Martín Bautista de Lanuza (Retrato)

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


D. MARTÍN BAUTISTA DE LANUZA. editar


Aunque han sido tantos los varones ilustres con que el nobilísimo linage de Lanuza ha engrandecido los fastos de Aragón, las circunstancias que reúne D. Martin, Justicia de aquel Reyno, le distinguen entre los mas memorables. Nació en Híjar en el año de 1550 de D. Miguel Bautista de Sellan y de Doña Catalina de Lanuza, y fué educado en Zaragoza por su tío el Dr. D. Gerónimo Bautista de Rudilla, Prior de la Iglesia del Pilar, á cuyo lado, y teniendo por maestros á los famosos gramáticos Antonio Gil y Pedro Nuñez, aprendió las lenguas latina y griega. Instruido perfectamente en estos idiomas,y no menos en la filosofía, que estudió después, junto con sus dos bien conocidos hermanos D. Miguel y D. Gerónimo, en la Universidad de Valencia intentó abrazar el estado monástico; pero obediente á sus padres, que tenían proyectado, como en efecto se realizó, casarle con Doña Isabel de Ram, Dama ilustre de la Villa de Morella, se tuvo que dedicar al estudio de la jurisprudencia, y á este fin, y con el de graduarse de Licenciado en dicha facultad, pasó á Salamanca, y de allí á Huesca, en donde recibió la borla de Doctor.

D. MARTÍN BAUTISTA DE LANUZA.
Justicia de Aragón, Sabio Jurisconsulto, y Magistrado el mas circunspecto. Nació en Hijar el año de 1550, y murió en Zaragoza el de 1622.

Con estos títulos, justamente adquiridos, se estableció D. Martín en Zaragoza, y auxiliado de su pariente D. Juan Lanuza, Justicia que entonces era, se aplicó al foro. Abogaban á la sazón en aquellos Tribunales los célebres Jurisconsultos Nueros, Altarriba, Tafalla y otros: en esta coyuntura parece que podrían ser pocos ó de corta entidad los negocios que cupiesen á D. Martin; con todo, los ensayos que hizo en algunos le dieron tanta opinión, que á pesar de la que ya tenían los referidos Letrados, no podía satisfacer á las instancias de infinitos litigantes que le solicitaban por patrono.

No duró mucho á D. Martin esta noble ocupacipa; noticioso Felipe II de su aptitud para la judicatura, le nombró Lugarteniente del Justicia D. Juan, su deudo, en el año de 1581; y en el de 1584 convino en que este Magistrado le llevase por su Asesor á las Cortes de Monzón. Fenecidas estas, y acreditado en ellas D. Martin, el Rey, que las había presidido, le honró con una plaza del Consejo de Nápoles. Una larga enfermedad impidió á D. Martin que tomase posesión de este destino; y dió lugar al Rey de arrepentirse de habérsele conferido, porque le alejaba de Aragón, en donde creyó que le podia ser mas útil: mandóle pues que continuara en el de Lugarteniente, y con tanto acierto, que á poco tiempo se debió á su prudencia la tranquilidad de aquel Reyno, expuesto á perderse por los escandalosos bandos de los montañeses y nuevos convertidos, por las turbaciones de los Ribagorzanos, que querían sacudir el señorío de sus Condes, y por el empeño del pueblo en sostener sus fueros contra la solicitud de Virey extrangero, introducida por el Marques de Almera con apoyo de la Corte.

Un pueblo conmovido difícilmente se tranquiliza: así sucedió en aquel tiempo al de Aragón: no habían calmado dichas inquietudes, quando en el año de 1590 ocurrió otra de no menor riesgo. Huye el Secretario Antonio Pérez de la prisión en que se hallaba en Madrid, y busca en los fueros de Aragón, su patria, el asilo que no podia esperar en Castilla: correspondía al tribunal del Justicia el acordarle: unos porque le juzgaban justo, y muchos, mal aconsejados, clamaban porque se le concediese: el Real Fisco pedia su prisión; y todo anunciaba calamidades: ¡terrible situación para D. Martin, que debia entender en esta causa! No obstante, lleno de entereza, y fiel á su Soberano, hizo sorprehender á Pérez en Calatayud, y llevarle preso á Zaragoza, evitando todo alboroto. Su conducta en este lance, y en sus consecuencias hasta las Cortes, que fue preciso juntar en Tarazona, le acabaron de acreditar con Felipe II, que en premio le dió la Regencia del Consejo supremo de aquel Reyno. En lugar de este destino hubiera querido D. Martin el retiro que había solicitado; pero tuvo que aceptarle, y con él cargarse de nuevos cuidados, entre los que la visita del Correo mayor D. Juan de Tasis, y las causas de varios personages de Aragón, presos en lo mas violento de las inquietudes pasadas, pusieron á prueba su constancia, y le suscitaron enemigos de quienes solo su virtud pudo triunfar.

Parece que los negocios graves prevenían á D. Martin en todos los empleos: muere Felipe II, y aunque sus enemigos quisieron malquistarle con su sucesor, enterado este de su mérito, y habiendo vacado, á poco tiempo de su exaltación al trono, la plaza de Justicia de Aragón, se la confiere, seguro de que nadie mejor que él sabrá desempeñarla: admítela después de haberla resistido con firmeza, y apénas había empezado á exercer sus funciones, quando ya tuvo que entender en una causa no menos peligrosa que la de Antonio Pérez, en la expulsión de los Moriscos de aquel Reyno y el de Valencia, que los expuso al mayor riesgo, por las infamias de los executores, y lo que mas le dió que meditar, en el arreglo del gobierno enervado por las alteraciones padecidas.

Nada sin embargo arredraba el espíritu de este varón constante; ni los trabajos, ni los años debilitaban su carácter íntegro: en el que precedió á su muerte acaeció la de Felipe III, no estando aun jurado su hijo sucesor en Aragón: este accidente pudo haber causado nuevas inquietudes; pero acudió á ellas con tanto tiempo y tal prudencia D. Martín, que sin chocar con las disposiciones de los Fueros de aquel Reyno, mereció que Felipe IV le diese las gracias en un tono muy lisonjero, y muy semejante al que en iguales circunstancias habia debido a sus augustos Padre y Abuelo.

Al año próximo, que fue el de 1622, acometido D. Martin de una terrible enfermedad, que le duró pocos días, murió al tercero de Abril con una tranquilidad edificante. Nombró por su heredero, por no haber tenido sucesión, á su sobrino D. Miguel, hijo de su hermano del mismo nombre, y se mandó enterrar en su capilla de la Anunciata en la Iglesia del Pilar; lo que se verificó tres días después de su muerte con la mayor pompa, y con un concurso universal, como lo habia sido el dolor de su pérdida. El epitafio que compuso para su sepulcro el P. Juan Rajas, docto Jesuita, es un compendio enérgico de sus sobresalientes virtudes.