Margarita la tornera

Margarita la tornera
de José Zorrilla

LEYENDA TERCERA. edición de 1841 de Cantos del Trovador

Margarita la tornera

editar

Invocación

editar

                   ¡Espíritu sublime y misterioso
que del aire en los senos escondido
templas su voz, prestándole armonioso
eco gigante o soñoliento ruido;
arcángel cuyo canto melodioso
el orbe arrulla ante tus pies tendido,
inspira tú palabras a mi acento,
gratas como la música del viento!
   Porque, ¿quién como tú me las darías?
Tú, cuya voz dulcísima murmura
en la quietud de la floresta umbría,
y del bosque salvaje en la espesura,
y en los gemidos de la mar bravía,
y en los murmullos de la sombra oscura.
Y cuando tiene inspiración o acento
tonos te pide para usar su aliento.
   ¿Quién como tú la inspiración me diera,
y la armonía celestial y santa,
y la robusta entonación severa
de que carece mi mortal garganta?
Cruzar los lindes de tu azul esfera,
medir audaz la inmensidad que espanta,
no osara, no, mi pensamiento vano
sin el auxilio de tu santa mano.
   Y tú, radiante y peregrina estrella,
María de los mundos soberana,
Madre sin mancha, compasiva y bella,
a quien adoro en ilusión lejana
cual faro santo que en mi fe destella,
mi voz perdona, si mi voz profana
osa hablar de tu amor y tu hermosura
con lengua pobre, terrenal e impura.
   Sé que mis ojos, inmortal Señora,
la gloria manchan de tu faz divina;
indignos, ¡oh celeste Emperadora!,
son de mirar tu sombra peregrina;
no merece mi lengua pecadora
ser alfombra a tu planta cristalina,
mas deja al fin, ¡oh luz de mi esperanza!,
que alce un himno mi voz en tu alabanza.
   ¡Venid los que lloráis! Oíd mi canto
los que creéis en la virtud y el Cielo;
venid, almas transidas de quebranto,
venid a oírme y hallaréis consuelo;
veréis lucir tras la tormenta oscura
un rayo de esperanza y de ventura.

I. El padre y el hijo

editar


                   Dicen que en una ocasión
(el año no hace a la esencia
del hecho) había en Palencia
un tal don Juan de Alarcón.
   No era de Palencia el tal,
mas su padre residía
allí, porque allí tenía
crecidísimo caudal.
   Gil era el nombre del padre,
viudo desque Juan vivió,
pues el muchacho nació
dando la muerte a su madre.
   Adoraba el buen don Gil
en su hijo, y era don Juan
el mancebo más galán,
más generoso y gentil
   que en Palencia se encontraba;
siempre de amigos cercado,
siempre de ellos festejado,
puesto que él siempre pagaba.
   Ello es cierto que por más
que el padre le amonestó,
un libro jamás abrió
ni oyó un maestro jamás.
   Pero en cambio era el mejor
que había en todo Palencia
para armar una pendencia
o enmarañar un amor.
   Arrinconaba a un maestro
tirando la espada negra,
y dicen que fue a Consuegra
a desafiar a un diestro,
   y sacándolo a reñir
matóle y tomó a su dama,
con lo cual creció su fama
lo imposible de decir.
   Iba, pues, todos los días
en auge, con sus extrañas
y turbulentas hazañas
hechas en las cercanías.
   Pues, aunque áspero de genio
e indolente, el tal don Juan
era mozo muy galán
y de ventajado ingenio.
   Cada noche andaba en vela
por una nueva beldad,
y daba gozo en verdad
verle tocar la vihuela.
   Cantaba que era delicia,
y sabía centenares
de endechas y de cantares
que rebosaban malicia.
   Y tan joven, tan apuesto,
tan bello y con fama tal,
dueño de tan buen caudal
y a cualquier lance dispuesto,
   era en todos los partidos,
entre rondas y querellas,
el cucú de las doncellas
el coco de los maridos.
   Que no hay una cuya reja
a su reclamo no se abra,
ni le esquive una palabra
dicha de paso a la oreja.
   No hay casado cuyo sueño
su voz no turbe o asombre.
ni marido que a su nombre
no frunza un tantico el ceño.
   Y el buen don Gil, que sabía
las proezas de su hijo,
le amonestaba prolijo
cada noche y cada día.
   Mas él seguía sin tino
dando brida a sus locuras,
y diciendo «que aventuras
buscar, era su destino».
   Envióle a Valladolid,
mas fue en la Universidad
de rebeldes capataz
y de zambras adalid.
   Él fue, haciendo mil papeles
en rondas y francachelas,
el alma de las vihuelas
y el terror de los bedeles.
   Y causador de las bullas
y arrestos estudiantiles,
azotó a los alguaciles
y acuchilló las patrullas.
   Quísose usar de rigor
con él, y sentó tan mal,
que un día en la catedral
se agarró con un doctor.
   Tomaron otros la injuria
tan a pechos, que cerraron
sus cátedras, y aun hablaron
de don Juan con harta furia.
   Mas sus palabras, contadas
ante él, en un claustro pleno
presentóse y lo hizo bueno
con muchos a bofetadas.
   Un canónigo muy viejo,
pariente suyo, le dio
quejas, a que él respondió
con insolente despejo:
   «Que tenía el alma seca
de hablar de legislación,
y que sentía intención
de quemar la biblioteca.»
   En fin, no hallando más medio
de estar en seguridad,
mandaron que la ciudad
despejara sin remedio.
   Él decidió resistir
la orden cuanto pudiera,
pero tan precisa era,
que al fin fue fuerza partir.
   Salió, sí, de la ciudad,
pero a caballo y de día,
con tal pompa y osadía
que fue escándalo en verdad.
   Volvióse a Palencia, pues,
y en su caballo mejor
entró cual conquistador
la misma tarde a las tres.
   Recibióle el buen don Gil
irritado, y con razón;
pidióle el mozo perdón,
culpó su ardor juvenil,
   pintóse muy ultrajado
por la estudiantil canalla,
e hizo justa la batalla
a que le habían provocado.
   Forjó un enredo chistoso
con el rector y una moza
que vino de Zaragoza
con oficio no piadoso
   y contó tan peregrinos
lances de entrambos, que el viejo
tuvo por mejor consejo
reírle sus desatinos.
   Y como era de pensar,
tras tan exótica risa,
diéronse ambos buena prisa
lo pasado en olvidar.
   Tornóle el padre a sus brazos
y perdonó en conclusión,
que al cabo los hijos son
de las entrañas pedazos.
   Tornó a ser, pues, lo que era;
y quedaron finalmente
el padre tan indulgente
y el hijo tan calavera.
                 *
   Viven el padre y el hijo
frente por frente a unas monjas
que en un esquilón repican
dos veces en cada hora.
Don Gil, que es hombre devoto
y acosado de la gota,
de tal vecindad se alegra,
mas de ella don Juan se enoja.
Dice el padre: «Aquí tenemos
misa, jubileo y honras,
pláticas y ejemplos santos,
que al cabo jamás estorban.»
Dice el hijo: «¡Qué demonio!
Es una calle tan sola...
No hay en toda ella una reja
útil a cita ni a ronda.»
Dice el padre: «Esas benditas
están ganando la gloria
y encomendando al Eterno
sus vecinos... ¡Él las oiga!»
Dice el hijo: «Esas mujeres
se están como unas marmotas
toda su vida encerradas.
¡Vaya una aprensión diabólica!»
Dice el padre: «El capellán,
que es doctísima persona,
me tiene continuamente
conversaciones sabrosas.»
Dice el hijo: «¡Si al menos
hubiera una buena moza
a quien decir cuatro flores!...
Serán unos cocos todas.»
Y el padre: «Nada me falta
para una vejez dichosa,
la iglesia y la plaza cerca,
casa y rentas que me sobran.»
Y dice el hijo: «Por último,
haremos una intentona
a ver si las enjauladas
son lechuzas o palomas.»
Y así el padre y así el hijo
distintos proyectos forman,
aquél con sus devociones
y estotro con sus devotas.
Don Gil reza y oye misa
tres o cuatro, una tras otra,
y don Juan acecha atento
la morada misteriosa.
Va de continuo a la iglesia
y al pie del coro se aposta,
troneras y celosías
de día y de noche ronda.
Mas ni ve ni alcanza nada,
pues entre verjas y tocas
todas son blancas visiones
que a lo lejos se evaporan.
Si llama al torno, ¡Deo gratias!
responde dentro gangosa
una voz que huele a vieja
y suena a campana rota.
Él pide agua del aljibe,
y escapularios y tortas
por echar una puntada
sobre si hay muchas o pocas
madres, ancianas o jóvenes.
Y por más que a la rectora
alaba, y a las novicias,
y a la que el órgano toca,
y a las que cantan en coro,
y a la salmista que entona,
y hasta a la vieja beata
que afuera pide limosna,
es inútil su destreza,
nada adelanta ni logra:
siempre a sacar viene en limpio
noticias que no le importan:
la novena de Santa Ana,
el sermón del padre Acosta,
la nueva casulla verde,
la falda de Santa Rosa,
cosas de que gusta el padre,
que es viejo y que tiene gota,
pero que al hijo concluyen
por remontarle la cólera,
y al cabo sale diciendo:
«¡Bruja condenada y chocha,
que nunca responde acorde
ni dice cosa con cosa!»
Desistió, pues, del empeño,
mas fue temporada corta,
merced a un nuevo incidente
que al cabo picó en historia.
Llevóle su padre a misa
un día casi a la aurora;
ya había en la iglesia gente,
aunque soñolienta y poca.
Oraba el padre de hinojos
en un pico de la alfombra
que disimulaba en parte
la humedad de las baldosas,
y él, recostado en las verjas
del coro, en dulces memorias
dejaba vagar perdida
al ánima irreligiosa.
Ya sonreía afectado
por ideas seductoras,
ya el entrecejo fruncía
por negros recuerdos de otras;
y tan absorto se hallaba
con sus visiones gloriosas,
que ya alzaba el sacerdote
la sacratísima forma,
y él, sin bajarse a adorarla,
en su quietud silenciosa
continuaba con escándalo
del pueblo que cree y adora.
Y la verdad que no era
culpa enteramente propia,
pues parte habría del diablo
la malicia tentadora.
Ello es que él a sus espaldas
sintió señal cautelosa
que le arrancó de sus vanas
visiones encantadoras,
y una voz que le decía,
limpia, argentina y sonora:
«De rodillas, caballero,
que están alzando la hostia.»
Y él, advertido y curioso,
de hinojos cayó en las losas,
pero volviendo la cara
al maestro de ceremonias.
Era el tal una monjita,
que al notar la codiciosa
mirada del mozo en ella,
de rubor se puso roja,
bajó los ojos al suelo,
sobre el pecho vergonzosa,
dobló la cerviz, y humilde
tocó la tierra y besóla.
Mas encontrando al alzarse
la mirada abrasadora
del mozo clavada en ella,
levantóse presurosa.
Don Juan, advirtiendo astuto
que se iba y que estaba sola,
asió la ocasión propicia,
y a desvanecerse pronta:
-¡Chíst! -le dijo, con la mano
llamándola-. Hermana, oiga
una palabra.
LA MONJA ¿Qué quiere?
DON JUAN ¿Sois tal vez la superiora?
LA MONJA ¡Yo, señor! Soy la tornera.
DON JUAN ¡La tornera! Sois muy docta
para oficio tan servil
y diestra remedadora
de acentos, pues respondéis
¡Deo gratias!, tan tembloroso,
que más parece que vuestra,
la voz de una setentona.
LA MONJA Ved qué decís, caballero,
que yo no he sido hasta ahora
tornera, y lo soy este año
por muerte de sor Leoncia.
DON JUAN ¿Murió la pobre?
LA MONJA Murió.
Mas mirad que se prolonga
la conversación y...
DON JUAN Es cierto.
Si fuerais vos...
LA MONJA Servidora
vuestra.
DON JUAN Callada y prudente...
LA MONJA Cuando la imprudencia importa,
yo soy obediente y...
DON JUAN ¡Bueno!
Si no desplegáis la boca,
yo os prefiero a la abadesa.
LA MONJA No hay abadesa; es priora.
DON JUAN A la priora, es lo mismo.
Para hablaros de una cosa,
de un secreto que interesa.
LA MONJA Secreto!
DON JUAN A la mayor honra
y gloria de Dios, y vuestra.
LA MONJA ¿Mía?
DON JUAN Pues, y de las monjas.
LA MONJA Decídmelo.
DON JUAN Es imposible;
despacio ha de ser y a solas,
y pronto, pues urge mucho.
LA MONJA ¡Ay Dios!
DON JUAN ¡Eso es! Ya medrosa
vais a publicarlo todo
y vais... Vaya, ¿tenéis hora
en que poder escucharme?
Porque es fuerza que persona
de la casa me secunde
la intención.
LA MONJA Como no escoja
la de maitines...
DON JUAN ¿De noche?
Mejor es que ninguna otra.
¿Y en dónde os veré?
LA MONJA En la reja
de esa capilla; me toca
velar esta noche.
DON JUAN ¡Bueno!
No faltéis.
LA MONJA Estaré pronta.
En oyendo la campana...
DON JUAN Sí, mi casa está próxima;
la oigo bien.
LA MONJA Pues hasta luego.
DON JUAN Adiós, hermana... ¡y memoria!
Salió la monja del coro;
don Gil con su pierna coja,
salió acabada la misa,
y don Juan, el alma loca
de gozo, atisbó la reja
citada, y buena juzgóla
para el caso, en sí diciendo:
«¿La niña, ¡eh!, si será tonta?»

II. Insensatez y malicia

editar


                   La media noche era dada,
y aún tocaban a maitines
los esquilones agudos
con discordante repique,
cuando don Juan de Alarcón,
dichoso en amor y en lides,
tomaba punto en la calle,
despreciando la molicie
de la cama, y sin cuidar
de que en el vulgo le tilde
la ronda, si se descubre
o hay lance que le complique.
Largo y toledano acero
bajo la capa se ciñe.
Por si salen a campaña
curiosos o ministriles.
Por lo demás, su disfraz
maldito lo que le aflige.
Sólo de su ropa y cara
en todos lances se sirve,
pues no le importa que nadie
le conozca ni le mire
por dondequiera que vaya,
pase, espere, oiga o platique.
Por consiguiente, don Juan
impertérrito prosigue
esperando que la reja
o se ocupe o se ilumine.
Y está la noche a propósito,
pues pardas nubes impiden
a la encapotada luna
que en toda su fuerza brille;
de modo que siendo a un tiempo
clara y nublada, despide
luz para quien luz desea,
sombra para quien la pide.
Todo en Palencia reposa,
que es ciudad pobre, aunque insigne,
y alberga de labradores
gran parte y de gente humilde,
y es fuerza que, pues madrugan,
largas horas no vigilen.
Ni pasos, pues, ni rumores
de vivientes se perciben;
óyese sólo del aire
el son prolongado y triste;
y el ladrido de los perros
que ecos lejanos repiten.
Suena a lo lejos el órgano,
y vienen a confundirse
con sus cláusulas del viento
las ráfagas invisibles
que de las torres perdidas
en los calados sutiles
murmuran, silban o zumban,
chillan, retumban o gimen.
Horas medrosas son éstas
en que la mente concibe
larga turba de fantasmas
que estorban aunque no existen.
Horas que para sus juntas
los espíritus eligen,
y el vulgo para sus cuentos
de apariciones y crímenes.
Mas sin acordarse de ellas,
con ánimo osado y firme,
aunque de aguardar cansado
y casi tentado a irse,
de arriba abajo don Juan
la calle embozado mide
a las sombras de las tapias
y al compás de los maitines.
Y ya en el centro del claustro
cesado habían de oírse
tiempo hacía, y ya el mancebo
renegaba de la estirpe
de la tornera y de todas
las monjas que a coro asisten
en el mundo, cuando a espacio
siente la ventana abrirse;
y en la oscuridad confusa,
haciendo vista de lince,
un vago contorno blanco
tras de los hierros percibe.
DON JUAN Hermana, ¡gracias a Dios!
Más de una hora me tuvisteis
de plantón. ¡Dios os lo premie!
LA MONJA ¿Tardé mucho?
DON JUAN (¡Vaya un chiste!)
No hay para qué hablar ya de ello,
puesto que al cabo vinisteis.
LA MONJA ¿Sabe lo que digo, hermano?
DON JUAN No, hermana, si no lo dice.
LA MONJA Dirélo: cuando muchacha
leí unos libros que escribe
un tal Quevedo, que tienen
a fe mía mucho chiste,
y hay un lance en uno de ellos
tan bonito..., y que a decirle
verdad se parece tanto
a esta noche...
DON JUAN ¿En qué, mi Filis?
LA MONJA En que hay un mozo en la calle.
Que sois vos, y viene a oírle
una mujer, que soy yo, y...
Pero, antes que se me olvide,
mirad. Filis no me llamo,
sino Margarita.
DON JUAN ¡Miren
qué nombre tiene tan lindo
la hermana!
MARGARITA ¿Os gusta?
DON JUAN Indecible
gozo me da vuestro nombre,
y admiro que signifique
una cosa tan preciosa
como quien le usa y recibe.
MARGARITA ¿Gasta lisonjas, hermano?
Mas soy curiosa: decidme,
¿y Filis qué significa?
Que ha poco me lo dijisteis.
DON JUAN Ésa es una pastorcilla
muy bonita, de unos quince
años, con dos ojos negros
que en luz con el sol compiten,
y con un cutis más blanco
que las plumas de los cisnes,
con un cuerpo más esbelto
que una palma, y más flexible
que los juncos olorosos
que en el agua echan raíces,
y con dos manos más bellas
que el nácar y los jazmines.
MARGARITA ¿Y dónde está esa muchacha?
DON JUAN Es una niña invisible
que en la idea solamente
de los poetas existe.
MARGARITA ¿Y qué tengo yo que ver
con Filis?
DON JUAN ¿Nunca os pusisteis
delante de algún espejo?
MARGARITA Sí, por cierto.
DON JUAN Y la visible
apariencia de cristal,
¿qué os mostró?
MARGARITA No es muy difícil
de decir: era otra yo.
Otra monja.
DON JUAN ¿Mas no visteis
que era una monja muy bella,
aunque estaba un poco triste?
MARGARITA ¡Calla! Es verdad que lo estaba.
DON JUAN ¡Y sin los frescos matices
de un rostro tan joven!
MARGARITA ¡Vaya!
DON JUAN Y ojerosa, y ¿no os hicisteis
cargo de lo mal que la iban
aquellos mil arrequives,
de tocas y de sayales.
Y de mantos, que la impiden
mostrar el cuello de tórtola.
El alto pecho de cisne,
y los tornátiles brazos
y las madejas sutiles
de los sedosos cabellos
que para nada le sirven?
MARGARITA Hermano, ¡Jesús mil veces!
¡Jesús, qué cosas me dice
tan peligrosas! Empiece
lo que tenga que advertirme
del secreto.
DON JUAN (¡Pobrecilla!)
Pues bien, Margarita, oídme:
si conocierais un hombre,
como allá dentro os lo finge
vuestra mente, osado, joven,
cariñoso, irresistible,
y os dijeran que en el mundo
pasan sucesos horribles,
guerras y persecuciones.
Muertes e incendios a miles
cometidos por contrarios
victoriosos e invencibles,
que demuelen las iglesias
y se temen que se avisten
dentro de poco en Palencia
y a todos nos aniquilen;
y ese mancebo os dijera:
«Ven, es forzoso seguirme;
yo sólo puedo salvarte,
¡yo te amo!» ¿Osarais seguirle?
MARGARITA ¡Dios mío!
DON JUAN Si ése os dijera:
«Yo sé un lugar infalible.
Donde sin guerras ni duelos
y sin afanes se vive
con compañeros alegres,
entre danzas y festines,
prolongados en la noche
con funciones y con brindis,
y yo soy dueño absoluto
de esos lugares felices;
y tú, ¡Margarita mía!
¡luz de mis ojos!; tú triste
en la soledad consumes
tus auroras juveniles,
tus olvidados encantos...
¡Oh, alma mía!, presto sígueme;
ven, huyamos, amor mío;
huyamos de estos confines
donde la muerte te aguarda
y la desdichada reside»,
¿qué diríais?
MARGARITA ¡Ay, hermano,
no sé qué me da...; decidme,
¿todo eso es cierto?
DON JUAN Muy cierto;
pero secreto imposible
de revelar, porque todos
quieren que todos peligren
al mismo tiempo y sucumban.
Y a quien lo sabe persiguen
con tormentos y castigos;
conque, hermana, por terrible
que sea la tentación
de hablar, cómo la resiste
vea, porque si lo cuenta
tal vez su vida peligre.
MARGARITA ¡Ay, Virgen santa!
DON JUAN Y la aviso
que si a mi razón se rinde,
yo la sacaré del claustro
antes que el mal se aproxime.
MARGARITA ¡Ay, sí, sí!
DON JUAN ¿Consiente en ello?
MARGARITA Sí, por cierto.
DON JUAN ¿Y será firme
en resolución tamaña?
MARGARITA Que si seré. ¡Dios me libre!
¡Morir así en las manos
sangrientas de esos caribes
que decís!
DON JUAN Pensadlo a solas
y entraos, no nos atisben
y nos frustren el intento.
Adiós, hermana.
MARGARITA Él os guíe
y os acompañe.
DON JUAN ¡Ea, adiós!
Y si estáis pronta a seguirme,
yo os quiero mucho, y con tiempo
salvaros no es muy difícil.
MARGARITA Adiós.
DON JUAN Adiós.
                     Y a la reja
echó los cerrojos triples
la monja, y empezó el mozo
a todo trapo a reírse.
Abrió al fin, y entró en su casa
con llavín de que él se sirve,
Acostóse, y rebujándose
la ropa hasta las narices,
apagó la luz, diciendo:
«Pues señor, bien; muchas hice,
mas, ¡vive Dios, que esta última
será tal que me acredite!»

III. Tentación

editar

                   Aún no cuenta Margarita,
diecisiete primaveras.
Y aún virgen a las primeras
impresiones del amor,
nunca la dicha supuso
fuera de su pobre estancia,
tratada desde la infancia
con cauteloso rigor.
   Hija de padres, si nobles,
desconocidos y avaros,
compró la infeliz muy caros
los gustos de su niñez,
y al cabo tornóse en humo
y en soledad para ella
la vida futura y bella
que se imaginó tal vez.
   Siempre encerrada y oculta
cuando en el mundo vivía,
sólo del mundo veía
la calle tras un cancel;
y no alcanzó, de su casa,
fuera del triste recinto,
el mágico laberinto
que se extendía tras él.
   Jamás pensó que las flores
que sus jardines criaran,
los salones perfumaran
preparados al festín;
jamás pensó que las noches
que ella pasaba en su lecho,
tuvieran bajo otro techo
más delicioso, otro fin.
   Que las danzas bulliciosas,
las alegres serenatas,
las mil quimeras dichosas
de la alegre sociedad,
aún no hablan en tumulto,
ido a tender en sus sueños
los dos lazos halagüeños
de amor y de vanidad.
¡Amor! Esa fantasía,
vaporosa y encantada,
selva escondida, empapada
de armonía y de placer;
santuario de la ventura,
magnífico paraíso
donde ir vagando es preciso
tras un fantástico ser.
   Un ser que huye y se engalana
con los colores del viento,
y se nos muestra un momento
en fugitiva ilusión,
y un ser que a pocos contenta,
cuando por fin alcanzado
deja el oropel prestado
y descubre el corazón.
   ¡Feliz quien halla en su centro
fresco pabellón tranquilo
de reposo, y no da asilo
en él a la vanidad!
La vanidad, luz fosfórica
que ilumina los espejos
y causa con sus reflejos
del alma la ceguedad.
   ¡Inocente Margarita!
¡Fugitiva mariposa,
que de esa luz engañosa
en torno girando vas!
¡Plega tus alas errantes,
y en tu inocencia dormida
no pienses en otra vida
que te doraron quizás!
   Mas, ¡ay!, que dulces palabras
sonaron en tus oídos,
y los deseos dormidos
se revelaron en pos.
¡Ay! ¿Por qué en el mundo vano
a quien le da la inocencia
no le da la resistencia
para defendernos, Dios?
   La vida hermosa se finge,
y aunque en ilusión escasa,
ya en impaciencia se abrasa
de sentir y de gozar.
Y no es temor a los males
que don Juan la profetiza;
es que el placer diviniza,
y le adora a su pesar.
   ¡Pobre niña! Allá a sus solas,
ciega por un mal consejo,
por vez primera un espejo
eligió para su juez,
y recordó las palabras
de un seductor insolente,
y recordó la inocente
los días de su niñez.
   Cuando su madre a deshora
de los festines volvía,
y entre sueños la veía
sus adornos deponer;
cuando acaso desvelada
al son de los instrumentos,
sentía los aposentos
vecinos estremecer.
   Y cuando acaso a escondidas,
asomada a una ventana,
vía la turba profana
voluptuosa pasar;
y al brazo de los mancebos,
con el deleite más bellas,
asidas muchas doncellas
sonreír y platicar.
   ¡Oh! Qué seis años monótonos
de soledad y convento,
habían su pensamiento
reducido a un punto ruin,
a espacio tan miserable,
a círculo tan mezquino,
que era el claustro su destino
y el altar era su fin.
   «Aquí está Dios», la dijeron,
y ella dijo: «Yo le adoro.»
«Aquí está el torno y el coro.»
Y pensó: «¡No hay más allá!»
Y sin otras ilusiones
que sus sueños infantiles,
pasaron sus seis abriles
sin conocerlos quizá.
   Pobre tórtola enjaulada
dentro la jaula nacida,
¿qué sabe ella si hay más vida
ni más aire en que volar?
Si no vio nunca sus plumas
del sol a los resplandores,
¿qué sabe de los colores
con que se puede ufanar?
   Mas ¡guay que alcance a lo lejos
del día la lumbre pura,
de la selva la frescura
y el arrullo de su amor!...
¡Su nido será su cárcel,
su potro serán las rejas,
sus arrullos serán quejas
y su silencio dolor!
   Mas es tarde; Margarita
en la noche solitaria
oyó amorosa plegaria,
y se despertó su afán,
su corazón revelóse
con incógnitos afectos,
y odió los santos preceptos
al recordar a don Juan.
   Y confundiendo en su mente
sus amagos y alabanzas,
ya en risueñas esperanzas,
ya en inocente pavor,
contemplándose al espejo
con la luz de la bujía,
así pensaba y decía
Margarita en su interior:
   «¿Conque hay fiestas y banquetes,
y nocturnos galanteos,
y deliciosos paseos,
de esta pared más allá?
¿Conque esta toca de lana,
cambiada en perlas y flores,
hará mis gracias mayores
y más hermosa me hará?
   ¿Conque aquellas relaciones
de encantos que yo leía
y que apenas comprendía,
ni comprendo, ciertas son?
¿De aquellas magas fantásticas,
de aquellos bravos guerreros
y gentiles caballeros,
la historia no es ilusión?
   ¿Y se encuentran y combaten
por bizarras hermosuras,
y corren mil aventuras
por agradarlas mejor?
¿Y ellas viven en palacios,
y vagan por sus jardines,
y celebran con festines
la ventura de su amor?
   ¡Oh! ¡Que ese hombre me lo ha dicho!
Sí, sí, negros son mis ojos...
¡Y esta toca me da enojos
y me hace fea tal vez!...
Si me lo dijo, ¡lisonja!,
mas probemos; me la arranco:
¡Oh, como el armiño blanco
mi pecho!... ¡Blanca mi tez!
   Blancos mis brazos redondos;
mis mutilados cabellos
son de azabache..., y en ellos
puesta, aunque mal, esta flor,
¡cuán bien me va!... ¡Oh, soy hermosa!
Y encerrada me consumo,
y se pierden como el humo
mis días de más valor.»
   Así, desnuda al espejo
presentando su hermosura
Margarita, en su locura,
deseó la libertad.
Y acosada por tan varios
pensamientos tentadores,
los deleites seductores
amó de su vanidad.
   Y desde esa triste noche,
cabizbaja y distraída,
sintió su fe decaída,
estéril su religión;
y allá muy lejos del claustro
perdido su pensamiento,
para huir no tuvo aliento
la terrible tentación.
   Y pasaron muchas noches,
y don Juan siguió viniendo
a la reja y siguió oyendo
Margarita al seductor,
y con las dulces promesas
del galán adormecida,
suspiró por otra vida
de deleites y de amor.
   Que era el mozo muy astuto,
y era muy cándida ella,
y era la monja muy bella,
y el rondador muy audaz;
las noches eran oscuras,
las citas muchas y en calma,
y el amor prende en el alma
con la chispa más fugaz.
   ¿Y quién explica, aun queriendo,
el efecto poderoso
con que un coloquio amoroso
cambia al fin un corazón?
¿Y quién los medios explica
con que nos sale al encuentro
un amor que enciende dentro
el volcán de una pasión?
   ¿Qué puede hacer Margarita
si lo ignora, aunque lo siente?
Como víctima inocente
ir, dejarse arrebatar,
hacer dentro de su pecho
sus creencias mil pedazos,
y de don Juan en los brazos
caer, al pie del altar.
   Y cayó; que en una noche
por don Juan determinada
debía la desdichada
con él la fuga emprender.
Y oyóseles en la sombra
darse la cita postrera,
y acabar de esta manera,
ya cerca de amanecer:
DON JUAN No hay más medio, Margarita.
MARGARITA Mañana, pues.
DON JUAN Tanto monta
un día antes; estad pronta.
MARGARITA ¿Con que a las dos?
DON JUAN A las dos.
MARGARITA Por el huerto.
DON JUAN Estaré a punto.
Traeré escala pequeña,
y al dar las dos me haréis seña.
MARGARITA Y haré cuanto os plazca a vos.
DON JUAN Pues adiós.
MARGARITA Idos tranquilo
a dormir, y hasta mañana.
   Y se cerró la ventana;
y entró en su casa don Juan
y dicen que entre la puerta
quedó a la reja mirando,
su posición meditando,
tal vez con algo de afán.
   Mas al fin dijo, perdiéndose
por una escalera estrecha:
«Pues, señor, es cosa hecha;
¡mas me ocurre una cuestión!
Dineros... ¡Bah!, tiene padre
dentro su alcoba una arquita,
y ha un año que la maldita
me está dando tentación.
   ¡Conque, don Juan, no hay cuidado!
Vendrá Dios y medraremos.»
Y asiendo los dos extremos
de la sábana a la par,
con un movimiento rápido,
se hundió don Juan en su lecho,
y durmió tan satisfecho
que era cosa de envidiar.

IV.¡Oh, religión consoladora y bella,

editar


                   ¡Oh, religión consoladora y bella,
feliz mil veces quien a ti se acoge
y el norte sigue de tu fija estrella,
y tu divina luz constante adora!
Que en la fiera borrasca asoladora
de esta vida de llanto y de pesares,
nunca extraviado perderá la huella
del más allá que empieza en los altares.
   ¡Sí, misteriosa religión, tú tienes
consuelos para el triste, y alegrías
para quien cuenta sus tranquilos días
por venturas y bienes!
Tú tienes el azote del malvado,
la corona del justo,
la palma de la virgen inocente;
y esperanza del náufrago postrado,
y ánimo del soberbio delincuente;
siempre se ve brillar allá en la altura
el vivo lampo de tu lumbre pura.
   Si Jehová soberano
indignado recorre el mundo inicuo
y aparta dél su poderosa mano,
y las razas maldice,
torpemente mezcladas,
de su Dios y su origen olvidadas;
si agita sus caballos iracundos
y su carro de fuego airado lanza
por medio de los mundos,
y encima de las turbas insensatas
revientan las henchidas cataratas,
al justo salva, y luego,
tornando compasivo a la bonanza,
de su ira celestial matando el fuego,
en prenda de salud y de sosiego
tiende el iris de paz y de esperanza.
   Si elevado en el Gólgota pendiente,
tinto en su sangre con horror expira,
a la precita gente
con tiernos ojos expirando mira;
y conociendo que quien tal le puso
no merece perdón por parte suya,
a su Madre infeliz les encomienda.
«Vuestra Madre -dijo muriendo-;
esa de mi bondad última prenda,
si algún día vertéis sincero llanto,
por vosotros pidiendo,
para salvaros del azar tremendo,
real protectora os tenderá su manto.»
   Y a Ti, Madre amorosa,
los tristes ojos con afán volvemos
en la airada tormenta procelosa,
en Ti esperamos y en tu amor creemos,
y a Ti tornados a tus pies caemos.
Porque del Hijo santo
quien ha escupido en la divina cara,
arrepentido al cabo, ¿a quién mostrara
más que a la Madre el doloroso llanto?
¡Ah! ¿Quién le comprendiera,
ni quién capaz para enjugarle fuera,
sino quien puede de su dulce boca
con la dulce sonrisa
calmar la ira que el baldón provoca,
como disipa la apiñada niebla
el lento soplo de la blanda brisa?
¡Oh, dulce Madre celestial y bella,
feliz mil veces quien a Ti se acoge
y el norte sigue de tu fija estrella
y tu divina luz constante adora!
¡Feliz mil veces, inmortal Señora!
   Feliz Margarita bella,
cuya infantil confianza
de la luz de tu esperanza
no perdió nunca la huella.

V. La despedida

editar


                   Es ya la noche aplazada
por don Juan, fría y oscura;
el aire revuelto augura
la vecina tempestad.
Ni un astro al azar perdido
en el cielo azul riela;
el aire que corre hiela;
triste es la noche en verdad.
   Todo en el convento calla;
por las bóvedas sombrías
de sus largas galerías
ni un viviente, ni una luz.
Ninguna perdonó el soplo
del viento desordenado;
toda la tierra ha enlutado
la noche con su capuz.
   De los laureles del huerto
las hojas medidas suenan,
y el claustro vecino llenan
de ruido amedrentador.
Que prolongado en la bóveda,
y perdido en su hondo hueco,
sin cesar le arrastra el eco
de uno en otro corredor.
   A veces por un instante
todo el ámbito ilumina
la claridad repentina
de un relámpago fugaz,
y en el momento en que todo
a la vista se presenta,
todo de formas aumenta
y todo cambia de faz.
   Allá, a través alumbrado,
de un arco el contorno crece,
y un antro infernal parece
de cárdeno resplandor;
allí las verjas clavadas
en los pilares sujetos,
fugitivos esqueletos
representan con pavor.
   Allá un tapiz suspendido,
sobre una puerta enrollado,
semeja un monstruo enroscado
que se arrastra en un rincón;
allí empinado en su losa
de algún fundador el busto
remeda con fiero susto
gigantesca aparición.
   Acongojada la mente
con tan varias ilusiones,
redobla las aprensiones
que la vienen a turbar;
y engañados los sentidos,
la lengua a invocar no acierta
favor, ni la planta incierta
se decide a caminar.
   Estorbos mil al encuentro
nos salen a un punto mismo;
doquiera se abre un abismo
donde avanzamos el pie,
doquiera una sombra horrible
nos descarría y espanta,
y se anuda la garganta
y se acobarda la fe.
   Noche medrosa era, en suma,
la elegida por el mozo,
aunque él obra sin rebozo,
remordimiento ni afán;
y atribulada en su celda
esperaba Margarita
el momento de la cita
postrimera de don Juan.
   Su mente infantil, curiosa,
ansiaba el dulce momento;
mas vago remordimiento
la roía el corazón,
y recostada en su lecho,
sin apagar su bujía,
luchaba, mas no podía
con la loca tentación.
   De aquellos seres fingidos
por don Juan con la presencia
se amedrentaba, en Palencia
creyéndoles ya tal vez;
y se fingía entre sueños
a sus quietos moradores
envueltos en los horrores
en que cree su candidez.
   Más apacible otras veces,
su ilusión la presentaba
mil sombras que engalanaba
su imaginación pueril;
y recorría entre sueños
los encantados espacios
de los mentidos palacios
de su seductor gentil.
   Blanca paloma perdida,
próxima a tender su vuelo
para buscar otro cielo
más diáfano en que volar,
medía el espacio inmenso
que recorrer intentaba,
y antes de alzarse dudaba
si le podría cruzar.
   Tal vez sentía su nido
dejar allí abandonado
do habría tal vez gozado
de su ventura mayor;
mas ciega y enamorada,
y acaso falta de aliento,
iba a lanzarse en el viento
para seguir a su amor.
   Pobre barquichuela débil,
que en pos de nave entonada
salía desesperada
sin más norte que el azar,
tal vez temía la triste
que una tormenta futura
la sorprendiera en la altura
del no conocido mar.
   Y aunque fiada en su breve
tranquilidad engañosa,
imprudente u orgullosa
se preparaba a partir,
temía que una vez suelta,
botada a la mar bravía,
fuera imposible la vuelta
y el fondo su porvenir.
   Mas, ¡ay!, así estaba escrito;
de oculto sino impelida,
de su azarosa partida
la hora precisa llegó;
llegó, y al fin Margarita,
que oído prestaba atento,
oyó perderse en el viento,
los dos golpes del reloj.
   Salió cautelosa y tímida
de su celdilla temblando,
a todas partes mirando,
y a tientas guiando el pie;
mas ya en la lucha postrera,
próxima a colmar su falta,
siente que el pesar la asalta
y que renace su fe.
   Al corazón se le agolpan
mil vagos remordimientos,
mil vagos presentimientos
de incomprensible pavor,
y en su creencia sencilla,
del Dios mismo a quien ofende
tal vez recibir pretende
perseverancia y valor.
   Cruzó el solitario claustro,
bajó el caracol estrecho,
y a una ventana en acecho
quiso un instante posar;
la tempestad empezaba,
la lluvia espesa caía,
y el recio viento la hacía
sobre los vidrios botar.
   «¡Qué noche! -dijo espantada-.
¡Si habrá don Juan desistido!»
Mas percibiendo ruido
por las tapias del jardín,
escuchó sobrecogida
y en un postigo inmediato
la seña oyó a poco rato
que la avisaba por fin.
   No esperó más: con pie rápido
ganó el último aposento,
deseando del convento
los límites trasponer,
y ya del sacro recinto
fuera la planta ponía,
cuando en una galería
una luz alcanzó a ver.
   Detúvose a los reflejos
de aquella luz solitaria,
y lágrima involuntaria
sus pupilas arrasó.
Soltó el cerrojo, asaltada
por una dulce memoria,
y al claustro precipitada
la pobre niña volvió.
   Por imbécil e insensible
corazón vil que se tenga,
fuerza es que alguna mantenga
consoladora ilusión;
y por más que sea odiosa
la mansión donde se pasa
la vida, siempre a la casa
se apega nuestra afición.
   Siempre, aunque sea una cárcel,
hay un rincón olvidado
do alguna vez se ha gozado
un instante de placer,
y al dejarle para siempre,
conociendo que le amamos,
un ¡adiós! triste le damos
sin podernos contener.
   Margarita, que encerrada
pasó en el claustro su vida,
a dar una despedida
a su amado rincón;
porque en la virtud criada
y segura en su creencia,
uno buscó en su inocencia
su cándido corazón.
   En un altarcillo humilde,
en un corredor alzado,
de flores siempre adornado
y alumbrado de un farol,
de una Concepción había
primorosa imagen una,
a quien calzaba la luna
y a quien coronaba el sol.
   Era un lugar retirado,
mas la escultura divina
tan bella y tan peregrina,
que era imposible pasar
por delante sin que un punto
el celestial sentimiento
de su rostro, el pensamiento
se gozara en contemplar.
   Y aquél fue de Margarita
el rincón privilegiado;
ni una noche se ha pasado,
mientras en claustro vivió,
en que allí no haya venido
humildemente a postrarse,
y en manos a encomendarse
de la que nunca pecó,
   la pobre niña, agobiada
de soledad y fatiga,
buscó en su encierro una amiga
en quien creer y esperar;
y hallando aquella escultura
tan amorosa y tan bella,
partió su amistad con ella
y se encargó de su altar.
   Cortóla preciosas flores,
la hizo ramilletes bellos,
puso escondidos en ellos
aromas de grato olor;
tendió a sus pies una alfombra,
y en un farol que ponía
conservaba una bujía
con perenne resplandor.
   Allí fue donde alcanzando
aquella luz solitaria
vino la última plegaria
con lágrimas a exhalar,
y allí a la divina imagen,
con voz triste y lastimera,
la dijo de esta manera,
de hinojos ante el altar:
   «Ya ves que al fin es preciso
que deje yo tu convento;
mas ya sabes que lo siento,
¡oh, Virgen mía, por Ti!
Y puesto que de él sacarte
no puedo en mi compañía,
no me abandones, María,
y no te olvides de mí.
   »¡Ojalá entre mis hermanas
hubiera otra Margarita
que con tu imagen bendita
obrara como ella obró!
¡Ojalá esta luz postrera
que en esta noche te enciendo
estuviera siempre ardiendo
mientras te faltara yo!
   »Mas, ¡ay!, ninguna te quiere
como yo, y son mis angustias
pensar que estas flores mustias
a tus pies se quedarán,
y se apagará esa vela,
se ajarán tus vestiduras,
y los que pasen a oscuras
tu hermosura no verán.
   »Al fin yo parto, Señora;
mi confianza en Ti sabes;
en prueba, toma estas llaves
que conservo en mi poder.
Guárdalas: otra tornera
elige a tu gusto ahora,
y el Cielo quiera, Señora,
que nos volvamos a ver.»
   Así Margarita hablando,
con lágrimas en los ojos
ante la imagen de hinojos
los sacros pies la besó,
y dejándola las llaves
y encendida la bujía,
traspuso la galería,
ganó el jardín y partió.
   Quedóse el claustro recóndito
por el farol alumbrado
que dejó, al irse, colgado
Margarita en el altar,
y sólo se oyó tras ella
el rumor del aguacero,
y el soplo del aire fiero
que bramaba sin cesar.

VI. A la mañana siguiente,

editar

                   A la mañana siguiente,
y al revolver una calle,
un mancebo de buen talle
y resuelto continente
   con otro dio que, volviendo
la esquina del otro lado,
con él se quedó encarado
cual memoria de él haciendo.
   Y al fin ambos contemplándose,
a poco reconocidos,
se abrazaron decididos,
en tal coloquio trabándose:
DON GONZALO ¡Por vida mía!, don Juan,
¿pues cómo en Valladolid?
DON JUAN De paso para Madrid.
DON GONZALO ¿A las fiestas?
DON JUAN Todos van.
DON GONZALO Mas falta un mes todavía.
DON JUAN Paréceme, don Gonzalo,
que llegar pronto no es malo:
ya sabéis que es mi manía.
   Doquier que de diversión
barrunto un ligero asomo,
lo menos para ir me tomo
un mes de anticipación.
DON GONZALO ¿Y para qué tiempo tanto?
DON JUAN Si la función sale huera,
yo no me pierdo siquiera
todo el mes que me adelanto.
DON GONZALO A fe que razón os sobra
y a poder irme con vos...
DON JUAN ¿Tenéis que hacer, ¡vive Dios!,
mas que ponerlo por obra?
DON GONZALO Y mi tutor, ¿qué dirá?
DON JUAN ¿Pensáis que en este momento
mi padre estará contento?
DON GONZALO Vos pues...
DON JUAN La pregunta está
   de más; mas ved que os aviso
que si os venís a Madrid,
salir de Valladolid
dentro de una hora es preciso.
DON GONZALO ¿Cosa es tan desesperada?
Yo nada tengo dispuesto.
DON JUAN ¡Por Dios que es grave pretexto!
Jamás dispongo yo nada
   y logro cuanto deseo.
DON GONZALO Los medios que usáis ignoro.
DON JUAN ¡Busco un puñado de oro,
tomo un jaco, y Laus Deo!
DON GONZALO ¡Ya! Jacos tengo yo dos,
mas dineros...
DON JUAN ¡Grande afán!
Vended el uno a un chalán
y echad en el otro vos.
DON GONZALO Dadlo por hecho.
DON JUAN Atended,
don Gonzalo; mejor fuera
tomar un coche si hubiera.
DON GONZALO ¿Pues qué tiene su merced
   que le estorban los caballos?
DON JUAN ¿Qué sé yo? Tengo una yegua
que apenas anda una legua...
DON GONZALO ¿Se resiente de los callos,
   eh? Pero como gustéis;
decisión es lo que importa.
DON JUAN Pues la cuestión es muy corta,
mis dos caballos podéis
   vender también, y en una hora
yo tendré coche buscado,
pues va otro asiento ocupado
DON GONZALO ¿Por quién?
DON JUAN Por una señora.
DON GONZALO ¡Hablarais para la noche,
cuerpo de tal!
DON JUAN Bien, pues id,
y a las puertas de Madrid,
vos con oro y yo con coche,
   dentro de una hora estaremos;
mas no digáis dónde vamos,
que somos dos y bastamos
para ir como merecemos.
DON GONZALO Iré.
DON JUAN La hora cabal.
DON GONZALO Ya veréis mi rapidez:
allí estoy fijo a las diez.
DON JUAN Pues eso es lo principal.
   Y así diciendo, a buen paso
partieron a su destino
cada cual por su camino
y no en brazos del acaso.
   Que eran amigos antiguos,
y en el tiempo que escolar
fue don Juan, para habitar
tomaron cuartos contiguos.
   Por eso se conocían
tan a fondo ambos a dos,
y el uno del otro en pos
mil locuras emprendían.
   Y aquí, lector, por no ser
en demasía prolijo,
que te imagines elijo
lo que pudo acontecer.
   Pues los mil inconvenientes
que ambos de orillar tuvieron,
y el cómo se compusieron
para obrar tan diligentes,
   te aseguro que se ignora;
mas lo cierto de ese asunto
es que estuvieron a punto
al concluirse la hora.
   Daba las diez el reló
y el coche les aguardaba,
y don Gonzalo llegaba
a quien don Juan demandó:
DON JUAN ¿Qué hay don Gonzalo?
DON GONZALO Tomad.
DON JUAN ¿Cuánto?
DON GONZALO Sesenta doblones.
No pude de esos bribones
conseguir más cantidad.
DON JUAN ¡Bah! Don Gonzalo, si os pesa
que el número sea tan vil,
yo traigo aquí más de mil
para ayuda de la empresa.
DON GONZALO Adelante.
DON JUAN ¡Pues arrea!
Mayoral, pica el ganado,
que el viaje será apreciado
conforme, el camino sea.
   Y al punto sin más azares
aprontaron el transporte
y echaron hacia la corte
de Olmedo por los pinares.
   Eran seis meses después,
y trocada la fortuna
estaba ya para todos,
que todo el tiempo lo muda.
Lanzados del mar del mundo
entre la corriente turbia
Margarita, don Gonzalo,
y don Juan, los tres a una
las heces de los deleites
apuraban en hartura,
repletos hasta el hastío
de sus delicias inmundas.
Pasado habían las fiestas
que los reyes acostumbran
a dar a sus pueblos cuando
su padre baja a la tumba.
Fueron las que el Conde-Duque
dio a Felipe Cuarto muchas,
y ellos corrieron en ellas
en brazos de la locura.
Mas de su oro disipada
la crecidísima suma;
harto don Juan de la monja,
que sus desvíos acusa;
dudosa de los dos mozos
la amistad, que poco dura
entre quien de ella pagándose
inconsiderado abusa,
del porvenir de los tres
el horizonte se anubla,
y la discordia fermenta
dentro sus almas oculta.
Y tantas nubes preñadas
de descontento se agrupan,
que está la tormenta próxima
a desatarse con furia
al menor soplo de viento
que la impela o la sacuda.
¡Tan poco del mundo estéril
las satisfacciones duran!
   Don Gonzalo, que debiera
mirar de don Juan la mucha
generosidad, mostrándole
ciega confianza mutua,
pues usa de cuanto tiene
y hasta de su nombre usa,
de su amistad poco a poco
afloja las ligaduras.
Sus negocios le recata,
de sus conquistas nocturnas
no le da parte, y descubre
a Margarita las suyas.
De un lado atiza los celos,
de otro sospechas abulta;
y en fin, su próxima vuelta
a sus hogares anuncia.
Don Juan no lo siente y calla,
porque don Juan no se cura
más que de vivir gozando
mientras que sus oros triunfan.
Y don Gonzalo, que advierte
que éstos están en las últimas,
pretextos busca a sus solas
para afear su conducta.
   Que es don Gonzalo hombre pérfido
que la envidia disimula
de quien es mejor que él,
y cuya alma no renuncia
a una venganza que siempre
a medios mezquinos junta;
díscolo en fin, aunque acaso
su educación le disculpa.
Entre aquestos dos espíritus
maléficos que le turban,
Margarita el hondo cáliz
de las desdichas apura.
Margarita, que engañada
consintió y necia en la fuga,
y salió exhalada al mundo
de los deleites en busca,
cual mariposa perdida
por el aura que perfuman
mil flores, entre las cuales
vaga errando de una en una,
mas que al apoyarse en ellas
se estremecen y la asustan,
y aturdida y fatigada
no osa parar en ninguna.
   Hoy siente que la atormenta
melancolía profunda,
y uno tras otro sus días
en el pesar se sepultan.
Y ve sus mil ilusiones
que al precipicio se agrupan
del abismo de la nada,
donde con mano insegura,
en los bordes se mantienen
en desesperada lucha,
y unas tras otras al cabo
sin remedio se derrumban.
   «¿En dónde están -se decía-
los sueños de mi ventura?
¡Aquel país encantado
que exento estaba en angustias,
cuadro espléndido y magnífico
con una sola figura,
que era ese don Juan que ahora
duelos sobre mí acumula!
¿Por qué le he creído, ¡necia!,
por qué le he creído nunca?
¿Qué he encontrado yo en sus brazos
sino ficción y locura?
¿Qué me ha dado en sus caricias
a beber más que cicuta?
¿Qué espero de sus promesas
sino que jamás se cumplan?
Arrastrada entre sus vicios,
y sus orgías impuras,
su amor me devora el alma,
¡y él se harta de mi hermosura!
Sí, por otro amor me deja
encerrada en esta oculta
mansión, mientras él va ciego
tras de quien su amor rehúsa,
tras esa beldad vendida,
que abre a la codicia pública
sus gracias para que vaya
a hozar en ellas la chusma,
y cuyos torpes aplausos
la envilecen y la ensucian,
pues la apellidan a un tiempo
celestial y prostituta.
¡Ah!, los celos me devoran,
la envidia, el odio me abruman.
¡Yo le amo!..., y es imposible
que su indiferencia sufra.
Él me sedujo; él mis ojos
abrió a la luz de la culpa;
yo era una pobre inocente,
mi alma era cándida y pura,
sus palabras me eran dulces
como una lejana música,
más ardientes que un volcán
y más que una lanza agudas,
¿qué hiciera yo más que oírselas
con idolatría estúpida?
¡Ay! ¿Quién pudiera tornarme
a mi sencillez inculta
y a mi inocencia del claustro?
¿Quién amansará la furia
de este amor y esta conciencia,
que para herirme se juntan?»
   Y es cierto cuanto en su duelo
la niña infeliz pronuncia,
porque don Juan la abandona,
harto ya de su hermosura.
Mozo sumido en los vicios
de juventud disoluta,
todos los gustos le cansan
si más de una vez los gusta.
Y mientras hallaba encantos
su pasión, entonces única,
de la bella Margarita
en la virtud, su alma impura
adoraba sus hechizos
locamente, y más la lucha
con su virtud empeñaba,
aún de su victoria en duda.
Pero al punto en que sus ansias,
que por eternas la jura,
trasladó a su corazón,
ya de su amor se disgusta,
y pues no espera otros nuevos,
a sus placeres renuncia.
Y sus caricias le cansan,
y le enojan sus preguntas,
y le fastidian sus quejas,
y su compañía excusa;
y ella, acosada de celos
y herida de sus repulsas,
sus pensamientos acecha
y sus palabras estudia.
A veces desatinada
y colérica le insulta
a veces los pies le besa,
y a veces, humilde y muda,
en cuantos gustos le advierte,
darle contento procura.
Mas él ni en una mirada
su amarga aflicción la endulza,
ni una palabra le dice
que confianza la infunda.
La espalda vuelve en silencio
y tal vez con una injuria
compensa sus atenciones
que no la agradece nunca,
y ella se queda llorando,
y él sale, la faz ceñuda
tras una mirada incierta
de la bailarina impúdica.
Y entretanto don Gonzalo,
que calla, mira y escucha,
cobra hastío de don Juan,
cuya elegancia y bravura
se llevan la primer parte
en amores y en fortunas;
y él, tiene, mal que le pese,
que apechar con la segunda,
que es, cual todos los imbéciles
que con los pillos se juntan,
un inferior que acompaña,
o que divierte o que ayuda,
pero a fin del sol del otro
satélite que no alumbra.
Mas van tres meses que arde
oculto el fuego, y en suma
no puede cumplirse el cuarto
sin que a incendio se reduzca.

VII. Lances imprevistos

editar


               Era una noche de aquellas
tristes, nubladas y lóbregas
en que la luz de los astros
rasgar no puede la atmósfera;
en que un vapor se respira
que en vez de aliviar sofoca,
y en que la calma parece
de desastres precursora.
Don Juan, en un negro acceso
de calentura amorosa
y al ver que ni una sonrisa
de la bailarina logra,
dejó su casa llevando
con él su riqueza toda,
y resolvió por el juego
tentar la fortuna loca.
Lanzóse, pues, en sus brazos,
pero la inconstante diosa
mostrábale como siempre
la faz amenazadora.
Quedábanle ya tan sólo
sus diez postrimeras doblas
cuando a una carta sin tino
levantándose tirólas.
La suerte fue aquella vez
menos cruda que las otras,
pues se cambió de repente;
y él, que jamás la malogra
de oro y de amor insensato
en la sed que le devora,
todo de una vez lo arriesga,
todo de una vez lo cobra.
Y comprimidos los labios,
las pupilas en las órbitas
rodando desconcertadas,
burlando la astucia pronta
de los jugadores pálidos
a quien impone su torva
mirada, el mozo impertérrito
oro sobre oro amontona.
Ya juegan sobre palabra,
y en vez de monedas, joyas,
y don Juan, que ve su suerte
las admite y las abona.
Ansiosos las tientan todos
una vez y otra vez y otras;
mas siempre en vano, el mancebo
va tan certero que asombra.
En fin, don Juan, satisfecho
de fortuna tan dichosa,
se alzó, asomando a sus labios
una sonrisa diabólica.
Nadie le habló una palabra,
ni saludó él a persona;
guardó el dinero sin cuenta
y devolviendo las joyas
tomó la puerta en silencio;
y aquellos a quien despoja
le vieron por la escalera
sumirse como una sombra.
                 *
   «Todo lo puede el dinero
-dijo en la calle a sus solas-;
lo que al valor no se rinde
con la riqueza se compra.
Veremos, pues, si con oros
hacemos más que con horas.»
Y así hablando, en el teatro
compró silla y ocupóla.
Era ya tarde y la fiesta
de aquella noche era corta,
que daban una comedia
de Lope, sin otra cosa.
Estaba, pues, concluyéndose
cuando entró; mas era otra
su intención que la de oírla,
porque concluida toda,
fuese al vestuario, y con maña,
llamando aparte a una moza
que él sin duda conocía,
la interpeló en esta forma:
«Toma esos ocho doblones
y a esa sirena engañosa
a quien sirves, si te estimas,
dirás lo que aquí me oigas.
Y es: que hay un noble extranjero
que, al verla tan seductora,
volver no quiere a su patria
sin un adiós de su boca.
Que si mañana en su casa
cenar con él no la enoja
en presencia de un amigo
y de una fiel servidora,
recibirá mil doblones
por recuerdo de la honra.
Conque olvidarte procura
de que yo soy la persona
que irá a cenar, y no olvides
que el amigo será un momia,
que tú serás quien nos sirva,
y que por cuenta redonda
bien te dará cien doblones
quien la da doscientas onzas.»
   Y así acabando don Juan
hasta los ojos se emboza
y parte añadiendo bajo:
«Hasta mañana a estas horas.»
   Quedó la criada un punto
embebecida y absorta,
sin una idea en el alma
ni una palabra en la boca,
viendo cómo por la entrada
de una escalerilla angosta
el impetuoso don Juan
se hundía como una sombra;
que siempre aturde y fascina
la vista de una persona
que tantos doblones gana
y tan seria los derrocha.
                 *
   En un lujoso aposento
y en derredor de una mesa
de viandas exquisitas
y ricos vinos cubierta,
sentada entre don Gonzalo
y don Juan está Sirena,
para ambos encantadora,
mas para don Juan risueña.
Es la tal una hermosura,
danzante, que apenas cuenta
veintidós años de vida,
mas en el arte maestra.
Y si va a decir lo cierto
la chica es como una perla,
y fina como un coral,
aunque hay una diferencia:
que perla y coral con arte,
con red y estación se pescan,
y aquí sucede al contrario,
pues la pescadora es ella.
Sirena la llama el vulgo,
y en verdad, que no hay sirena
ni de voz más seductora,
ni en los encantos más diestra.
Dice ella que tiene padres
en Jerez de la Frontera,
aunque esto de su progenie
maldito lo que interesa;
porque ella es cosa lindísima
y aunque de cuerpo pequeña,
es acabada de formas,
muy delicada y esbelta.
Tiene los cabellos negros,
la tez purísima y fresca,
que puesta a distintas luces,
puede ser blanca o morena.
Manos torneadas y puras,
mirada brillante y tierna,
y dos lindos piececitos
tan menudos que, a no verla
usarlos tan fácilmente,
nadie a sus solas creyera
que todo su cuerpo en ellos
sin peligro se mantenga.
Tal es la Sirena hermosa
con quien esta noche cenan
en compañía algo libre
Alarcón y su colega;
y tales son las palabras
que en tal punto se atraviesan
entre el vapor de los vinos
y el humo de la opulencia.
SIRENA ¿Y a qué extranjero fingiros
cuando extranjero no erais?
DON JUAN Tu vanidad consultando,
porque de lejanas tierras
viniendo al son de tu fama
más fácil te envanecieras.
SIRENA ¿Y a qué fingiros tan pobre,
dueño de tantas riquezas?
DON JUAN Para probar si podían
mis particulares prendas
adquirirme lo que al cabo
me comprarán mis monedas.
SIRENA Quiere decir que de dos
mal os salió una experiencia.
DON JUAN Quiere decir que he tendido
dos redes para una cierva.
SIRENA Pero ella saltó por una.
DON JUAN Pero en otra quedó presa,
y es muy distinto, querida,
ser de una u otra manera,
pues que en la una hubo maña,
y en la otra maña y fuerza.
SIRENA Quiere decir...
DON JUAN Te equivocas,
la interpretación es ésta:
si en las redes del amor
incautamente cayera,
fuera conservada o libre
acaso por su inocencia;
pero a la fuerza rendida,
sin más azar ni defensa,
será olvidado en una hora
su precio por una torpeza.
Y ésta es la interpretación
del hecho, y la diferencia
de amor que gana y estima,
y amor que compra, usa y deja.
   Ya estas palabras mordiéndose
la bailarina la lengua,
cambió de copa don Juan,
y destapó otra botella.
Hubo aquí una breve pausa
durante la cual respuesta,
con una sonrisa de ángel
al de Alarcón dijo ella:
SIRENA Buen cazador sois, don Juan.
DON JUAN Y vos excelente pieza.
SIRENA ¿Siguierais mucho la pista?
DON JUAN Hasta hallar la madriguera.
SIRENA ¿Y si era falsa la boca?
DON JUAN Yo atinara con la cierta.
SIRENA ¿Y si salir no quería?
DON JUAN Yo me pondría en espera.
SIRENA ¿Por empeño?
DON JUAN Por empeño.
SIRENA ¿Y durará?
DON JUAN Hasta cogerla.
SIRENA Figuraos, pues, que asoma.
DON JUAN Me preparo.
SIRENA ¿Y si se entrega?
DON JUAN Tiendo la mano y la cojo.
SIRENA ¿Y si muerde?
DON JUAN Norabuena;
sóbrame a mi mucha maña
y al cabo se hará doméstica.
SIRENA Brindad, pues, y olvidad eso.
DON JUAN ¡A su orgullo!
SIRENA ¡A su obediencia!
DON JUAN Espera, ¿quién canta ahora,
el amor o la Sirena?
SIRENA El amor está vencido.
DON JUAN ¿Y la encantadora?
SIRENA Muerta.
DON JUAN En ese caso, alma mía,
brindemos y echarlo tierra.
   Brindaron ambos a un tiempo,
y las amistades hechas,
más estrepitosa y franca
a ser empezó la fiesta.
Bebe don Juan sin cuidado,
que el vino jamás le altera;
bebe don Gonzalo poco,
mas se turba su cabeza,
y su mano hondos secretos
sin rebozo manifiesta,
que el daño de los licores
por la alegría comienza.
Crujen los brindis sin número,
crece orgía sin reserva
y ya ni voces ocultas
ni pensamientos se dejan.
De amor loco está don Juan,
y entre el son de las botellas
crujen los besos perdidos
y los requiebros penetran.
De amor loco está don Juan,
prendada de él está ella,
don Gonzalo bebe y toma
la callada por respuesta.
Don Juan improvisa y canta,
y al compás de su vihuela
gira en danza voluptuosa
la bellísima Sirena,
y en su sillón don Gonzalo,
sentado y tendido a medias,
como una sombra fantástica
embebido la contempla.
Ella, sutil como el aire
y como el aire ligera,
gira enredor, pasa y huye
como aparición risueña.
Flota su falda plegada,
sus cabellos se destrenzan,
radian sus ojos ardientes
luz más viva a cada vuelta.
Y cuanto del baile rápido
más los círculos estrecha,
más los mágicos hechizos
de sus perfecciones muestra;
y el velo con que sus manos
primorosamente juegan,
la variedad de sus formas
y sus encantos aumenta
y según rápidamente
le recoge o le despliega,
le anuda, enlaza y con él
o se cubre, o se rodea,
la alegoría que finge
graciosamente renueva.
Ya es una Náyade errante,
ya una Venus hechicera,
ya la Aurora fugitiva
flores derramando y perlas,
ya el Iris tornasolado
y ya la Fortuna inquieta.
Y su flotante figura
en el ambiente desecha,
confundidos sus contornos
por su rapidez aérea,
ante los ojos parece
mágica ilusión que vuela,
sobre el rumor que producen
sus vestiduras de seda
y el perfume que despiden,
a merced del aire sueltas,
cuando en los muebles pasando
ligerísimas tropiezan.
Y gira y cruza y resbala
y los sentidos no aciertan
si de ello nace su impulso
o el aire sutil la lleva.
Hasta que al fin fatigada
sobre un almohadón se sienta,
más seductora que nunca
y más que nunca halagüeña.
Y mientras don Juan de besos
y de caricias la llena,
don Gonzalo les aplaude,
trastornada la cabeza.
-Bravo -exclamó-, sólo falta
Margarita. A cuya necia
exclamación levantóse
como una tigre Sirena,
y con don Juan encarándose,
desencajada y colérica.
-¿Quién es esa Margarita?
-le dijo de rabia trémula.
Quedóse un punto don Juan,
sin acertar la imprudencia,
a componer de su amigo,
quien a carcajada suelta,
sin ver el fuego que atiza,
les añadió por respuesta:
   -¡A fe que es linda muchacha!
Y ahora que se me acuerda,
pues en casa estará sola,
su compañía me peta.
Y asió su capa esto dicho,
corroborando la idea.
   -Gonzalo -exclamó don Juan-
a no mirar que la lengua
os entorpece el jerez,
ya os encontrarais sin ella.
-Pues os digo que me agrada,
y pues su merced la deja,
pido, como prenda antigua,
para tomarla licencia.
   -Eso sí, si la pedís,
lleváosla norabuena;
mas cuando al fin os fastidie,
a su convento volvedla.
-¿Conque es monja? ¡Vaya un lance!
Tengo yo una hermana lega
en un convento metida
para birlarla una herencia,
y aunque en mi vida la he visto,
sólo por recuerdo de ella
lo haré como lo decís.
¿Y a qué convento?
                               -A Palencia,
y a las monjas de Jesús,
de donde es.
                     -Jesús me tenga!
   -¡Calla!, ¿qué os da, don Gonzalo?
-Decidme, por vida vuestra,
don Juan, ¿cuál es su apellido?
-Cosa, don Gonzalo, es ésa
que jamás la he preguntado.
Mas ¡voto va!... ¡Lance fuera!
¿No es Bustos vuestro apellido?
-Sí.
     -Pues Bustos es el de ella.
   Quedó tal oyendo Bustos
inmóvil como una piedra,
y en carcajada ruidosa
rompió la infame Sirena.
Siguióla don Juan a poco,
diciendo: -¡Cosa como ella!
¿Quién demonios lo pensara?
Pero, en fin, ya es cosa hecha.
Y dobló las carcajadas
con la bailarina, mientras
de don Gonzalo se iban
coordinando las ideas.
El vapor al fin de la orgía,
disipado con la fuerza
de su deshonra, arrojóse
sobre don Juan con fiereza;
mas sentóle éste los puños
en el pecho, y con la mesa,
la lámpara y la vajilla
vino don Gonzalo a tierra.
La bailarina se puso
por medio de ellos resuelta,
diciendo a tiempo: -¡Señores,
que están en mi casa vean!
-Don Juan, a la calle vamos.
-Vamos, don Gonzalo, fuera,
que es cosa que ya no tiene
mejor compostura que ésa.
   Alborotóse la casa,
hubo lágrimas y quejas,
y el aposento asaltaron
los pajes y las doncellas.
Mas don Juan les tuvo a raya,
añadiendo con firmeza:
-¡Atrás, canalla, y silencio!
Y tú, amiga, ten paciencia,
que como escape con vida,
volveré cuanto antes pueda.
-Si sois valiente, don Juan,
cuando gustéis dad la vuelta.
-Advierte que no te pido
ni consejos ni licencia,
que yo te sigo la pista
por voluntad o por fuerza.
-Pues volved sin compañía
y encerrad a la manceba.
-Ten esa lengua de víbora
y no te pases en cuenta,
que de rendirse a venderse
hay una distancia inmensa.
   Y así diciendo don Juan,
tiró un bolsillo en la mesa,
y dejó el puesto, encajándose
el sombrero hasta las cejas.

VIII. Ya era alta noche; en el nublado oriente

editar


                           Ya era alta noche; en el nublado oriente
próximo estaba a despuntar el día;
el viento resonaba tristemente
y áspera lluvia gotear se oía.
Y la noche pasaba,
y Margarita en soledad lloraba
la ausencia de don Juan, que no venía.
Entreabierta tenía su ventana
la enamorada niña,
con la esperanza vana
de sentirle mejor cuando volviera,
y oyendo sus pisadas desde lejos,
y alcanzándole a ver con los reflejos
de un vecino farol, presto le abriera;
y al conservado fuego se enjugara,
y los húmedos miembros arrecidos
al calor agradable restaurara.
Mas en vano a la reja
al percibir pisadas acudía;
en vano por la lóbrega calleja
los tristes ojos con afán tendía;
muchos alguna vez por ella entraban,
y unos riendo y otros disputando,
huyendo unos tal vez y otros cantando,
pasar bajo su reja los veía;
mas de ella a largos pasos se alejaban,
y con ellos don Juan nunca venía.
   Hundida la infeliz en su abandono,
suspiraba de amor por quien la olvida,
por quien su amor pospone y su ternura
a una caricia sin pudor vendida
de la insolente bailarina impura.
¡Ay, pobre Margarita! Tú sentada
bajo la reja espesa
aguardas a don Juan desesperada,
de dolorosos sentimientos presa;
tu amor por él de suspirar no cesa,
¡y ojalá no volviera, desdichada!
Pero ya acelerados
pasos de alguno al fin se percibieron,
cuanto próximos más precipitados,
y más cercanos cada vez se oyeron,
y por la calle oscura
vio Margarita un hombre que se entraba,
cuya negra figura
ante su misma puerta se paraba.
«Él es», dijo bajando, y no mentía,
que era en verdad don Juan el que venía.
   Él era, sí, por el cruzado embozo
asomando el semblante macilento,
con ceño torvo y fatigado aliento,
cubierta de sudor la osada frente,
y empuñando el acero refulgente
hasta el torcido gavilán sangriento.
-¡Dios mío! -dijo al verle Margarita;
mas con planta ligera
dentro él sin contestar se precipita,
y la mirada de la niña evita,
salpicando de sangre la escalera.
   Subió tras él la pobre, acongojada,
y la puerta tras ella asegurando.
-Traéis sangre, don Juan -dijo aterrada.
Mas don Juan, si la oyó, siguió callando,
su roja espada ante la luz limpiando.
Mudó después de gola y de vestido,
se lavó, se enjugó y echando al fuego
el de sangre teñido,
sentóse ante la llama con sosiego,
diciendo con acento decidido:
-Margarita, a la aurora
es preciso partir.
                         -¿Dónde?
                                        -Lo ignoro;
abandonar la corte por ahora
es lo esencial, no más; en esta casa
no es posible vivir.
                           -Pero ¿qué pasa?
-¡Oh! No es para subirse a los tejados,
no es lo que viene ni un león ni un toro;
poca cosa, señora,
teniendo libertad, audacia y oro.
-Hablad, don Juan, mi amor es infinito.
Nada es mi vida si salvar la vuestra
logro con ella. Y lo que vi me muestra
que vos necesitáis...
                              -¿Yo? ¡Qué locura!
Gozadla vos, que no la necesito.
Y serenad, por Dios, esa pavura
que en el rostro mostráis, porque, a fe mía,
que el asunto no es cosa, estando a punto
tan cerca el oro y tan vecino el día.
Oídme en dos palabras, Margarita,
y os contaré el suceso.
Ya a don Gonzalo conocías.
                                           -Eso.
-Tenía una maldita
cabeza el tal, y la perdió esta noche;
mas bebió con exceso,
y no es extraño que perdiera el seso.
-Pero, en fin, ¿qué es el caso?,
que me tenéis violenta.
-Me habló de vos, y aunque detrás de un vaso
me lo dijo, no fue tan de mi gusto,
que al contestarle yo, por un fracaso
le entré el estoque por mitad del busto;
y el alma se le fue tan de carrera,
que el cuerpo no exhaló ni un ¡ay! siquiera.
-¿Le matasteis, don Juan?; ¡sois un malvado!
-Tal vez tengáis razón; mas, bien mirado,
como si no le mato, al fin me mata,
en matarle salí muy bien librado,
que el caso era durillo hablando en plata.
En fin, bien está así, y pues ya esclarece,
si no queréis hablar con la justicia
de lo que a don Gonzalo pertenece,
venid conmigo y adelante vamos.
-Pues que remedio no hay, don Juan, partamos.
-Pues echaos ese oro en el bolsillo.
Y vamos a buscar un par de potros,
que como en campo libre nos veamos,
maldito si da el diablo con nosotros.
   Y hablando así con gravedad resuelta,
cerró el cuarto don Juan, tiró la llave.
Y en dos caballos cuyo brío sabe
tomó a Castilla, con la monja vuelta.
   Al cabo de dos días de camino,
al despertar la niña una mañana
de una posada en una alcoba, vino
al ruido de su voz una villana,
y a tal punto entre dama y posadera
diálogo se entabló de esta manera:
POSADERA Dios guarde a su merced. ¡Hermoso día!
MARGARITA ¡Él os proteja, madre! ¿Tenéis hora?
POSADERA No parece que sois madrugadora.
MARGARITA Pues, ¿qué hora es?
POSADERA Es casi mediodía.
MARGARITA ¡Mediodía!
POSADERA ¿Queréis el desayuno?
MARGARITA Sí; mas hacedme la bondad primero
de decirle la hora al compañero,
que tiene el sueño a fe bien importuno.
POSADERA Pero, ¿de quién habláis?
MARGARITA Del caballero
que ocupa ese otro cuarto.
POSADERA No hay ninguno.
MARGARITA ¿Cómo no?
POSADERA El pasajero que ahí había...
MARGARITA Que vino ayer.
POSADERA Con vos.
MARGARITA Precisamente.
POSADERA Montó a caballo al despuntar el día.
MARGARITA No puede ser.
POSADERA Miradlo.
MARGARITA ¡Dios clemente,
partió sin mi!
POSADERA Yo me creí, señora,
que erais de su partida sabedora.
MARGARITA ¿Yo? ¡Justo Dios!
                            Y aquí de Margarita
se ahogó la voz, y sin poder ni aliento,
desplomóse en mitad del aposento.
Gritó la posadera, entró la gente,
se murmuró la historia comentada
por el curioso vulgo maldiciente,
y cuando en si volvió la desdichada,
sólo encontró a su lado
un hidalgo, que acaso acompañado
de su mujer viajaba,
quien, viendo su hermosura, condolida
guardarla quiso la honra con la vida.
-Pobre joven -le dijo aquella dama-,
cobrad valor, no os deis tan por perdida.
¿Adónde queréis ir?
MARGARITA ¿Dónde, señora?
Saberlo me pluguiera,
yo iría solamente donde él fuera.
¿Sabéis de él?
LA DAMA ¿Quién es él?
MARGARITA Ese viajero
que salió con el alba.
LA DAMA ¿Un caballero
mozo y galán?
EL CABALLERO ¿Sobre un caballo overo?
MARGARITA El mismo, justamente.
LA DAMA ¿Es de vuestra familia?
MARGARITA ¿De mi familia? No precisamente.
Pero si yo supiera su destino...
LA DAMA Dijo que de su casa iba camino.
¿Sabéis su casa vos?
MARGARITA Sí, es en Palencia.
LA DAMA Hasta Dueñas, venid, si os acomoda,
en nuestra compañía, y diligencia
para que os lleven a Palencia haremos
de la mejor manera que encontremos.
MARGARITA ¡Ay, señora, quienquiera
que seáis...!
EL CABALLERO ¡Levantad, por vida mía!
Cualquier noble español lo mismo haría.
Ea, venid, que enganchen y partamos.
LA DAMA Enjugad esas lágrimas y vamos.
   Y tomando la mano el caballero
de la infeliz y triste Margarita,
dejaron al momento la posada,
emprendiendo hacia Dueñas la jornada.

IX. Aventura tradicional

editar

                   ¿Do irá la tórtola amante
sino tras su amor perdido?
¿Dónde irá más que a su nido
y al bosque en que le dejó?
¿Dónde irá su pensamiento
ni la llevará el destino,
si no sabe otro camino
que el solo en que se extravió?
   ¡Ay! ¿Dónde irá Margarita
en su ciega inexperiencia,
dónde irá sino a Palencia,
do tal vez está don Juan?
Porque, ¿quién logrará nunca,
tan descaminado intento,
que el humo no busque al viento
ni el hierro busque al imán?
   Era en el fin de una tarde
de junio, seca y nublada;
de un convento en la portada
sobre el gastado escalón
una mujer se veía,
como esperando el momento
en que abrieran del convento
el entornado portón.
   A través de un velo espeso,
con que el semblante cubría.
los ojos fijos tenía
con constancia pertinaz
en el balcón de una casa
situada frente por frente,
donde no asoma un viviente,
por más que mira, la faz.
   Y la mujer, sin embargo,
aquel balcón contemplaba
como quien algo esperaba
que apareciera por él.
Y el balcón siempre cerrado
y solitario seguía,
y abrírsele no venía
dueña, galán ni doncel.
   ¿Qué hacía, pues, a tal hora
tal mujer y tiempo tanto,
mirando con tal encanto
aquel cerrado balcón?
¿Será cita? Es imposible.
No hay más que un hombre en la casa
que de años setenta pasa,
que es un don Gil de Alarcón.
   ¿Serán celos? ¡Qué locura!
¿Quién ni de quién los tuviera,
si por una y otra acera
la calle ocupa no más
la casa del viejo hidalgo
y de Jesús el convento?
¿Será espera? A tal intento
propio es el sitio quizás.
   Mas nadie llega, y la noche
se oscurece y encapota,
y la lluvia gota a gota
pronostica el temporal,
y se oye lejos el viento,
que en ráfagas cruza errante,
y va del turbión delante
con el mensaje fatal.
   Y la mujer, sin moverse
ni hacer de la lluvia caso,
del escalón no da un paso,
siempre mirando al balcón.
¿Quién es? ¿Qué busca? ¿Qué espera?
Fatídica así, ¿qué augura
su misteriosa figura?
¿Es ente real o es visión?
   ¡Ay, pobre amante olvidada!
¡Ay, infeliz Margarita!
¡Quién comprenderá tu cuita
ni compasión te tendrá!
Tú esperas, los tristes ojos
en ese balcón fijando,
y en vano estás aguardando
lo que al balcón no saldrá.
   Tú ignoras que la hermosura
es prenda que con envidia
el Cielo dio, y con perfidia
por castigo a la mujer,
y que quien cifra sobre ella
el bien del amor ajeno,
no acierta más que veneno
en su delicia a verter.
   Mas tú, infeliz, no lo sabes,
y en él esperas por eso,
cuando él, por un solo beso,
de cualquier nueva beldad,
te viera expirar de angustia
sin que le hubiera ocurrido
darte un adiós, ni aun fingido,
al pie de la eternidad.
   Mas en tanto el viento arrecia,
revienta el cóncavo trueno,
y se desgaja de lleno
el espantoso turbión;
la calle se inunda en agua,
la noche cierra, y los hombres
invocan los santos nombres
con miedo en el corazón.
   Margarita, amedrentada,
buscando asilo seguro,
acogióse al templo oscuro
y se amparó del altar;
y al postrarse ante él, humilde,
allá dentro de su mente
mil recuerdos de repente
empezaron a brotar.
   Ella hizo aquel ramillete,
ella bordó aquella toca,
en aquella cruz su boca
puso mil besos y mil;
aquella alfombra en su tiempo
delante del coro estaba...
Toda su vida pasaba
por ella en sueño febril.
   Toda, en ilusión fantástica,
su antigua y pura existencia
venía con su inocencia
su corazón a asaltar,
y dentro del pecho cándido
ir saliendo le sentía
de la penosa agonía
de su roedor pesar.
   Y según bellos recuerdos
poco a poco iba encontrando,
poco a poco iba olvidando
la belleza de don Juan;
hasta que en santa tristeza
su alma inocente embebida,
suspiró por otra vida
sin bullicio y sin afán.
   La soledad de su celda,
el rumor santo y sonoro
de sus rezos en el coro,
y la paz de su jardín,
el consuelo de una vida
con Dios a solas pasada,
de amor y mundo apartada,
que son delirios al fin.
   Todo en tropel presentóse
a sus ojos tan risueño,
tan sabroso y halagüeño,
tan casto y tan seductor,
que en llanto de fe bañada
dijo: «¡Ay de mí! ¿Quién pudiera
volverme a mi vida austera
y a otro porvenir mejor?»
   En esto, allá por el fondo
de una solitaria nave,
con paso tranquilo y grave
vio Margarita venir
una santa religiosa,
cuyo rostro no veía
por una luz que traía
para ver por donde ir.
   Temiendo que al acercarse
tal vez la reconociera,
en su manto de manera
Margarita se envolvió,
que, aunque de la monja incógnita
los pasos cerca sentía,
ella apenas la veía
hasta que ante ella llegó.
   Pasó a su lado en silencio,
y Margarita, al mirarla,
extrañó no recordarla
ni su faz reconocer.
«Será novicia -se dijo-.
Habrá al convento llegado
desde que yo le he dejado;
no puede otra cosa ser.»
   La monja, en tanto, seguía
los altares arreglando,
y la seguía mirando
Margarita por detrás;
y hallaba en todo su cuerpo
un no sé qué de extrañeza,
que aumentaba su belleza
cuando la miraba más.
   Había cierto aire diáfano,
cierta luz en sus contornos,
que quedaba en los adornos
que tocaba por doquier;
de modo que en breve tiempo
que anduvo por los altares,
viéronse en ellos millares
de luces resplandecer.
   Pero con fulgor tan puro,
tan fosfórico y tan tenue,
que el templo seguía oscuro
y en silencio y soledad;
sólo de la monja en torno
se notaba vaporosa,
teñida de azul y rosa,
una extraña claridad.
   Llegaba hasta Margarita,
a pesar de la distancia,
de las flores la fragancia
que ponía en el altar.
Y o un inefable sueño
la embargaba los sentidos,
o escuchaban sus oídos
música lejos sonar.
   Y aquel concierto invisible
y aquel olor de las flores,
y aquellos mil resplandores
la embriagaban de placer;
mas todo pasaba en ella
tranquila y naturalmente
cambiándola interiormente,
regenerando su ser.
   Olvidó la hermosa niña
sus pasadas amarguras,
sintió en sí castas y puras
mil intenciones bullir,
mil imágenes de dicha,
de soledad y de calma,
que pintaron en su alma
venturoso un porvenir.
   Su vida era en aquel punto
un éxtasis delicioso,
era un sueño luminoso,
un deliquio celestial;
un dulce anonadamiento
en que nada la oprimía,
y en donde nada sentía
profano ni terrenal.
   Sólo quedaba en el alma
de Margarita un intento,
un impulso, un sentimiento
hacia la monja, de amor,
que a su pesar la arrastraba
a contemplarla y seguirla,
a distraerla y pedirla
consuelos a su dolor.
   Pues siente que es, Margarita,
un talismán su presencia
necesario a su existencia
desde aquel instante ya;
y su recuerdo divino
es a su dolor secreto,
un misterioso amuleto
que fe y religión la da.
   Y en ella fijos con ansia
los ojos y el pensamiento,
la gloria por un momento
en su delirio gozó,
mientras aquella divina
aparición deliciosa
de la bella religiosa
ante su vista duró.
   Tomó al fin su luz la monja
y por la iglesia cruzando
pasó a su lado rozando
con sus ropas al pasar,
   Y sin poder Margarita
resistir su oculto encanto,
asióla al pasar del manto,
mas sin fuerzas para hablar.
   -¿Qué me queréis -con acento
dulcísimo preguntóla
la monja.
              -¿Me dejáis sola
-dijo Margarita- así?
-Si no tenéis más amparo
-contestó la religiosa-
en noche tan borrascosa,
venid al claustro tras mí.
-¡Oh, imposible!
                          -Si os importa
hablar con alguna hermana,
volved, si gustáis, mañana.
-Yo hablara...
                     -¿Con quién?
                                          -Con vos.
-Decid, pues.
                     -No sé qué empacho...
La voz al hablar me quita...
-¿Cómo os llamáis?
                              -Margarita.
-¡El mismo nombre las dos!
¿Así os llamáis?
                        -Sí, señora,
y en otro tiempo yo era...
-¿Qué oficio tenéis?
                              -Tornera.
-¡Tornera! ¿Cuánto tiempo ha?
-Cerca de un año.
                            -¡De un año!
Diez llevo en este convento,
y en este mismo momento
cumpliendo el décimo está.
                 *
   Quedó Margarita atónita
su misma historia escuchando,
y el tiempo a solas contando
que oyó a la monja marcar.
Su mismo nombre tenía,
y su misma edad, y era
como ella un año tornera,
y diez monja... ¿Qué pensar?
   Alzó los ojos por último
Margarita a su semblante,
y de sí misma delante,
asombrada se encontró;
que aquella ante quien estaba,
su mismo rostro llevaba,
y era ella misma... o su imagen
que en el convento quedó.
                 *
   Cayó en tierra de hinojos Margarita,
sin voluntad, ni voz, ni movimiento,
prensado el corazón y el pensamiento
bajo el pie de la santa aparición;
y así quedó, la frente sobre el polvo,
hasta que el eco de la voz sagrada
a el alma permitió purificada
ocupar otra vez su corazón.
   Entonces envolviéndola en su manto,
su cabeza cubriendo con su toca,
el dulce acento de su dulce boca
dijo a la absorta Margarita así:
«TE ACOGISTE AL HUIR BAJO MI AMPARO
Y NO TE ABANDONÉ: VE TODAVÍA
ANTE MI ALTAR ARDIENDO TU BUJÍA:
YO OCUPÉ TU LUGAR, PIENSA TÚ EN MÍ.»
   Y a estas palabras retumbando el trueno,
y rápido el relámpago brillando,
del aire puro en el azul sereno
se elevó la magnífica visión.
La Reina de los ángeles llevada
en sus brazos purísimos huía,
y a Margarita huyendo sonreía,
que adoraba su santa aparición.
   Sumióse al fin del aire transparente
en la infinita y diáfana distancia,
dejando en pos suavísima fragancia
y rastro de impalpable claridad;
y al volver a su celda Margarita,
volviendo a sus afanes de tornera,
tendió los ojos por la limpia esfera
y no halló ni visión, ni tempestad.
   Corrió a su amado altar, se hincó a adorarle,
y al vital resplandor de su bujía
aún encontró la imagen de María,
y sus flores aún sin marchitar,
y a sus pies despidiéndose del mundo
que en vano su alma devorar espera,
vivió en paz MARGARITA LA TORNERA,
sin más mundo que el torno y el altar.