Las Estaciones - La Primavera
Mayo - Las flores
de Julia de Asensi


A mis sobrinas Matilde y Margarita Esteban Valdés.


El día de la Ascensión habían comulgado por primera vez ocho niñas del colegio de Santa Teresa, y con ellas habían tomado también la comunión muchas de sus condiscípulas mayores y no pocas hermanas. No habían asistido a la solemne misa más que los parientes de las educandas, a los que se habían dado papeletas, y la presidenta del colegio, una ilustre dama, buena y caritativa, que poseía una cuantiosa fortuna.

De aquellas ocho niñas, siete eran de familias acomodadas, únicamente Pilar era hija de una pobre mujer que podía tener a la criatura en tan elegante colegio porque se lo pagaba una prima suya muy rica. Pero como sólo recibía este favor, la niña no hubiese podido hacer la primera comunión con igual traje que sus compañeras, si una vecina que lo tenía desde hacía dos años, por haberlo llevado una hija suya, no se lo hubiera prestado. Pilar había, pues, recibido la sagrada hostia vestida de blanco, con el largo y vaporoso velo y la corona de flores. La misma vecina le había regalado una vela rizada y su madre un devocionario con tapas de marfil que tenía de cuando ella era pequeña.

El capellán había pronunciado una breve y sencilla plática y luego las niñas se habían arrodillado de dos en dos en las gradas cubiertas de alfombra. La ceremonia había durado una hora escasa.

Pero la fiesta del día no terminaba allí. Todas las tardes se hacían las Flores de María y cantaban en el coro las hermanas y las colegialas que sabían música. Se había dispuesto que las niñas que habían hecho la primera comunión ofreciesen ramos a la Virgen recitando poesías alusivas. Según fuese el ramo así serían los versos; los había para toda clase de flores y Pilar había aprendido unos cortos, teniendo en cuenta la monja que se los había enseñado su carácter tímido. Debía la niña depositar unas rosas a los pies de la sagrada imagen.

Los ramos fueron llevados a las colegialas desde sus casas y eran casi todos preciosos, más o menos grandes, pero de buen gusto y de valor. Sólo Pilar no tenía flores y no se había atrevido a pedir a su madre que hiciese el sacrificio de gastar ese dinero por ella.

-La Virgen sabe, pensaba, que yo le daría las plantas más bellas si de mi voluntad dependiese; pero las personas que vean que no llevo mi ofrenda como mis condiscípulas, pensarán que soy menos buena que ellas, menos creyente.

Y la pobre niña lloraba con verdadero desconsuelo.

Sor Juana de la Cruz, la monja que daba las lecciones de labores y de catecismo, no había dejado de observar a la colegiala y no tardó en comprender lo que pasaba en su interior. Sabía la mala posición de la madre de Pilar, y, deseando remediar aquella pena, buscó por el jardín algunas rosas, pero no había quedado ni una, todas se habían cortado para adornar los altares de la iglesia, especialmente el mayor donde estaba colocada la Virgen del Amor Hermoso. La religiosa no quería quitar ni una flor de allí, ya no eran suyas ni de sus compañeras, pertenecían a aquella Madre representada por una escultura preciosa. Sor Juana de la Cruz bajó a la iglesia para acabar de arreglarla y Pilar la siguió.

-¿Me da usted permiso para rezar y meditar un rato? Dijo la niña.

-Sí, hija mía, respondió la hermana.

La colegiala se arrodilló en un reclinatorio, cubrió el rostro con sus manos para no distraerse y permaneció así mucho tiempo.

Sor Juana iba y venía de un lado para otro. Pilar oyó a una criada que la llamaba, notó que la hermana salía del templo, que estaba fuera algunos minutos, que volvía a entrar, que continuaba su faena. Tan pronto pasaba rozando el traje de la niña como estaba al otro extremo de la iglesia. Luego todo quedó en silencio, la monja se marchó dejando sola a su discípula.

Ésta rezaba y meditaba siempre. Pedía a la Virgen que hiciese un milagro para ella, que le enviase siquiera una flor para devolvérsela enseguida. Su bello ideal era tener una de aquellas rosas que había visto en el jardín de la presidenta un día en que fue a paseo con sus compañeras y Sor Juana. Eran muy grandes, con muchísimos pétalos y a través de la verja había aspirado su delicado aroma al mismo tiempo que admiraba sus bellos matices.

Aquello era un sueño, ¿cómo había de tener la niña pobre y desamparada una flor semejante?

Pilar estaba muy cansada y comprendió que sus rodillas no podían sostenerla ya más. ¿Acaso no le permitiría la Virgen sentarse para continuar orando?

Sabía que la gracia implorada en tal día se la había de conceder. Su sola aspiración era aprender muchas cosas para cuando saliera del colegio dar lecciones llevando con el producto de ellas el bienestar y el descanso a su madre. Las monjas la protegerían, como habían hecho con otras niñas que tuvieron igual idea. Su madre no trabajaría más, todo lo haría ella con la ayuda del cielo y de sus buenas profesoras...

Pilar se sentó y cerró los ojos para no distraerse con las luces, las flores y alguna persona de la casa que entraba de vez en cuando en la iglesia.

A las cinco en punto se abrieron las puertas del templo. La niña, suponiendo que ya no podría rezar más hasta que lo hiciese con sus compañeras, abrió los ojos. Arregló maquinalmente los pliegues de su velo y al dejar caer las manos sobre la falda sus dedos tropezaron con un objeto fresco y húmedo. Miró y vio atadas con una cinta de seda blanca seis rosas de tamaño excepcional, quizás aun mayores que las del jardín de la presidenta del colegio. El perfume que exhalaban era embriagador, pero Pilar no lo había advertido por el fuerte olor a flores que había en la iglesia.

¿Cómo pintar su asombro y su entusiasmo al tener en sus manos aquel ramo prodigioso que miraba como un obsequio de la Virgen? ¡Qué feliz era la niña y con cuánta emoción dio las gracias a la Madre del Amor Hermoso!

Nadie le preguntó de dónde le habían traído tan bellas flores. Algunas de las condiscípulas de Pilar las miraron con envidia o con sorpresa.

Pasó la función religiosa en medio del mayor recogimiento y al final fueron las niñas que habían hecho la primera comunión por la mañana a depositar sus ramos de flores a los pies de la Virgen recitando al propio tiempo las poesías que les habían enseñado. La última fue Pilar, siendo grande el asombro de todos los que la escucharon cuando dijo los versos con tanto fervor religioso y tanta entereza como nadie la hubiese creído capaz dado su carácter apocado.

Virgen del Amor Hermoso,   
¡deja que madre te llame!   
No hay un corazón piadoso   
que más que el mío te ame.   
Mis plegarias fervorosas   
lleguen hasta ti, María,   
y acepta estas bellas rosas   
a la vez que el alma mía.   


Todos se conmovieron al oír a la niña recitar estos ocho renglones.

Recibió la felicitación de sus profesoras y de la presidenta que, al regalar a las colegialas recordatorios de la solemne fiesta de aquella mañana, dio a Pilar el más bonito.

Sólo a su madre y a sor Juana de la Cruz contó la niña lo que ella llamaba el milagro de las rosas. La monja sonrió dulcemente al oír aquel relato y luego, abrazando a su discípula, le dijo:

-Ama mucho a la Virgen y siempre te protegerá. En cualquier contrariedad que tengas en la vida, acuérdate del día de tu primera comunión y encontrarás alivio a tus penas y consuelo en tus dolores.


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