María (Isaacs)/XXVII
Capítulo XXVII
Hasta entonces había conseguido que Carlos no me hiciera confidencia alguna sobre las pretensiones que en mala hora para él lo habían llevado a casa.
Mas luego que nos encontramos solos en mi cuarto, donde me llevó pretextando deseo de descansar y de que leyésemos algo, conocí que iba a ponerme en la difícil situación de la cual había logrado escapar hasta allí a fuerza de maña. Se acostó en mi cama, quejándose de calor; y como le dije que iba a mandar que nos trajeran algunas frutas, me observó que le causaban daño desde que había sufrido intermitentes. Acerquéme al estante preguntándole qué deseaba que leyésemos.
-Hazme el favor de no leer nada -me contestó.
-¿Quieres que tomemos un baño en el río?
-El sol me ha producido dolor de cabeza.
Le ofrecí álcali para que absorbiera.
-No, no; esto pasa -respondió rehusándolo.
Golpeándose luego las botas con el látigo que tenía en la mano:
-Juro no volver a cacería de ninguna especie. ¡Caramba! mire usté que errar ese tiro...
-Eso les sucede a todos -le observé acordándome de la venganza de Braulio.
-¿Cómo a todos? Errarle a un venado a esa distancia, solamente a mí me sucede.
Tras un momento de silencio, dijo buscando algo con la mirada en el cuarto:
-¿Qué se han hecho las flores que había aquí ayer? Hoy no las han repuesto.
-Si hubiera sabido que te complacía verlas ahí, las habría hecho poner. En Bogotá no eras aficionado a las flores.
Y me puse a hojear un libro que estaba abierto sobre la mesa.
-Jamás lo he sido -contestó Carlos-, pero... ¡no leas hombre! Mira: hazme el favor de sentarte aquí cerca, porque tengo que referirte cosas muy interesantes. Cierra la puerta.
Me vi sin salida; hice un esfuerzo para preparar mi fisonomía lo mejor que me fuera posible en tal lance, resuelto en todo caso a ocultar a Carlos lo enorme que era la necedad que cometía haciéndome sus confianzas.
Su padre, que llegó en aquel momento al umbral de la puerta, me libró del tormento a que iba a sujetarme.
-Carlos -dijo don Jerónimo desde afuera-: te necesitamos acá -había en el tono de su voz algo que me pareció significar: «eso está ya muy adelantado».
Carlos se figuró que sus asuntos marchaban gloriosamente. De un salto se puso en pie contestando:
-Voy en este momento -y salió.
A no haber yo fingido leer con la mayor calma en aquellos instantes, probablemente se habría acercado a mí, para decirme sonriendo: «En vista de la sorpresa que te preparo, vas a perdonarme el que no te haya dicho nada hasta ahora sobre este asunto»... Mas yo debí de parecerle tan indiferente a lo que pasaba como traté de fingirlo; lo cual fue conseguir mucho.
Por el ruido de las pisadas de la pareja, conocí que entraba al cuarto de mi padre.
No queriendo verme de nuevo en peligro de que Carlos me hablase de sus asuntos, me dirigí a los aposentos de mi madre. María se hallaba en el costurero: estaba sentada en una silla de cenchas, de la cual caía espumosa, arregazada a trechos con lazos de cinta celeste, su falda de muselina blanca; la cabellera, sin trenzar aún, rodábale en bucles sobre los hombros. En la alfombra que tenía a los pies, se había quedado dormido Juan, rodeado de sus juguetes. Ella, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás, parecía estar viendo al niño: habiéndosele caído de las manos el linón que cosía, descansaba sobre la alfombra.
Apenas sintió pasos levantó los ojos hacia mí; se pasó por las sienes las manos para despejarlas de cabellos que no las cubrían, y vergonzosa se inclinó con presteza a recoger la costura.
-¿Dónde está mi madre? -le pregunté, dejando de mirarla por contemplar la hermosura del niño dormido.
-En el cuarto de papá.
Y hallando en mi rostro lo que buscó tímidamente al decir esto, sus labios intentaron sonreír.
Medio arrodillado yo, enjugaba con mi pañuelo la frente al chiquito.
-¡Ay! -exclamó María-, ¿acaso vi que se había dormido? voy a acostarlo.
Y se acercó a tomar a Juan. Yo lo estaba alzando ya en mis brazos, y María lo esperaba en los suyos: besé los labios de Juan entreabiertos y purpurinos, y aproximando su rostro al de María, posó ella los suyos sobre esa boca que sonreía al recibir nuestras caricias y lo estrechó tiernamente contra su pecho.
Salió para volver momentos después a ocupar su asiento, junto al cual había colocado yo el mío.
Estaba ella arreglando los utensilios de su caja de costura, que había desordenado Juan, cuando le dije:
-¿Has hablado con mi madre hoy sobre cierta propuesta de Carlos?
-Sí -respondió, prolongando sin mirarme el arreglo de la cajita.
-¿Qué te ha dicho? Deja eso ahora y hablemos formalmente.
Buscó aún algo en el suelo, y tomando por último un aire de afectada seriedad, que no excluía el vivo rubor de sus mejillas ni el mal velado brillo de sus ojos, contestó:
-Muchas cosas.
-¿Cuáles?
-Ésas que usted aprobó que ella me dijera.
-¿Yo? ¿y por qué me tratas de usted hoy?
-¿No ve que es porque algunas veces me olvido...
-Di las cosas de que te habló mi madre.
-Si ella no me ha mandado que las diga... Pero lo que yo le respondí sí se puede contar.
-Bueno; a ver.
-Le dije que... Tampoco se pueden decir ésas.
-Ya me las dirás en otra ocasión, ¿no es verdad?
-Sí; hoy no.
-Mi madre me ha manifestado que estás animada a contestarle a él lo que debes, a fin de que comprenda que estimas en lo que vale el honor que te hace.
Miróme entonces fijamente sin responderme.
-Así debe ser -continué.
Bajó los ojos y siguió guardando silencio, distraída al parecer en clavar en orden las agujas de su almohadilla.
-María, ¿no me has oído? -agregué.
-Sí.
Y volvió a buscar mis miradas, que me era imposible separar de su rostro. Vi entonces que en sus pestañas brillaban lágrimas.
-¿Pero por qué lloras? -le pregunté.
-No, si no lloro... ¿acaso he llorado?
Y tomando mi pañuelo se enjugó precipitadamente los ojos.
-Te han hecho sufrir con eso, ¿no? Si te has de poner triste, no hablemos más de ello.
-No, no; hablemos.
-¿Es mucho sacrificio resolverte a oír lo que te dirá hoy Carlos?
-Yo tengo ya que darle a mamá gusto; pero ella me prometió que me acompañarían. Estarás ahí, ¿no es cierto?
-¿Y para qué así? ¿Cómo tendrá ocasión de hablarte él?
-Pero estarás tan cerca cuanto sea posible.
Y poniéndose a escuchar:
-Es mamá que viene -continuó, poniendo una mano suya en las mías, para dejarla tocar de mis labios, como solía hacerlo cuando quería hacer completa, al separarnos, mi felicidad de algunos minutos.
Entró mi madre, y María, ya en pie, me dijo:
-¿El baño?
-Sí -le repuse.
-Y las naranjas cuando estés allá.
-Sí.
Mis ojos debieron de completar tan tiernamente como mi corazón lo deseaba estas respuestas, pues ella, satisfecha de mi disimulo, sonreía al oírlas.
Estaba acabando de vestirme a la sombra de los naranjos del baño, a tiempo que don Jerónimo y mi padre, que deseaba enseñarle el mejor adorno de su jardín, llegaron a él. El agua estaba a nivel con el chorro, y se veían en ella, sobrenadando o errantes por el fondo diáfano, las rosas que Estefana había derramado en el estanque.
Era Estefana una negra de doce años, hija de esclavos nuestros: su índole y belleza la hacían simpática para todos. Tenía un afecto fanático por su señorita María, la cual se esmeraba en hacerla vestir graciosamente.
Llegó Estefana poco después que mi padre y el señor de M***; y convencida de que podía acercarse ya, me presentó una copa que contenía naranja preparada con vino y azúcar.
-Hombre, su hijo de usted vive aquí como un rey -dijo don Jerónimo a mi padre; éste le repuso, a tiempo que daban vuelta al grupo de naranjos para tomar el camino de la casa:
-Seis años ha vivido como estudiante, y le faltan por vivir así otros cinco cuando menos.