El cencerro de cristal
Marta​
 de Ricardo Güiraldes


Los pobres viejos la han perdido; inútil y doloroso preguntarse por qué. Los pobres viejos la han perdido y sus lágrimas no modificarán el dolor que los encorva hacia la tumba.

Marta salió al campo, cuando el sol cansado,
tendía, sobre el suelo, su manto encarnado.

¿Por qué no vuelve? ¿Qué destino, así, les roba la única risa del alero? No ven los viejos, de ojos seniles, más allá del cariño lanudo con que la amodorraban.

No entienden del goce de colorear el alma,
con reflejos de tarde y con ritmos de calma.

¿Por qué se iría? Ellos la esperaban, como el bien que pedían en sus oraciones. Ellos la esperaban, junto al fogón, para mecer su almita curiosa con cuentos ancianos.

Se fue, por un sendero sin saber adonde,
por donde el sol avaro, su oro esconde.

¿Por qué irse así? ¿La torturaron ellos alguna vez? ¿No se habían sometido siempre a sus caprichos exigentes? Ése no era modo de pagar a los pobres viejos su deuda de afecto.

Se fue y aún camina, ignorando el destino,
se fue caminando, su propio camino.

Ellos la cuidaban de tanto peligro. Ahora va expuesta su belleza a todos los ultrajes de la carne, su candor a todos los insultos, su vida a todas las intromisiones extrañas y curiosas.

Un cardo maligno se colgó a su vestido,
coronado de gasa, su puño atrevido.

Ellos la mezquinaron al mundo. Pero ¿no era para protegerla? ¿No era para evitar que los perversos la lastimaran con el deseo que podía inspirar su frescura?

Las espinas del monte, por besarle el pecho,
dejáronle el traje, en hilachas desecho.

¿Y después? Cuando la curiosidad, insana, hubiera roto la tan débil coraza moral ¿qué sería de ella, quién la defendería, sin el amor consejero de los viejos años?

Y Marta desnuda se interna en la noche,
que de su peplo negro, le prende el broche.

¿Y si se pierde? ¿Qué hará la pobre con su inocencia? Oirá tal vez los consejos, interesados, de algún galante hablador y se perderá al escucharlo.

Más el sueño traidor, con pasos de bruja,
de atrás sobreviene y a suelo la empuja.

¡Oh! Qué dolor, qué insoportable dolor, imaginarla indiferente al llanto paterno. Cuánto egoísmo, qué tortura a los viejos, que se creían con derecho al amor filial. ¿Por qué ese daño?

La luna, indiscreta, le pinta con tiza,
una tenue, adherente, blancuzca camisa.

Pobre, pobre alero, que abrazas el rancho triste. Ya no hay juventud bajo tus tejas verdegrises. Pobre alero paterno, ya el objeto es nulo de tus cuidados para quiénes no quieren vivir.

Y del beso que un fauno le diera dormida,
Marta lleva, en sus labios, el ansia adherida.

Los viejos se mueren, los viejos no lloran ya; descansan su dolor en tumba horadada por lágrimas inútiles. Los viejos han muerto.

Pero Marta, al fin, vive el cuerpo endiosado,
por novísimo ritmo, que el fauno le ha dado.

Buenos Aires, 1913.