Capítulo LVII

A las cuatro llamó el buen amigo a mi puerta, y hacía una hora que lo esperaba yo, listo ya para marchar. Él, Lorenzo y yo nos desayunamos con brandi y café mientras los bogas conducían a las canoas mi equipaje, y poco después estábamos todos en la playa.

La luna, grande y en su plenitud, descendía ya al ocaso, y al aparecer bajo las negras nubes que la habían ocultado, bañó las selvas distantes, los mangares de las riberas y la mar tersa y callada con resplandores trémulos y rojizos, como los que esparcen los blandones de un féretro sobre el pavimento de mármol y los muros de una sala mortuoria.

-¿Y ahora hasta cuándo? -me dijo el Administrador correspondiendo a mi abrazo de despedida con otro apretado.

-Quizá volveré muy pronto -le respondí.

-¿Regresas, pues, a Europa?

-Tal vez.

Aquel hombre tan festivo me pareció melancólico en ese momento.

Al alejarse de la orilla la canoa ranchada, en la cual íbamos Lorenzo y yo, gritó:

-¡Muy buen viaje!

Y dirigiéndose a los dos bogas:

-¡Cortico! ¡Laureán!... cuidármelo mucho, cuidármelo como cosa mía.

-Sí, mi amo -contestaron a dúo los dos negros.

A dos cuadras estaríamos de la playa, y creí distinguir el bulto blanco del Administrador, inmóvil en el mismo sitio en que acababa de abrazarme.

Los resplandores amarillentos de la luna, velados a veces, fúnebres siempre, nos acompañaron hasta después de haber entrado a la embocadura del Dagua.

Permanecía yo en pie a la puerta del rústico camarote, techumbre abovedada hecha con matambas, bejucos y hojas de rabihorcado, que en el río llaman rancho. Lorenzo, después de haberme arreglado una especie de cama sobre tablas de guadua bajo aquella navegante gruta, estaba sentado a mis pies con la cabeza apoyada sobre las rodillas, y parecía dormitar. Cortico (o sea Gregorio, que tal era su nombre de pila) bogaba cerca de nosotros refunfuñando a ratos la tonada de un bunde. El atlético cuerpo de Laureán se dibujaba como el perfil de un gigante sobre los últimos celajes de la luna ya casi invisible.

Apenas si se oían el canto monótono y ronco de los bamburés en los manglares sombríos de las riberas y el ruido sigiloso de las corrientes, interrumpiendo aquel silencio solemne que rodea los desiertos en su último sueño, sueño siempre profundo como el del hombre en las postreras horas de la noche.

-Toma un trago, Cortico, y entona mejor esa canción triste -dije al boga enano.

-¡Jesú! mi amo, ¿le parece triste?

Lorenzo escanció de su chamberga pastusa cantidad más que suficiente de anisado en el mate que el boga le presentó, y éste continuó diciendo:

-Será que el sereno me ha dao carraspera -y dirigiéndose a su compañero-: compae Laureán, el branco que si quiere despejá el pecho para que cantemo un baile alegrito.

-¡Aprobalo! -respondió el interpelado con voz ronca y sonora-: otro baile será el que va a empezá en el escuro. ¿Ya sabe?

-Po lo mesmo, señó.

Laureán saboreó el aguardiente como conocedor en la materia, murmurando:

-Del que ya no baja.

-¿Qué es eso del baile a oscuras? -le pregunté.

Colocándose en su puesto entonó por respuesta el primer verso del siguiente bunde, respondiéndole Cortico con el segundo, tras de lo cual hicieron pausa, y continuaron de la misma manera hasta dar fin a la salvaje y sentida canción.


 Se no junde ya la luna;    
   Remá, remá.    
¿Qué hará mi negra tan sola?    
   Llorá, llorá.    
Me coge tu noche escura,   5  
   San Juan, San Juan.    
Escura como mi negra,    
   Ni má, ni má.    
La lú de su s'ojo mío    
   Der má, der má.   10  
Lo relámpago parecen.    
   Bogá, bogá.    


Aquel cantar armonizaba dolorosamente con la naturaleza que nos rodeaba: los tardos ecos de esas selvas inmensas repetían sus acentos quejumbrosos, profundos y lentos.

-No más bunde -dije a los negros aprovechándome de la última pausa.

-¿Le parece a su mercé mal cantao? -preguntó Gregorio, que era el más comunicativo.

-No, hombre, muy triste.

-¿La juga?

-Lo que sea.

-¡Alabao! Si cuando me cantan bien una juga y la baila con este negro Mariugenia... créame su mercé lo que le digo: hasta lo s'ángele del cielo zapatean con gana de bailala.

-Abra el ojo y cierre el pico, compare -dijo Laureán-; ¿ya oyó?

-¿Acaso soy sordo?

-Bueno pué.

-Vamo a velo, señó.

Las corrientes del río empezaban a luchar contra nuestra embarcación. Los chasquidos de los herrones de las palancas, se oían ya. Algunas veces la de Gregorio daba un golpe en el borde de la canoa para significar que había que variar de orilla, y atravesábamos la corriente. Poco a poco fueron haciéndose densas las tinieblas. Del lado del mar nos llegaba el retumbo de truenos lejanos. Los bogas no hablaban. Un ruido semejante al vuelo rumoroso de un huracán sobre las selvas venía en nuestro alcance. Gruesas gotas de lluvia empezaron a caer después.

Me recosté en la cama que Lorenzo me había tendido. Éste quiso encender luz, pero Gregorio, que le vio frotar un fósforo, le dijo:

-No prenda vela, patrón, porque me deslumbro y se embarca la culebra.

La lluvia azotaba rudamente la techumbre del rancho. Aquella oscuridad y silencio eran gratos para mí después del trato forzado y de la fingida amabilidad usada durante mi viaje con toda clase de gentes. Los más dulces recuerdos, los más tristes presentimientos volvieron a disputarse mi corazón en aquellos instantes para reanimarlo o entristecerlo. Bastábanme ya cinco días de viaje para volver a tenerla en mis brazos y devolverle toda la vida que mi ausencia le había robado. Mi voz, mis caricias, mis ojos que tan dulcemente habían sabido conmoverla en otros días ¿no serían capaces de disputársela al dolor y a la muerte? Aquel amor ante el cual la ciencia se consideraba impotente, que la ciencia llamaba en su auxilio, debía poderlo todo.

Recorría mi memoria lo que me decía en sus últimas cartas: «La noticia de tu regreso ha bastado a volverme las fuerzas... Yo no puedo morirme y dejarte solo para siempre».

La casa paterna en medio de sus verdes colinas, sombreada por sauces añosos, engalanada con rosales, iluminada por los resplandores del sol al nacer, se presentaba a mi imaginación: eran los ropajes de María los que susurraban cerca de mí; la brisa del Sabaletas la que movía mis cabellos; las esencias de las flores cultivadas por María, las que aspiraba yo... Y el desierto con sus aromas, sus perfumes y susurros era cómplice de mi deliciosa ilusión.

Detúvose la canoa en una playa de la ribera izquierda.

-¿Qué es? -pregunté a Lorenzo.

-Estamos en el Arenal.

-¡Oopa! Un guarda, que contrabando va -gritó Cortico.

-¡Alto! -contestó un hombre, que debía estar en acecho, pues dio esa voz a pocas varas de la orilla.

Los bogas soltaron a dúo una estrepitosa carcajada, y no había puesto punto final a la suya Gregorio, cuando dijo:

-¡San Pablo bendito! que casi me pica este cristiano. Cabo Ansermo, a busté lo va a matá un rumatismo metío entre un carrizar. ¿Quién le contó que yo subía, señó?

-Bellaco -le respondió el guarda-, las brujas. A ver, ¿qué llevas?

-Buque de gente.

Lorenzo había encendido luz, y el cabo entró al rancho, dando de paso al negro contrabandista una sonora palmada en la espalda a guisa de cariño. Luego que me saludó franca y respetuosamente, se puso a examinar la guía, y mientras tanto Laureán y Gregorio, en pampanilla, sonreían asomados a la boca del camarote.

El primer grito de Gregorio al llegar a la playa alarmó a todo el destacamento: dos guardas más con caras de mal dormidos, y armados de carabinas como el que aguardaba agazapado bajo las malezas, llegaron a tiempo de libación y despedida. La enorme chamberga de Lorenzo tenía para todos, a lo cual se agregaba que debía estar deseosa de habérselas con otros menos desdeñosos que sus amos.

Había cesado la lluvia y empezaba a amanecer, cuando después de las despedidas y chufletas picantes sazonadas con risotadas y algo más, que se cruzaban entre mis bogas y los guardas, continuamos viaje.

De allí para adelante las selvas de las riberas fueron ganando en majestad y galanura: los grupos de palmeras se hicieron más frecuentes: veíase la pambil de recta columna manchada de púrpura; la mil-pesos frondosa brindando en sus raíces el delicioso fruto; la chontadura y la gualte; distinguiéndose entre todas la naidí de flexible tallo e inquieto plumaje, por un no sé qué de coqueto y virginal que recuerda talles seductores y esquivos. Las más con sus racimos medio defendidos aún por la concha que los había abrigado, todas con penachos color de oro, parecían con sus rumores dar la bienvenida a un amigo no olvidado. Pero aún faltaban allí las bejucadas de rojos festones, las trepadoras de frágiles y lindas flores, las sedosas larvas y los aterciopelados musgos de los peñascos. El naguare y el piáunde, como reyes de la selva, empinaban sus copas sobre ella para divisar algo más grandioso que el desierto: la mar lejana.

La navegación iba haciéndose cada vez más penosa. Eran casi las diez cuando llegamos a Calle-larga. En la ribera izquierda había una choza, levantada, como todas las del río, sobre gruesos estantillos de guayacán, madera que como es sabido, se petrifica en la humedad: así están los habitantes libres de las inundaciones, y menos en familia con las víboras que, por su abundancia y diversidad son el terror y pesadilla de los viajeros.

Mientras Lorenzo, guiado por los bogas, iba a disponer nuestros almuerzos en la casita, permanecí en la canoa preparándome para tomar un baño cuya excelencia dejaban prever las aguas cristalinas. Mas no había contado con los mosquitos, a pesar de que sus venenosas picaduras los hacen inolvidables. Me atormentaron a su sabor, haciéndole perder al baño que tomé, la mitad de su orientalismo salvaje. El color y otras condiciones de la epidermis de los negros, los defienden sin duda de esos tenaces y hambrientos enemigos, pues seguí observando que apenas se daban por notificados los bogas de su existencia.

Lorenzo me trajo el almuerzo a la canoa, ayudado por Gregorio, quien las daba de buen cocinero, y me prometió para el día siguiente un tapado.

Debíamos llegar por la tarde a San Cipriano, y los bogas no se hicieron rogar para continuar el viaje, vigorizados ya por el tinto selecto del Administrador.

El sol no desmentía ser de verano.

Cuando las riberas lo permitían, Lorenzo y yo, para desentumirnos o para disminuir el peso de la canoa en pasos de peligro confesado por los bogas, andábamos por algunas de las orillas cortos trechos, operación que allí se llama playear; pero en tales casos el temor de tropezar con alguna guascama o de que alguna chonta se lanzase sobre nosotros, como los individuos de esa familia de serpientes negras, rollizas y de collar blanco lo acostumbran, nos hacía andar por las malezas más con los ojos que con los pies.

Era inútil averiguar si Laureán y Gregorio eran curanderos, pues apenas hay boga que no lo sea, y que no lleve consigo colmillos de muchas clases de víboras y contras para varias de ellas, entre las cuales figuran el guaco, los bejucos atajasangre, siempreviva, zaragoza, y otras yerbas que no nombran y que conservan en colmillos de tigre y de caimán ahuecados. Pero eso no basta a tranquilizar a los viajeros, pues es sabido que tales remedios suelen ser ineficaces, y muere el que ha sido mordido, después de pocas horas, arrojando sangre por los poros, y con agonías espantosas.

Llegamos a San Cipriano. En la ribera derecha y en el ángulo formado por el río que da nombre al sitio, y por el Dagua, que parece regocijarse con su encuentro, estaba la casa, alzada sobre postes en medio de un platanal frondoso. No habíamos saltado todavía a la playa y ya Gregorio gritaba:

-¡Ña Rufina! ¡aquí voy yo! -Y en seguida-: ¿dónde cogió esta viejota?

-Buena tarde, ño Gregorio -respondió una negra joven asomándose al corredor.

-Me tiene que da posada, porque traigo cosa buena.

-Sí, señó: suba pué.

-¿Mi compañero?

-En la Junta.

-¿Tío Bibiano?

-Asina no ma, ño Gregorio.

Laureán dio las buenas tardes a la casera y volvió a guardar su silencio acostumbrado.

Mientras los bogas y Lorenzo sacaban los trastos de la canoa, yo estaba fijo en algo que Gregorio, sin hacer otra observación, había llamado viejota: era una culebra gruesa como un brazo fornido, casi de tres varas de largo, de dorso áspero, color de hoja seca y salpicado de manchas negras; barriga que parecía de piezas de marfil ensambladas, cabeza enorme y boca tan grande como la cabeza misma, nariz arremangada y colmillos como uñas de gato. Estaba colgada por el cuello en un poste del embarcadero, y las aguas de la orilla jugaban con su cola.

-¡San Pablo! -exclamó Lorenzo fijándose en lo que yo veía-; ¡qué animalote!

Rufina, que se había bajado a alabarme a Dios, observó riéndose, que más grandes las había muerto algunas veces.

-¿Dónde encontraron ésta? -le pregunté.

-En la orilla, mi amo, allí en el chípero -me contestó señalándome un árbol frondoso distante treinta varas de la casa.

-¿Cuándo?

-A la madrugadita que se fue mi hermano a viaje, la topó armaa, y él la trajo para sacale la contra. La compañera no estaba ahí, pero hoy la vi yo y él la topa mañana.

La negra me refirió en seguida que aquella víbora hacía daño de esta manera: agarrada de alguna rama o bejuco con una uña fuerte que tiene en la extremidad de la cola, endereza más de la mitad del cuerpo sobre las roscas del resto: mientras la presa que acecha no le pasa a distancia tal que solamente extendida en toda su longitud la culebra, pueda alcanzarla, permanece inmóvil, y conseguida esa condición, muerde a la víctima y la atrae a sí con una fuerza invencible: si la presa vuelve a alejarse a la distancia precisa, se repite el ataque hasta que la víctima espira: entonces se enrolla envolviendo el cadáver y duerme así por algunas horas. Casos han ocurrido en que cazadores y bogas se salven de ese género de muerte asiéndole la garganta a la víbora con entrambas manos y luchando con ella hasta ahogarla, o arrojándole una ruana sobre la cabeza; mas eso es raro, porque es difícil distinguirla en el bosque, por asemejarse armada a un tronco delgado en pie y ya seco. Mientras la verrugosa no halla de dónde agarrar su uña, es del todo inofensiva.

Rufina, señalándome el camino, subió con admirable destreza la escalera formada de un solo tronco de guayacán con muescas, y aun me ofreció la mano entre risueña y respetuosa cuando ya iba yo a pisar el pavimento de la choza, hecho de tablas picadas de pambil, negras y brillantes por el uso. Ella, con las trenzas de pasa esmeradamente atadas a la parte posterior de la cabeza, que no carecía de cierto garbo natural, follao de pancho azul y camisa blanca, todo muy limpio, candongas de higas azules y gargantilla de lo mismo aumentada con escuditos y cabalongas, me pareció graciosamente original, después de haber dejado por tanto tiempo de ver mujeres de esa especie; y lo dejativo de su voz, cuya gracia consiste en gentes de la raza, en elevar el tono en la sílaba acentuada de la palabra final de cada frase; lo movible de su talle y sus sonrisas esquivas, me recordaban a Remigia en la noche de sus bodas. Bibiano, padre de la núbil negra, que era un boga de poco más de cincuenta años, inutilizado ya por el reumatismo, resultado del oficio, salió a recibirme, el sombrero en la mano, y apoyándose en un grueso bastón de chonta: vestía calzones de bayeta amarilla y camisa de listado azul, cuyas faldas llevaba por fuera.

Componíase la casa, como que era una de las mejores del río, de un corredor, del cual, en cierta manera, formaba continuación la sala, pues las paredes de palma de ésta, en dos de los lados, apenas se levantaban a vara y media del suelo, presentando así la vista del Dagua por una parte y la del dormido y sombrío San Cipriano por la otra: a la sala seguía una alcoba, de la que se salía a la cocina, cuya hornilla estaba formada por un gran cajón de tablas de palma rellenado con tierra, sobre el cual descansaban las tulpas y el aparato para hacer el fufú. Sustentado sobre las vigas de la sala, había un tablado que la abovedaba en una tercera parte, especie de despensa en que se veían amarillear hartones y guineos, a donde subía frecuentemente Rufina por una escalera más cómoda que la del patio. De una viga colgaban atarrayas y catangas, y estaban atravesadas sobre otras, muchas palancas y varas de pescar. De un garabato pendían un mal tamboril y una carrasca, y en un rincón estaba recostado el carángano, rústico bajo en la música de aquellas riberas.

Pronto estuvo mi hamaca colgada. Acostado en ella veía los montes distantes no hollados aún, que iluminaba la última luz amarilla de la tarde, y las ondas del Dagua pasar atornasoladas de azul, verde y oro. Bibiano, estimulado por mi franqueza y cariño, sentado cerca de mí, tejía crezneja para sombreros, fumando en su congola, conversándome de los viajes de su mocedad, de la difunta (su mujer), de la manera de hacer la pesca en corrales y de sus achaques. Había sido esclavo hasta los treinta años en la mina de Iró, y a esa edad consiguió a fuerza de penosos trabajos y de economías, comprar su libertad y la de su mujer, que había sobrevivido poco tiempo a su establecimiento en el Dagua.

Los bogas, con calzones ya, charlaban con Rufina; y Lorenzo, después de haber sacado sus comestibles refinados para acompañar el sancocho de nayo que nos estaba preparando la hija de Bibiano, había venido a recostarse silencioso en el rincón más oscuro de la sala.

Era casi de noche cuando se oyeron gritos de pasajeros en el río: Lorenzo bajó apresuradamente y regresó pocos momentos después diciendo que era el correo que subía; y había tomado noticia de que mi equipaje quedaba en Mondomo.

Pronto nos rodeó la noche con toda su pompa americana: las noches del Cauca, las de Londres, las pasadas en alta mar ¿por qué no eran tan majestuosamente tristes como aquélla?

Bibiano me dejó creyéndome dormido, y fue a apurar la comida. Lorenzo encendió vela y preparó la mesita de la casa con el menaje de nuestra alforja.

A las ocho todos estaban, bien o mal, acomodados para dormir. Lorenzo, luego que me hubo acomodado con esmero casi maternal en la hamaca, se acostó en la suya.

-Taita -dijo Rufina desde su alcoba a Bibiano, que dormía con nosotros en la sala-: escuche su mercé la verrugosa cantando en el río.

En efecto, se oía hacia ese lado algo como el cloqueo de una gallina enorme.

-Avísele a ño Laureán -continuó la muchacha-, para que a la madrugada pasen con mañita.

-¿Ya oíte, hombre? -preguntó Bibiano.

-Sí, señó -respondió Laureán, a quien debía de tener despierto la voz de Rufina, pues según comprendí más tarde, era su novia.

-¿Qué es esto grande que vuela aquí? -pregunté a Bibiano, próximo ya a figurarme que sería alguna culebra alada.

-El murciélago, amito -contestó-, pero no haya miedo que le pique durmiendo en la hamaca.

Los tales murciélagos son verdaderos vampiros que sangran en poco rato a quien llega a dejarles disponibles la nariz o las yemas de los dedos; y realmente se salvan de su chupadura los que duermen en hamaca.