompeta y tamboril se vendían o rifaban para atender a los gastos de la corporación.

Desde muy temprano estaba yo con mi cinta al cuello, espetado en el pórtico, en compaña de mis colegas el señor licenciado Moñino, de la suprema Inquisición, D. Felipe Rojo, racionero medio de Toledo y el sub-colector de espolios, D. Vicente Barbajosa. El gentío era inmenso, y se agolpaba en las distintas puertas del edificio, estorbando el paso de los fieles, lo que perjudicaba mucho la venta.

En el atrio del convento estaba el zaguanete de la Guardia de la Real persona. No tardó en aparecer Su Majestad, desplegando en su persona y comitiva tanta pompa y aparato, que se sentía uno orgulloso de ser español y llamarse vasallo de quien por tal modo y con tal grandeza representaba en la tierra la autoridad emanada de Dios. Daba gusto ver aquella fila de coches, tirados por sendos pares de caballos a tres pares cada uno. Cada individuo de la Familia Real iba en el suyo, resultando una procesión que cogía medio Madrid, con la multitud de batidores, correos, lacayos, escoltas, carruajes de respeto, palafreneros, caballerizos y demás figuras admirables que recreaban la vista y el alma. ¡Qué profusión de uniformes, cuánto plumacho y galón, qué diferentes clases de sombreros, de uniformes, de caras, de arreos! Parecía que le trasportaban a uno al Oriente, o a las pomposas fiestas de la India. ¡Feliz nación la nuestra, que tal magnificencia podía ofrecer a los aburridos ojos de los súbditos, para que se alegraran y diesen gracias a la Divina Providencia por haber hecho de nuestros reyes los más rumbosos y magníficos de la tierra! Allí se veía la grandeza de nuestra nación, allí sus inmensos tesoros, allí su dignidad excelsa, allí la representación más admirable de su gran poderío. ¡Viva España!

Formaron los guardias (a quien entonces llamaba el vulgo los chocolateros, no sé por qué), y el estrépito de tambores y clarines llenaba los aires. Tales sones y el limpio sol que inundara aquel día las calles, daban a la regia comitiva esplendor y armonía celestes. Los gritos de ¡viva el Rey absoluto! resonaban por doquiera. ¡Oh, feliz consorcio de la monarquía absoluta y la religión santísima! ¡Quiera el Cielo que existan luengos siglos y que estas dos instituciones, hijas de Dios, vayan siempre de la mano y partiendo un piñón, para que los fieles cristianos y súbditos del encantador Fernando vivamos pacíficamente en la tierra, libres de revoluciones impías y de locas mudanzas!

Salió la comunidad con palio a recibir al monarca, y llevándole en procesión a un camarín riquísimo que le habían preparado en el Claustro, rogáronle que se adornase el pecho con media docena de escapularios y alguna reliquia milagrosa de huesecillos o retazo de santo, lo cual como hombre piadosísimo, hizo de buena gana. El infante D. Carlos y D. Antonio Pascual imitáronle, dirigiéndose después todos, cirio en mano, a la vecina iglesia, donde ocuparon sus asientos en medio del respeto y la admiración de los fieles.

Todavía me parece que le estoy mirando. No puedo olvidar aquella majestuosa figura arrodillada, con los ojos fijos en el Santísimo Sacramento en actitud tan edificante, que la misma impiedad se habría ablandado y convertido contemplándole. ¡Con cuánta devoción atendía a las sonoras preces, y con cuánta fe al sermón que predicó el padre Vargas, y en el cual no faltó aquello de llamarle Trajano y Constantino, y de elogiar sus sabios dictamentos para dirigir sabiamente la nave del Estado! ¡Con cuánta unción y evangélica mansedumbre besó las reliquias que el padre Ximénez de Azofra le presentara, y dijo después las oraciones finales para implorar de Su Divina Majestad la gracia y el buen consejo! Todos los presentes estábamos conmovidos, y parecía que se nos comunicaba algo de la celestial pureza de aquel varón insigne, ante cuya preciosa cabeza se postraba mudo y sumiso el pueblo escogido de Dios. ¡Oh qué gusto ser español!

Concluida la ceremonia, pasó Su Majestad al camarín, donde ya se había dispuesto una lujosísima mesa, como destinada a boca y paladar de tal príncipe, y en la cual las viandas más apetitosas reclamaban la vista y olfato, recreando y extasiando el alma. No sé qué angelicales reposteros pusieron sus manos en aquello; pero lo cierto es que la tal mesa parecía destinada a servirse en los altos comedores del Paraíso, para regalo de las más excelsas potestades. Aunque allí como en los claustros no tenían entrada sino las personas convidadas, muchas damas de lo más granado de Madrid, consejeros, generales, oficiales, marinos, presidentes y priostes de las cofradías, capellanes de palacio, alguaciles y familiares de la Inquisición, canónigos de San Isidro y demás sujetos de viso, el gentío era grande, porque los trinitarios, deseosos de dar lucimiento a la fiesta, habían abierto mucho la mano en las invitaciones. No nos podíamos rebullir; todos querían ver los augustos semblantes de Su Majestad y Altezas. Los frailes no cabían en su pellejo de puro satisfechos, y trataban de atender a todo.

Su Majestad no hizo más que probar algunos platos; obsequió con dulces a las damas, dando muestras, allí como en todas partes, de su exquisita galantería, y se retiró a la sala capitular para despedirse de los bondadosos y humildes padres. Pugnaban los convidados por penetrar en la sala, llevados unos del deseo de saciar sus ojos en la contemplación del rostro de nuestro soberano, otros aguijoneados por el afán de presentarle memoriales. Gracias al padre Salmón, que se me apareció como emisario del cielo, pude penetrar en la sala, llevando conmigo a la señora condesa de Rumblar con su hija y a las señoras de Porreño. Las cinco damas estuvieron a punto de quedarse fuera. Sensible sobre toda ponderación hubiera sido este accidente, porque la condesa iba a presentar al Rey un memorial pidiendo una bandolera para su hijo, y doña María otro en pro de la tan deseada moratoria.

¡Oh!, espectáculo sublime, y qué hermoso es ver a un Rey, atendiendo con paternal solicitud al socorro de sus hijos, recibiendo las peticiones de estos y prometiendo satisfacerlas con generosidad, con esa generosidad regia, que es un reflejo de la misericordia divina. Puesto Su Majestad en un estrado que a propósito se había construido, el prior Ximénez de Azofra le presentó un memorial, solicitando no sé qué mercedes para dos sobrinos suyos y dos cuñaditos de su hermana; y después que el bendito trinitario cumplió los deberes domésticos, mirando por el bien de su venerable parentela, fue presentando al Rey uno por uno a todos los demás postulantes, que ya habían convenido con él en los pormenores de esta ceremonia. Recogió Fernando las peticiones con tanta bondad, que era imposible contener las lágrimas viéndole. A todos prometía villas y castillos, dirigía algunas preguntitas, hacía el obsequio de una sonrisa, cuando no de palabras, y daba a besar su real mano con una llaneza que no desmentía la dignidad. ¡Oh qué inefable delicia ser español y súbdito de tal monarca!

Cuando Ximénez de Azofra indicó a la señora de Rumblar que se acercase, y vio Su Majestad a la grave madre y al lindo retoño, se rió de una manera tan franca que todos nos quedamos pasmados; y al recibir el memorial fijó los negros ojos de fuego en Presentacioncita, la cual, turbada, azorada, trémula, vaciló y hubiera caído en tierra si no la sostuviéramos. Estaba la muchacha más roja que una cereza. Dirigiole el paternal y bondadoso monarca la palabra, preguntándole si tenía padre, a lo cual doña María, hecha un mar de lágrimas, contestó que no.

Todos nos asombramos de la inmensa bondad del Rey, que en aquella pregunta como que quería constituirse en padre de todos los huérfanos del reino.

Cuando nos retirábamos, Presentacioncita estaba pálida como el mármol.

-¿Le vio Vd. bien? -me dijo en voz baja-. ¡Ay! Sr. de Pipaón, estoy asombrada, aterrada.

No pude oírla más, porque sentí que entre el gentío me ponían una mano en la espalda.

Era el duque de Alagón, que quería hablarme a solas... pues no podía pasar mucho tiempo sin que él y yo tratásemos algo importante para el bien del estado.