Memorias Íntimas, Capítulo XII - Los bufos, doña Rosa

Obras Completas de Eusebio Blasco
Tomo IV, Memorias Íntimas.
Capítulo XII - Los bufos, doña Rosa
de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á. XII

Los bufos.— «El joven Telémaco».— Doña Rosa


En aquel verano volvió de París el actor Arderius. Se había gastado sus ahorros en ir a ver la gran ciudad. Pensaba en ser empresario y fué en busca de novedades. Vino encantado del género bufo que allí vió. Por entonces, en los teatros de opereta parisiense, se satirizaba al imperio con más facilidad que en la prensa. Sacaban los autores a la escena dioses y diosas, reyes de la antigüedad y el público hallaba en todo aquello alusiones más ó menos disimuladas al emperador y a su corte. Offenbach estaba en todo el apogeo de su gloria; era el músico más popular de Europa. Eran los tiempos de Orfeo en los infiernos, La bella Elena, La gran duquesa de Gerolstein; en aquel París rico, fastuoso, se acercaban los días de las grandes catástrofes, se bailaba el can-can en Mabille y Valentino; la corte imperial irritaba al pueblo con sus aventuras y derroches, y la única tribuna donde todo esto se combatía era en el teatro.

Arderius pensó que aquel género de opereta, nuevo aquí, podría ser de grandes resultados. Tomó el teatrito de Variedades, aquel mismo donde habíamos visto a Romea y la Palma, allí donde yo había nacido a la vida escénica. Nadie creyó en el éxito de género tan estrafalario, nadie entendió bien lo que Arderius deseada.

—Un disparate, una alegoría cualquiera, algo como lo que se hace por allí—me dijo.

Él tenía 10.000 tristes reales para empezar. Con ellos contrató una compañía de medio pelo. Me puse a escribirle una quisicosa cualquiera que se llamaría El joven Telémaco; la escribí en una semana, velando todas las noches y con un miedo horroroso, no de la obra, sino del gobierno, porque en aquellas veladas veía pasar a deshora masas de hombres silenciosos, en largas filas conducidos por la guardia civil.

Eran aquellas famosas cuerdas a Filipinas; patriotas cogidos en sus domicilios, restos de la jornada del 22 de Junio, que Narváez iba recogiendo, y de ciento en ciento, de mil en mil, iban los presos por las calles a las dos ó las tres de la madrugada, con las cabezas bajas marchando a compás.

Interrumpía yo mis versos disparatados para asomarme al balcón y oír aquel tras, tras, tras, de los pasos sordos, que ponían terror en el alma; y mi madre y yo nos mirábamos, como diciendo: ¡Si vendrán aquí! Confiado en aquellos amigos que me sacaron a la calle, volvía a mi tarea, y así, entre ruido de persecuciones y buen humor forzoso, fué saliendo aquella opereta que ensayamos Arderius y yo, de prisa y corriendo.

—¡Nos van a matar!—le decía yo.

—¡No será eso lo peor, sino que se acabarán los 10.000 reales en diez días!

No nos mataron; el público, siempre amigo de novedades, le hizo a aquel disparate un éxito colosal; la obra se representó todo un año; produjo el mismo ruido y éxito en provincias, en América, en todas partes, y se dio por creado el género bufo.

Pues he de protestar, treinta años después, de que ni pensé en crear nada, ni creé nada, ni me metí en nada; porque no hice de estas obras sui géneris más que dos, y me fui a escribir comedias de costumbres al Español, mientras todos, todos los autores de mi tiempo se entregaron al género bufo en cuerpo y alma, y desde Ayala hasta Hurtado, y desde Retes hasta Puente y Brañas, durante cinco años ó seis, cultivaron género tal, si género puede llamarse, y en tanto yo, que sólo un año, el primero, asistí al teatro de Arderius, después no volví a poner los pies en él sino de vez en cuando y como amigo del director y rico empresario.

No creó solamente un género Arderius, creó una docena de mujeres bonitas con una pierna al aire cada una; coristas de nuevo aspecto, a quienes el público les dió nombre. Por aquello de que cantaban en el Telémaco un coro en griego macarrónico en el que dominaba la palabra suripanta, que no quería decir nada, las coristas de Arderius se llamaron suripantas, y fueron lo menos la mitad del éxito del género y del teatro.

¿De dónde vinieron, y adónde fueron a parar? ¡Este estudio del Suripantelismo en sus relaciones con el medio social, no dejaría de ser curioso! Eran unas señoritas desperdigadas, que no tuvieron inconveniente, al ajustarse, en enseñar las piernas. Hasta entonces, las coristas de la Zarzuela no habían pasado del vestido corto de aldeanas ó cosas así. Para el Telémaco y lo que viniera después, tendrían que vestirse a la griega y llevar una túnica abierta por un lado. ¡Grave cuestión! Pero en fin, como ya entonces se pedía en tantos periódicos la enseñanza libre, Arderius no hizo más que adelantarse a los acontecimientos, y la juventud aristocrática y literaria tomó tal afición a aquellas señoritas, que todas ellas, en vez de lanzarse a vida non sánela, fueron en realidad las novias de los abonados, supuesto que casi todas se casaron con ellos y llevan hoy nombres conocidos y alguna de ellas es excelentísima señora. De donde resulta que el llamado género bufo, ni fué inmoral ni sus intérpretes tampoco.

En aquellas obras no se dijo nunca un chiste mal sonante que pudiera escandalizar a nadie. Impresas están, y no hay más que consultarlas para convencerse de ello. Que aquello no era arte ni literatura, dicho se está; pero no era ofensivo a la moral, y todo el mundo pudo oír aquellos disparates cómico-líricos sin tener que protestar; y no es manía de viejo el asegurar que ahora se dicen cosas en las obras a la moda, que nosotros no nos hubiéramos atrevido a decir en aquel teatro.

Desde la inauguración hasta el tercer año de su existencia, el teatro de Arderius fué una honesta diversión del pueblo de Madrid, y aun se hicieron en él obras perfectamente literarias, como El sarao y la soirée, de que voy a ocuparme, porque fué el bautismo literario de dos escritores que hoy figuran entre los más conocidos y uno de ellos entre los primeros de nuestros autores dramáticos.

Parece que les estoy viendo. Eran dos jovencitos muy modestos, sumamente modestos, empleados en la Junta de Estadística con sueldos de 4 ó 5.000 reales. Se me presentaron un día en mi cuarto tercero de la calle de las Huertas, donde vivía con mi madre y mi hermano, y ¡es claro!, como el éxito del Telémaco me daba en el teatrito de Variedades mucha influencia, venían a leerme una obra que para dicho teatro habían escrito; entonces, como ahora, tuve siempre empeño en ayudar a todo el que empieza, y en esto creo que me diferencio de muchos viejos, a quienes parece que les estorban los jóvenes.

La obra y los autores me fueron simpáticos. Tenía el libreto sus inexperiencias, pero estaba muy bien escrito. A Luque y Eguilaz recomendé los autores noveles para que leyeran la obra y la corrigiesen si algo había que modificar, porque de hacerlo yo, si la obra fracasaba podía tener responsabilidad; y al maestro Arrieta, mi amigo del alma, le pedí que escribiera la música. Y cuando la obra, después de muchos ensayos y puesta con el mayor cuidado por Diego Luque, se estrenó, tuvo un éxito grande, franco, ruidosísimo, tan grande ó mayor que el del Joven Telémaco, y al salir a la escena juntos los autores sonaron por primera vez sus nombres en el mundo de las letras; aquellos principiantes modestos se llamaban D. Miguel Ramos Carrión y D. Eduardo de Lustonó, y desde entonces hasta hoy han sido mis fieles y sinceros amigos.

Lustonó se dedicó más al periodismo y al libro, en el que tantos éxitos ha obtenido. Ramos Carrión ha hecho desde entonces más de ochenta obras dramáticas, todas con éxito, porque es el único autor de nuestra generación a quien no le ha fracasado obra alguna.

Ya se veía en aquella primera que el modesto empleado era lo que se llama un hombre de teatro y pocas fortunas han sido mejor ganadas que la suya, porque este dramaturgo es una excepción, un caso raro, no ya en España, sino en el mundo, un escritor que ha sabido conservar su dinero, y debiéramos entre todos hacerle por suscrición una estatua de plata, porque sus coronas podrán conservarlas sus hijos.

Ramos, Lustonó, Arrieta, Eduardo Bustillo, Melchor de Palau, Quirós de los Ríos, Mata, Matoses, Menéndez Escobar, hoy coronel, López Carrafa, después subsecretario de la Guerra, Carrascón, Antonio Zamora, Ramón Altarriba, ó sea el barón de Sangarrén, cuando estaba en Madrid, Inza, Gaspar, Mozo de Rosales, eran la reunión íntima de mi casa; eran más que amigos, algo como la familia. Mi madre, era para ellos la mejor amiga, todos ellos consultaban a Doña Rosa sus amoríos, sus versos, sus artículos.

Arrieta dejaba las intimidades de Ayala para venir a pedir a Doña Rosa que su hijo acabara un primer acto; Bustillo le leía las pruebas de un periódico que hacía entonces; López Carrafa le daba a guardar papeles de conspiraciones; Antonio Zamora le contaba sus quejas con las empresas; Inza la divertía contándole cosas graciosas, mientras yo vivía oculto; y Doña Rosa, a quien hicimos entre todos trasnochadora, hacía vida literaria, seguía con interés la marcha de la política, daba su opinión, siempre discreta, sobre las escenas que veía escribir y oía leer, y a las doce de la noche ponía a la chimenea de mi despachito, infaliblemente, una gran chocolatera, para que cuando a la vuelta de los teatros, cuatro ó cinco amigos tomáramos todos el chocolate, hecho por su mano.

Eran tiempos de revueltas y persecuciones, y Doña Rosa no dormía, por si ocurría uno de aquellos odiosos registros domiciliarios tan en uso. De tarde en tarde, porque siempre estaba ocupado, subía Castelar a ver a Doña Rosa y a contarle los sudores con que tenía que sostener su periódico; y otras veces, Carrascón ó Inza, al ver luz tras los cristales, en vez de retirarse a casa, llamaban al sereno, subían, y Doña Rosa, siempre alerta, abría, y ellos decían tras el ventanillo: «¿Queda chocolate?»

Vivíamos todos muy unidos; Ramos Carrión hizo costumbre de venir todos los días, y con Doña Rosa se pasaba las horas esperándome a mí para dar un paseo.

Y en medio de todo este grupo literario, mi hermano, que apenas tendría ocho años, se educó en las letras de oídas, y fué adquiriendo nociones de todo, oyendo a unos y a otros.

Avilés le enseñó a leer. Ramos le sacó más de una vez a paseo. Arrieta le tenía en las rodillas mientras esperaba que yo acabase la letra de una romanza y de un coro. Inza le regalaba libros de historia ó de geografía recogidos en la redacción de Los Sucesos; y cuando fué a la escuela, fué tarde, porque ya la familia literaria aquella le había impuesto de lo más esencial, y aunque quiso la madre que fuese matemático, ya el gusto de las letras adquirido en la infancia le impulsó a cultivarlas con el éxito que hoy lo hace.

Doña Rosa vió nacer obras, artistas, hombres políticos, fortunas, posiciones; fué la maternal amiga de un grupo de escritores que no la han olvidado. Alma aragonesa, el destino la llevó a París, a ella, hija de aquellos que en la puerta del Portillo defendieron la ciudad santa presentando el pecho a las balas del invasor; y en aquella tierra de Francia murió, y allí ha quedado enterrada, sin que sus hijos, pobres para gastos tan grandes, hayan podido restituirla al suelo aragonés; y por eso, al dejar para siempre aquel París donde tantos años viví, piensa siempre en volver, no por vivir en él de nuevo, sino por arrancar de tierra extraña y volver a la suya huesos tan sagrados, ¡Dios proveerá, y sólo le pido que antes de morir pueda traer conmigo a mi muerta adorada!