María (Isaacs)/XXIX
Capítulo XXIX
La llegada de los correos y la visita de los señores de M*** habían aglomerado quehaceres en el escritorio de mi padre. Trabajamos todo el día siguiente, casi sin interrupción; pero en los momentos que nos reuníamos con la familia en el comedor, las sonrisas de María me hacían dulces promesas para la hora de descanso: a ellas les era dable hacerme leve hasta el más penoso trabajo.
A las ocho de la noche acompañé a mi padre hasta su alcoba, y respondiendo a mi despedida de costumbre, añadió:
-Hemos hecho algo, pero nos falta mucho. Conque hasta mañana temprano.
En días como aquél, María me esperaba siempre por la noche en el salón, conversando con Emma y mi madre, leyéndole a ésta algún capítulo de la Imitación de la Virgen o enseñando oraciones a los niños.
Parecíale tan natural que me fuese necesario pasar a su lado unos momentos en esa hora, que me los concedía como algo que no le era permitido negarme. En el salón o en el comedor me reservaba siempre un asiento inmediato al suyo, y un tablero de damas o los naipes nos servían de pretexto para hablar a solas, menos con palabras que con miradas y sonrisas. Entonces sus ojos, en arrobadora languidez, no huían de los míos.
-¿Viste a tu amigo esta mañana? -me preguntó procurando hallar respuesta en mi semblante.
-Sí: ¿por qué me lo preguntas ahora?
-Porque no he podido hacerlo antes.
-¿Y qué interés tienes en saberlo?
-¿Te instó él a que le pagaras la visita?
-Sí.
-Irás a pagársela, ¿no?
-Seguramente.
-Él te quiere mucho, ¿no es así?
-Así lo he creído siempre.
-¿Y lo crees todavía?
-¿Por qué no?
-¿Lo quieres como cuando estabais ambos en el colegio?
-Sí; pero ¿por qué hablas hoy de esto?
-Es porque yo quisiera que tú fueses siempre su amigo, y que él siguiese siéndolo tuyo... Pero tú no le habrás contado nada.
-¿Nada de qué?
-Pues de eso.
-¿Pero de qué cosa?
-Si sabes qué es lo que digo... No le has dicho, ¿no?
Yo me complacía en la dificultad que ella encontraba para preguntarme si había hablado de nuestro amor a Carlos, y le respondí:
-Es la primera vez que no te entiendo.
-¡Avemaría! ¿cómo no has de entender? Que si le has hablado de lo que...
Y como me quedase mirándola al propio tiempo que me sonreía de su infantil afán, prosiguió:
-Bueno; ya no me digas; y se puso a hacer torrecillas con las fichas del tablero en que jugábamos.
-Si no me miras -le dije- no te confieso lo que le he dicho a Carlos.
-Ya, pues... a ver, di -respondióme tratando de hacer lo que yo le exigía.
-Se lo he contado todo.
-¡Ay! no; ¿todo?
-¿Hice mal?
-Si así debía ser... Pero entonces ¿por qué no se lo contaste antes de que viniera?
-Mi padre se opuso a ello.
-Sí, pero él no habría venido; ¿y no hubiera sido mejor?
-Sin duda, pero yo no debía hacerlo, y hoy él está satisfecho de mí.
-¿Seguirá, pues, siendo tu amigo?
-No hay motivo para que deje de serlo.
-Sí, porque yo no quiero que por esto...
-Carlos te agradecerá tanto como yo ese deseo.
-¿Conque te separaste de él como de costumbre? ¿y él se ha ido contento?
-Tan contento como era posible conseguirlo.
-Pero yo no tengo la culpa, ¿no?
-No, María, ni él te estima menos que antes por lo que has hecho.
-Si te quiere de veras, así debe ser. ¿Y sabes por qué ha pasado todo así con ese señor?
-¿Por qué?
-¡Pero cuidado con reírte!
-No me reiré.
-Pero si ya estás riéndote.
-No es de lo que vas a decirme sino de lo que ya has dicho; di, María.
-Ha sido porque yo le he rezado mucho a la Virgen para que hiciera suceder todo así, desde ayer que mamá me habló.
-¿Y si la Virgen no te hubiera concedido lo que le pedías?
-Eso era imposible: siempre me concede lo que le pido, y como esta vez yo le rogaba tanto, estaba segura de que me oiría. Mamá se va -agregó- y Emma se está durmiendo. Ya, ¿no?
-¿Quieres irte?
-¿Y qué voy a hacer?... ¿Mucho escribirán mañana también?
-Parece que sí.
-¿Y cuando Tránsito venga?
-¿A qué horas viene?
-Mandó decir que a las doce.
-A esa hora habremos concluido. Hasta mañana.
Respondió a mi despedida con las mismas palabras, pero admirándose de que me quedase con el pañuelo que ella tenía en la mano que me dio a estrechar. María no comprendía que ese pañuelo perfumado era un tesoro para una de mis noches. Después se negó casi siempre a concederme tal bien, hasta que vinieron los días en que se mezclaron tantas veces nuestras lágrimas.