V

Restablecimos: permitidme que hable en plural. Yo tenía derecho a ello desde que logré meter mi cucharada en la tertulia del infante D. Antonio. ¡Quién me había de decir que me vería en tales excelsitudes, mano a mano con gente nacida de vientre de reinas! Parecíame mentira, y me causaban admiración mi propia persona, mis propias palabras. Sin quererlo me hacía cortesías a mí mismo. Aprendí a vestirme con elegancia, y los que me habían conocido meses antes, se asombraban de mi transformación.

Antes de dar a conocer la tertulia del infante, enumeraré la serie de relaciones que me condujeron a palacio.

Desde que comencé a hacerme hombre de pro, solía visitar a las señoras de Porreño, una de ellas hermana del señor marqués de Porreño, que había muerto poco antes, hija del mismo la otra, y sobrina la tercera. Aquella casa, que ya venía muy agrietada desde el siglo anterior, estaba a punto de hundirse completamente, por cuya razón las tres excelentes señoras necesitaban buenos amigos que les ayudaran con amena tertulia y delicado trato a conllevar las pesadumbres de su lamentable decadencia.

En casa de estas señoras conocí a D. Blas Ostolaza, confesor del infante D. Carlos y predicador de palacio, hombre de los más eminentes que han vivido en España. Eclesiásticos como aquel debieran nacer aquí todos los días, y aunque saliera uno detrás de cada piedra, no estaría de más. Él fue quien felicitó a Fernando desde el púlpito por el restablecimiento de la Inquisición, diciéndole: «Apenas ha vuelto V. M. de su cautiverio, y ya se han borrado todos los infortunios de su pueblo. La sabiduría y el talento han salido a la pública luz del día, y se ven recompensados con los grandes honores; y la religión sobre todo protegida por V. M., ha disipado las tinieblas, como el astro luminoso del día».

Él fue quien escandalizó en las Cortes de Cádiz por su frescura olímpica, que hacía reír a la gente de las tribunas; y como mi hombre tanto a los galerios como a los diputados les aporreaba a verdades, cada vez que hablaba todo Cádiz se ponía en movimiento. La fama de estas hazañas, así como la de sus mortíferos discursos, corrió por toda España, de tal suerte que cuando Su Majestad volvió de Valencey, estuvo en un tris que me lo hiciera obispo.

Él fue quien durante las causas de que antes hablé, reveló los pensamientos de sus compañeros de Congreso en las sesiones secretas. Eso sí, tenía mi D. Blas una memoria asombrosa, y no dijeron los charlatanes palabrilla pecaminosa ni herética argucia que él no recordase, por lo cual su boca fue una mina de oro en aquellos benditos autos.

Era tan celoso por la causa del Rey y del buen régimen de la monarquía, que si le dejaran ¡Dios poderoso!, habría suprimido por innecesaria la mitad de los españoles, para que pudiera vivir en paz y disfrutar mansamente de los bienes del reino la otra mitad. Fue de ver cómo se puso aquel hombre cuando se restableció la Inquisición. Parecía no caber en su pellejo de puro gozo. Una sola pena entristecía su alma cristiana, y era que no le hubieran nombrado Inquisidor general. ¡Oh!, entonces no se habría dado el escándalo de que se pasearan tranquilamente por Madrid muchos tunantes que tenían casas atestadas de libros y que recibían gacetas extranjeras sin que nadie se metiese con ellos.

No sólo era predicador insigne, sino que como escritor religioso bien puede decirse que Melchor Cano, Sánchez y el padre Rivadeneyra, comparados con él, ignoraban dónde tenían las narices. ¿A qué rincón de la Europa culta no llegaron sus célebres novenas, impresas con las armas reales, amén del retrato del monarca, y en las cuales, ora en prosa ora en verso, aparecían charlando barba con barba Dios y Fernando VII? ¡Válganme los cielos! Aquello era escribir, y quien no ha visto tales cosas no sabe lo que es literatura.

En tratándose de púlpito no había otro. Era cosa de estar oyéndole con la boca abierta, sin perder ni una sílaba de su pasmosa elocuencia. No le habían de pedir que hablase de los santos ni de religión, que eso era para predicadorcillos de tumba y hachero. Él, desde que ponía el pie en la grada, la emprendía con las Cortes, con los diputados, con las ideas liberales, y mientras más hablaba, aún parecía que se le quedaban dentro más vituperios que decir. En tocando este punto llevaba hilo de no acabar en tres días. La gente se aporreaba en las puertas de los templos para entrar a oírle, y... no hay que darle vueltas... ¡ni don Ramón de la Cruz con sus sainetes populares atrajo más gente! ¡Y cómo entusiasmaba a la multitud! Oíanse gritos dentro de la iglesia, y si al salir de ella hubieran topado los fieles con algún liberal, ya habría podido este encomendarse al diablo.

Fue, en verdad, grandísimo error que no le dieran la mitra que pretendió y por la cual bebió vientos y tempestades en las antecámaras de palacio. El Sr. Creux, a quien prefirieron, no había revelado tan fielmente como Ostolaza los pensamientos de sus compañeros los diputados. Pero no era hombre D. Blas a propósito para quedarse callado ante el desaire, y volviendo por los fueros de su dignidad ofendida, habló más que siete procuradores, aderezando su charla con cierta intriga un poco subida de punto. Pero ni por esas: en vez de hacerle caso, le mortificaron más. No puede darse mayor injusticia. Llegó la crueldad hasta el extremo de alejarle de la corte, nombrándole director de la casa de niñas huérfanas de Murcia. Y lo peor es que no paró aquí la persecución del inimitable D. Blas, pues ¡mentira parece!, se dijo que su conducta en el referido colegio no era un modelo de honestidad; y lo aseguraba todo el mundo, siendo tales y tan feos los casos que se contaban, que parecían pura verdad. Lo que más me confirmaba a mí, conocedor de nuestra justicia, en que D. Blas era inocente, fue el ver que le formaron causa. ¡Desgraciado sujeto! Preso estuvo en la Cartuja de Sevilla, y después confinado a las Batuecas, consumiéndose de tristeza. ¡Quién se lo había de decir a él y a todos sus amigos! ¡Triste era, en verdad, considerar incapacitados aquellos grandes bríos que tenía para todo, oscurecida aquella luminosa facundia para el púlpito, imposibilitadas aquellas manos de ángel para enredar los hilos de la conspiración menuda!

De su piedad y devoción, ¿qué puedo decir sino que edificaba a todos, y especialmente al infante, de quien era director espiritual? Pues ¿a quién sino a mi amigo debió D. Carlos el haber salido tan temeroso de Dios, tan fiel esclavo de los preceptos religiosos, que más que príncipe y futuro candidato al trono parecía un santo, según era de compungido dentro de la iglesia y ejemplar fuera de ella en todos sus actos y palabras? Amaba tan entrañablemente D. Carlos a su confesor, que no se podía pasar sin él. Rezaban juntos por las noches, y cuando el príncipe se acostaba, Ostolaza, después de decir las últimas oraciones fervorosamente prosternado ante la imagen de Nuestra Señora, rociaba el lecho de S. A. con agua bendita para alejar los sueños pecaminosos.

No se crea por esto que mi amigo era gazmoño ni melindroso, que esto habría sido grave falta en un hombre llamado a las luchas del mundo. Sabía perfectamente dar a cada hora su propio afán, concediendo parte del tiempo a las buenas relaciones sociales, porque igualmente se ha de cumplir con Dios y con los hombres. Por tal ley, Ostolaza, luego que dejaba a su hijo espiritual dentro de las purificadas sábanas, bien santiguado y bien rociado por banda y banda, de tal modo que en la alcoba regia podrían pasear los serafines; luego que D. Blas, repito, desempeñaba así su difícil cargo, se embozaba en su capa, ya avanzada la noche, y corría a la calle, apretado por el deseo de compensar los muchos afanes con un poco de libre holganza. Yo no sé adónde iba, porque se recataba mucho de los amigos, pero es indudable que no pasaba la noche al raso, ni buscando yerbas a lo anacoreta, ni mirando al cielo como astrólogo. Lo de no querer que sus amigos le vieran a tales horas y el esconderse de ellos, se explica en varón tan meticuloso por su deseo de apartarse de los peligros que siempre traen consigo las malas compañías.

Cara redonda y arrebolada, gestos muy vivos y un modo de mirar que daba a conocer a tiro de ballesta su superioridad; cuerpo sólido; una voz campanuda y gruesa, como toda voz creada para decir grandes cosas, formaban el físico de aquel mi nuevo amigo, a quien tanto debí, y a quien hoy pago un piquillo nada más de la inmensa deuda de gratitud que con él tengo, sacándole a relucir en estas mis Memorias, aunque su fama no necesita tardías trompetas para sonar por todo el orbe.

¡Ay!, ya no nacen hombres como aquel. No sé qué se ha hecho del jugo poderoso de esta tierra fecunda. Generación de enanos, mira aquí los gigantes de que has nacido.