Marcar el paso
No hay nada tan prudente, tan correcto, tan tranquilizador como marcar el paso. Educar es enseñar a marcar el paso en los negocios de la vida, a copiar el ritmo ajeno y conservarlo, a integrar el gran volante regulador de la máquina humana. Hoy como ayer, mañana como hoy, he aquí la divisa de toda sociedad perfecta, y naturalmente del Estado, que se cree perfecto; el Estado es lo contrario de cambiar de estado; no existe gobierno que no se estime lo suficiente para conservarse a sí mismo, y sería absurdo que no fueran conservadores los que se encuentran a gusto. Los demás, los que obedecen, deben obedecer siempre, y siempre igual, de idéntica manera; deben evitar molestias a los que mandan, y guardarse de provocar contraórdenes, rectificaciones y reiteraciones. ¿De qué serviría mandar si costara trabajo? Lo razonable es que el mando sea definitivo y eterno.
Se ve cuán sensato es el proceder de ese oficial argentino que durante la instrucción atravesó con la espada la ingle a un estúpido recluta que no marcaba bien el paso. ¡Pobre oficial! Había perdido la paciencia. ¡Cuánto habrá sufrido, cuántas veces habrá repetido sus órdenes! Obligar a repetir una orden, ¿no es ya rebelarse a medias? Tal vez murió el recluta. Pero un recluta que no consigue aprender a marcar el paso es, desde luego, algo contradictorio y casi inexistente. No es justo llamar homicidio a una sencilla verificación. Un recluta es un aparato que marca el paso. Un soldado es un aparato que transporta las armas de fuego y aprieta los gatillos. El emperador Guillermo dijo en una revista que un soldado, si se lo ordenan, está en la obligación de fusilar a su madre. Comprended de qué modo se hizo Alemania poderosa y magnífica.
¿Queréis orden? Cumplid la orden. Ciudadanos, ajustaos a la ley. No es buen juez el que la discute y mejora, sino el que la ejecuta. Imitemos a los astros; admiremos la exactitud verdaderamente militar con que acaecen los eclipses; los planetas marcan el paso, y los átomos sin duda también. Nuestra ciencia busca la ley en todos los fenómenos, y lo terrible es que la va encontrando. Quizá se llegue al ideal de prever matemáticamente los detalles del porvenir. ¡Gracias que tendremos nosotros la suerte de irnos mucho antes! Cosa triste ha de ser el predecir los movimientos de nuestro cielo interior, calcular para dentro de diez años los eclipses de nuestro espíritu, conocer a un tiempo la fecha del placer y la del sufrimiento, la de la ilusión y la de las decepciones; saber en plena juventud el minuto de la primera cana, la enfermedad que nos asesinará y las muecas de nuestra agonía. La esperanza se hará más insoportable que el recuerdo. Si nuestra alma marca el paso, ignorémoslo.
Marcar el paso no supone avanzar. En táctica, equivale a suspender la marcha y simularía agitando las piernas sin adelantar un centímetro. Símbolo curioso. La existencia de la ley no supone una realidad concreta. Al revés. Por ejemplo, la ley de los días de la semana es que detrás del lunes venga el martes, luego el miércoles, etc. "Si" hoy es lunes, mañana será martes, pero ¿qué razón hay para que hoy sea lunes, y no viernes? Ninguna. Estamos, ¡horror!, fuera de la ley. "Si" Mercurio se halla hoy en tal lugar del firmamento, mañana estará en tal otro. ¿Pero por qué "está" en este instante aquí y no allí? La ley no es una realidad, es una relación, es un "si". La única salida de semejante laberinto es que no hay aquí ni allí, ni ayer ni hoy, y que el Universo marca el paso, como un juicioso recluta, sin abandonar su socarrona inmovilidad.
Publicado en "La Razón", Montevideo, 13 de abril de 1909.