Memorias de Lord Thomas Cochrane/Capítulo 4

Obstáculos en equipar a la escuadra; Hácese a la vela la expedición libertadora; Desembarque en Pisco; Prolongada inacción del ejército; Trasládase a Ancón el general San Martín; Captura de la Esmeralda; Canjes de prisioneros; Reconocimiento de aquel servicio por el general San Martín; Visita de la condesa Cochrane a Mendoza.

Muy grandes fueron las dificultades que se experimen­taron en equipar a la escuadra y a las tropas destinadas a libertar al Perú, no teniendo crédito el Gobierno, en tanto que su tesoro estaba completamente agotado por los esfuer­zos hechos para organizar un ejército, siendo imposible ne­gociar un empréstito que, en verdad, ya había sido denega­do. Por la influencia que yo tenía con los negociantes ingleses había podido obtener un buen acopio de pertrechos na­vales y militares, consiguiendo además contribuyesen a una suscripción que se había abierto, en lugar de recurrir a un empréstito forzoso que el Gobierno no se atrevía a ensayar.

La mayor dificultad, sin embargo, era con respecto a los marinos extranjeros, quienes, disgustados de que no se les guardase fe rehusaban servir de nuevo. En vista de esto, el Gobierno me pidió los reclutase contra su voluntad, lo que rehusé, haciéndole presente que el comandante de la fragata británica que estaba a la sazón en el puerto no permitiría que se hiciese una leva de sus compatriotas. El medio pro­puesto al fin fue que yo ejerciese toda mi influencia con los hombres, dirigiéndoles una proclama que yo dictaría, de mo­do que pudiese depender del general San Martín el pago de sus salarios y de los premios de presas cuando la expedición se hubiese efectuado, porque era evidente que no tendrían ya más fe en las promesas del Gobierno.

Se dio, por lo tanto, una proclama en nombre del gene­ral San Martín y en el mío, añadiendo mi firma como garantía, mientras que aquél firmaba en su carácter de comandante en jefe. El párrafo siguiente hará ver la naturaleza de dicha proclama:

Al hacer mi entrada en Lima pagaré con puntualidad todos los atrasos devengados a cada uno de los marineros extranjeros que se alistaren voluntariamente en el servicio de Chile dando también a cada individuo, según su clase, la paga entera de un año, además de sus atrasos, corno premio o recompensa de sus servicios, si continuasen llenando sus de­beres hasta el día en que se rinda aquella plaza y sea ocupada por las fuerzas libertadoras.

José de San Martín.- Cochrane.

Esta proclama produjo el efecto deseado, completándo­se inmediatamente las tripulaciones de los buques.

Ascendían las fuerzas chilenas a 4.200 hombres, siendo nombrado capitán general de ellas el general San Martín, con gran contrariedad del general Freire. Se dio a la fuerza de su mando el título de Ejército Libertador. Mientras se es­taba preparando la expedición hizo el supremo director co­nocer al pueblo peruano el objeto para qué la enviaba, y para que no tuviese ningún recelo de su presencia había manifes­tado sus intenciones en una proclama general, de la cual to­mamos el acápite siguiente:

¡Peruanos!
No creáis que pretendemos trataras como a un pueblo conquistado. Tal deseo sólo podría hallar abrigo en el ánimo de aquellos que detestan nuestra común felici­dad. Aspiramos únicamente a veros libres y dichosos; vosotros mismos estableceréis vuestro Gobierno, escogiendo aquella for­ma que más se adapte a vuestras costumbres, a vuestra situa­ción y a vuestros deseos. Por consiguiente, constituiréis una nación tan libre e independiente como nosotros mismos.

Es preciso no perder de vista esta y otras proclamas que se siguieron, pues su resultado de ningún modo correspondió a las intenciones del supremo director, de cuyos rectos desig­nios no hicieron después caso los que solamente consideraban al Perú como un campo para hacer medrar su ambición. Los oficiales chilenos, tanto nativos como extranjeros, creían cier­tamente en la sinceridad de sus jefes; pero debían más tarde sufrir un terrible desengaño respecto a su jefe principal.

El 21 de agosto de 1820 se dio la escuadra a la vela en medio de las aclamaciones entusiastas del pueblo, el cual se enorgullecía de ver que en tan poco tiempo, no sólo había sido humillado el poder español, sino que también se hallaba en el caso de enviar un ejército para libertar al principal Es­tado que quedaba bajo la antigua dominación.

El 25 la escuadra hizo vela hacia Coquimbo para tomar a bordo otro batallón. El 26 volvieron a desplegar velas, y el general San Martín me hizo conocer su intención de dirigirse con el cuerpo principal del ejército a Trujillo, plaza dis­tante cuatro grados a sotavento de Lima, en donde aquél no podía obtener ventaja alguna, ni hallar en verdad nada que hacer, excepto el permanecer allí a cubierto de todo ataque por parte de los españoles, quienes no podían penetrar por tierra, en tanto que la escuadra podía protegerlo por mar.

Al hacer presente al general San Martín que su determi­nación causaría el mayor descontento entre los oficiales y sol­dados chilenos, quienes esperaban ser desembarcados y que al instante se les llevase sobre Lima, para cuya conquista eran más que suficientes, consintió en abandonar su plan de ir a Trujillo, pero se negó resueltamente a desembarcar su gente en las inmediaciones de Lima. Qué motivo tuviera para ello, no pude entonces adivinarlo. Mi plan era desem­barcar la fuerza en Quilca, el punto más inmediato al Callao, y apoderarme sin tardanza de la capital, empresa de ningún modo difícil y segura de un buen éxito.

Hallando que todo razonamiento era infructuoso nos dirigimos a Pisco, donde llegó la expedición el 7 de septiembre, y el 8, con gran sentimiento mío, se desembarcaron las tropas, permaneciendo cincuenta días en total inacción, ex­cepto el haber despachado al interior al coronel Arenales con un destacamento, el cual, después de derrotar a un cuerpo de españoles, tomó posiciones al Este de Lima.

Aun al llegar a Pisco, el general San Martín no quiso entrar en la villa, aunque las fuerzas españolas no consistían más que en 300 hombres escasos. Haciendo desembarcar las tropas al mando del mariscal de campo, Las Heras, se fue costa abajo con la goleta Moctezuma; los habitantes, entre­tanto, se retiraron al interior, llevándose consigo sus ganados, esclavos, y aún los muebles de sus casas. Este exceso de precaución causó gran descontento en el ejército y la escuadra, pues contrastaba de un modo extraño con la primera toma de la plaza, el año anterior, por el teniente coronel Charles y el mayor Miller, con su puñado de hombres.

Cuando volvió el general San Martín manifestó sentir muchísimo la partida de los habitantes y la pérdida consiguiente de abastecimientos. En vez de atribuir esto a sus tardíos movimientos, dijo que no podía creer en los partes recibidos del Perú, relativos a las disposiciones pacíficas de los habitantes, teniendo, por lo tanto, aún sus dudas respecto al buen éxito de la expedición. Era de la más alta importan­cia el haber tomado inmediatamente la plaza y conciliádose el ánimo de los habitantes, pues los buques estaban escasos de provisiones y casi enteramente desprovistos de lo más ne­cesario. Una detallada narración de la toma de la plaza fue, sin embargo, transmitida a Santiago, insertándose en el órga­no oficial como la primera hazaña de la gran expedición.

Durante estos cincuenta días la escuadra había también tenido necesariamente que permanecer inactiva, no habiendo hecho más que capturar algunos buques mercantes a lo largo de la costa, e ir infructuosamente en pos de las fragatas espa­ñolas Prueba y Venganza, que no continué persiguiendo por correr riesgo los transportes durante mi ausencia.

Este retardo fue causa de los más aciagos desastres que pudieron sobrevenir a la expedición. El pueblo ansiaba reci­birnos, y, no calculando la tardanza del general San Martín, se declaraba por todas partes en nuestro favor; mas como no tenía apoyo, el virrey lo aprisionaba y sometía a castigos cor­porales. Haciéndose con esto más circunspecto, desconfiaba naturalmente de la expedición, que estaba malgastando su tiempo en Pisco, y manifestaba repugnancia en proporcionar­nos los auxilios necesarios; por lo cual se le trataba, por man­dato del general San Martín, con rigor militar. Viéndose de este modo acosados los peruanos, principiaron a considerar a los chilenos como opresores en común con los españoles, con no pequeño riesgo de perder todo deseo de independen­cia nacional.

A pesar de todo esto, a su llegada a Pisco el general San Martín había promulgado una proclama del supremo direc­tor, poniendo por testigo a Dios y a los hombres, con res­pecto a las rectas intenciones del Gobierno chileno. He aquí uno de sus párrafos:

¡Peruanos!
Aquí tenéis las obligaciones bajo las cuales Chile, en presencia del Ser Supremo, y llamando por testigo a todas las naciones para que venguen cualquiera infracción a este pacto, se empeña en ayudaros sin temor de la muerte ni de los peligros. Seréis libres e independientes. Elegiréis vuestro propio Gobierno y haréis vuestras leyes por la voluntad espontánea de vuestros representantes. Ninguna influencia militar o civil, directa o indirecta, pondrán en juego vues­tros hermanos para modificar vuestras tendencias sociales. Despediréis la fuerza armada que se os envía en ayuda cuan­do lo creáis oportuno, sin miramiento a lo que podamos pen­sar respecto de vuestro peligro o seguridad. Jamás fuerza militar alguna ocupará el territorio de un pueblo libre, a menos que no sea pedida por vuestros legítimos magistrados. Ni por nosotros ni con nuestra ayuda se castigarán las opiniones de partido que hayan podido existir antes de haceros libres. Preparaos a rechazar cualquier fuerza armada que in­tente oponerse a vuestros derechos. Os suplicamos olvidéis todos los agravios anteriores al día de vuestra gloria, a fin de reservar la más severa justicia a la pertinacia y a la opresión.

Tales eran los alicientes que se ofrecían al pueblo pe­ruano, y tal era su primera experiencia con respecto a sus libertadores.

Con todo, en medio de la inacción misma, pronto se ma­nifestaron los frutos de semejante manifestación; el 14 de octubre llegó un buque a Guayaquil con la noticia de que tan pronto como se supo que la expedición se había dado a la vela, aquella provincia se había declarado independiente.

Al recibo de esta agradable noticia volví a suplicar al gene­ral San Martín mandase embarcar de nuevo las tropas y nos dirigiésemos a Lima. Al fin logré se pusiese en movimiento.

Antes de partir dio la siguiente proclama el general San Martín, la cual inserto aquí sólo para que se vea cómo pro­mesas tan solemnemente hechas podían luego romperse:

¡Peruanos!
He pagado el tributo que, como hombre pú­blico, debía a las opiniones de los otros, y he mostrado cuál es mi misión cerca de vosotros. Vengo a llenar los deseos de todos aquéllos que quieren pertenecer al país en donde han recibido el ser y que desean ser gobernados por sus propias leyes. El día en que el Perú se decida libremente respecto a la forma de sus instituciones, cualesquiera que éstas sean, mis funciones habrán terminado y tendré la gloria de anun­ciar al Gobierno de Chile, cuyo súbdito soy, que sus heroicos esfuerzos han recibido por fin el consuelo de haber dado li­bertad al Perú y seguridad a los Estados vecinos.

Habiéndose reembarcado las tropas, salimos de Pisco el 28, y al día siguiente echamos anda delante del Callao. Des­pués de haber reconocido las fortificaciones, volví a urgir al general San Martín mandase al instante desembarcar la fuer­za; pero se opuso a esto del modo más enérgico con gran con­trariedad de toda la expedición, insistiendo en ir a Ancón, plaza algo distante hacia el norte del Callao. Como yo no te­nía autoridad sobre la disposición de las tropas, me ví obli­gado a someterme, y el 30 destaqué el San Martín, Galvarino y Araucano para conducir los transportes a Ancón, quedán­dome con el O'Higgins, Independencia y Lautaro como dis­puesto a bloquear.

Lo cierto fue que, estando disgustado, como toda la expedición, por la irresolución del general San Martín, me había propuesto que los recursos que con tanta dificultad nos suministrara Chile no se disipasen totalmente sin hacer algún esfuerzo para conseguir los objetos de la expedición; en con­secuencia formé un plan de ataque con los tres buques que me habían quedado, sin mencionar siquiera mis intenciones al general San Martín, temeroso de que se opusiera a mis designios. Estos consistían en cortar la fragata Esmeralda al pie de las fortificaciones y apoderarme también de otro bu­que a cuyo bordo, según tenía informes, se había embarcado 1.000.000 de pesos, para ponerlo en salvo si se hacía necesa­rio. Mi opinión era que, si salíamos bien de semejante determinación, los españoles no titubearían en rendir o abandonar la capital.

La empresa era arriesgada, puesto que desde mi última visita la posición de los enemigos se había reforzado, tenien­do nada menos que 300 piezas de artillería montadas en la costa, en tanto que la Esmeralda estaba atestada de los me­jores marineros y oficiales que podían procurarse, durmiendo cada noche en sus cuadras. Además, estaba defendida por una fuerte barrera formada con cadenas y con pontones armados, hallándose toda circundada de veintisiete lanchas cañoneras, de modo que no había buque que pudiera llegar a ella.

Pasamos tres días ocupados en hacer nuestros preparati­vos, sin dar a conocer el objeto con que se hacían. En la tarde del 5 de noviembre se hizo saber por la siguiente proclama:

¡Soldados de Marina y marineros!
Esta noche vamos a dar un golpe mortal al enemigo, y mañana os presentaréis con orgullo delante del Callao; todos vuestros camaradas envidiarán vuestra buena suerte. Una hora de coraje y resolución es todo cuanto se quiere de vosotros para triunfar. Recordad que habéis vencido en Valdi­via, y no os atemoricéis de aquéllos que un día huyeron de­lante de vosotros.
El valor de todos los bajeles que se cogerán en el Callao os pertenecerá; se os dará la misma recompensa que los espa­ñoles ofrecieron en Lima a aquéllos que capturasen cual­quiera de los buques de la escuadra chilena. El momento de gloria se acerca y espero que los chilenos se batirán como tienen de costumbre, y que los ingleses obrarán como siempre lo han hecho en su país y fuera de él.
Cochrane.

Al expedir esta proclama se había convenido en que yo mandaría el ataque en persona, y que tomarían parte en él los que voluntariamente quisieran hacerlo. A lo cual todos los marinos y marineros a bordo de los tres buques se pres­taron gustosos a acompañarme. Como esto no podía permi­tirse, se escogieron 160 marineros y 80 marinos, y después de anochecer se embarcaron en 14 botes al costado de la almi­ranta, cada hombre armado con machete y pistola, y para distinguirse iban vestidos de blanco con una franja azul en el brazo izquierdo. Esperaba que los españoles estuviesen desprevenidos, pues por vía de estratagema había hecho salir de la bahía a los otros buques a cargo del capitán Foster, como que iban a perseguir algún buque que se veía a lo largo, a fin de hacer creer a los españoles que por aquella noche estaban libres de ataque.

A las diez de la noche todo estaba pronto. Los botes fueron formados en dos divisiones: la primera, mandada por mi capitán de bandera, Crosby, y la segunda, por el capitán Guise; mi bote rompía la marcha. Se había mandado guar­dar el más riguroso silencio y el hacer uso solamente del ma­chete; de suerte que, como los remos estaban forrados de lona y la noche era obscura, el enemigo no tenía la más ligera sospecha del ataque que le amagaba.

Era exactamente medianoche cuando llegamos junto a la pequeña abertura dejada en la barrera, faltando poco para que se frustrase allí nuestro plan por la vigilancia de un guardacosta, contra el que, afortunadamente, tropezó mi lancha. Diéronnos al instante el “¡quién vive!”, al que respondí a media voz, amenazando dejar al punto sin vida a cuantos había en el bote si daban la más pequeña alarma. No hicie­ron resistencia, y en pocos minutos se hallaban nuestros va­lientes formando una línea al costado de la fragata, abordán­dola a un mismo tiempo por diferentes puntos.

Los españoles fueron enteramente cogidos de sorpresa, estando todos, excepto los centinelas, durmiendo en sus cua­dras; grande fue la mortandad que entre ellos hicieron los machetes chilenos mientras volvían en sí. Retirándose al cas­tillo de proa, hicieron allí una sostenida defensa, y sólo a la tercera carga pudo ganarse la posición. El ataque se renovó por algún tiempo en el alcázar, en donde los marinos españoles cayeron hasta el último hombre; el resto del enemigo saltó a la mar o a la bodega para escapar al furor de los patriotas.

Al abordar la fragata por las amarras principales caí de espalda de un culatazo que me dio el centinela, y dando so­bre un tolete del bote la punta me entró por la espalda, junto a la espina dorsal, causándome una grave herida, de la que padecí por muchos años después. Poniéndome al instante de pie, volví a subir sobre el puente, y entonces recibí una he­rida en un muslo; pero atándomela con un pañuelo pude, aunque con mucha dificultad, dirigir el ataque hasta el fin. No omitiré mencionar que el teniente Grenfell, que bizarra­mente mandaba uno de los botes, cayó herido en este asalto.

Toda esta refriega no duró más que un cuarto de hora, siendo nuestra pérdida once muertos y treinta heridos, en tanto que la de los españoles era de 160, muchos de los cua­les cayeron bajo el machete de los chilenos antes de que pu­diesen correr a las armas. Valor como el que mostraron nues­tros valientes nunca lo había visto. Antes de abordar se ha­bía señalado a cada uno lo que tenía que hacer, encargando a una partida el apoderarse de las cofas. Apenas haría un minuto que estábamos en el puente cuando di voz a la cofa de trinquete, al instante me respondieron nuestros hombres; con igual prontitud me respondieron de la cofa mayor de la fragata. No habrá tripulación de buque de guerra inglés que pueda cumplir órdenes con mayor exactitud.

El tumulto pronto alarma a la guarnición, la cual, pre­cipitándose sobre sus cañones, principió a tirar contra su misma fragata, haciéndonos así un cumplimiento por haberla tomado; bien que en este caso debían suponer que estaban aún a bordo sus propios hombres, y hacer fuego sobre ellos era un procedimiento indigno, pues muchos de los españoles cayeron muertos y heridos de los tiros de la fortaleza, entre ellos el capitán Coig, comandante de la Esmeralda, quien, después de estar prisionero, recibió una grave contusión de una bala de su propio partido.

Llegamos, sin embargo, a desviar los tiros de la forta­leza por un medio ingenioso. Durante la refriega estaban presente dos buques de guerra extranjeros, la fragata Macedonia, de los Estados Unidos, y la fragata inglesa Hyperion; éstas, según habían convenido de antemano con las autorida­des españolas, en caso de un ataque de noche, alzaron luces particulares como señales para que no se las hiciera fuego. Estando preparados para esta contingencia, en el instante que la fortaleza comenzó a tirar sobre la Esmeralda izamos iguales luces; de modo que la guarnición se veía perpleja, sin saber sobre qué buque dirigir sus fuegos, teniendo así que partici­par del daño que se nos intentaba hacer, la Macedonia e Hyperion, que recibieron varios balazos, quedando la Esme­ralda comparativamente intacta. En esto, las fragatas neutra­les cortaron sus cables y tomaron el largo; el capitán Guise había también cortado los de la Esmeralda, contra mis órde­nes, de modo que no nos quedó más que largar las gavias y seguir, cesando entonces la fortaleza de hacer fuego.

Mis órdenes eran no cortar los cables de la Esmeralda sino después de haberla tomado, capturar el Maipú, bergan­tín de guerra que antes habían cogido a Chile, y en seguida atacar y cortar a la ventura todo buque que estuviese inme­diato, teniendo para ello demasiado tiempo, pues no cabía duda que cuando la Esmeralda cayese en nuestro poder los españoles abandonarían los otros buques con la precipitación que les permitieran sus botes; de manera que todos podrían ser cogidos o quemados. A este fin se habían dirigido todos mis anteriores planes; pero encontrándome fuera de combate por mis heridas, el capitán Guise, en quien recayó el mando de la fragata apresada, creyó poder obrar según su propio dictamen y se contentó con la Esmeralda sola, cortando sus cables sin mi permiso y dando por razón que los ingleses habían forzado el almacén del aguardiente y se estaban em­briagando, mientras que los chilenos andaban desorganizados con el pillaje. Esto fue un gran error, pues si pudimos capturar la Esmeralda, a pesar de su escogida y bien disciplinada tripulación, hubiera habido poca o ninguna dificultad en echar sucesivamente los otros buques al garete. Esto hubiese sido una segunda derrota de Valdivia, persiguiendo al enemigo, sin pérdida nuestra, de buque en buque, en lugar de hacerlo de fuerte en fuerte.

Los siguientes párrafos de la orden que se dio antes del ataque demostrarán claramente cómo se frustró el plan de haberse cortado los cables de la Esmeralda:

Al apoderarse de la fragata, los marineros y marinos chilenos no gritarán ¡viva Chile!, a fin de engañar al enemi­go y dar tiempo a que se complete la operación, gritarán: ¡Viva el rey!
La fusilería hará fuego desde la Esmeralda sobre los dos bergantines de guerra, de los que se apoderarán los tenientes Esmond y Morgell con los botes de su mando; esto verificado, les cortarán las amarras, sacándolos afuera, y los fondearán a lo largo lo más pronto posible. Los botes de la Independencia echarán al garete todos los buques mercantes españo­les, y los botes del O'Higgins y del Lautaro, a las órdenes de los tenientes Bell y Robertson, prenderán fuego a uno o más cascos de los más avanzados; pero a éstos no se les dejará ir al garete, a fin de que no vayan a caer sobre los demás.
Cochrane.

Cortando los cables de la Esmeralda, ninguno de estos objetos se consiguió. La fragata capturada se hallaba lista para salir a la mar, teniendo a bordo provisiones para tres meses, con pertrechos suficientes para dos años. Estaba, sin duda, destinada si la oportunidad se ofrecía, a conducir el buque que esperaban con el tesoro, el cual perdimos por la precipitación del capitán Guise; y en verdad que el estar en­tonces a bordo el almirante español, con su bandera desple­gada, era prueba bastante clara que estaba a punto de partir; pero en vez de eso, el almirante, oficiales y 200 hombres ca­yeron prisioneros, quedando el resto de la tripulación, pri­mitivamente compuesta de 370 hombres, los unos muertos y heridos o ahogados los otros.

Durante la refriega ocurrió un incidente que, después del tiempo que va transcurrido, no dejaré de mencionar.

El buque de Su Majestad Británica, Hyperion, hallándose muy inmediato a la Esmeralda, presenció todo lo ocurrido. Un guardiamarina que estaba mirando con otros en el portalón, no pudiendo reprimir sus sentimientos de verdade­ro inglés, palmoteó en señal de aprobación al ver cómo nues­tros valientes hacían salir al enemigo del castillo de proa. Después supimos que se le había hecho bajar inmediatamen­te por orden de su comandante, el capitán Searle, quien le amenazó con ponerle arrestado. Tal era el modo de sentir de un comandante inglés hacia mí. No hubiera condescendi­do en narrar aquí esta ocurrencia si no fuera por la bravata que en una ocasión precedente me hizo el mismo oficial, qui­tando los tapabocas a sus cañones y poniéndolos en acción en los momentos que mi almiranta entraba en la rada, dando a entender con esto o que me tenía por un pirata o que como a tal me trataría Si encontraba oportunidad.

Cuando los botes se iban acercando a la Esmeralda, la fragata inglesa les echó a cada uno el "¡quién vive!”, con la evidente intención de alarmar al enemigo, lo que sin duda hubiera sucedido si los españoles no estuviesen descuidados a causa de la estratagema mencionada de haber hecho salir a nuestros buques de la bahía.

Muy diferente fue la conducta del comandante de la fra­gata Macedonia, de los Estados Unidos, cuyos centinelas no nos echaron el "¡quién vive!”, diciéndonos los oficiales a me­dia voz que nos deseaban feliz éxito. Y aún mucho más hono­rable fue el testimonio que después dio un hábil oficial, el capitán Basilio Hall, que mandaba el buque Conway, de Su Majestad Británica, entonces estacionado en el Pacífico. Ten­go a orgullo el reproducir este testimonio, aunque en cierto modo es una recapitulación de los sucesos referidos, bien que algo inexacta en cuanto al número de hombres empleados:

Mientras que el Ejército Libertador, mandado por el general San Martín, se trasladaba a Ancón, vino lord Cochrane con parte de su escuadra a anclar en la rada exterior del Callao. Hallábase defendido el puerto interior por un vasto sistema de baterías admirablemente construidas, las que comúnmente se denominaban los Castillos del Callao. Los bu­ques mercantes, así como los de guerra, dependiendo de la Esmeralda, espaciosa fragata de 40 cañones, y dos corbetas, es­taban amarradas bajo la protección de los cañones del casti­llo, dentro de un semicírculo de 14 lanchas cañoneras y una barrera formada de berlingas encadenadas unas a otras.
Habiendo lord Cochrane previamente reconocido en persona estas formidables defensas, emprendió el 5 de noviembre de 1820 la arrojada empresa de apoderarse de la fra­gata española, aunque era notorio que estaba enteramente preparada para un ataque. Su señoría se adelantó con 14 botes, conteniendo 240 hombres --todos voluntarios de los diferentes buques de la escuadra--, en dos divisiones, la una mandada por el capitán Crosby y la otra, a las órdenes del capitán Guise, ambos oficiales comandantes de la escuadra chilena.
A medianoche, después de haber forzado la entrada por en medio de la cadena del puerto, lord Cochrane, que iba de guía, bogó para el costado de la primera lancha cañonera, y cogiendo al oficial por sorpresa, le propuso, con una pistola a la cabeza, la alternativa de callarse o morir. No encontran­do resistencia, adelantáronse los botes sin ser notados, y lord Cochrane, escalando el costado de la Esmeralda, fue el pri­mero en dar la alarma. El centinela del portalón, asestando su fusil, disparó un tiro; pero en un instante fue derribado por el patrón del bote, y su señoría, aunque herido en un muslo, entró al mismo momento en el puente, acometiendo con no menos intrepidez por el lado opuesto de la fragata el capitán Guise, quien se encontró a medio camino del alcázar con lord Cochrane, y el capitán Crosby, espada en mano, ganó bien pronto la parte posterior del buque. Los españoles fue­ron a replegarse al castillo de proa, en donde hicieron una resistencia desesperada hasta que quedaron dominados por un fresco destacamento de marinos y marineros comandados por lord Cochrane. Volvieron a hacer una valiente resis­tencia sobre el puente principal; pero antes de la una la fra­gata estaba capturada, sus cables cortados, y se la sacaba en triunfo fuera del puerto.
Esta pérdida fue un golpe mortal para las fuerzas na­vales españolas apostadas en aquella parte del globo, pues, aunque había otras dos fragatas españolas y algunos buques menores en el Pacífico, nunca se atrevieron después a mos­trarse, dejando así a lord Cochrane dueño absoluto de la costa.

En la mañana del 16 hubo un espantoso degüello en tierra. La fragata de los Estados Unidos había enviado, como de costumbre, un bote a hacer provisiones al mercado, cuan­do se le puso en la cabeza al populacho que la Esmeralda no hubiera podido ser tomada sin la ayuda de la Macedonia, y arrojándose sobre la tripulación del bote, a todos los degollaron.

Los heridos que tuvo la tripulación de la Esmeralda se enviaron a tierra bajo una bandera parlamentaria, transmitiendo al propio tiempo al virrey un oficio que yo le dirigía pidiéndole el canje de prisioneros. Esta vez accedió cortésmente a la propuesta, y se enviaron todos a tierra, volviéndonos, en cambio, los prisioneros chilenos que habían estado penando tanto tiempo en los calabozos de la fortaleza, y a quienes se mandó al ejército del general San Martín.

Habiendo enviado el parte de nuestra victoria al general San Martín, recibí de él la siguiente carta en reconocimiento de tan brillante acción:

La importancia del servicio que ha hecho V. S. a la Patria con la toma de la fragata de guerra española Esmeralda, y el modo brillante con que V. S. mismo condujo a los bravos de su mando a tan noble empresa en la noche memo­rable del 5, han aumentado los títulos que los servicios an­teriores de V. S. le daban a la consideración del Gobierno, a la gratitud de todos los que se interesen por la causa, y al aprecio que profeso a V.S.
Todos los que participaron de los riesgos y de la gloria de V. S. merecen también la estimación de sus conciudadanos; y ya que tengo la satisfacción de ser el órgano de los sentimientos de admiración que un suceso tan importante ha excitado en los jefes y ejército de mi mando, se me permitirá expresarlos a V. S. para que sean comunicados a los benemé­ritos oficiales, tripulación y tropa de la escuadra, a los cuales se le cumplirán religiosamente las promesas hechas por V. S.
Es muy sensible que a la memoria de un acontecimiento tan heroico se mezclen ideas de pesar, excitadas por el re­cuerdo de la sangre preciosa que se ha vertido; pero espero que muy pronto esté V. S. en disposición de dar nuevos días de gloria a la Patria y a su nombre.
Dios guarde a V. S. muchos años.
A bordo del navío San Martín, en Huacho, a 10 de no­viembre de 1820.
José de San Martín.
Al muy honorable lord Cochrane, vicealmirante y co­mandante en jefe de la escuadra de Chile.

La expresión de San Martín, de cumplir religiosamente las promesas que yo hice es alusión a la oferta que él mismo firmó, y que se había exigido antes de que saliese la escuadra de Valparaíso, de que se daría un año de pago a los hombres.

Con la carta precedente envió el general San Martín otra promesa voluntaria de 50.000 pesos para los aprehensores, los que se pagarían cuando se tomase a Lima. Ninguna de estas promesas fue jamás cumplida, ni nunca se obtuvo el dinero de presas.

El general San Martín escribió lo siguiente al Gobierno de Chile:

Excelentísimo señor:
Tengo el honor de dirigir a V. E. el parte del excelen­tísimo lord Cochrane, vicealmirante de la escuadra, relativo a la heroica captura de la fragata Esmeralda, que fue ataca­da bajo las baterías del Callao.
Me es imposible encomiar en términos apropiados la arrojada empresa del 5 de noviembre, por la que lord Cochra­ne ha establecido la superioridad de nuestras fuerzas navales, ha acrecentado el esplendor y poder de Chile y asegurado el buen éxito de esta campaña.
No dudo que S. E. el supremo director hará la justicia debida al digno jefe, oficiales y demás individuos que han tomado parte en acción tan venturosa.
Dígnese V. E. hacerme el honor de felicitar por mí a S. E. con motivo de tan importante suceso, y muy en particular por la influencia que redundará al objeto que ocupa su solicitud.
José de San Martín.
Cuartel general de Supe, 1º de diciembre de 1820.
Señor don José Ignacio Zenteno, ministro de la Guerra.

Poco después de mi partida para el Perú, la condesa Cochrane emprendió un viaje al través de la cordillera con dirección a Mendoza, estando los senderos, en aquella esta­ción, a menudo cegados por la nieve. Yendo encargada de conducir importantes despachos, caminó con ligereza, llegan­do el 12 de octubre al famoso Puente del Inca, que está a 15.000 pies sobre el nivel del mar. Aquí la nieve había au­mentado a tal extremo que era imposible caminar más ade­lante, viéndose obligada a quedarse en la casucha o casa de refugio construida sobre la nieve para seguridad de los via­jeros; el frío intenso qué se experimentaba en medio de la ausencia de toda comodidad, pues no tenía otra cama mejor que una piel seca de buey, producía un grado de sufrimiento que pocas señoras querrían experimentar.

Al ir prosiguiendo en su mula a orillas de un sendero peligroso que había inmediato, un realista que se introdujo en la compañía sin ser llamado se adelantó en dirección opuesta, queriendo disputarla el camino en un punto donde al menor paso falso hubiese sido precipitada en el abismo que veía a sus pies. Viendo el movimiento uno de sus asis­tentes, un soldado honrado y fiel llamado Pedro Flores, y adivinando las intenciones de aquel hombre, echó a galope hacia él en un momento crítico y le arrimó una violenta bo­fetada, impidiendo así sus sanguinarios designios. Luego que el traidor se vio vigorosamente atacado echó a escape, sin esperar vengarse del golpe recibido. Por esto, sin duda, se evitó otra tentativa contra la vida de mi esposa.