Matrimonio con príncipe

​Matrimonio con príncipe​ de Joaquín Díaz Garcés


Señora de mi consideración y respeto:

Al poner el pie en el estribo, el lunes pasado, para abandonar su hospitalaria casa, me decía usted, refiriéndose a sus hijas:

-¡Y afánese usted por educar a estas muchachas! ¡Se casarán con cualquiera! En cambio, ahí anda ese príncipe de los Abruzzos, que ha pasado tantas veces por Chile sin mirar a una mujer, enamorado ahora de una protestante y de una zafada.

Como mis acompañantes se ponían en movimiento y no era posible perder el tren por debatir el punto, me privé, señora, del placer de oírla a usted discurrir sobre este tema, que según el prólogo debe ser muy gracioso en su boca. Permítame usted que ahora, con tiempo y con papel por delante, le diga lo que pienso y lo que no pienso, sobre lo que usted dijo y sobre lo que seguramente pensaba yo y no decía. Realmente sus dos chicas de usted son dos princesas. No sé yo si un jardinero es capaz de conseguir que en el mismo terreno y con una misma semilla se produzcan dos flores tan diversas y tan hermosas, como son diferentes y hermosas sus hijas de usted. Me hacían recordar, al verlas en el corredor de la casa, cierta estrofilla española que tiene reflejos orientales:


Eran dos muchachas
libres de afición:
una blanca y rubia,
más bella que el sol,
la otra morena
de alegre color,
con dos claros ojos
que dos soles son.


Ya lo he dicho, son dos princesas; pero usted no ha hecho nada, seguramente, para educarlas y formarlas para tales. Y ha hecho bien, porque en lo que llevamos de vida independiente -cuente usted un siglo y no se equivoca- han pasado por Chile cinco o seis príncipes, y es poca ocasión en tantos años. Educar niñas para estos príncipes filantes que, como los cometas, no tienen períodos fijos, es como si un comerciante invirtiera hoy día todo su capital en collares de perlas. Quedamos, pues, en que sus niñas son princesas por la parte de afuera; pero que nada se ha hecho, y con razón, para que también lo sean por dentro. Sus hijas de usted saben bastante castellano para manejarse en Chile, para ser mujeres de un hacendado rico, de un diputado, de un ministro de Corte; pero del francés no recuerdan lo que estudiaron, y del inglés ni siquiera saben lo que dijo Carlos V, que era idioma para hablarles a los pájaros. Comprenderá usted que no habiendo príncipes traducidos al castellano, ni menos aún príncipes en esperanto, en caso de que llegara uno y alojara, como nosotros alojamos, en la hospitalaria casa de Los Sauces, no podría hablar sino con su viñatero de usted, que sabe dos idiomas y los habla cuando no está ebrio. En esta forma ha podido venir dos o tres veces el príncipe de los Abruzzos y no conocer ese par de sirenas que usted cree, y con razón, que van a caer en manos de un cualquiera.

La señorita Elkins, cuya habilidad para la pesca de ballenas conoce hoy el mundo entero, porque me parece, señora, que hacer morder el anzuelo al posible heredero de un trono, que es además, un sabio, un gentleman y un marino, es pescar un productivo y gigantesco pez que da, al mismo tiempo, barbas, aceite y huesos: la señorita Elkins, digo, es tan hermosa como cualquiera de sus hijas de usted. Sabe, además, inglés, francés, alemán e italiano; ha estudiado el latín, vive en Estados Unidos, y la moneda que recibe en dote, el mentado dólar, se cambia, cada uno, en el país del novio, por cinco liras. Un país que tiene muchachas bonitas, ilustradas y con una moneda tan suculenta, abarrotará los príncipes, señora mía, y no dejará para nosotros sino muy poca cosa.

Vea usted. La niña norteamericana no es zafada, como usted piensa: tiene sus bisagras buenas. No hay que confundir la soltura de movimientos, la arrogancia y desplante del porte, con zafaduras o con frescuras. Es un producto de los ejercicios físicos, de una gran confianza en su voluntad y de un uso constante del agua fresca. No se sabe dónde ni cómo se juntó la sangre francesa con la inglesa para crear esta niña, que es, al mismo tiempo, bella, elegante, reflexiva e impetuosa. Cuando la famosa Miss Roosevelt recorrió el mundo en compañía del señor Taft, dejó estupefactos a los periodistas franceses, con el apretón de manos que dio al Presidente de la República.

-Mi padre -le dijo- me encarga saludarlo a usted. Él tiene de usted una excelente idea, lo estima un hombre de Estado y se interesa mucho por su programa.

¿Qué es esto? -dijo la prensa-. Es éste un nuevo tipo de mujer, de que va a hablar, seguramente, la historia. ¿Qué habría hecho una señorita francesa en su lugar? Ruborizarse, bajar los ojos, hacer una venia elegante y encogida y después marcharse con su aya o con su mamá. Hasta hubo algún cronista picaresco que supuso que la hija del Presidente había pedido consejos a Miss Roosevelt para adoptar su manera de ser, y que había retrocedido escandalizada ante ciertos saltos y volteretas gimnásticas. Aparte usted, señora, lo que hay de broma o de exagerado en todo esto, y piense usted lo irresistible que sería su hija Adela, la rubia, con tres dedos más de estatura, con dos centímetros más de carne en algunas partes y dos menos en otras; con cuatro idiomas; con un baño diario helado; con conocimientos de historia, de ciencias, de arte, y hablando poco, sin embargo; con diez millones de pesos y viviendo, finalmente, en Washington en vez de vivir en la calle de Duarte o en las hospitalarias casas de Los Sauces. Por lo demás, hija y nieta de senadores es aquélla, como ésta lo es de diputados, y los títulos de las propiedades en Virginia no serán más limpios que los de su marido de usted en la frontera.

Además, sus hijas de usted no saben una palabra de literatura, ni de la historia del arte y de la música, ni de latín; tampoco sabemos, ni usted ni yo, nada de eso, porque aquí nos contentamos con poco y sacamos a los niños del colegio para que vean luego el mundo, si son mujeres, y para que vayan ganándose su ropa, si son hombres. (¡Como si no hubiera tiempo para saberse de memoria el mundo, y para ganar y perder su ropa cada cual!) En cambio, la señorita Elkins, después de hacer los estudios generales, ha entrado al College, que es como la Universidad para las mujeres, y allí ha perfeccionado sus conocimientos con esos estudios superiores de que le hablo.

Por otra parte, señora amiga mía, seamos justos. ¿Qué sacaríamos con hacer aquí tan perfectas las mujeres, cuando las vamos a casar enseguida con los habitantes del país que tienen como lema en sus monedas: por la razón o la fuerza? Además, aquí un día estamos ricos y tenemos a las mujeres como reinas, y al otro día quebramos y las echamos a la cocina a hacer salpicón. Todos esos encantos de la niña norteamericana se explican resguardados y fortalecidos por el dólar.

Veo cómo usted insiste en que la novia del príncipe de los Abruzzos es zafada, y que prefiere para sus hijas ese fruncimiento y esas amarras del atado de espárragos. Usted es dueña de ellas; pero le diré a usted que la yanqui que mira de frente a un hombre, natural y simplemente, no hace tanto daño como su par de hijitas de usted, que andan generalmente con los ojos bajos, y que, cuando levantan los párpados, casi echan de espaldas. Son como los reflectores: puestos de fijo, pueden mirarse; pero con intermitencias, hacen cerrar los ojos.

Y para terminar, señora, esto que debió ser conversación de estribo y sale artículo de diario, no crea usted que el ser protestante sea defecto grave en la señorita Elkins. El protestantismo de la niña norteamericana es como nuestro liberalismo democrático: puente para la alianza o para la coalición.

Renuncie usted a todo príncipe, mientras yo hago votos porque el cualquiera que la suerte depare a sus chicas, cambie para su mujer el lema de nuestra moneda por la razón o la fuerza en este otro: «por el amor o la persuasión».

De usted M.A. y O.S.Q.B.S.M.