Memorias de Lord Thomas Cochrane/Capítulo 8

Prolongada destitución de la escuadra; Sublévase la gente en masa; Cartas de los marineros; San Martín envía afuera el tesoro público; Me apodero de él; Devuélvese la propiedad particular; Acusaciones de San Martín contra mí; Páganse los salarios a la escuadra; Procúrase corromper la fidelidad de los oficiales; Me invitan a desertar de Chile; Lo rehúso, por lo que me mandan dejar el servicio; Carta de Monteagudo; Mi respuesta; Motivos por que me apoderé del tesoro; No me quedaba otro arbitrio posible.

Antes de ahora tenía yo a bordo de la almiranta la parte de dinero cogida en Anca, que no se había aún gastado; pero como el Gobierno chileno no me enviaba ni fondos ni provisiones, en la confianza de que el Perú atendería a las necesidades de la escuadra, me ví obligado a gastar para nuestra subsistencia la parte no condenada del premio de presas pertenecientes a los marineros, necesidad que, no menos que la falta de paga o recompensa, los irritaba sobremanera, porque, en efecto, se les obligaba a batirse por la República, no sólo sin paga, sino a sus propias expensas. Además de aquel dinero, tenía en mi poder la porción no condenada de otras sumas cogidas en la costa, la que tuve también que gastar, enviando al propio tiempo las cuentas de todo al ministro de Marina en Valparaíso, las que fueron completamente aprobadas por el Gobierno chileno.

La condición de abandono de la escuadra y el descontento consiguiente de las tripulaciones se conocerán mejor por algunos párrafos de las cartas de los oficiales y de los soldados mismos.

El 2 de septiembre, el capitán Délano, comandante del Lautaro, me escribía lo siguiente:

Tanto los oficiales como la gente están disgustados, habiendo estado tanto tiempo de crucero y hallándose ahora sin ninguna clase de viandas o espíritus y sin paga; de modo que ya no pueden mantenerse a sí mismos por más tiempo, aun que lo han sobrellevado todo sin quejarse hasta perecer de hambre.
La tripulación del buque ha rehusado absolutamente hacer el servicio, por lo escaso de las raciones. El último charqui que se les dio estaba podrido y lleno de gusanos. Están enteramente desprovistos de ropa, y persisten en su resolución de no hacer el servicio hasta que no se les suministre carne y espíritus, alegando que ya han cumplido su tiempo, sin obtener más que promesas, a las que se ha faltado tantas veces, que ya no quieren consentir se difiera por más tiempo.
Durante la ausencia de V. E. me tomé la libertad de escribir al Gobierno y hacerle presente sus quejas; pero el ministro de Marina ni aun siquiera me contestó.
La mayor parte han dejado al presente el buque y todos se han marchado a tierra, por lo cual, en las actuales circunstancias, y con el descontento de los oficiales y el resto de la tripulación, no salgo responsable de cualquier accidente que pudiese ocurrir al buque hasta que se allanen estas dificultades, pues los cables están en pésimas condiciones y no se puede uno fiar en ellos, y no tenemos áncoras suficientes para amarrarlo.
Pablo Délano, capitán.

Habiendo el capitán Délano enviado a tierra a su primer teniente para persuadir a la gente se volviese al buque, se le arrestó por orden del Gobierno y se le detuvo en prisión, siendo el objeto del Protector hacer que desertasen todos los hombres, llevando así delante las miras que tenía de apropiarse de la escuadra.

El Galvarino estaba aún en peor condición, por lo que creí conveniente dirigir una carta a la tripulación de este buque, pidiéndole continuase haciendo el servicio hasta que yo pudiese encontrar medios de alivianes; el resultado de esto se verá por la siguiente carta que me escribió el capitán Esmond, comandante del Galvarino:

Galvarino, septiembre 8 de 1821.
Mi lord:
En cumplimiento a las órdenes de V. E. he leído su carta de 6 del corriente a la tripulación del buque, referente a las comunicaciones de V. E. con S. E. el Protector, respecto al pago de atrasos, premios de presas, etc.
Siento tener que informar a V. E. que ellos persisten en sus reclamaciones y están determinados a no salir a la mar.
I. Esmond, capitán.

El 19 los marineros extranjeros de la misma almiranta se amotinaron en masa; en vista de lo cual el capitán de bandera, Crosby, me escribió la siguiente canta:

Mi lord:
Me cabe el mayor sentimiento en tener que informar a V. E. que hallándome preparado esta mañana para salir temprano a la mar, los marineros extranjeros rehusaron levar el ancla, a consecuencia de no habérseles pagado sus atrasos y premios de presa; y con más grande sorpresa mía, muchos de los nativos se vinieron también a popa.
Procuré por medios persuasivos aconsejarles se fuesen sosegados y de buena gana a sus quehaceres; pero sin que esto haya producido efecto alguno. Sabiendo bien que si recurría a medidas coercitivas para hacer ejecutar estas órdenes, las consecuencias podían ser graves, me abstuve de ello, conociendo también que y. E. desea se conduzca todo lo más pacíficamente posible.
Tengo el honor de remitir a V. E. los nombres de los extranjeros que rehúsan salir a la mar, y de incluir también diferentes cartas que oficialmente me dirigió el capitán Cobbett del Valdivia.

I. S. Crosby, capitán.

Para no multiplicar estas cartas de otros comandantes, añadiré dos escritas por todos los marineros ingleses y norteamericanos, sin corregirles los defectos gramaticales de que abundan:

Capitán Crosby:
Señor, Hes la suplica de todos nosotros en la Tripulación del Buque informarle que quereriamos supiese S. E. que a nosotros me prometieron el General San Martin dar una generosidad de 50.000 pesos y el Total Importe de la Fragata española Ismeralda, hes el Solo pensamiento de todos nosotros que si San Martin tuviese algun Onoor no faltara a sus promesas quede bieran aber sido complidas largo áce.
Tripulación del Buque O’Higgins.


Capitán Cobbett:
Es el ruego de todos nosotros A Bordo del buque Valdivia del Estado de Chile El informarle que nosotros estamos descontentos con motivo de nuestra paga y premios de presas, y asimismo las promesas que nos icieron cuando salimos de Valparaiso, es asimismo nuestra Determinación no izar la ancla del Valdivia asta que tengamos todos nuestros salarios y premios de presas, asimismo algunos estan dentro nosotros a Riba de doce meses a Riba de nuestro tiempo por el que nos Embarcamos y asimismo deseamos se no dé nuestra Despedida y se dege a aquellos que quieren Reengancharse Otra vez Pueden Acerlo como lo crean conbeniente pues nosotros tenemos a este por un puerto patriota.
La tripulación a lo largo del buque Valdivia.


Señor Caballero Capitán Crosby:
Nosotros queremos informarle a V. deloque nosan lido abordo de los difrentes buque destado C. alas Ordenes de S. E. Tocante ala Cactura dela Ismeralda...
Señor así era que la importancia del Serbicio obrado por Vuecelencia alos Estados por la Cactura de la Frigata Hespañola Ismeralda, y el agarido modo con que esta entrepresa hiba hestado conducida da bajo su Comando enla memorable noche del quinto de Nobriembe, a argumentado los titlos que sus prebios serbicios dieran a la consideracion del gobierno yalos que hestán interesados en sucausa como a mi presente estima.
Todos aquellos que tomaron del riesgo y gloria desta entrepresa merezce tambien lestima desus Compañeros Dar mas, y lo gozo del plazer deser el Organo de sus Sentimientos Dazmiracion Que tan importante azion a produzido en los ofiziales y ejerzito, Permitame porlotanto esponer tales sus sentimientos a Vuezelencia para que puedan comunicarse a los Ofiziales y Marineros y tropas de lescuadra.
Tocante alpremio porla Frigata Hes desentir quela memoria duna tan eroiqua Entrepresa baya mesclada conla dolorida yidea deque savertido sangre en Consumación, y nosotros esperamos que Vuezelencia y los Balientes Oficiales y Marineros seran capazes dedar nuebos dias de Gloria ala causa de independencia.
Tripulacion del Buque O’Higgins.
N. B. Nisi quiera Un Solo Sentimiento an llenado.

Esta carta, aunque algún tanto incomprensible, era un memorial obsequioso de despedida que me dirigían antes de desertar de la almiranta, y si esto hubiese llegado a verificarse, no había la menor duda de que las tripulaciones de todos los buques de la Escuadra habrían seguido su ejemplo; de manera que el Protector habría conseguido sus fines a despecho de mis esfuerzos para conservar a los hombres fieles a la bandera bajo la cual se obligaran a servir.

Afortunadamente para Chile y para mí aconteció una ocurrencia que alejó el mal y que tuvo precisamente su origen en los mismos medios que el Protector había maquinado para adelantar sus miras personales.

La ocurrencia a que me refiero fue el haber embarcado el Protector grandes cantidades de dinero en su yate Sacramento, del que se había sacado el lastre para estibar la plata, y también en un buque mercante que había en el puerto, con exclusión de la fragata Lautaro, que estaba entonces allí fondeada. Este dinero se había enviado a Ancón bajo el pretexto de ponerlo a salvo de cualquier ataque por parte de las fuerzas españolas, pero con ánimo quizá de apropiarlo para las miras ulteriores del Protector.

De este modo tuvo la Escuadra una demostración palpable de que sus atrasos podían ser pagados; pero oficiales y hombres rehusaron continuar por más tiempo en un servicio que no les había acarreado más que prolongados sufrimientos.

Mi modo de ver coincidía con el suyo y estaba determinado a que no se matase de hambre por más tiempo a la Escuadra ni se la defraudase de lo que le pertenecía. Por lo tanto, me di a la vela para Ancón, y en persona me apoderé del tesoro delante de testigos; respetando todo cuanto se decía pertenecer a individuos particulares, y también todo lo que contenía el yate Sacramento, perteneciente al Protector, considerándolo como su propiedad privada, sin embargo de que no podía haber procedido sino de pillaje hecho a los limeños. Independientemente de este yate cargado de plata, había también a bordo siete zurrones llenos de oro no acuñado, traído a su cuenta por su comisionado Paroissien; de manera que, después de las riquezas sustraídas de Lima que se suponían haber sido anteriormente depositadas para mayor seguridad en los fuertes del Callao, y que luego se llevó Canterac, puede imaginarse cuál sería el estado de los infortunados limeños, en vista de las sumas adicionales de que subsiguientemente se les despojó.

Inmediatamente hice saber que todos los particulares que poseyesen los documentos respectivos recibirían su propiedad al reclamarla, y de este modo se entregaron sumas considerables al doctor Unanue, a don Juan Agüero, don Manuel Silva, don Manuel Primo, don Francisco Ramírez y a otros varios, a pesar de que tenían conexión con el Gobierno. Además de esto, entregué 40.000 pesos al comisario del Ejército que los reclamó; por manera que, después de haber devuelto todo el dinero, por el que se produjeron testimoniales, quedaron 285.000 pesos, los que se aplicaron subsiguientemente al pago de un año de atrasos a cada individuo de la Escuadra; pero confiando en la justicia del Gobierno chileno, no tomé ninguna parte para mí, reservando lo poco sobrante que quedaba para las más urgentes necesidades y el equipo de la Escuadra.

De todo el dinero cogido se mandaron relaciones al ministro de Marina en Valparaíso, así como certificados del modo que se gastó, y a su debido tiempo, recibí la aprobación del Gobierno chileno por todo lo que se había hecho.

El general San Martín me suplicó, en los términos más encarecidos, restaurase el tesoro, prometiendo el fiel cumplimiento de sus anteriores obligaciones. Cartas y más cartas se me dirigían, rogándome salvase el crédito del Gobierno, y pretendiendo que el dinero cogido era todo lo que aquél poseía para subvenir a los gastos diarios más indispensables. A esto repliqué que si hubiese yo sabido que el tesoro dejado intacto en el Sacramento pertenecía al Gobierno, y no al Protector, lo habría también cogido y retenido hasta que se hubiese liquidado lo que se debía a la Escuadra. Encontrando que todo argumento era inútil y que no se hacía ningún caso de sus amenazas, el Protector, para salvar el crédito del Gobierno, dirigió una proclama a la Escuadra, confirmando la distribución que se la estaba haciendo por orden mía, y escribiéndome al propio tiempo, que yo “podía emplear el dinero del modo que me pareciera”.

Más tarde San Martín me acusó al Gobierno chileno de haber confiscado todo el tesoro, incluso el que se hallaba en su yate, que, por un bajo cálculo, debía valer varios millones de pesos, los que se dejaron todos intactos. También afirmó me había yo quedado con todo cuanto pertenecía a los particulares, aunque se había entregado hasta el último real reclamado, como era bien notorio a cada uno de los interesados, y él sabía también que no me había quedado con un solo cuarto para mi provecho. A pesar de eso aseveró que me había guardado el todo, y por esto la Escuadra estaba amotinada, y los marineros abandonaban sus buques para ir a ofrecer sus servicios al Gobierno del Perú, siendo lo cierto que a aquéllos que fueron a tierra a gastar su paga, como acostumbraban los marineros, se les impidió el volver a bordo, poniendo preso a un teniente de mi almiranta, porque procuraba reunirlos otra vez.

La primera noticia que tuve de este ultraje me la comunicó el mismo oficial en la siguiente carta fechada desde su prisión:

Mi lord:
Mientras ponía en ejecución las órdenes de y. E. trayendo la gente al O’Higgins, el capitán Guise me envió su teniente a decirme que no me era permitido embarcar ni un hombre más. Mi respuesta fue que hasta que recibiese órdenes de V. E. en contrario, no me era posible pensar en desistir. Fui en seguida a manifestar mis órdenes al capitán Guise, quien me respondió que el gobernador había prohibido que yo lo hiciera; me dijo igualmente que varios oficiales habían hablado mal del Gobierno, aludiendo, por ejemplo, al capitán Cobbet y otros. En seguida me preguntó si yo pensaba que el robo que V. E. había hecho del dinero en Ancón era justo, y si creía que el Gobierno tenía o no ánimo de cumplir sus promesas y de pagarnos. Mi respuesta fue que, a mi modo de ver, V. E. había obrado con razón, y que mi opinión era que el Gobierno nunca había tenido intención de pagarnos. En vista de esto mandó ponerme arrestado.
Mi lord: al presente me encuentro prisionero en Casasmatas, habiéndoseme dicho que el Gobierno escribiría a V. E. sobre este asunto. No dudo, mi lord, que los hombres se volverán, y muchos me prometieron hacerlo mañana por la mañana. En la esperanza de que y. E. investigará las circunstancias, soy etc.
J. Painto.

Al recibo de ésta pedí inmediatamente su libertad, a lo que se accedió.

Antes de distribuir el dinero a la Escuadra tomé la precaución de pedir se mandase un comisario del Gobierno a bordo para que presenciase el pago de las tripulaciones. Como no se accediese a esto, volví de nuevo a pedirlo, pero sin resultado; la razón de no asentir a mi ruego, como después se supo, fue el esperar pondría yo el dinero en sus manos en tierra, para que así se hubiesen apoderado de él, sin pagar ni a los oficiales ni a la gente. Esto, empero, se había previsto, habiendo informado al Gobierno que “el dinero estaba a bordo pronto para ser distribuido, en tanto que la gente se hallaba también a bordo dispuesta a recibirlo; por lo tanto, no había necesidad de conducirlo a tierra”. En seguida hicieron el reparto mis propios oficiales.

Incómodo el Protector sobremanera de que yo hubiese dado un paso semejante para restablecer el orden en la Escuadra, haciendo justicia a los oficiales y tripulación, creyó vengarse el 26 de septiembre, precisamente el día en que me había dicho por carta “hiciese del dinero lo que me agradase”, enviando a bordo de los buques de la Escuadra a sus dos ayudantes de campo, el coronel Paroissien y el capitán Spry, para distribuir carteles, en los que se expresaba que “la escuadra de Chile estaba bajo el mando del Protector del Perú, y no bajo el del almirante, quien era de inferior graduación en el servicio; y que, por lo tanto, era del deber de los capitanes y comandantes obedecer a las órdenes del Protector y no a las mías”. Uno de estos papeles me fue al punto entregado por el excelente y honradísimo oficial Simpson, capitán del Araucano (hoy almirante al servicio de Chile), a la tripulación de cuyo buque se había distribuido. Estos emisarios ofrecían, a nombre del Protector, grados, promesas de honores, títulos y haciendas a todo oficial que aceptase servir bajo el Gobierno del Perú.

Los enviados del Protector fueron del Araucano al Valdivia, en donde se repartieron iguales papeles entre la tripulación, y tuvieron la osadía de insinuar al capitán Cobbett, sobrino del célebre Guillermo Cobbett, que un oficial por su propio interés debía dar la preferencia al servicio de un rico Estado como el Perú, en lugar de adherirse a Chile, que pronto decaería por su comparativa poca importancia; además, que siendo indisputable la autoridad del Protector sobre las fuerzas chilenas, era del deber de los oficiales el obedecer a las órdenes de aquél como general en jefe. El capitán Cobbett, que era un fiel y excelente oficial, preguntó atrevidamente a Spry si por desobedecer al almirante se le pasase por un consejo de guerra, ¿podría la autoridad del Protector absolverle? Esto terminó la controversia; pues, hallándose a la sazón bajo sentencia de consejo de guerra, la pregunta era demasiado amarga para que fuera agradable, sobre todo no estando seguro de que Cobbett le apresara como a desertor.

Desgraciadamente para los emisarios, mi capitán de bandera, Crosby, había ido a visitar al capitán Cobbett, y al saber el mensaje que aquéllos llevaban se adelantó hacia la almiranta a llevarme la nueva. Observando aquéllos este movimiento, al instante le siguieron, juzgando que era más prudente hacerme una Visita que correr el riesgo de que se les obligara a hacérmela. A la una de la madrugada su bote atracó al costado de la almiranta, y Paroissien solicitó una entrevista, quedándose Spry en el bote, porque tenía sus razones para no querer llamar mi atención. Paroissien se dirigió entonces a mí haciéndome las más ostentosas promesas, asegurándome’ que el Protector deseaba, sin embargo de todo lo que había ocurrido, conferirme los más altos honores y recompensas, entre otros, la condecoración de la recién creada orden del Sol, y añadiendo cuánto mejor sería para mí ser el primer almirante de un rico país como el Perú, que vicealmirante de una pobre provincia como Chile. Me aseguró, como uno de los comisionados de los bienes confiscados, que era la intención del Protector hacerme el regalo de una riquísima hacienda, y que sentía que la actual funesta contienda fuese un obstáculo a las intenciones que aquél tenía de conferirme el mando de la Marina, del Perú.

Apercibiéndome de la inquietud nerviosa que experimentaba al llevar sus negociaciones adelante, le recordé que la Marina peruana sólo existía en su imaginación, que no tenía la menor duda de que me deseaba prosperidades; pero que tal vez sería más agradable acompañarme a destapar una botella de vino, que el reiterarme sus pesares y, lamentaciones. Después de haber tomado una copa se fue a su bote y se largó, contento sin duda de haber escapado tan bien, pero no por que se me hubiese ocultado la perfidia cometida de recorrer en la oscuridad los buques de la Escuadra para perturbar el ánimo de los oficiales y tripulación.

Este y otros esfuerzos, sin embargo, no salieron sino demasiado bien, pues 23 oficiales abandonaron el servicio chileno, en unión con todos los marineros extranjeros que se habían ido a tierra a gastar su paga, y que luego detuvieron por fuerza o por la engañifa de promesas de un año de paga; de manera que la Escuadra quedó a medio tripular.

Hallándose otra vez la fortaleza, a causa de la vigilancia de la Escuadra, a punto de rendirse por hambre, a pesar de los socorros que tan felizmente introdujera el general Canterac, recibí una orden para que inmediatamente dejara el Callao y me dirigiera a Chile, aunque el Gobierno peruano creía que, en vista de haber abandonado a la Escuadra los oficiales y marineros extranjeros, era imposible pudiese cumplir con aquella orden.

He aquí la carta en que Monteagudo me comunicaba las órdenes del Protector:

Lima, septiembre 26 de 1821.
Milord:
La nota de V. E., fecha ayer, en que expone los motivos que ha tenido para declinar del cumplimiento de las órdenes positivas del Excmo. señor Protector del Perú, sobre la devolución momentánea del dinero que tomó V. E. en Ancón, a la fuerza, junto con otras propiedades del Estado y particulares, ha frustrado enteramente la esperanza que había concebido el Gobierno de una terminación feliz del más desagradable de todos los sucesos que han ocurrido en la campaña. Para contestar detalladamente a V. E., sería preciso entrar en una difícil investigación de hechos que se han desfigurado y que no pueden rectificarse sino exhibiendo todas las comunicaciones oficiales que han pasado sobre el particular, y los documentos que prueban el interés con que se han atendido las necesidades de la Escuadra.
(Siguen reiteraciones de promesas, buena intención por parte del Protector, con las que el lector ya está familiarizado).
Esto ha sido ciertamente un golpe mortal para el Estado en sus actuales apuros, y de más trascendencia que cuantos podía recibir de una mano enemiga; pero nos queda el mismo fondo de que hasta aquí hemos vivido, que es la moderación y el sufrimiento de los valientes que todo lo sacrifican a la esperanza de la gloria.
Salga V. E. inmediatamente para los puertos de Chile con la Escuadra de su mando, devolviendo antes el dinero de particulares que ha tomado, que no hay aún la sombra de un pretexto para detenerlos.
Al comunicarle a V. E. esta resolución debo expresarle el sentimiento con que la ha adoptado el Gobierno, puesto va en la alternativa de autorizar él mismo su última degradación, o de separarse de un jefe a quien le han unido vínculos de amistad y consideración, de que ha dado pruebas muy señaladas a V. E. desde el mes de agosto del año 20.
Por conclusión, V. E. permitirá hacer una observación, que su propia dignidad y la del Gobierno reclaman altamente; hablo del estilo habitual del secretario de y. E., que sin vocación para el destino que ocupa, manifiesta bien que no conoce el idioma, que no tiene nociones de delicadeza y que su alma no ha sido formada para concebir ideas correctas, ni expresarlas con decencia.
Monteagudo.
A S. E. el muy honorable lord Cochrane, vicealmirante de la Escuadra.


El tono quejumbroso de esta carta acerca de los valientes que sacrificaron “todo” es digno del escritor. Mientras yo había dejado intactas cantidades mucho mayores que la confiscada, y que el Ejército, según lo confesaba el Gobierno del Protector, recibía dos tercios de su paga, a la Escuadra se la dejaba morir de hambre. El 28 respondí al ministro como sigue:

Muy señor mío:
Me hubiera inquietado si la carta que usted me dirigió encerrase las órdenes del Protector de salir de los puertos del Perú, sin dar para ello razón, y me habría afligido si estos motivos se fundasen en justicia o en hechos; pero hallando que esa orden está cimentada en la infundada imputación de haberme rehusado a hacer lo que no me era posible ejecutar, me consuelo de que el Protector se satisfará por último de que no soy digno de censura. En todo caso, me cabe la satisfacción de tener mi conciencia limpia de falta, y de regocijarme con la consoladora convicción de que, por más que los sicofantes tuerzan los hechos, los hombres que ven las cosas bajo sus verdaderos colores me harán la justicia debida.
Se dirige usted a mí como si yo necesitase convencerme de sus buenas intenciones. No, señor; los marineros son los que han menester de convencerse, pues son ellos los que no creen en promesas tantas veces quebrantadas. Son hombres de pocas palabras y de buenos hechos, y dicen que "su trabajo les hace acreedores a salario y comida, y que no trabajarán más si no se les paga y mantiene", por descortés que este lenguaje sea y nada a propósito para los oídos de hombres de alto copete. Por otra parte, están exasperados de que no se les haya dado paga alguna, mientras que sus compañeros del Ejército han recibido dos tercios de sus salarios; estaban muriéndose de hambre, o viviendo solamente de charqui corrompido, ínterin que las tropas recibían buenas raciones de carne fresca; no se les pasaba aguardiente, en tanto que el Ejército tenía dinero para procurarse esa bebida favorita y todo cuanto deseaba. Tales son, señor mío, las toscas razones sobre que funda un marinero inglés su modo de sentir. El espera un equivalente por su contrata, que fielmente cumple por su parte; pero cuando se le atropellan sus derechos, es tan borrascoso como el elemento sobre qué vive. Es, pues, inútil tratar de convencerme a mí; a ellos es a quienes debe usted convencer.
¿En qué comunicación he insistido yo, señor, sobre el pago de 200.000 pesos? Es verdad que le envié la relación de lo que se debía; pero le decía en mi carta que eran los marineros amotinados quienes pedían aquel desembolso, y que yo estaba haciendo cuanto podía, aunque en vano, para contener su violencia y aquietar sus temores. Me dice usted en su carta que era imposible pagar a las clamorosas tripulaciones. ¿Cómo, pues, que ahora están pagadas de aquel mismo dinero que tenía usted a su disposición, habiendo yo dejado intacta una cantidad diez veces mayor? Al advertirle que uno no podía burlarse de ellos por más tiempo, me fundaba en la larga experiencia que tengo de su carácter e inclinaciones; y los hechos han probado, y tal vez prueban aún mucho más, la verdad de lo que le dije.
¿Por qué, señor, se sirve de la palabra inmediatamente en la orden que me manda salir de estos puertos? ¿No hubiera sido mucho más decoroso el ser menos perentorio, sabiendo, como usted lo sabe, que el haber retardado el pago dejó a los buques sin brazos, que el total desdén con que se recibieron todas mis demandas puso en desamparo a la Escuadra, y que personas en nombre del Gobierno peruano invitaban a la gente a desertar? Siendo esto así, ¿por qué llevar las cosas hasta la última extremidad?
Le agradezco la aprobación que usted hace de mis servicios desde el 20 de agosto de 1820, y le aseguro que mi celo por los intereses del Protector de ningún modo se ha amenguado hasta el 5 de agosto, día en que llegué a saber la instalación de S. E., y cuando, en presencia de usted, expresó sentimientos que me hicieron estremecer de horror, y que ninguno de sus subsiguientes actos o protestaciones de buena intención pudieron nunca mitigar. ¿No ha dicho, y hasta no le ha oído usted decir, que jamás pagaría la deuda de Chile, ni lo que se debía a la Marina, a menos que aquél no vendiese la Escuadra al Perú? ¿Qué hubiese usted pensado de mí como un oficial que juró fidelidad al Estado de Chile si hubiese escuchado tal lenguaje, ese frío y calculador silencio, pesando mi decisión en la balanza de mis personales intereses? No, señor; la promesa de San Martín de que "mi suerte sería igual a la suya propia" no me desviará del sendero del honor.
Su obediente y humilde servidor,
Cochrane.

Después del transcurso de cerca de cuarenta años de atenta consideración no puedo reprocharme de haber hecho mal en apoderarme del dinero del Gobierno protectorio. El general San Martín y yo fuimos encargados, cada uno en su respectivo ramo, de libertar al Perú de España, y de dar a los peruanos las mismas instituciones libres de que Chile gozaba. La primera parte de nuestro objeto se había efectuado completamente por la vigilancia y los hechos memorables de la Escuadra; la segunda parte se había frustrado por arrogar se el general San Martín el poder despótico, teniendo así en nada los deseos y la voz del pueblo.

Como "mi fortuna en común con la suya"; dependía solamente del consentimiento que yo prestara al daño que él había hecho a Chile faltando a la fidelidad que le debía, y en apoyarle en el daño aún mayor que estaba causando al Perú, no creí deber sacrificar mi propia estimación y el carácter de mi profesión prestándome como instrumento a tan viles maquinaciones. Hice cuanto estuvo de mi parte para advertir al general San Martín de las consecuencias de una ambición tan mal dirigida; pero mis advertencias fueron desatendidas, cuando no despreciadas. Chile confiaba en que él costearía los gastos de la Escuadra cuando sus objetos, según los había definido el supremo director, se hubiesen realizado; pero en vez de cumplir con este deber consintió que la Escuadra pereciese de hambre, que sus tripulaciones anduviesen cubiertas de andrajos y que los buques estuviesen en continuo riesgo por falta del necesario equipo que en Chile no pudo dárseles cuando salieron de Valparaíso. El pretexto de este abandono era la escasez de recursos, sin embargo de que en aquel mismo tiempo una enorme cantidad de dinero se enviaba de la capital a Ancón. Viendo que no había intención por parte del Gobierno del Protector de hacer justicia a la Escuadra chilena, mientras que se hacían todo género de esfuerzos para excitar el descontento entre los oficiales y los hombres, con el objeto de atraerlos al Perú, me apoderé del tesoro público, satisfice a la gente, y conservé la Marina a la República de Chile, la cual me dio después las más expresivas gracias por todo lo que había hecho. A pesar de la difamación con que el Gobierno protectoral quiso mancillarme, no había nada de malo en la conducta que observé, aunque no fuese más que por la razón de que si tenía que conservar la Escuadra de Chile, me era imposible haber obrado de otro modo. Años de reflexión sólo me han producido la convicción de que, si me hallase colocado en semejantes circunstancias, adoptaría precisamente la misma línea de conducta.