Memorias Íntimas, Capítulo X - ¡Se armó la gorda!

Obras Completas de Eusebio Blasco
Tomo IV, Memorias Íntimas.
Capítulo X - ¡Se armó la gorda!
de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.


X

El 22 de junio. ¡Se armó la gorda! De frac por las calles. El marqués de Santiago. Buscando a Rivero. En la plaza de Antón Martín. Las barricadas. El banderillero Rico. Francés entusiasta. ¡La tropa! Los primeros tiros. ¡Viva la libertad! Comienza la horrible jornada. Lucha sangrienta. Descanso. ¡A comer! Lo que pasa de otro lado de Madrid. «La Iberia» convertida en hospital. Narváez herido. Se reanuda la lucha. Descarga cerrada a quemarropa. Desbandada horrorosa. ¡Me salvo!


Mientras Madrid se divertía y cantaba y bailaba, la conspiración contra el Gobierno de O'Donnell iba muy de prisa y no muy disimulada. En las redacciones de La Democracia, y La Discusión se recibían adhesiones, se formaban listas, se le señalaba a cada uno su puesto. La sublevación debía verificarse el día de San Juan, santo de Prim. Prim estaba en Hendaya, dispuesto a entrar en España y ponerse al frente del movimiento. Hubo sin duda vacilaciones, órdenes mal dadas, desorden en la organización. El joven diputado Ruiz Zorrilla adelantó el movimiento el 18 en las Castillas con mala fortuna. Milans del Bosch penetró en España y se corrió por la frontera catalana y se perdió entre montes y valles; Nouvilas iba por otro lado, sin saber a punto fijo qué día debía dar el grito subversivo; Hidalgo se adelantó dos días en Madrid, y Becerra, llegado de París, creyó también que debía ser el 22 y no el 24.

Los que fueron avisados para el 22 la noche del 21, madrugaron a cosa hecha; yo que no sabía nada por haber pasado dos noches en un mundo muy distinto del nuestro, es decir, el 20 en casa de la condesa del Montijo, en un baile, y el 21 en casa de la duquesa de Híjar, haciendo de aficionado una comedia con varias señoras y caballeros. Hubo cena magnífica, y a punto de día me retiré, no por entrar en mi casa, sino para algo que me obligó a ser héroe por fuerza. Como entonces no tenía más que veintidós años, puedo contar estas cosas aun a riesgo de que las oigan ó lean mis hijos. Hacía un mes que, como dicen en Andalucía, me había echado un golpe de novia en la calle de la Magdalena. Una hija de familia, muy vigilada por la suya, y a la que no podía hablarle más que a las cinco de la mañana, y por el ventanillo de la escalera. Aquella madrugada, vestido de frac y mal cubierto con un abrigo de verano, al salir de la fiesta me fui a alargar los labios por el boquete, y a lo mejor de la conversación se oyó ruido inusitado en la calle; fué la muchacha a ver lo que pasaba; volvió corriendo, y dijo:

—¡Que hay revolución! ¡Vete!

Sin decirle adiós, me eché a bajar los escalones de dos en dos.

—No hay duda —me dije— el movimiento se ha adelantado.

En efecto, salgo a la calle y me la encuentro en gran animación; hombres armados, vecinos en los balcones, gente para mí desconocida. De entre un grupo salió un cajista de la imprenta de La Democracia.

—¡Hola! ¿Vá usted a buscar a los amigos?

—¡Sí, señor!

—Vamos allá, no hay tiempo que perder.

Ya no había remedio. Por la calle de Atocha bajaba un simón a todo galope del caballo. Lo quisimos alquilar y el cochero se resistía.

—¡Pues bueno está Madrid para hacer carreritas! —dijo.

—Este tiene miedo —dijo el cajista.

—¿Miedo? ¿Miedo yo? ¿Ande quien ustés ir?

—A la calle del Soldado, a la redacción de La Democracia.

—¿Conque miedo? ¡Ustés no saben con quien tratan!

—¡Bueno, hombre, bueno! Corra usted.

—Pero no pasaremos, ya verá usted como no pasaremos.

—¡Vamos a probar, corre, hombre!

—¡Miedo! ¡Conque miedo! ¡Arre! ¡Ya verá usté quién tié más miedo!

Se me figuró que temblaba... —Ya era día claro; por las calles vimos grupos de gente armada en todas direcciones, gentes que nos miraban con cierta extrañeza, sobre todo a mí, que sin darme cuenta iba enseñando la blanca pechera y la blanca corbata. En la redacción no había nadie. Todo el mundo estaba en la redacción de La Iberia.

—¡A la redacción de La Iberia!

—¡Que nos van a dar el alto y nos ganamos un tiro en los sesos!—decía el cochero.

—¡Ya le vuelve el miedo!

—¡Ah, conque miedo! ¡Arzaaa!

Por las calles de Caballero de Gracia hallamos nuevos grupos; uno de ellos llamó por su nombre a mi compañero de coche.

—¡Aquí! ¡Abajo! Tengo que irme con éstos.

—Vaya usted con Dios y buena suerte.

—¿Y usted no se baja? —dijo el cochero— ¿ó es que nos vamos a meter en Palacio?

—Sí, hombre, sí; toma tu carrera y déjame en paz! Y salté y le dejé de pie en su pescante mirando a todos lados y repitiendo:

—¡Miedo¡ ¡Yo miedo!

Y sin miedo ninguno le dió un latigazo a su penco y desapareció como alma que lleva el diablo.

La mañana era hermosa, yo corría a buscar a los míos ya decidido a todo y con esos entusiasmos locos de los veintidós años. La redacción de La Iberia hervía de gente; Sagasta, Llano y Persi, García López, Carlos Rubio, Carrascón, Juan de Dios de Mora, Pedro Luna, Sorní, Yagüe, todos los progresistas y demócratas de acción estaban allí. Decíase que se había roto ya el fuego y que el cuartel de San Gil estaba sublevado.

Cada cual elegía sitio. Mi obligación era estar junto a Rivero, y Rivero según decían, había tomado ya posiciones por los barrios bajos.

Volví sobre mis pasos; en la calle de la Luna había un gran grupo de hombres armados; alguien me llamó por mi nombre; otro me dijo que no se iba a luchar por la libertad vestido de aristócrata. No me acordaba ya de mi frac. En una panadería de la calle me cosió una mujer los faldones por dentro, a la altura de los hombros, y me lo convirtió en chaqueta. En la misma calle se me dió una bufanda de lana para tapar la corbata; eché calle abajo; en dirección contraria venía un coche disparado, y en él un caballero viejo, vestido de general, sin espada. Los paisanos armados le dieron el alto.

—Es el marqués de Santiago, comandante general de Alabarderos—gritó uno.

—El mismo soy—respondió, poniéndose de pie en el coche.

—¡Alto! ¡A tierra! ¿A dónde va usted?

—¡A Palacio!—dijo uno apuntándole al pecho.

—¡Atrás! —me interpuse.— Este señor va desarmado —dije. Y añadí:— Mi general, creo que hace usted mal en ir hasta allá, el peligro es seguro.. .

—Diga usted, joven—me dijo.—Usted, por lo visto, va a cumplir un deber, déjenme ustedes a mí cumplir con el mío.

—Dejarle pasar, señores—grité—No se puede atacar a un hombre desarmado y que habla con tanta franqueza.

Se le abrió paso y después supimos que llegó sin novedad a su puesto. No podía yo figurarme en tales momentos, que cuatro años después iría yo a pedirle la mano de la que es hoy madre de mis hijos. Novelas, hechos, dramas de la vida.

Por las calles de Jacometrezo, la Montera, Carmen, y Mayor bajaban ya a la Puerta del Sol diversos grupos de paisanos armados: los unos, alborotando; los otros, callados y marchando en orden regular. Las buñoleras recogían sus mesas a toda prisa; los barrenderos, en su mayoría, se unían a los grupos. En el Ministerio de la Gobernación estaban las puertas cerradas. Había dos guardias civiles de centila, que no se oponían al paso.de la gente revuelta. Por la calle de Alcalá vi venir, a galopo tendido, con los caballos casi desbocados, a un general, con una escolta de siete ú ocho personas, que pasó como el rayo, y se perdió de vista calle del Arenal arriba: era el general Zavala.

Bajaba Luis Blanc capitaneando a unos doscientos hombres en dirección a la calle del Correo.

—¿Vienes?—gritó.
—¡no!
—¿Dónde está D. Nicolás?

Yo buscaba a Rivero ante todo, como hubiera buscado a mi padre.

—Debe de estar en la plaza de Antón Martín. Becerra está ya en la plaza de Santo Domingo, allí le hemos dejado; ¿vienes? Nosotros vamos a la plaza del Progreso.

—¡Déjame ir por mi lado, yo tengo que estar con Rivero!

Ya se notaba gran animación por el centro, ordenanzas que galopaban, oficiales sueltos, paisanos en todas direcciones, y, detalle importante, entre los que iban a batirse dominaban las personas de levita y de chaquet, periodistas, abogados, médicos, madrileños conocidos. Todo el que tenía un ideal se había echado a la calle. No se usaba entonces el sombrero hongo mas que entre la gente del pueblo. Todos los que iban a ocupar puesto iban con sombrero de copa.


Llegué a la calle de las Huertas, donde vivía, con ánimo de ver un instante a mi madre antes de ir a lo otro. No tuve valor de subir. La vi en el balcón, con las manos juntas, gritándome:

— ¡Por Dios! ¡Por la Virgen Santísima! ¡Sube!

Subir era quedarse allí.

—No puede ser—le grité con el corazón oprimido—¡sea lo que Dios quiera! ¡Adiós!

Y tragando las lágrimas y andando de espaldas para saludarla, la dejé allí llorando y me entré por la calle del León a toda prisa.

La plaza de Antón Martin estaba llena de amigos. Por la de Atocha venía D. Cándido Capilla, de levita y sombrero alto, al frente de setenta ú ochenta personas en su mayoría vestidas como él y armadas de carabinas y fusiles.

—Síganos usted, pollo—me dijo—vamos a sublevar el cuartel de Santa Isabel.

—¿Pero ne estaba convenido?...

—Parece ser que se resisten, ya les convenceremos.

Le seguimos todos, la guardia estaba formada a la puerta.

—¡Quién vive!

—Somos nosotros—replicó Capilla—vuestros amigos, los defensores de la libertad; venid, seamos todos unos, salid y nos uniremos en patriótico abrazo. Se oyó un tiro y Capilla cayó muerto de un balazo; fué la primera victima de aquel sangriento día.

Corriendo y persuadidos de que la fuerza del cuartel salía tras de nosotros, volvimos a la plazuela. Ya estaba allí Rivero dando sus órdenes. Se preparaba. la horrible batalla de las calles.

Jovial, cariñoso, con su levitón negro de siempre, dando la mano a cada uno de los que llegaban, hizo levantar a toda prisa las barricadas que habían de cerrar la plaza. Aquella plaza estaba entonces habitada por la gente más liberal de Madrid. De todas las tiendas sacaban los vecinos lo necesario para hacer la muralla detrás de la cual había que defenderse, muebles, bancos, colchones, armas, municiones, piquetas para levantar el piso; trabajaba todo el mundo con tal entusiasmo, que más parecía aquello preparativo de una fiesta de barrio; entre los ciudadanos que Rivero mandaba allí había varios actores; Pardiñas, popularísmo en los barrios bajos, García, el exaltado García que después fué nuestro cónsul en Perpiñán, durante muchos años; el apuntador del teatro de D. Julián Romea, varios alumnos del Conservatorio... En todos los países, los artistas han sido, son y serán siempre liberales.

Apareció el banderillero Rico, que vivía por allí y era queridísimo en su barrio. Se le hizo una ovación, se aplaudió su llegada: ¡Viva Rico! Fué a saludar a D. Nicolás, que le dijo:—Hoy se ra a torear aquí con fatigas; y reían juntos. En balcones y ventanas iban apareciendo hombres armados tomando posiciones. De la tienda de Santiso salían hombres y mujeres con botellas y vasos ofreciendo vino a todos; aquella tienda fué en tal día almacén, hospital, comedor, depósito, todo. Santiso y su familia fueron los héroes de la jornada. Todo el mundo trabajaba con alegría, con entusiasmo indescriptible. Un francés, insoportable en elocuencia, vociferaba haciendo discursos y proclamas. ¿Quién era aquel hombre? ¿A qué venía allí? Venía de aficionado, de entusiasta; era joven, rubio, buen mozo. Se metió en aquello por simpatía, iba a batirse por una idea, estaba como loco. De pronto gritaron de los balcones: —¡La tropa!

Allá, del otro lado de la calle de la Magdalena, veíamos a Luis Blanc gesticular y dar ordenes, y se oyeron ya muchos tiros. A la alegría general sucedió un silencio imponente. —¡A pelear! ¡Viva la libertad!—gritó Rivero. Y allí comenzó la tremenda jornada. Por la calle de Atocha intentaban avanzar los soldados, a la altura de la iglesia de San Sebastián La calle de la Magdalena era ya campo de batalla. La espalda, es decir, las calles de la Torrecilla del Leal y de Santa Isabel, las teníamos libres todavía; y por todas aquellas calles y por las de Embajadores y Cabestreros, levantaban barricadas personas conocidísimas en Madrid: Joarizti, Pablo Nougués, Rubaudonadeu, Corcelles, Castrovido, Sans, Gutiérrez, Tomás Berenguer, el doctor Guisasola, D. Antonio Merino, hoy respetable anciano y en aquellos tiempos alma de todas las grandes luchas por la libertad; Montemar, Federico Carlos Beltrán, Abascal, Fernández de los Ríos, Rebullida, Morayta; tantos y tantos liberales de levita que Po echaron todos a la calle a morir por una idea, confundidos con el pueblo, el cual, lo repito, estuvo en aquel memorable día escasamente representado, porque como decía la otra noche nuestro consocio D. Angel María Dacarrete, aquella fué una batalla entre militares y caballeros, y dominaba en el movimiento popular las personas ilustradas y los patriotas, que conducían al pueblo al combate, dando el ejemplo.

Ya entrado el día y cada uno en su puesto, comenzó el tiroteo, y a la alegría y ruido sucedió un silencio imponente, sólo interrumpido por el silbar de las balas y el sonar de los tiros. Cada uno en su puesto, parapetado como podía, apuntaba y disparaba, y recibía inmediatamente respuesta. Cayeron dos hombres muertos; la vista de la sangre enardeció a los demás; a cada momento se veía aparecer por los balcones de la calle de la Magdalena ó personas armadas ó soldados enfrente. En la plaza nuestra, en un balcón, estaba el actor Mata, que aun vive y puede atestiguar lo que voy contando, y pasó el día de aficionado y arrostrando el peligro, y luego a la tarde fué amigo hospitalario de gente suelta huida. Por las calles de Atocha y de la Magdalena arreciaba el ataque de las tropas del Gobierno, y por las de la Torrecilla del Leal y adyacentes venían refuerzos de hombres y municiones. El calor de un día de Junio madrileño iba de aumento en aumento, y a las once de la mañana el sol y la pólvora, y el ardor de los combatientes y la sed que todo esto produce, tenían a cada cual en estado de increíble excitación. El hambre se dejaba también sentir, ó más bien, la debilidad, porque todo el mundo había madrugado. A eso de las doce hubo un alto, una especie de tregua; se oyeron toques de corneta; D. Nicolás, que estaba en todo, dijo:

—Por allá deben de comer, tenemos que comer también nosotros. Se pusieron centinelas en las bocas calles, y de la tienda de Santiso y otros sacaron fiambres, pan, vino, agua; de algunos balcones también arrojaban cosas de comer.

No se sabe cómo ni por dónde llegaron dos paisanos armados y jadeantes a contar lo que pasaba del otro lado de Madrid. Supimos entonces la espantosa tragedia del cuartel de San Gil; la defensa heroica de aquellos oficiales contra los sargentos que les mataron; el fracaso de la sublevación del cuartel de la Montaña, que evitó y contuvo el general Zavala; las hazañas de Serrano en San Gil, que fueron estupendas. Patio por patio, piso por piso, tomó por asalto el cuartel, recibiendo en cada rellano una lluvia de balas y conquistando la casa palmo a palmo, escalera por escalera, hasta apoderarse de la fortaleza más importante del día. Manuel Becerra con Carlos Rubio, Arturo Soria y sus amigos de toda la vida, aquellos que ya en el 54 se habían batido a su lado, peleaba en la plaza de Santo Domingo y se defendía como un león contra los soldados del gobierno, que le hacían luego en todas direcciones; La Iberia estaba convertida en hospital de sangre; al general Narváez le habían herido en la calle Mayor; Pierrad se había caído del caballo y no se sabía dónde estaba. Zavala, Chacón, O'Donnell atacaban todos los puntos donde había fuerzas sublevadas militares. Aquellos dos hombres contaban todo esto con cierto aire de espanto, y se les oía, comiendo a toda prisa, como agoreros de malas nuevas. Según ellos, todo lo que era insurrección militar estaba vencido, y O'Donnell había dicho que una vez logrado esto, en una hora daría buena cuenta de los paisanos. La lucha había sido horrible, y por toda la calle de Bailén hasta la plaza de San Gil corría a lo largo de Caballerizas, un arroyo de sangre humana.

Sonaron a lo lejos cornetas y descargas; la breve comida se suspendió. D. Nicolás gritó:

—Hay que morir por la libertad. ¡ Arriba, señores!

Con su levitón negro y su sombrero de copa se colocó en medio y en alto, y así estuvo hasta la tarde dirigiendo la lucha. Comenzó de nuevo la batalla en las calles, ya con más ahínco por las malas noticias recibidas. Aumentaba el número de soldados en balcones y tejados; se hacía fuego sin cesar; las descargas se oían más cerca, y un vocerío mortal por la plaza del Progreso, por la calle de Atocha. Ya por retaguardia se vieron nuevos grupos de soldados; Rivero atendía a todo, animaba a la gente, tomó un fusil de un montón de ellos que había en el suelo, dió el ejemplo, se irguió en la barricada, enseñando todo el cuerpo; no se oía más que ¡Fuego! ¡Viva la libertad! Y de vez en cuando, grito eterno, grito humano, grito de todas las guerras y de todos los hombres; de vez en cuando se oía gritar con moribunda voz:

—¡Madre mía!

Y entonces nos acudía el recuerdo de la que habíamos dejado con los brazos abiertos por la mañana en aquel balcón, y la veíamos llorando y rezando en angustia mortal, y el miedo sucedía al entusiasmo, y como si las balas que silban fueran las que matan, el terror de dejar una madre sin hijo nos hacía agachar la cabeza y nos quedábamos en éxtasis de espanto, que venía a disipar el héroe del día, Rivero, que gritaba, dándonos un empujón en la espalda:

—¡Chiquillo, que te duermes... fuego!

¡Oh, qué tarde aquella! Sólo a veintidós años se pueden exponer tantas cosas... Tarde que no se acababa nunca, tarde de humo, de ruido, de llantos, de blasfemias, de oraciones secretas... De pronto, ¡oh, sorpresa terrible, fin de aquella sangrienta jornada! Se abrieron a la vez todas las puertas y ventanas del café de Zaragoza, salieron por ellas muchos, muchísimos soldados, y sonó una descarga cerrada a quemarropa... Allí se acabó todo! La desbandada fué horrorosa: cada cual se salvó como pudo, en medio de un vocerío infernal. La puerta de la tienda de Santiso se abrió; cuatro ó cinco personas se apoderaron a viva fuerza de Rivero y le metieron dentro, volviendo a cerrar a toda prisa. La tropa era ya dueña del campo, y un corneta, en lo alto de la barricada, tocó yo no sé qué.

Buscando espantado una salida, me encontré junto a un oficial cuya cara reconocí porque le había visto muchas veces en el caíé Suizo cerca de la mesa de los amigos.

—Escape usted —me dijo— pero enseguida, ó tengo que sujetarle.

—¿Por dónde?

—¡Por allí!

Corriendo a todo correr eché por la calle del León a buscar la de San Juan. No he vuelto a ver a aquel amigo; si vive sepa que no le he olvidado. Y calle de San Juan abajo, me consideré salvado, respiré, di por terminado el día y juré no madrugar más, aunque la mismísima diosa Venus me llamara para verla temprano.