Marianela: 22
Capítulo XXII
¡Cosa rara, inaudita! La Nela que nunca había tenido cama, ni ropa, ni zapatos, ni sustento, ni consideración, ni familia, ni nada propio, ni siquiera nombre, tuvo un magnífico sepulcro que causó no pocas envidias entre los vivos de Socartes. Esta magnificencia póstuma fue la más grande ironía que se ha visto en aquellas tierras calaminíferas. La señorita Florentina, consecuente con sus sentimientos generosos, quiso atenuar la pena de no haber podido socorrer en vida a la Nela, con la satisfacción de honrar sus pobres despojos después de la muerte. Algún positivista empedernido, criticona por esto; pero nosotros vemos en tan desusado hecho una prueba más de la delicadeza de su alma.
Cuando la enterraron, los curiosos que fueron a verla ¡esto sí que es inaudito y raro! la encontraron casi bonita; al menos así lo decían. Fue la única vez que recibió adulaciones.
Los funerales se celebraron con pompa, y los clérigos de Villamojada abrieron tamaña boca al ver que se les daba dinero por echar responsos a la hija de la Canela. Era estupendo, fenomenal que un ser cuya importancia social había sido casi casi semejante a la de los insectos, fuera causa de encender muchas luces, de tender muchos paños y de poner roncos a sochantres y sacristanes. Esto, a fuerza de ser extraño, rayaba en lo chistoso. No se habló de otra cosa en seis meses.
La sorpresa y... dígase de una vez, la indignación de aquellas buenas muchedumbres llegaron a su colmo cuando vieron que por el camino adelante venían dos carros cargados con enormes piezas de piedra blanca y fina. ¡Ah! En el entendimiento de la Señana se verificaba una espantosa confusión de ideas, un verdadero cataclismo intelectual, un caos, al considerar que aquellas piedras blancas y finas eran el sepulcro de la Nela. Si ante la Señana volara un buey o discurriera su marido, ya no le llamaría la atención.
Revolvieron los libros parroquiales de Villamojada, porque era preciso que después de muerta tuviera un nombre fijo la que se había pasado sin él en vida, como lo prueba esta misma historia, donde se la nombra de distintos modos. Hallado aquel requisito indispensable para figurar en los archivos de la muerte, la magnífica piedra sepulcral que se ostentaba orgullosa en medio de las rústicas cruces del cementerio de Aldeacorba tenía grabados estos renglones:
R. I. P.
MARÍA MANUELA TÉLLEZ
RECLAMOLA EL CIELO
EN 12 DE OCTUBRE DE 186...
Una guirnalda de flores primorosamente tallada en el mármol coronaba esta inscripción. Algunos meses después, cuando ya Florentina y Pablo Penáguilas se habían casado y cuando (dígase la verdad, porque la verdad es antes que todo)... cuando nadie en Aldeacorba de Suso se acordaba ya de la Nela, fueron viajando por aquellos países unos extranjeros de esos que llaman turistas, y luego que vieron el soberbio túmulo de mármol alzado en el cementerio por la piedad religiosa y el afecto sublime de una ejemplar mujer, se quedaron embobados de admiración, y sin más averiguaciones escribieron en su cartera de apuntes estas observaciones, que con el título de Sketches from Cantabria publicó más tarde un periódico inglés.
«Lo que más sorprende en Aldeacorba es el espléndido sepulcro erigido en el cementerio, sobre la tumba de una ilustre joven, célebre en aquel país por su hermosura. Doña Mariquita Manuela Téllez perteneció a una de las familias más nobles y acaudaladas de Cantabria, la familia de Téllez Girón y de Trastamara. De un carácter espiritual, poético y algo caprichoso, tuvo el antojo (take a fancy) de andar por los caminos tocando la guitarra y cantando odas de Calderón, y se vestía de andrajos para confundirse con la turba de mendigos, buscones, trovadores, toreros, frailes, hidalgos, gitanos y muleteros, que en las kermesas forman esa abigarrada plebe española que subsiste y subsistirá siempre, independiente y pintoresca, a pesar de los rails y de los periódicos que han empezado a introducirse en la península occidental. El abad de Villamojada lloraba hablándonos de los caprichos, de las virtudes y de la belleza de la aristocrática ricahembra, la cual sabía presentarse en los saraos, fiestas y cañas de Madrid con el porte (deportment) más aristocrático. Es incalculable el número de bellos romanceros, sonetos y madrigales compuestos en honor de esta gentil doncella por todos los poetas españoles.»
Bastome leer esto para comprender que los dignos reporters habían visto visiones. Traté de averiguar la verdad, y de la verdad que averigüé resultó este libro.
Despidámonos para siempre de esta tumba, de la cual se ha hablado en El Times. Volvamos los ojos hacia otro lado, busquemos a otro ser, rebusquémosle, porque es tan chico que apenas se ve, es un insecto imperceptible, más pequeño sobre la faz del mundo que el philloxera en la breve extensión de la viña. Al fin le vemos; allí está, pequeño, mezquino, atomístico. Pero tiene alientos y logrará ser grande. Oíd su historia, que es de las más interesantes...
Pues señor...
Pero no: este libro no le corresponde. Acoged bien el de Marianela y a su debido tiempo se os dará el de Celipín.
Madrid.- Enero de 1878.