Escritos de juventud
Meditaciones

de José María de Pereda

La libertad se consolida indudablemente en España, si la libertad es más fuerte cuando es más ostensible, más lata y más inviolable hasta en sus excesos.

Desde este punto de vista, la revolución de septiembre ha cumplido su palabra.

El pueblo español de hoy no se parece en nada al pueblo español de agosto; ahora es libre, completamente libre.

Las manifestaciones de esta libertad soberana se palpan a cada instante; y solamente los delegados de su soberanía, los que tienen los ojos en el plato del presupuesto y las manos sobre la nómina y los oídos en el sordo rumor de los trabajos reaccionarios son tan desgraciados, que no pueden admirar los frutos que a cada instante ofrece en la gran familia regenerada la empresa regeneradora de Cádiz y Alcolea.

Se hundió para siempre aquella tiranía insoportable que, empuñando el lápiz rojo, o el bastón de doradas borlas, o la vara grosera del polizonte, refrenaba en la Prensa los ímpetus de una pluma vehemente y en la calle las expansiones fuertes de las masas.

Hoy que el pueblo pasó de la categoría de esclavo a la de soberano, como soberano sigue su marcha triunfal.

Nada hay vedado a su autoridad indiscutible, y allí donde reina el orden y la justicia se respeta, es por un favor que otorga, no por un deber que cumple.

Las tradicionales instituciones, las que, como la religión católica, afectan al bienestar y al modo de ser de las familias morigeradas y trabajadoras, se pisotean y se escarnecen entre el fango de los basureros y el humo de las tabernas.

Un pueblo ocupado en las rudas faenas del campo, o de la industria, o del comercio, atento sólo a procurarse el sustento que necesita, y dejando, por arduas y complicadas, ciertas cuestiones al criterio de los doctores, no es un pueblo digno de la época que alcanzamos.

Está más en carácter revolviéndola de plano, supuesto que para entender en ellas no es un obstáculo la ignorancia.

Un niño entretenido en recorrer las calles entonando a coro con otros camaradas los viejos romances de nuestras tradiciones religiosas, ofrecía a la imaginación de los hombres pensadores algo de penoso y desconsolador.

Hoy los niños, a Dios gracias, juegan a la República y gritan: «¡Abajo los curas!». «¡Muera el Papa!».

Y a la vez lo dicen en letras de molde, a la faz del mundo entero, correspondiendo denodadamente a los esfuerzos que los hombres, quizá con mejores formas, pero no con mejor intención, hacen en el propio terreno y en igual sentido.

Conviene romper, aun con la leche en los labios, ciertas trabas con que el oscurantismo de las viejas épocas entorpecía la marcha de la Humanidad en la senda de su perfección.

Y un pueblo que ofrece el espectáculo que el nuestro; un pueblo en que los niños, los braceros y las comadres toman parte activa en las grandes cuestiones públicas y rompen de un golpe con el pasado, y resuelven en el club, en la plaza, en la taberna y en el periódico los problemas que han respetado los sabios de todos los siglos, promete bajo aquel aspecto grandes cosas para lo por venir.

Empezar la regeneración española por arrancar a la ignorancia de las tinieblas que le son peculiares, fuera obra por demás lenta; es mejor sacarla de golpe a la claridad deslumbradora de todas las libertades imaginables, y dejarla que, loca y desatentada, choque con todos los objetos, incapaz de apreciar ni la índole de éstos ni la distancia que de ellos la separan.

Si atropella, ¿qué importa? Si destruye, ¿qué más da? Para eso es libre.

Algunos dicen: «Un hombre ofendido por otro en la Prensa o en la calle tiene el recurso de la defensa, aunque sea desesperada; pero las ofensas hechas al pudor con la pluma o con la lengua, las causadas al sentimiento religioso, las que escandalizan la conciencia de la sociedad entera, ¿quién las conjura? Si, como ahora sucede, es el soberano quien las produce, ¿quién le pone tasa, a qué tribunal se acude en demanda de la reparación que la justicia reclama?».

Pusilánimes. El señor Sagasta sostiene que la libertad se limita y reglamenta por sí misma.

Los que en Sevilla fusilaron a la Virgen; los que en Tortosa metieron un asno en el templo para que rebuznase en el altar mayor; los que, sin respeto a sus canas venerables, ya que no a su augusta investidura, escarnecen e injurian en la Prensa todos los días al Padre común de los fieles; los que en la misma acusaron sin descanso de ladrón al respetable prelado, sin haberse tomado el trabajo de reparar una parte del agravio cuando se hallaron las pruebas de la inocencia del acusado; los que desahogan su fervor patriótico con coros de insultos a la puerta de pacíficos ciudadanos; los que pasean triunfantes la obscenidad y la licencia por plazas, templos y cátedras, en condiciones, discursos y caricaturas, sin que se les oponga el menor obstáculo, sin que se les exija la responsabilidad que caería sobre ellos si el objeto de sus burlas fuera la diosa Razón o la estampa de la Libertad, son otras tantas pruebas evidentes de que no falla la máxima del señor ministro de la Gobernación.

Por creerla a puño cerrado también es por lo que, sin duda, sus agentes se hacen los dormidos ante los sucesos que a la sombra de la libertad se cometen, con escándalo de esas familias oscurantistas que aun tienen en algo a Dios y a sus ministros, a la paz del hogar y a la conciencia pública.



(De El Tío Cayetano, núm. 16.)

21 de febrero de 1869.