María (Querol)
Con las sedas de Persia mal velados el seno impuro y la marmórea espalda, y al par mustios y ajados el color de la tez y la guirnalda, que en el festín ciñó, de húmeda yedra, la matrona del Lacio, las rosas ve con que el umbral de piedra cubre de su palacio cada noche el amor, de su honra insulto; mézclase al coro de los himnos griegos, que a Isis consagra el vergonzoso culto, y murmurando sáficos de Horacio, del circo acude a los sangrientos juegos o ama del foro el popular tumulto. La esposa del germano desde el Danubio al Elba su prole lleva en el sangriento carro de las batallas, por la inmensa selva; ella el muro de barro alza, que el campo de su pueblo guarde; ella entona las místicas endechas cuando, al morir la tarde, la hueste el bosque consagrado cruza; ella el haz de las flechas sobre las aras del Irminsul aguza o en ponzoñosas yerbas lo envenena; para aplacar del cielo los enojos, ella coge la pálida verbena que en tosco altar tributa, y en la noche los míseros despojos de la cruel victoria ella disputa al voraz buitre o a la inmunda hiena. Con los rebaños del botín vendida y abandonada en el harén sombrío, la hija del Asia vierte en el vacío las lentas horas de su inútil vida. Nació sin patria en las movibles tiendas, creció sin padres, sucumbió sin duelo; la religión desdeña sus ofrendas y el casto amor nególe su consuelo. Así al azar del viento su semilla dando la flor del loto, abre del Ganges en la verde orilla las trémulas corolas, hasta que el tallo roto llevan al mar remoto del turbio río las dormidas olas. Tal la mujer, cuando la luz augusta del cristianismo en el Oriente asoma: fiera en los bosques de Germania adusta, esclava en Asia y meretriz en Roma. No así la que sestea sus rebaños de cabras en las grutas de las pardas montañas de Judea; la que adorna su sien con las guirnaldas de las campestres flores, y las frutas maduras lleva en las cogidas faldas; la que en el pozo bíblico, a la sombra de las verdes palmeras, llena el ánfora frágil, y al que nombra tierna en el corazón buscan sus ojos; la que gula el tropel de espigaderas por los largos rastrojos; la que lava los pies del peregrino, y al huésped de una noche da la miel blanca y el dorado vino; la que esparce en el templo los aromas, y sobre el ara santa deja en ofrenda trémulas palomas, o el himno dulce de Isaías canta; la que al pie de las lomas, bajo de los granados, baila al compás del címbalo sonoro, y con ajorcas de oro alza a la sien los brazos encorvados; la que teje las redes del pescador del mar de Galilea; la que en la pobre aldea hila el vellón del cándido cordero; la que trepa a las cumbres de Bairad por el áspero sendero y ve, del sol a las murientes lumbres, cómo cierran su patria bendecida sin rumor y sin olas el mar Muerto, del Líbano feraz la frente erguida y el arenal confuso del desierto. Tal fue la prometida en los antiguos cánticos. Con ella soñó en el cautiverio del pueblo fiel la cándida doncella, y en las sagradas noches de misterio creyó el Profeta adivinar su nombre en las lánguidas notas del salterio. Tal fue la hija del hombre, hoy desposada de Jehová. Tal era la que en los días de la edad primera el cielo escoger quiso, porque al nieto de Adán de nuevo abriera las puertas del perdido Paraíso. Tal fue la última rama del tronco de Judá. Su débil mano, de los siglos de hierro y de venganza el cielo infame para siempre cierra, y acaba en el arcano de renovada y mística alianza el divorcio del cielo y de la tierra. Rosa del campo y lirio de los valles; humo de incienso y mirra; fuente que brota en las umbrosas calles de los manzanos verdes; bella, cual de Cedar las blancas tiendas; corza, cuando en las sendas del monte Hermión o de Samir te pierdes: tu pecho es cual racimo de los viñedos de Engadí; tu cuello, como la ebúrnea torre, do clava el sol el último destello; tu boca es fruto opimo, tu voz es miel que corre de panal comprimido, y tu cabello de las palmas de Elath tierno retoño. Son rojas tus mejillas, cual las dulces granadas del otoño; son tus ojos cintillos de esmeraldas; tu frente virginal cisne en el baño, y son tus blancos hombros cual rebaño que del monte Galaad pace en las faldas. Tal, simbólica imita, en los huertos de nardo y de azahares, a María, la hermosa Sulamita, la esposa del Cantar de los Cantares. Vedla sobre las cumbres de Oriente alzarse espléndida y serena, ceñida de albas lumbres, en sus manos la mística azucena, coronada la frente de astros de oro, la luna al pie, y el coro de los almos querubes con las abiertas alas llevándola en el trono de las nubes. Tal avanza. A su paso huyen del bosque las errantes ninfas, muere en el mar la voz de las sirenas, desparece en las linfas del claro arroyo la voluble ondina, Juno depone el cetro, la musa olvida el cadencioso metro de los festines lúbricos, su danza torpe suspende la bacante impura junto al altar de Venus Citerea, y otra aurora de amor y de esperanza logra encender, tras de la noche oscura del mundo, al fin, la Virgen de Judea. ¡Aurora del amor! ¡La humana historia no registró en sus páginas severas suceso igual, de tan inmensa gloria! Hoy huellan nuestras plantas polvo de veinte siglos, que han rendido culto ferviente a sus virtudes santas, Que ella endulzó del mártir la agonía. a ella invocaba el demacrado asceta en la gruta sombría; a ella la virgen púdica decía los secretos recónditos del alma; a ella en la mar inquieta pidió el marino la propicia calma; a ella acudió la madre dolorida; ella inspiró los versos del poeta; ella sobre las cumbres abrió al cansado caminante asilo; ella aplacó las locas muchedumbres; ella reinó sobre el hogar tranquilo. Su imagen fue de las sagradas guerras señera no vencida, guarda de nuestras tierras, gloria a las glorias de la patria unida. Del castillo feudal a la cabaña, del palacio al tugurio, del numeroso pueblo a la montaña fue su bendito nombre símbolo fausto y bienhechor augurio, fe y esperanza y caridad del hombre. Por eso en sus altares depuso el héroe triunfador su acero, el poeta el laurel de sus cantares, la madre su dolor, la virgen flores, el pastor la escogida entre sus greyes, el piloto el timón que abrió los mares, la infancia sus amores y la ambición los cetros de los reyes. [...] Cuando en la puerta gótica del templo las estatuas severas y tranquilas de los antiguos mártires contemplo abrirse en dobles filas; por las arcadas de la ojiva alzarse la legión de los ángeles, y dentro, sobre el dintel oscuro, a la madre de un Dios, triste, en el centro Yo, pecador impuro, que salen a mi encuentro las perdidas virtudes me figuro; y humilde entre las gentes por la ancha nave de la iglesia entro; la mofa impía arrostro de la mentida ciencia; donde brilla tu imagen dulce, ¡oh virgen sin mancilla!, reverente me postro con tierno afán, con filial cariño, y repitiendo mi oración de niño siento inundarse en lágrimas mi rostro.