María (Isaacs)/XVI
Capítulo XVI
En la tarde del mismo día se despidió de nosotros el doctor, después de dejar casi completamente restablecida a María y de haberle prescrito un régimen para evitar la repetición del acceso, y prometió visitar a la enferma con frecuencia. Yo sentía un alivio indecible al oírle asegurar que no había peligro alguno, y por él, doble cariño del que hasta entonces le había profesado, solamente porque tan pronta reposición pronosticaba a María. Entré a la habitación de ésta, luego que el médico y mi padre, que iba a acompañarlo en una legua de camino, se pusieron en marcha. Estaba acabando de trenzarse los cabellos, viéndose en un espejo que mi hermana sostenía sobre los almohadones. Apartando ruborizada el mueble, me dijo:
-Éstas no son ocupaciones de enferma, ¿no es verdad? pero ya estoy buena. Espero no volver a ocasionarte un viaje tan peligroso como el de anoche.
-En ese viaje no ha habido peligros -le respondí.
-¡El río, sí, el río! yo pensé en eso y en tantas cosas que podían sucederte por causa mía.
-¿Un viaje de tres leguas? ¿Esto llamas...?
-Ese viaje en que has podido ahogarte, según refirió aquí el doctor, tan sorprendido, que aún no me había pulsado y ya hablaba de eso. Tú y él al regreso habéis tenido que aguardar dos horas para que bajase el río.
-El doctor a caballo es una maula; y su mula pacienzuda no es lo mismo que un buen caballo.
-El hombre que vive en la casita del paso -me interrumpió María-, al reconocer esta mañana tu caballo negro, se admiró no se hubiese ahogado el jinete que anoche se botó al río a tiempo que él le gritaba que no había vado. ¡Ay! no, no; yo no quiero volver a enfermarme. ¿No te ha dicho el doctor que no tendré ya novedad?
-Sí -le respondí-; y me ha prometido no dejar pasar dos días seguidos en estos quince sin venir a verte.
-Entonces no tendrás que hacer otro viaje de noche. ¿Qué habría hecho yo si...
-Me habrías llorado mucho ¿no es verdad? -repliqué sonriéndome.
Miróme por algunos momentos, y yo agregué:
-¿Puedo acaso estar cierto de morir en cualquier tiempo convencido de...
-¿De qué?
Y adivinando lo demás en mi mirada:
-¡Siempre, siempre! -añadió casi en secreto, aparentando examinar los hermosos encajes de los almohadones.
-Y yo tengo cosas muy tristes que decirte -continuó después de unos momentos de silencio-; tan tristes, que son la causa de mi enfermedad. Tú estabas en la montaña... Mamá lo sabe todo; y yo oí que papá le decía a ella que mi madre había muerto de un mal cuyo nombre no alcancé a oír; que tú estabas destinado a hacer una bella carrera; y que yo... ¡ah! yo no sé si es cierto lo que oí... será que no merezco que seas como eres conmigo.
De sus ojos velados rodaron a sus mejillas pálidas, lágrimas que se apresuró a enjugar.
-No digas eso, María, no lo pienses -le dije-; no; yo te lo suplico.
-Pero si yo lo he oído, y después fue cuando no supe de mí... ¿Por qué, entonces?
-Mira, yo te ruego... yo... ¿Quieres permitirme te mande que no hables más de eso?
Había dejado ella caer la frente sobre el brazo en que se apoyaba y cuya mano estrechaba yo entre las mías, cuando oí en la pieza inmediata el ruido de los ropajes de Emma, que se acercaba.
Aquella noche a la hora de la cena estábamos en el comedor mis hermanas y yo esperando a mis padres, que tardaban más tiempo del acostumbrado. Por último se les oyó hablar en el salón como dando fin a una conversación importante. La noble fisonomía de mi padre mostraba, en la ligera contracción de las extremidades de sus labios y en la pequeña arruga que por enmedio de las cejas le surcaba la frente, que acababa de sostener una lucha moral que lo había alterado. Mi madre estaba pálida, pero sin hacer el menor esfuerzo para mostrarse tranquila, me dijo al sentarse a la mesa:
-No me había acordado de decirte que José estuvo esta mañana a vernos y a convidarte para una cacería; mas cuando supo la novedad ocurrida, prometió volver mañana muy temprano. ¿Sabes tú si es cierto que se casa una de sus hijas?
-Tratará de consultarte su proyecto -observó distraídamente mi padre.
-Se trata probablemente de una cacería de osos -le respondí.
-¿De osos? ¡Qué! ¿cazas tú osos?
-Sí, señor; es una cacería divertida que he hecho con él algunas veces.
-En mi país -repuso mi padre- te tendrían por un bárbaro o por un héroe.
-Y sin embargo, esa clase de partidas es menos peligrosa que la de venados, que se hace todos los días y en todas partes; pues aquélla en lugar de exigir de los cazadores el que tiren a derrumbarse desatentados por entre breñas y cascadas, necesita solamente un poco de agilidad y puntería certera.
Mi padre, sin dejar ver ya en el semblante el ceño que antes tenía, habló de la manera cómo se cazan ciervos en Jamaica y de lo aficionados que habían sido sus parientes a esa clase de pasatiempo, distinguiéndose entre ellos, por su tenacidad, destreza y entusiasmo, Salomón, de quien nos refirió, riendo ya, algunas anécdotas.
Al levantarnos de la mesa, se acercó a mí para decirme:
-Tu madre y yo tenemos que hablar algo contigo; ven luego a mi cuarto.
A tiempo que entraba a él, mi padre escribía dando la espalda a mi madre, que se hallaba en la parte menos alumbrada de la habitación, sentada en la butaca que ocupaba siempre que se detenía allí.
-Siéntate -me dijo él, dejando por un momento de escribir y mirándome por encima de los espejuelos, que eran de vidrios blancos y fino engaste de oro.
Pasados algunos minutos, habiendo colocado cuidadosamente en su lugar el libro de cuentas en que estaba escribiendo, acercó un asiento al que yo ocupaba, y en voz baja habló así:
-He querido que tu madre presencie esta conversación, porque se trata de un asunto grave sobre el cual tiene ella la misma opinión que yo.
Dirigióse a la puerta para entornarla y botar el cigarro que estaba fumando, y continuó de esta manera:
-Hace ya tres meses que estás con nosotros, y solamente pasados dos más podrá el señor A*** emprender su viaje a Europa, y con él es con quien debes irte. Esa demora, hasta cierto punto, nada significa, tanto porque es muy grato para nosotros tenerte a nuestro lado después de seis años de ausencia a que han de seguir otros, como porque observo con placer que aun aquí, es el estudio uno de tus goces predilectos. No puedo ocultarte, ni debo hacerlo, que he concebido grandes esperanzas, por tu carácter y aptitudes, de que coronarás lucidamente la carrera que vas a seguir. No ignoras que pronto la familia necesitará de tu apoyo, con mayor razón después de la muerte de tu hermano.
Luego, haciendo una pausa, prosiguió:
-Hay algo en tu conducta que es preciso decirte no está bien: tú no tienes más que veinte años, y a esa edad un amor fomentado inconsideradamente podría hacer ilusorias todas las esperanzas de que acabo de hablarte. Tú amas a María, y hace muchos días que lo sé, como es natural. María es casi mi hija, y yo no tendría nada que observar, si tu edad y posición nos permitieran pensar en un matrimonio; pero no lo permiten, y María es muy joven. No son únicamente éstos los obstáculos que se presentan; hay uno quizá insuperable, y es de mi deber hablarte de él. María puede arrastrarte y arrastrarnos contigo a una desgracia lamentable de que está amenazada. El doctor Mayn se atreve casi a asegurar que ella morirá joven del mismo mal a que sucumbió su madre: lo que sufrió ayer es un síncope epiléptico, que tomando incremento en cada acceso, terminará por una epilepsia del peor carácter conocido: eso dice el doctor. Responde tú ahora, meditando mucho lo que vas a decir, a una sola pregunta; responde como hombre racional y caballero que eres; y que no sea lo que contestes dictado por una exaltación extraña a tu carácter, tratándose de tu porvenir y el de los tuyos. Sabes la opinión del médico, opinión que merece respeto por ser Mayn quien la da; te es conocida la suerte de la esposa de Salomón: ¿si nosotros consintiéramos en ello, te casarías hoy con María?
-Sí, señor -le respondí.
-¿Lo arrostrarías todo?
-¡Todo, todo!
-Creo que no solamente hablo con un hijo sino con el caballero que en ti he tratado de formar.
Mi madre ocultó en ese momento el rostro en el pañuelo. Mi padre, enternecido tal vez por esas lágrimas y acaso también por la resolución que en mí encontraba, conociendo que la voz iba a faltarle, dejó por unos instantes de hablar.
-Pues bien -continuó-; puesto que esa noble resolución te anima, sí convendrás conmigo en que antes de cinco años no podrás ser esposo de María. No soy yo quien debe decirte que ella, después de haberte amado desde niña, te ama hoy de tal manera, que emociones intensas, nuevas para ella, son las que según Mayn, han hecho aparecer los síntomas de la enfermedad: es decir que tu amor y el suyo necesitan precauciones, y que en adelante exijo me prometas, para tu bien, puesto que tanto así la amas, y para bien de ella, que seguirás los consejos del doctor, dados por si llegaba este caso. Nada le debes prometer a María, pues que la promesa de ser su esposo una vez cumplido el plazo que he señalado, haría vuestro trato más íntimo, que es precisamente lo que se trata de evitar. Inútiles son para ti más explicaciones: siguiendo esa conducta, puedes salvar a María; puedes evitarnos la desgracia de perderla.
-En recompensa de todo lo que te concedemos -dijo volviéndose a mi madre-, debes prometerme lo siguiente: no hablar a María del peligro que la amenaza, ni revelarle nada de lo que esta noche ha pasado entre nosotros. Debes saber también mi opinión sobre tu matrimonio con ella, si su enfermedad persistiere después de tu regreso a este país... pues vamos pronto a separarnos por algunos años: como padre tuyo y de María, no sería de mi aprobación ese enlace. Al expresar esta resolución irrevocable, no es por demás hacerte saber que Salomón, en los tres últimos años de su vida, consiguió formar un capital de alguna consideración, el cual está en mi poder destinado a servir de dote a su hija. Mas si ella muere antes de casarse, debe pasar aquél a manos de su abuela materna, que está en Kingston.
Mi padre se paseó algunos momentos por el cuarto. Creyendo yo concluida nuestra conferencia, me puse en pie para retirarme; pero él, volviendo a ocupar su asiento e indicándome el mío, reanudó su discurso así.
-Hace cuatro días que recibí una carta del señor de M*** pidiéndome la mano de María para su hijo Carlos.
No pude ocultar la sorpresa que me causaron estas palabras. Mi padre se sonrió imperceptiblemente antes de agregar:
-El señor de M*** da quince días de término para aceptar o no su propuesta, durante los cuales vendrán a hacernos una visita que antes me tenían prometida. Todo te será fácil después de lo pactado entre nosotros.
-Buenas noches, pues -dijo poniéndome afectuosamente la mano sobre el hombro-: que seas muy feliz en tu cacería; yo necesito la piel del oso que mates para ponerla a los pies de mi catre.
-Está bien -le respondí.
Mi madre me tendió la mano, y reteniendo la mía, me dijo:
-Te esperamos temprano; ¡cuidado con esos animales!
Tantas emociones se habían sucedido agitándome en las últimas horas, que apenas podía darme cuenta de cada una de ellas, y me era imposible hacerme cargo de mi extraña y difícil situación.
¡María amenazada de muerte; prometida así por recompensa a mi amor, mediante una ausencia terrible; prometida con la condición de amarla menos; yo obligado a moderar tan poderoso amor, amor adueñado para siempre de todo mi ser, so pena de verla desaparecer de la tierra como una de las beldades fugitivas de mis ensueños, y teniendo que aparecer en adelante ingrato e insensible tal vez a sus ojos, sólo por una conducta que la necesidad y la razón me obligaban a adoptar! Ya no podría yo volver a oírle aquellas confidencias hechas con voz conmovida; mis labios no podrían tocar ni siquiera el extremo de una de sus trenzas. Mía o de la muerte, entre la muerte y yo, un paso más para acercarme a ella, sería perderla; y dejarla llorar en abandono, era un suplicio superior a mis fuerzas.
¡Corazón cobarde! no fuiste capaz de dejarte consumir por aquel fuego que mal escondido podía agostarla... ¿Dónde está ella ahora, ahora que ya no palpitas; ahora que los días y los años pasan sobre mí sin que sepa yo que te poseo?
Cumpliendo Juan Ángel mis órdenes, llamó a la puerta de mi cuarto al amanecer.
-¿Cómo está la mañana? -le pregunté.
-Mala, mi amo; quiere llover.
-Bueno. Vete a la montaña y dile a José que no me espere hoy.
Cuando abrí la ventana me arrepentí de haber enviado al negrito, quien silbando y tarareando bambucos iba a internarse en la primera mancha de bosque.
Soplaba de la sierra un viento frío y destemplado que sacudía los rosales y mecía los sauces, desviando en su vuelo a una que otra pareja de loros viajeros. Todas las aves, lujo del huerto en las mañanas alegres, callaban, y solamente los pellares revoloteaban en los prados vecinos, saludando con su canto al triste día de invierno.
En breve las montañas desaparecieron bajo el velo ceniciento de una lluvia nutrida, que dejaba oír ya su creciente rumor al acercarse azotando los bosques. A la media hora, turbios y estrepitosos arroyos descendían peinando los pajonales de las laderas del otro lado del río, que acrecentado, tronaba iracundo y se divisaba en las lejanas revueltas amarillento, desbordado y undoso.