Memorias de Lord Thomas Cochrane/Capítulo 3

Partida para Chiloé; Preparativos del enemigo; Toma del fuerte Corona; Revés ante el fuerte de Aguy y subsiguiente retirada; Vuelta a Valdivia; Captura de Osorno; Regreso a Valparaíso; Desazón del Ministerio; Importancia de la conquista de Valdivia bajo el punto de vista político; Promoción de oficiales bajo arresto; Indios empleados por los españoles; Carrera de Benavides; Espíritu sedicioso de los marineros a consecuencia de haberse apropiado el gobierno de sus capturas; Hago renuncia de mi empleo; No se acepta; Bríndaseme de nuevo una hacienda; La rehúso otra vez; Obtienen su paga los marineros; Adquisición privada de una propiedad; Me significa el gobierno querer apropiársela; Nombramiento de un capitán de bandera contra mi consentimiento; Molestias que me causa el Ministro de Marina; Vuelvo a hacer renuncia del mando; Los oficiales de la escuadra renuncian en masa; Suplícame el gobierno retenga el mando; Mi consentimiento; El General San Martín; El Senado; Zenteno; Corrupción de los partidos en la administración.

Habiendo tomado disposiciones para la seguridad de la población y provincia de Valdivia, estableciendo un gobierno provisional y dejando al mayor Beauchef a la cabeza de sus propias tropas, para mantener el orden, me hice a la vela el 16 de febrero con la goleta Moctezuma y la capturada Dolo­res, con dirección a la isla de Chiloé, llevando en mi compañía 200 hombres al mando del mayor Miller, siendo mi ob­jeto arrancar a Chiloé del dominio español, como lo había ejecutado con Valdivia. Desgraciadamente, no podían sernos de utilidad alguna los servicios del O’Higgins, no habiendo medio de hacerle útil para la mar sin recurrir a reparaciones pesadas, para las que no había tiempo, puesto que nuestro buen éxito dependía en acometer a Chiloé antes que el go­bernador tuviese tiempo de prepararse a la defensa. No es­tando armados en guerra ninguno de nuestros dos buques, había puesto toda mi confianza en el mayor Miller y nuestro puñado de gente para acometer contra 1.000 soldados regu­lares, además de una numerosa milicia; mas, como se me hu­biese informado que la guarnición estaba en estado de motín, calculé que se podría tal vez, con prudente cautela, inducirla a unirse a la causa patriota.

Había, por desgracia, llegado a conocerse nuestro desig­nio, y el gobernador español Quintanilla, oficial muy pru­dente, había logrado apaciguarlos. Cuando llegamos el 17 a echar anda en Huechucucuy nos encontramos con un cuerpo de infantería y caballería con una pieza de campaña, dispues­to a disputarnos el desembarque; pero habiéndose llamado la atención con un ataque simulado en otro punto lejano, divi­dió por esto sus fuerzas; viendo esto el mayor Miller, saltó al punto a tierra, poniéndole en derrota y cogiéndole su pieza de campaña.

Habiendo resuelto hacer un ataque de noche, pusiéronse en movimiento las tropas en número de 160 hombres, bajo la dirección de un guía que voluntaria o traidoramente los ex­travió, haciéndoles andar toda la noche en la oscuridad. Al amanecer pudieron llegar al fuerte Corona, que fue tomado con otra batería destacada, sin pérdida alguna de nuestra parte. Después de un pequeño alto para descansar la gente, el mayor Miller, con gran valor, pero demasiada precipita­ción, se adelantó hacia el fuerte Agüy, en plena luz del día; este fuerte, que era la ciudadela del enemigo, tenía doce pie­zas montadas y otras que flanqueaban el solo camino accesi­ble que había para ganar la entrada, componiéndose su guar­nición de tres compañías de línea y dos de milicia, con igual proporción de artilleros. Estaba construido sobre un cerro que la mar bañaba de un lado, y lo flanqueaba del otro un bosque impenetrable, teniendo por sola entrada un estrecho sendero, en tanto que el medio de retirada que tenía la guar­nición era este mismo sendero; de manera que el ataque se convertía para ésta en una cuestión de vida o muerte, pues que en caso de retirada, no había medio de efectuarla como en Valdivia.

A pesar de la superioridad del enemigo y del espectáculo que presentaban dos fanáticos frailes que, con la lanza en una mano y el crucifijo en la otra, iban y venían sobre las murallas, exhortando a la guarnición a resistir hasta la muer­te a aquel puñado de agresores, el valor indomable de Miller no le dejó permanecer hasta la noche en los fuertes que ya había tomado, pues entonces hubiera tenido comparativamen­te menos riesgo atacando en la oscuridad. Escogiendo de entre su pequeña banda 60 hombres para el primer asalto, expuso su propia vida (de la que tanto dependía el buen éxito de la empresa), guiándoles en persona; hallábase con­centrada la puntería de todos los cañones y fusiles del ene­migo sobre cierto ángulo del camino por donde tenían nece­sariamente que pasar, y tan pronto como llegó el destaca­mento a aquel punto una lluvia de metralla y balas de fusil dio en tierra con todos, matando en el instante a 20 de los 60, mientras que los restantes quedaron casi todos mortalmente heridos. Viendo caer a su intrépido comandante, los marinos que quedaban de reserva para seguirle se lanzaron en medio del fuego y le recogieron con un muslo pasado de un metrallazo y los huesos del pie derecho magullados por una bala rasa. De otro ímpetu, la fuerza que había quedado retiró a todos los heridos, no sin añadir considerablemente su número. Después de esto, el capitán Erézcano, que le sucedió en el mando, mandó tocar retirada; los españoles, animados por su buen éxito e incitados por los frailes, les iban persi­guiendo a tiro de fusil, acometiéndoles por tres puntos dife­rentes, en cada uno de los cuales fueron rechazados, bien que a causa de los muertos y heridos que habían tenido los pa­triotas, sus perseguidores eran seis veces mayores en número. A pesar de todo, la mitad de la disminuida banda mantuvo al enemigo a distancia, mientras que la otra mitad clavaba los cañones, rompía las cureñas y destruía las provisiones de guerra que se habían encontrado en los fuertes capturados aquella mañana, emprendiendo en seguida su marcha para la costa, seguidos, como antes, por los españoles.

Los marinos que con leal afecto recogieron al mayor Miller habían tenido cuidado de protegerle del fuego, bien que dos de los tres que le llevaban hubiesen caído heridos en el acto, y cuando al llegar a la costa les invitaba a que en­trasen con él en el bote, uno de ellos, un esforzado mozo llamado Rojas, cuya distinguida valentía había yo altamente en­comiado en mis despachos desde Valdivia, se excusó dicien­do: “No, señor, mi comandante; yo fui el primero en saltar a tierra y hago ánimo de ser el último en entrar a bordo”.

Así lo hizo, pues al ver a su comandante en salvo se dio prisa en ir a reunirse a la pequeña banda, que había quedado casi hecha pedazos, tomando parte en la retirada y siendo el úl­timo en embarcarse. Tales eran ‘os chilenos, de quienes la mezquina emulación del ministro de Marina, Zenteno, rehusó suministrarme 1.000 hombres para mis operaciones en el Callao, que pudieran haber sido conducidas con facilidad, pues­to que Valdivia había sido tomada con menos de la tercera parte de este número.

Estando ahora nuestra fuerza muy disminuida, y conven­cido de que los fanáticos de Chiloé eran adictos a la causa de España, no me quedaba más recurso que volverme a Val­divia, donde encontré la noticia de que los españoles disper­sos en las inmediaciones andaban cometiendo fechorías; des­paché al mayor Beauchef con 100 hombres a Osorno para que se apoderase de esta villa, habiendo sido recibido con demos­traciones de grande alegría, aun por los mismos indios, de quienes me escribió lo siguiente: “He abrazado a más de cien caciques con sus comitivas. Todos me han ofrecido sus ser­vicios para batirse por la causa patriótica; pero como las cir­cunstancias no exigen esto, les invité se volviesen a sus tierras, prometiéndome estarían prontos para cuando el país requiriese sus servicios”. Habiéndose expulsado de Osorno a los españoles, la bandera chilena fue enarbolada el 26 de Febrero, en el castillo, por el mayor Beauchef, quien se vol­vió en seguida a Valdivia.

Como ya nada requería mi presencia en aquel punto, dejé el O’Higgins a las órdenes de mi secretario, el señor Bennet, para que cuidase de sus reparaciones, y me embarqué en el Moctezuma, con dirección a Valparaíso, llevando conmigo a cinco oficiales españoles que habían sido hecho prisioneros, entre los cuales se hallaba el coronel D. Fausto del Hoyo, co­mandante del batallón Cantabria.

Después de mi partida, engreídos los españoles por el su­ceso de Chiloé, combinaron con los expulsados de Valdivia dar un ataque para recobrar sus posesiones perdidas; pero sa­biendo con tiempo sus intenciones el mayor Beauchef, les sa­lió al encuentro. Habiéndose reunido un número de volun­tarios a las fuerzas patriotas, encontró aquel jefe, el 6 de Marzo, a los enemigos junto al río Toro, y acometiéndoles de repente, como a cosa de una hora, los oficiales españoles mon­taron en sus caballos y echaron a correr en masa, abandonando los hombres a su suerte. Cerca de 300 de éstos se rindieron inmediatamente, y, habiéndoles recogido todas sus armas y bagajes, el mayor Beauchef se volvió en triunfo a Valdivia.

El 27 de Febrero llegué a Valparaíso en el Moctezuma, en medio de las más vivas demostraciones de entusiasmo por parte del pueblo y calurosas expresiones de gratitud del su­premo director. Pero la recepción que me hicieron sus mi­nistros fue enteramente distinta. Zenteno, a cuyas órdenes había yo faltado, dijo que la conquista de Valdivia “¡era el acto de un loco!; que merecía haber perdido la vida en el atentado, y que aun ahora debía perder mi cabeza por atreverme a acometer semejante plaza sin instrucciones y haber expuesto las tropas patriotas a semejante riesgo”, poniendo luego en planta todo género de intrigas para deprimir los ser­vicios prestados; de manera que me ví expuesto a las mayo­res provocaciones y molestias posibles, sin que se notase el más ligero indicio de reconocimiento nacional o recompensa hacia mí, mis oficiales y demás gente.

El enojo de Zenteno y las violentas cóleras de sus se­cuaces se habían acrecentado en vista de las congratulaciones que llovían de todas partes sobre el supremo director y sobre mí, declarando el pueblo, en oposición a las aserciones de Zenteno, que el haber obrado yo así, no era por un sentimiento de vanidad personal, sino por estar convencido de que ello redundaría utilidad a la nación, y que al consumar aquel hecho glorioso habían los chilenos desplegado un valor tal que demostraba tenían en sus oficiales la mayor confianza, y que, por lo tanto, poseían el coraje físico y moral nece­sario para emprender mayores empresas.

A pesar del envidioso descontento de Zenteno no pudo el Gobierno por menos de conceder, por deferencia a la voz popular, una medalla a las tropas, mencionándose en el de­creto que “la toma de Valdivia era el dichoso resultado de un plan admirablemente concertado y ejecutado con la mayor intrepidez y decisión”. El decreto me concedía, además, una hacienda de 4.000 cuadras sobre las tierras confiscadas en Concepción, la cual rehusé por no haber decretado la Legis­latura un voto de gracias; este lo obtuve como indemniza­ción que se me debía por haberme excedido en mis instruc­ciones, lo que se hacía más indispensable después de las ex­presiones malévolas que había vertido contra mí Zenteno por haber faltado a sus órdenes.

En la situación en que Chile se hallaba entonces es im­posible encarecer demasiado la importancia de esta adquisi­ción: la captura de un soberbio puerto, protegido por quince fuertes, y los almacenes, con su inmensa cantidad de pertre­chos de guerra, todo esto era secundario respecto de las ven­tajas políticas que había obtenido la República.

La anexión de esta provincia granjeó de un golpe a Chi­le completa independencia, alejando la presumida necesidad que habría de preparar una fuerte expedición militar para el logro de aquel objeto, esencialmente vital a su propia exis­tencia como Estado independiente; porque mientras perma­neciese Valdivia en poder de los españoles, estaba Chile, en sus momentos de poca cautela o desunión, en continuo pe­ligro de perder las libertades, que hasta entonces sólo había adquirido parcialmente.

Los recursos de la provincia de Valdivia, juntamente con los de Concepción, habían sido los elementos con que mantuvieron los españoles su dominio sobre el territorio chi­leno. Y no solamente se les había privado de esos recursos, ahora añadidos a los de Chile, sino que también se efectuó una grande economía con exonerar a la República de la ne­cesidad de mantener una fuerza militar en las provincias del Sur para tener a raya a los españoles, lo mismo que a los indios, a quienes en los momentos que se conquistaba a Val­divia se les dejaba ir sueltos en todas direcciones contra los patriotas chilenos.

Echando a un lado, empero, el haber alejado aquellas contingencias y el haber completamente establecido la inde­pendencia, el dinero sólo que representaba esta conquista era, para un Gobierno de tan limitados recursos, de la ma­yor importancia, pues- le eximía de la necesidad de consagrar a operaciones militares desembolsos que jueces competentes computaban en un millón de pesos, para llevar únicamente a cabo la ejecución de un objeto que yo, sin gasto adicional alguno, había realizado con un solo buque, el cual había tenido que dejar abandonado a causa del mal estado en que se hallaba.

Pero las ventajas de la conquista no concluyeron aquí. Si no fuese por esta captura, los españoles, con la ayuda de los indios, hubieran encontrado fácil mantener su poder por largo tiempo en semejante país, a despecho de cualquier fuerza militar que Chile tuviese en estado de oponerles; de modo que no se habría podido prestar cooperación alguna al pue­blo del Perú, pues la más vulgar prudencia les hubiera aleja­do de entrar en proyectos revolucionarios mientras los espa­ñoles estuviesen en posesión de cualquier punto del territo­rio chileno; por otra parte, la necesidad de defenderse asi­mismo durante una prolongada guerra civil hubiera impedi­do el que Chile prestase su ayuda a la emancipación del Perú, teniendo que formar una base permanente de operacio­nes para que los españoles no nos molestasen ni recobrasen las provincias de Chile.

Hubo también otra ventaja, la de haber logrado contra­tar en Inglaterra un empréstito de un millón de libras ester­linas, lo que se consiguió en vista únicamente de todo lo que ya se había ganado, habiendo salido frustradas antes cuantas tentativas se habían practicado para conseguirlo, porque los españoles estaban en posesión del puerto y fortalezas más im­portantes del país, y esos puntos podían servirles de base en lo sucesivo para organizar medios de recuperar las sublevadas provincias.

A pesar de estas ventajas no se me dio a mí ni a los ofi­ciales y marineros un solo cuarto por vía de recompensa por este o cualesquiera de los anteriores servicios, y, sin embar­go, el Gobierno se había apropiado el producto de la venta de la Dolores, de su cargamento, y aun menos se tomó en cuenta el valor de los cañones y de la cantidad enorme de municiones encontradas en los fuertes de Valdivia. Los hom­bres que habían consumado esta acción heroica andaban ma­terialmente cubiertos de andrajos y escasos de todo, sin que el ramo de la Marina hiciese el más ligero esfuerzo para dis­minuir sus padecimientos, pues hasta este extremo había lle­gado la mísera condición a que se veían reducidos.

En lugar de recompensa se estimulaba por mil modos a los oficiales a que desobedeciesen mis órdenes. A dos de éstos los había sentenciado a ser castigados por crimen de asesinato deliberado. El abanderado Vidal hizo prisioneros en el Fuer­te Inglés a dos oficiales españoles; éstos, bajo la palabra que les había dado aquel valiente joven de salvarles la vida, rin­dieron sus espadas; pero llegando en el acto el capitán Eréz­cano, los pasó a cuchillo. Fue aún peor este otro caso: el abanderado Latapiat, que había quedado al mando del castillo del Corral, mandó fusilar dos de sus prisioneros después de mi partida para Chiloé; igual suerte habría cabido a otros cuatro oficiales si mi secretario, el señor Bennet, no los hubiera re­cogido a bordo del O’Higgins. Por eso mandé poner arrestado a Latapiat y que se tomasen las competentes declaraciones para que fuese sometido ante un Consejo de Guerra, lleván­dole prisionero a Valparaíso, en donde, en lugar de recibir su condigno castigo, le dieron, cómo a Erézcano, un ascenso y les colocaron en el ejército libertador del general San Mar­tín.

He hablado de la ayuda que los indios prestaban a los españoles. El 10 de Marzo recibí una carta del general Frei­re, después supremo director, en la que me felicitaba por mi triunfo delante de Valdivia, concluyendo por decirme que esta captura había sido ya causa de que los indios de Angól, con su cacique Benavente, se hubiesen declarado en favor de Chile, y que no dudaba de que esto sería en breve seguido de tal declaración por parte de los indios de un lado a otro de la provincia, no sabiendo el general Freire que a mí se me debía el que ya hubiese producido ese efecto, por haber distribuido entre ellos una inmensa cantidad de bagatelas que tenían acumuladas los españoles en los almacenes de Val­divia con el objeto de recompensar sanguinarias incursiones en el territorio chileno.

Será interesante anotar aquí brevemente la manera que los españoles tenían de emplear a los indios. Su agente o caudillo en este horrible modo de pelea era un miserable llamado Benavides [1], que podía justamente pretender la dis­tinción poco envidiada de ser el más infame monstruo que jamás deshonró a la humanidad. Había sido un soldado raso en el ejército de Buenos Aires, en compañía de su hermano, y tenía carta blanca de los españoles para cometer las más es­pantosas atrocidades contra los patriotas chilenos, que no po­dían defenderse de la encubierta cobardía con que guerrea­ban los indios. Por doquiera que llegaba a sorprender un lu­gar o hacienda, su costumbre invariable era fajar lo más apre­tado que podía a los principales habitantes con pieles no cur­tidas de buey, las que obtenían desollando sus ganados pro­pios; en seguida exponían a aquellos infelices a un sol ar­diente, y la contracción de las pieles, a medida que se iban secando, causaban una lenta y prolongada muerte en medio de la mayor agonía, lo que servía de diversión a aquel mons­truo y a los salvajes que había llevado para gozar de aquella cruenta escena, mientras fumaban sus cigarros. Cuando caía en sus manos alguna persona de influencia le cortaba la len­gua y la mutilaba de otros horribles modos, sobreviviendo co­mo testigos de sus atrocidades un obispo y varios otros caba­lleros.

Valdivia era el punto de apoyo de aquel malvado, de donde sacaba todos sus recursos, y cuando nos apoderamos de esta plaza cayó en nuestras manos un pequeño buque carga­do de armas y municiones que aquél iba a distribuir entre los indios. Estaba destinado a Arauco, llevando a su bordo dos oficiales españoles y cuatro sargentos, con el objeto de instruir a aquéllos en la táctica europea para hacerlos aún más formidables.

Más tarde, el perverso Benavides fue conquistado por el general San Martín, quien le destinó a Concepción, a las ór­denes del general Freire, diciéndole éste en su propia cara que no quería tener nada que hacer con semejante monstruo; entonces Benavides dejó a Concepción y comenzó una guerra asoladora contra los habitantes de la costa, excediendo, si es posible, sus anteriores atrocidades. Como el país principiase a darle que hacer, volvió a ofrecer sus servicios a los españo­les, y estando en marcha para el Perú en un barquichuelo, se vio obligado a tocar en tierra a las inmediaciones de Valpa­raíso para hacer aguada, siendo vendido por uno de los su­yos. Se le condujo a Santiago y se le ahorcó.

Los marineros se iban volviendo turbulentos con motivo de no recibir ni paga ni premio de presa, pues no se cumplía nunca con las promesas que tanto a ellos como a mí se nos hacían. Como era a mí a quien se dirigían para la vindica­ción de sus derechos, y por cierto que el haberlos retraído de un motín a mano armada fue sólo debido a la seguridad en que les dejé de que se les pagaría, presenté una petición al supremo director, manifestándole sus servicios y la inmerecida severidad con que sus ministros los trataban; a pesar de eso, desde que regresaron habían ayudado al Gobierno en la construcción de muelles y otras comodidades necesarias para el embarque de las tropas y abastecimientos destinados al Pe­rú, habiéndose entonces decidido enviar a ese país una expe­dición militar.

El hecho era que el Gobierno se había apropiado el pro­ducto de las capturas, y para eludir el pago declaró que la conquista de Valdivia no era más que una restauración, ¡co­mo si la plaza hubiese estado antes bajo el poder de Chile! No queriendo yo permitir se desembarcasen los efectos que había traído de allí, a menos que no fuese para compensar a los marineros, se me alegó en justificación de aquel procedi­miento que aun cuando Valdivia no había pertenecido a la República, Chile no había hecho guerra en cada sección de América. Que, por lo tanto, se dejaba a mi liberalidad y hon­radez el considerar si debía o no entregar al Gobierno todo lo que la escuadra había adquirido.

Tales juicios los había emitido por escrito Monteagudo [2], que fue más tarde el instrumento del general San Mar­tín en el Perú. Preguntándole un día “si consideraba como justo y legal lo que había aseverado”, su respuesta fue: “no, ciertamente; pero se me había mandado escribirlo así”. Vien­do que no podían sacar nada de mí, discutieron luego en el Consejo si debían o no formarme consejo de guerra por ha­ber detenido y dado otra dirección a las fuerzas navales de Chile al ir a tomar a Valdivia, ¡sin órdenes del Gobierno!

A esta conclusión hubieran, sin duda alguna, venido a parar si no fuese por el estado vacilante en que estaba la Re­pública, y por temor al pueblo, que censuraba la conducta del Ministerio tan cordialmente como aprobaba la mía.

Como no podía obtener se hiciese de algún modo justi­cia a la escuadra, el 14 de Mayo supliqué a S. E. el supremo director aceptase la renuncia de mi destino, pues el perma­necer en él por más tiempo no sería más que para hacerme servir de instrumento en promover la ruina que debía nece­sariamente acarrear la conducta de sus consejeros; diciéndole, al propio tiempo, que no había aceptado aquél para que se interpretaran siniestramente mis motivos, y se deprimieran mis servicios como lo habían sido, por razones que me era imposible adivinar, como no fuese, a la verdad, por aquella mezquina emulación que denominó la captura de Valdivia una restauración, aunque nunca hubiese pasado de su poder al de los españoles.

Esta determinación no había sido prevista, aunque yo no la había adoptado con ánimo de intimidar, pero sí por la molestia que me causaba la ruin ingratitud con que se reci­bían importantes servicios nacionales. Con todo, los ministros se rindieron de este modo por algún tiempo a la razón, reco­nociendo la equidad de mis reclamaciones, y prometiéndome de la manera más formal que en lo sucesivo el Gobierno cumpliría fielmente con la escuadra. En recompensa de mis servicios me habían ofrecido, según llevo dicho, una hacien­da, la que rehusé por las razones ya aducidas. Ahora me la ofrecieron de nuevo, y de nuevo volví a rehusarla, puesto que no eran más que promesas las que, hasta entonces, había re­cibido para continuar el servicio, y la sola autoridad sobre los marineros era mi personal influencia para con ellos, por la inflexibilidad con que abogaba por sus derechos, autoridad a la que no era verosímil yo renunciara porque se me hacía una concesión. En lugar de aceptar la hacienda, devolví el documento en que se me hacía donación de ella, pidiendo se pusiera en venta, aplicando su producto al pago de la escuadra; pero mi demanda no fue escuchada.

Viendo que yo estaba determinado a que no se burlaran de mí, y avergonzados de que les ofreciera la hacienda para pagar a la gente, el general San Martín, que estaba nombrado para mandar la parte militar de la expedición que se iba a enviar al Perú, vino a Valparaíso el mes de Junio, y el 13 de Julio se pagó a la escuadra una parte solamente de sus salarios; pero como yo insistiese en que se les pagara el todo, así se hizo el 16, sin que se les haya dado la más ligera parte de su dinero de presa. La parte sola que me correspondía del valor de las capturas hechas, tanto en Valdivia como ante­riormente, ascendía a 67.000 pesos, prometiéndome el supre­mo director me serían pagados lo más pronto posible; bajo esta promesa acepté la hacienda que, a pesar mío, continua­ban ofreciéndome. El acta de donación decía el objeto por que se me concedía, añadiendo como razón que “mi nombre no debía nunca desaparecer del país”. Después que dejé a Chile esta hacienda, que estaba situada en el territorio de Río Claro, la reasumió por fuerza el subsiguiente Gobierno; y el mayordomo que había yo dejado en ella, con el objeto de ver cómo se podría mejorar por medio del cultivo y la introduc­ción de buenas simientes europeas, fue expulsado de su admi­nistración.

Al rehusar por primera vez el don que me ofrecieran, por las razones ya expuestas, compré una hacienda en Herradura, a unas ocho millas de Valparaíso, con el objeto de convencer al pueblo chileno de lo mucho que deseaba yerme contado en el número de sus ciudadanos. El efecto que esto produjo en el Ministerio fue casi cómico. Discutióse grave­mente entre ellos qué motivos podían inducirme a mí, ex­tranjero, a hacer la adquisición de una propiedad en Chile. La conclusión a que vinieron a parar, según supe por conducto fidedigno, fue que como toda la población estaba en mi favor, ¡querría intentar, cuando la oportunidad fuese favorable, ponerme a la cabeza de la República, en la confianza de que el pueblo me ayudaría! Tales eran los hombres de gobierno que en aquella época tenía Chile.

Sucedió, pues, que al poco tiempo de haber comprado esta propiedad llamé la atención del Gobierno sobre lo me­jor situado que estaría un arsenal marítimo en la bahía de Herradura, que en la mal protegida rada de Valparaíso, ofre­ciendo al propio tiempo hacerle una cesión gratuita de todo el terreno que se necesitara para el establecimiento de un arsenal naval y un depósito de Marina. Este ofrecimiento lo interpretaron, sin duda, como un acto de mi parte para ad­quirir mayor popularidad, bien que esto no hubiera sido tal vez muy fácil, por lo cual se me intimó no hiciera ninguna mejora, porque el Gobierno pensaba apropiarse la hacienda y no se me reembolsaría ningún gasto, aunque sí se me pa­garía el valor de la compra y de cualquier mejora que ya se hubiese hecho.

En vista de esto, pedí al punto una explicación al supre­mo director, quien me hizo una apología, atribuyendo todo el negocio a la oficiosidad del procurador fiscal, que había fundado su actuación en una antigua ley española; y aquí concluyó el asunto por lo pronto, es decir, mientras las exi­gencias del Estado requerían mis servicios.

Un nuevo manantial de disgustos se reveló ahora en toda clase de tentativas para deprimir mi autoridad sobre el cuer­po de Marina; pero como siempre estaba en guardia para mantener mi posición, esto no redundó más que en derrota de sus autores. Luego cometieron la tropelía manifiesta de nombrar al capitán Spry, mi capitán de bandera a bordo del ­O’Higgins, que había sido reparado en Valdivia y acababa de llegar a Valparaíso. A este efecto se me envió una orden, la que prontamente me negué a obedecer, añadiendo que nunca el capitán Spry pisaría mi alcázar en calidad de capi­tán de bandera, y que si no se me concedían mis privilegios de almirante podía el Gobierno considerar mi mando como concluido, pues mientras continuase a la cabeza de la escua­dra no permitiría que un ejecutor de mis órdenes me fuera impuesto. Este punto me fue inmediatamente concedido, siendo nombrado capitán de bandera el capitán Crosby.

El nombramiento de Spry era, sin duda, con el objeto de contrarrestar mis esfuerzos en la próxima expedición al Perú, el honor de la cual, si alguno había, estaba reservado para el Ejército. Por lo que yo conocía del capitán Spry, no tenía afección personal hacia él; pero coartado como me ha­bía tenido el ministro de Marina, Zenteno, tenía yo grandes dudas en cuanto a los motivos que dictaban sus nombramientos, estando convencido de que su principal móvil era im­pedirme de hacer todo como no fuese tener a los españoles en respeto, operación que de ningún modo estaba inclinado a ejecutar, según se había hecho patente por la reciente con­quista de Valdivia, en contravención a sus instrucciones.

Uno o dos de mis capitanes, alentados por las molestias que el ministro de Marina y sus adictos me causaban se cre­yeron en libertad de poder menospreciar mi autoridad, lo que, como almirante, no creí deber tolerar. El que más influencia tenía de entre ambos era el capitán Guise, quien habiendo incurrido en varios actos de insubordinación y descuido de sus obligaciones, estaba por mi orden en arresto mientras no se fallase una demanda pendiente que yo había dirigido al Gobierno para que se le formase un consejo de guerra y se investigase su conducta. Este acto irritó sobremanera a Zen­teno, que se había propuesto apoyarlo, rehusando consentir en la investigación; estableciendo así un precedente para que el capitán de cualquier buque pudiese considerarse indepen­diente de su almirante.

Tal acto de insubordinación, que infringía la disciplina naval, no menos que insultaba a mi persona, me determinó a romper toda intervención con la administración chilena, y el 10 de Julio transmití otra vez mi dimisión al Gobierno, pidiendo al mismo tiempo mi pasaporte para salir del país y notificando a los oficiales de la escuadra que tan pronto como recibiese aquél cesaría mi mando. Estos inmediatamente tuvieron junta entre ellos, y el mismo día recibí, no una re­presentación de despedida, como hubiera podido esperarse, si­no dos cartas, la una firmada por cinco capitanes y la otra por 23 oficiales en las que expresaban su resolución de aban­donar también el servicio, devolviendo al mismo tiempo sus despachos. A esta prueba de afecto repliqué rogándoles no sacrificasen por mí sus empleos, y les recomendé no publica­sen su resolución hasta después de haber considerado bien el asunto, pues podía causar gran detrimento a los intereses del país.

La siguiente carta me fue dirigida en esta ocasión por los oficiales de la escuadra:

Milord:
La inquietud y general descontento que la dimisión de V. E. ha causado entre los oficiales y demás individuos de la escuadra es una prueba poderosa de lo mucho que la des­graciada conducta del Gobierno lastima a aquéllos que tene­mos el honor de servir bajo vuestras órdenes.
Los oficiales que firman la adjunta resolución, tenien­do a menos servir por más tiempo a un Gobierno que con tanta facilidad pudo olvidar los importantes servicios presta­dos al Estado, suplican a V. E. se sirva permitirles hacer en­trega de sus despachos, a fin de que se digne enviarlos al mi­nistro de Marina. Al vernos de este modo obligados a retirarnos del servicio, nuestras más ardientes súplicas serán siem­pre por la prosperidad y libertad del país.
Siguen las firmas de 23 oficiales.

Esta carta iba acompañada de la siguiente resolución:

Resuelto.

1º. Que el honor, la seguridad y el inte­rés de la Marina chilena dependen enteramente del talento y experiencia del actual comandante en jefe;
2º. Que como los sentimientos de respeto y confianza ilimitada que tenemos por él no pueden transferirse a otro, hemos resuelto hacer dimisión de nuestros empleos y trans­mitir al Gobierno nuestros despachos por conducto de nues­tro almirante.
3º. Que nuestros nombramientos irán acompañados de una carta que exprese nuestros sentimientos, firmada por todos aquellos cuyos despachos se incluyen.
Firmado por 23 oficiales.

Mientras esperaba que el Gobierno aceptara mi dimisión, continuaba el equipo de la escuadra con mayor ardor, a fin de que no pudieran quejarse de que la conclusión de mi mando había causado descuido en nuestros deberes. Retuve, con todo, los despachos que me habían incluido los oficiales de la escuadra, por temor de que semejante determinación excitase el descontento popular, surgiendo de ahí un peligro para el cual no estaba preparado el Gobierno.

Los únicos capitanes que no firmaron la resolución fueron Guise y Spry, aquél por hallarse arrestado y éste por estar ofendido conmigo por no haberle admitido como mi ca­pitán de bandera. No hay duda que éste comunicó inmediatamente a Zenteno la resolución de los oficiales, pues que el 20 recibí la siguiente carta:

Valparaíso, Julio 20 de 1820.
Mi lord:
En un momento en que los servicios de las fuerzas na­vales del Estado son de la mayor importancia, y los personales servicios de V. E. indispensables, ha recibido la autoridad suprema, con el más profundo sentimiento, la dimisión de V. E., la cual, si fuese admitida, envolvería en inevitable ruina las operaciones de las armas de la libertad en el Nuevo Mundo; y últimamente entronizaría de nuevo en Chile, su patria adoptiva, aquella tiranía que V. E. detesta, y que su heroísmo hizo tantos esfuerzos para aniquilar.
S. E. el supremo director me manda comunique a vue­cencia que si persistiese en resignar el mando de la escuadra que tuvo el honor de enarbolar su pabellón, causa de terror y espanto para nuestros enemigos y de gloria para todo buen americano, o si el Gobierno, imprudentemente accediese a ello, sería ciertamente un día de luto universal en el Nuevo Mundo. El Gobierno, por lo tanto, en nombre de la nación, devuelve a V. E. sus despachos, rogándole se sirva aceptarlos para el adelantamiento de la sagrada causa a que ha consa­grado toda su existencia.
El Supremo Gobierno está convencido de la necesidad que obliga a V. E. a adoptar la medida de poner en arresto al capitán Guise, del Lautaro, y de la justicia de los cargos pre­sentados contra ese oficial; pero deseando evitar todo retardo en las operaciones importantes que los buques de guerra es­tán a punto de emprender, S. E. el supremo director desea se posponga el proceso hasta una ocasión que no interrumpa el servicio de la escuadra, tan importante en este momento.
José Ignacio Zenteno.

Además de esta comunicación del ministro de Marina recibí cartas privadas del supremo director y del general San Martín, rogándome continuase en el mando de las fuerzas navales y asegurándome que no volvería a haber más motivo de queja.

Al recibir estas cartas retiré mi dimisión y devolví a los oficiales de la escuadra sus despachos, poniendo al propio tiempo en libertad al capitán Guise, que restablecí en el mando de su buque. No hubiera hecho esto si no fuera por un sentimiento de afecto hacia el supremo director, el gene­ral O’Higgins, cuya bella índole, demasiado condescendiente para luchar contra las maquinaciones de los que le rodeaban, me era una garantía de que no era ni autor ni cómplice del sistema de vejaciones adoptado contra mí por la comparsa de tunos que tenían a Zenteno por agente. Semejante a otros muchos capitanes, O’Higgins no desarrolló en el Gabinete aquel tacto con que tan brillantemente había servido a su país en el campo de batalla, en donde, por más que el gene­ral San Martín, con su habilidad indisputable volver en provecho suyo las proezas de los otros, se esforzase en llevar la palma, la alabanza era en realidad debida al general O'Higgins. Su mismo buen natural, después que fue elevado al Supremo Directorio, lo indujo a consentir el establecimiento de una corte senatoria de consulta, acordándole privilegios enteramente incompatibles con su propia supremacía; y de este cuerpo dimanaron todas las vejaciones dirigidas contra mí, según hablaron escritores acerca de Chile, a instigación del general San Martín, pero como carezco de documentos pa­ra probarlo, no asumiré sobre mí la responsabilidad de ase­gurar el hecho, a pesar de que la subsiguiente conducta del general hizo más que probable la opinión generalmente reci­bida.

No quedaba duda, sin embargo, de que el general San Martín hubiese sido cómplice en muchas de las incomodidades que nos ocasionaron a la escuadra y a mí, puesto que al acusarle una vez de esto, me respondió que sólo “quería ver hasta cuándo el supremo director permitiría que el espí­ritu de partido se opusiese a la prosperidad de la expedi­ción”, añadiendo: “Pierda usted cuidado, milord; yo soy el general del ejército y usted es el almirante de la escuadra”. Su alusión respecto a la complicidad del supremo director, yo sabía que era falsa, pues S. E. anhelaba hacer todo cuan­to estuviese en su poder en favor de la escuadra y de su país, si el Senado, al, que había conferido tan extraordinarios po­deres, no hubiese estorbado sus esfuerzos.

Habíase, sin embargo, sorprendido mucho el general San Martín al señalarle las cartas y despachos que me enviaran los oficiales, no pudiendo concebir estuviesen determinados a no servir bajo ningún otro mando que no fuese el mío; este paso por parte de ellos estaba lleno de los mayores peligros con respecto al equipo de la expedición contemplada. El Senado de que acabo de hablar era una anomalía en el Gobierno del Estado. Se componía de cinco miembros, cuyas funciones debían- solamente ejercerse mientras durasen las primeras luchas del país para obtener su independencia; pero este cuerpo había ahora usurpado el derecho permanente de una plena inspección, en tanto que no había medio de ape­lar de su arbitraria conducta, excepto a ellos mismos. La posición del supremo director, que era nominalmente la cabeza del Gobierno ejecutivo, no venía a ser, en realidad, más que el llevar la palabra del Senado, siendo éste el que, asumiendo todo poder, privaba de aquél de su legítima influencia; de mo­do que no se podía aprestar buques, emprender obras públi­cas, alistar tropas o imponer tributos si no era con el con­sentimiento de este cuerpo sin responsabilidad. Para seme­jante pandilla no era buen contrincante el sencillo y recto juicio y cumplido buen sentir del supremo director, pues es­tando él mismo distante de toda villanía, confiaba, sin em­bargo, en la integridad de los otros, juzgándolos por la rec­titud de sus propias intenciones. Bien que dispuesto en todos sentidos a pensar como Burke, que “lo que es moralmente injusto, nunca puede ser políticamente justo”, hacíanle creer que una política torcida era un mal necesario a todo Gobier­no; y como semejante política era contraria a su propia ín­dole, se le inducía con mayor facilidad a transmitir su ejecu­ción a otros que no tenían la equidad de sus principios.

El menos escrupuloso de todos ellos era Zenteno, quien antes de la revolución había sido procurador en Concepción, y era el favorito del general San Martín, llevando a la administración del Estado la astucia de su profesión, pero con mayor trapacería de la que comúnmente usaba, Como era mi mayor adversario, embarazando mis planes por cuantos me­dios podía, no será propio hable de él del modo que enton­ces pensaba y aún pienso en el día. Citaré, sin embargo, la opinión de la señora Graham, la primera historiadora de la República [3], para que se vea en qué estimación se le tenía generalmente: “Zenteno —dice aquélla— ha leído más de lo que se acostumbra entre sus paisanos, y piensa que este poco es mucho. Al par de San Martín, dignifica con el nom­bre de filosofía el escepticismo en religión, la relajación de costumbres y la dureza de corazón, cuando no sea la crueldad; y mientras que no tendría dificultad en mostrar una laudable sensibilidad por la suerte de un gusano, creería dig­na de alabanza la muerte o tortura de un adversario políti­co”. Yo era su adversario político por querer sostener la auto­ridad del supremo director, y de aquí, sin duda, la enemistad que me profesaba, llegando su influencia hasta el extremo mismo de impedir que el supremo director viniese a visitarme mientras estuve en Santiago, bajo pretexto de que no habría sido decoroso el dar tal paso de su parte.

Después de transcurrido tanto tiempo y ahora que Chile posee un Gobierno que se conduce por más sabios principios, no hay necesidad de callar estas observaciones, sin las cuales pudiera estar sujeta a siniestras interpretaciones mi manera de representar la conducta posterior que el Gobierno chileno observó conmigo. Mientras Chile se hallaba en un estado de transición de un Gobierno corrompido e interesado a otro que obra en armonía con los verdaderos intereses del país, me abstuve de publicar estas y otras circunstancias, las cuales, perteneciendo ahora al dominio de la Historia, no hay para qué ocultarlas.

Escribiendo con este espíritu puedo mencionar la razón, demasiado conocida en aquel tiempo, por qué no se pagaba a la escuadra ni siquiera sus salarios. El Gobierno había pro­veído los fondos, pero aquellos que estaban encargados de su distribución los guardaron todo el tiempo que quisieron, em­pleándolos en especulaciones mercantiles o en préstamos a usura, y aplicándolos sólo a objetos legítimos cuando el retener­los por más tiempo les podía acarrear peligro. Uno de los poderosos motivos por que esa gente me manifestaba odio eran mis incesantes reclamaciones para que se satisficiesen los derechos de la escuadra con respecto a sus salarios. Por lo que toca al dinero de presas, nunca el Gobierno nos había acor­dado un solo peso ni a mí ni a los oficiales y demás, mientras permanecí en. Chile; pero me cabía la satisfacción de ver que esta constante vigilancia que yo ejercía sobre aquellos desór­denes pecuniarios era el mejor medio de mejorar el sistema, aunque con ello se acrecentaba la aversión que me profesa­ban aquellos cuya miope política yo combatía, y cuyas sór­didas especulaciones iba así limitando.

A despecho de su enemistad, había sido oficialmente obligado el ministro de Marina a escribirme la siguiente carta:

Ministerio de Marina de Santiago de Chile.
Febrero 22 de 1820.
Si los triunfos contra el enemigo deben graduarse según la más o menos resistencia que éste opone, y con respecto a la más o menos ventaja que reporta a la nación el venci­miento, el que V. S. ha adquirido sobre Valdivia, en uno y otro caso es inconmensurable. V. S., chocando a un tiempo con la Naturaleza y con el Arte, despojó al enemigo de esa inexpugnable ciudadela que hasta aquí había obstinadamente defendido por su utilidad y ventajosa situación. La memoria de este glorioso día ocupará las primeras páginas en los fastos de la nación chilena; y el nombre de V. S., transmitiéndose de generación en generación, permanecerá indeleble en nues­tra gratitud y en la de nuestros descendientes.
S. E. el señor director supremo, altamente regocijado de tan inestimable conquista, me ordena diga a V. S. (como tengo la complacencia de verificarlo) que reciba en su nombre y en el de toda la nación, los más íntimos plácemes por tan ínclita victoria. Los señores oficiales Beauchef, Miller, Erézca­no, Casson, Cartes y Vidal; los sargentos Cabrera y Concha y el cabo Flores, el marinero Rojas y todos los demás oficiales y soldados dignos de tal empresa, y que, a imitación de V. S., supieron arrostrar tan inminente peligro, ocupan hoy la aten­ción del Gobierno quien medita el premio y condigno distintivo con qué poder decorarlos, a fin de que, divulgándose sus nombres hasta por los últimos ángulos de la tierra, conozcan las naciones todas, que Chile sabe remunerar la virtud de los héroes que le defienden.
Enarbolóse nuestro pabellón en medio de las más festivas demostraciones públicas, y a su pie se ataron las ban­deras de Valdivia y Cantabria, cuyo trémulo flameo indicaba los agonizantes combates de nuestros enemigos.
Con la mayor efusión tengo el honor de anunciarlo a V. S. de suprema orden en contestación a su honorable nota del 5 del presente, en la que incluye V. S. los partes de Beauchef y Miller.
Dios guarde a V. S. muchos años.
                                                                                         José Ignacio Zenteno.
Señor vicealmirante comandante en jefe de la escuadra, honorable lord Cochrane.

Es difícil concebir que un hombre que había llegado a escribirme una carta como la que precede, aunque fuese ofi­cialmente, pudiese volverse mi más encarnizado enemigo; em­pero las razones que a ello le movieron se desarrollarán por sí mismas a medida que prosigamos.

Como me hubiesen despojado después de la hacienda que me habían concedido en Río Claro, sin decirme el motivo, registraré aquí el oficio por el cual se me transmitía pues que de ello tendré que volver a hacer mención. La astucia curial del procurador Zenteno hizo que no se me transfiriese por medio de otra escritura legal que el simple decreto que me la confería.

Su Excelencia el señor director se ha servido mandar ex­pedir el decreto que copio:
Deseando hacer cuanto antes efectiva la donación de 4.000 cuadras de terreno que por decreto de Marzo próximo anterior, consecuente con el Senado consulto, se hizo por el Gobierno al comandante en jefe de la escuadra, vicealmirante lord Cochrane, como una demostración del aprecio público que merecieron sus relevantes servicios en la restauración de la importante plaza de Valdivia, vengo en señalarle las refe­ridas 4.000 cuadras en las tierras de Río Claro, partido de Rere, provincia de Concepción, comprensiva de la hacienda confiscada al prófugo español Pablo Hurtado. Sirva el pre­sente de suficiente título de propiedad a favor del interesado, y comuníquese al Ministerio de Hacienda para que, previas las formalidades convenientes, mande ponerle en posesión y goce de los referidos terrenos.
Tengo el honor de transcribirlo a V. S. de suprema or­den para su inteligencia y fines consiguientes.
Dios guarde a V. S. muchos años.
Pubricado por S. E.- José Ignacio Zenteno.
Señor vicealmirante comandante en jefe de la escuadra, muy honorable lord Cochrane.
Es copia de la suprema nota de su contexto, de que certifico a pedimento del señor vicealmirante; doy ésta en Valparaíso, fecha ut supra.
José Manuel Menares, Escribano público y de Gobierno.

[1] Benavides finalmente fue ajusticiado.

[2] Bernardo de Monteagudo (1787-1825), político argentino, participó activamente en el proceso de independencia del Río de la Plata. Posteriormente se trasladó, junto a San Martín hacia el Perú, tomando parte activa en el gobierno de aquel país.

[3] En 1824, María Graham publicó el diario de su estadía en Chile. Esta obra se ha editado en español con el título Diario de mi Residencia en Chile en 1822.