Memorias Íntimas - Emilio Castelar

​Obras Completas de Eusebio Blasco​
Tomo IV, Memorias Íntimas.
Capítulo IX - Emilio Castelar, Tamberlik
 de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.


Por cima de todos, con una aureola de santo y de apóstol, figuraba Emilio Castelar, Dios mayor de aquella época. Era Castelar, entonces como ahora, sin más diferencia que la de los años, un orador de tan arrebatadora elocuencia que su fama traspasó las fronteras y le puso en contacto con los hombres más notables de Europa a la edad en que los hombres de más mérito no son populares sino en su propia tierra. Sólo ese gran fenómeno de sapiencia y de cultura, verdadero monstruo de la naturaleza que se llama D. Marcelino Menéndez y Pelayo, vino después a ser para nosotros a la vez gloria nacional y gloria europea cuando aun no tenía veinticinco años. Hay que saludar con gran respeta a estos dos españoles que Europa respeta y admira, al uno por lo que ha dicho y al otro por lo que ha hecho,

De Menéndez y Pelayo hablaré a su debido tiempo, de Castelar es el momento ahora.

Ya hacía años, lo menos doce, cuando pasaban estas cosas que voy contando, que González Bravo al oír el primer discurso de Castelar en el Teatro Real había dicho: ¡Joven democracia, yo te saludo!

Indudablemente Castelar personificaba la joven democracia. Nació a la vida literaria con una novela titulada La hermana de la caridad, como Cánovas había comenzado con otra novela titulada La campana de Huesca. Los dos hubieran sido grandes literatos si no se hubieran dado a la política, le decía yo un día a Fernández y González, y acaso hoy serían dos de nuestros primeros novelistas. —Después de mangue, decía él.

Castelar logró en aquellos años por los que voy pasando, que se leyera lo suyo antes que todo. Cada discurso exigía tiradas inmensas, se anunciaban sus artículos con días de anticipación, llenaba planas enteras en los periódicos con sus escritos. No están en lo cierto los que han negado condiciones determinadas. Cada época necesita sus hombres; Castelar era el hombre de entonces. Hoy se piensa, se habla y se escribe de otra manera, pero la política como la literatura, tuvo su romanticismo y su lirismo, y Castelar vino al mundo para eso. Como el Bautista, salían los pueblos a las estaciones para oírle y verle. Su palabra tenía algo de divina para la democracia naciente. Sin él, no se hubiera hecho la propaganda sentimental que necesitan todas las revoluciones, llenó su tiempo, fué una bandera, poetizó el porvenir y no morirá.

Era entonces delgado, muy nervioso, atildado en su persona, amigo de la fastuosidad, gran gastrónomo, aristócrata por los gustos artísticos, demócrata por las palabras. No era hombre de acción ni de andar a tiros por las calles. Pero cantaba, predicaba la buena nueva, la voz era la única posible para la elocuencia, porque tenía todos los tonos, desde el más alto al más bajo y de agria se convertía en dulce y sonora. Cuando vino la Revolución y fué diputado constituyente logró los mayores triunfos de su vida. A su tiempo le estudiaremos como hombre de gobierno. El año sesenta y seis estaba en todo el apogeo de su gloria. De todas partes venían oyentes a su cátedra, da todos los países le dirigían cartas laudatorias.

Vivía con su hermana Concha en la plaza del Rey y tenía su periódico, La Democracia, en la calle del Soldado. Gustaba entonces como hoy de reunir gente a su mesa, cuanto ganaba se lo gastaba en comer y en leer. Todos sus libros tienen en las cubiertas redondeles de esperma por la costumbre de apagar con ellos la bujía de la cabecera de la cama. Su prodigiosa memoria le permitía, como a Moreno Nieto, enterarse enseguida del contenido de un libro. Cuanto se publicaba en Europa había de leerlo. Y al mismo tiempo se ocupaba de la cátedra, de su periódico, de los demás periódicos, de trabajos electorales, de preparar discursos que en todas partes pronunciaba. Ganaba y ha ganado siempre mucho dinero con su trabajo, pero no supo nunca contar; el dinero no le importaba. Su hermana, que administraba la casa, era la encargada de ocuparse de la prosa de la vida; Castelar ha vivido siempre en las nubes.

Fué siempre religioso.

Se engañan los que ahora andan diciendo que se ha convertido. No tenía de qué. Su madre le dió una educación profundamente religiosa, y lo mismo cuando predicaba la federal, que ahora, que no predica nada, creyó en Dios a puño cerrado.

Sus distracciones en perjuicio propio se resumen en aquella anécdota de muchos conocida. Los tiempos eran duros, el dinero que ganaba se iba muy de prisa, llegó un momento de verdadero apuro. Esperaba una letra de América, su hermana Concha abría el correo con impaciencia grande todas las mañanas. Por fin llega la letra, diez mil reales, ¡oh qué fortuna! Castelar, sentado al amor del fuego con dos amigos, coge el ansiado «papel, sigue hablando de las grandes catástrofes de la Historia, de la civilización griega, de los partos de los Medos y sin saber lo que hace va haciendo con la letra una bola de papel que estruja entre las manos. Su hermanita sigue con los ojos ansiosos aquella operación inaudita; quiere hablarle, pero el tribuno no la oye y continúa explicando a sus amigos la caída del Imperio Romano.—¡Emilio, ten cuidado!... Todas las grandes naciones han caído cuando han debido caer. — Emilio, te suplico... Cayó Grecia, cayó Esparta, cayó Roma, cayeron los Imperios de Oriente, al polvo de las batallas sucedió el silencio de la muerte y el rayo del cielo deshizo aquellas civilizaciones y todas perecieron en el polvo de su decadencia, y... ¡pum! arroja la letra de diez mil reales a la chimenea.

Carácter infantil, alma de niño nacido para hablar bien en público y así así en privado, queriendo ser siempre el niño mimado de las multitudes y siéndolo siempre, es de los que vienen al mundo para artistas, y a pesar del buen anotito y de que hay vinos añejos en las bodegas, cultivan el arte por el arte, y pasan la vida rindiendo culto a lo bello. Si hubiera nacido treinta ó cuarenta años más tarde, sería uno de esos que ahora llaman estetas. Nació en tiempos de revueltas y de grandes cambios, y aunque retirado y alejado de la política, es y será siempre una gloria nacional, tanto más acrisolada cuanto más tiempo pase.

(1) [1] «Madrid tenía por aquella época un centro de recreo en los Campos Elíseos. Había en ellos circo, bailes, conciertos y teatro de ópera, donde cantaba Tamberlik que fué el Gayarre de aquella época, un ídolo popular. En «El Profeta» y en las demás óperas de entonces arrebataba.

»Revolucionario, como todos los verdaderos artistas, Tamberlik soñaba con la gorda; para ella, dato por muchos ignorado, dió fusiles, como los había dado antes para Garibaldi. A éste le dió mil, gastando en ellos veinte mil duros. Hizo a la empresa que pusiera la «Mutta di Porticci», y, cantándola, alcanzó un triunfo inmenso; después, y vestido de Masaniello, pasó la noche cantando himnos de. libertad en los colmados de los andaluces, basta que la policía le hizo retirarse, recordándole al mismo tiempo que era extranjero.

»Aquel hombre que, según su propia confesión, ganó cantando once millones de francos, murió pobre en casa de su hijo, jefe de una estación próxima a París.

»Las coronas que testificaron sus triunfos fueron vendidas con sus muebles para pago de deudas.»


  1. (1) Incluímos estos apuntes tomados al oído durante la segunda conferencia que dio el autor en el Ateneo que corresponden a un fragmento que no ha sido hallado en el original inédito.