María (Isaacs)/XVIII
Capítulo XVIII
Ya estaba yo listo para partir cuando Emma entró a mi cuarto. Extrañó verme con semblante risueño.
-¿A dónde vas tan contento?-me preguntó.
-Ojalá no tuviera que ir a ninguna parte. A ver a Emigdio, que se queja de mi inconstancia en todos los tonos, siempre que me encuentro con él.
-¡Qué injusto! -exclamó riendo-. ¿Inconstante tú?
-¿De qué te ríes?
-Pues de la injusticia de tu amigo. ¡Pobre!
-No, no: tú te ríes de otra cosa.
-De eso es -dijo tomando de mi mesa de baño una peinilla y acercándoseme-. Deja que te peine yo, porque sabrá usted, señor constante, que una de las hermanas de su amigo es una linda muchacha. Lástima -continuó, haciendo el peinado ayudada de sus graciosas manos- que el señorito Efraín se haya puesto un poquito pálido en estos días, porque las bugueñas no imaginan belleza varonil sin frescos colores en las mejillas. Pero si la hermana de Emigdio estuviese al corriente de...
-Tú estás muy parlera hoy.
-¿Sí? y tú muy alegre. Mírate al espejo y dime si no has quedado muy bien.
-¡Qué visita! -exclamé oyendo la voz de María que llamaba a mi hermana.
-De veras. Cuánto mejor sería ir a dar un paseo por los picachos del boquerón de Amaime y disfrutar del... grandioso y solitario paisaje, o andar por los montes como res herida, espantando zancudos, sin perjuicio de que Mayo se llene de nuches..., ¡pobre! que está imposible.
-María te llama -le interrumpí.
-Ya sé para qué es.
-¿Para qué?
-Para que le ayude a hacer una cosa que no debiera hacer.
-¿Se puede saber cuál?
-No hay inconveniente: me está esperando para que vayamos a coger flores que han de servir para reemplazar éstas -dijo señalando las del florero de mi mesa-; y si yo fuera ella no volvería a poner ni una más ahí.
-Si tú supieras...
-Y si supieras tú...
Mi padre, que me llamaba desde su cuarto, interrumpió aquella conversación, que continuada, habría podido frustrar lo que desde mi última entrevista con mi madre me había propuesto llevar a cabo.
Al entrar en el cuarto de mi padre, examinaba él en la ventana la máquina de un hermoso reloj de bolsillo, y decía:
-Es una cosa admirable; indudablemente vale las treinta libras. Volviéndose en seguida hacia mí, agregó:
-Éste es el reloj que encargué a Londres; míralo.
-Es mucho mejor que el que usted usa -observé examinándolo.
-Pero el que uso es muy exacto, y el tuyo muy pequeño: debes regalarlo a una de las muchachas y tomar para ti éste.
Sin dejarme tiempo para darle las gracias, añadió:
-¿Vas a casa de Emigdio? Di a su padre que puedo preparar el potrero de guinea para que hagamos la ceba en compañía; pero que su ganado debe estar listo, precisamente, el quince del entrante.
Volví en seguida a mi cuarto a tomar mis pistolas. María, desde el jardín y al pie de mi ventana, entregaba a Emma un manojo de montenegros, mejoranas y claveles; pero el más hermoso de éstos por su tamaño y lozanía, lo tenía ella en los labios.
-Buenos días, María -le dije apresurándome a recibirle las flores.
Ella, palideciendo instantáneamente, correspondió cortada al saludo, y el clavel se le desprendió de la boca. Entregóme las flores, dejando caer algunas a los pies, las cuales recogió y puso a mi alcance cuando sus mejillas estaban nuevamente sonroseadas.
-¿Quieres -le dije al recibir las últimas- cambiarme todas éstas por el clavel que tenías en los labios?
-Lo he pisado -respondió bajando la cabeza para buscarlo.
-Así pisado, te daré todas éstas por él.
Permanecía en la misma actitud sin responderme.
-¿Permites que vaya yo a recogerlo?
Se inclinó entonces para tomarlo y me lo entregó sin mirarme.
Entretanto Emma fingía completa distracción colocando las flores nuevas.
Estrechéle a María la mano con que entregaba el clavel deseado, diciéndole:
-¡Gracias, gracias! Hasta la tarde.
Alzó los ojos para verme con la más arrobadora expresión que pueden producir, al combinarse en la mirada de una mujer, la ternura y el pudor, la reconvención y las lágrimas.