Memorias Íntimas, Capítulo VI - Desdichas
Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.
Uno de los estrenos más curiosos de aquella temporada fué el de La antigua española que yo escribí y no llegó ni a imprimirse, y siento hablar de mí, pero no lo hago refiriendo este incidente personal, sino para animar a los jóvenes principiantes.
Sin conocer a Romea me presenté una tarde en casa del gran actor con mi comedia debajo del brazo.
¿Le cogí en un momento de buen humor? Tenía fama de refractario a los autores noveles y de no oír a nadie. Le conté el medio parentesco que con él tenía, por ser mi tío D. Mariano Romea primo carnal suyo. Tal vez la afinidad ó tal vez mi osadía de presentarme solo en aquella casa cerrada a todo lo que no fuera celebridad militante, le decidieron en favor mío. Ello es que así que le expuse mi pretensión, me dijo con acento de autoridad:
—Vaya, pues lea usted.
Estaba sentado delante de una mesa ministro, y yo enfrente; y como yo no esperaba tanta benevolencia ni una lectura tan inmediata, leí mi obra (cuatro actos muy largos) con gran emoción, casi aterrado.
Y así que acabé, le oí con increíble placer pronunciar estas palabras:
—Está muy bien; esta semana ensayaremos.
Nadie quiso creerme cuando lo conté al salir de allí. Y si me hubiera tocado el gordo a la lotería, no hubiera sentido satisfacción más grande. ¡Ensayar una primera obra en el teatro de D. Julián Romea!
Ensayamos, pues; es decir, ensayó él, y se hizo la obra con gran cuidado por parte de todos. Se oyó el primer acto con un silencio aterrador, y cayó el telón sonando en el suelo como un cañonazo sordo. Comenzó el segundo acto, y el mismo silencio durante todo él, y otra vez el telón cayendo como una piedra en una sima; tercer acto: silencio de muerte, y aquel telón cayendo como la nieve en un campo desierto; cuarto acto, cuarto silencio de tumba y cuarta telonada de sudario... Es decir, que no hubo ni marejadas, ni rumores, ni protestas, ni aplauso, ni censura: ¡no pasó nada, no se dijo nada, no ocurrió nada!... ¡Yo creo que en la primera escena se quedaron todos los espectadores dormidos y no despertaron hasta el día siguiente!
¡Oh que noche tan triste para un principiante Heno de ilusiones! No entró nadie al saloncillo ni al cuarto del gran actor; no vino nadie a consolarme ni a decirme una palabra ni hacerme la menor observación. Romea, que era muy soberbio, y había protegido la obra contra todos sus autores, le dijo al representante, que vino a preguntar qué se hacía al día siguiente:
—Mañana, la misma.
Y tuvo el valor de hacerla tres noches ante un público de ocho ó diez personas. No nos dijimos nada. Me despidió diciendo:
—Hasta mañana, joven.
Al llegar a mi casa, me encontré un telegrama de mi madre, anunciándome que se había muerto aquella misma noche mi hermana. Caí en la cama como muerto, y con la cabeza envuelta entre las sábanas, rompí a llorar desesperado, creyéndome perdido para siempre, proyectando huir de Madrid, pensando en las desdichas de mi casa, suponiéndome abandonado de Dios y de los hombres... y ya lo sabéis todos; después he estrenado comedias setenta y dos veces, y ni me acuerdo siquiera cómo era la comedia despreciada cuyo original se perdió; y si os he contado estos tristes comienzos, es para decir a los que empiezan, que hay que saber resignarse a las grandes desventuras, ¡poner la confianza en Dios y no desesperar nunca de nada!