María (Isaacs)/LIII
Capítulo LIII
A las once de la noche del veintinueve me separé de la familia y de María en el salón. Velé en mi cuarto hasta que oí al reloj dar la una de la mañana, primera hora de aquel día tanto tiempo temido y que al fin llegaba; no quería que sus primeros instantes me encontrasen dormido.
Con el mismo traje que tenía me recosté en la cama cuando dieron las dos. El pañuelo de María, fragante aún con el perfume que siempre usaba ella, ajado por sus manos y humedecido con sus lágrimas, recibía sobre la almohada las que rodaban de mis ojos como de una fuente que jamás debía agotarse.
Si las que derramo aún, al recordar los días que precedieron a mi viaje, pudieran servir para mojar esta pluma al historiarlos; si fuera posible a mi mente tan sólo una vez, por un instante siquiera, sorprender a mi corazón todo lo doloroso de su secreto para revelarlo, las líneas que voy a trazar serían bellas para los que mucho han llorado, pero acaso funestas para mí. No nos es dable deleitarnos por siempre con un pesar amado: como las de dolor, las horas de placer se van. Si alguna vez nos fuese concedido detenerlas, María hubiera logrado hacer más lentas las que antecedieron a nuestra despedida. Pero ¡ay! ¡todas, sordas a sus sollozos, ciegas ante sus lágrimas, volaron, y volaban prometiendo volver!
Un estremecimiento nervioso me despertó dos o tres veces en que el sueño vino a aliviarme. Entonces mis miradas recorrían ese cuarto ya desmantelado y en desorden por los preparativos de viaje, cuarto donde esperé tantas veces las alboradas de días venturosos. Y procuraba conciliar de nuevo el sueño interrumpido, porque así volvía a verla tan bella y ruborosa como en las primeras tardes de nuestros paseos después de mi regreso; pensativa y callada como solía quedarse cuando le hacía mis primeras confidencias, en las cuales casi nada se habían dicho nuestros labios y tanto nuestras miradas y sonrisas; confiándome con voz queda y temblorosa los secretos infantiles de su castísimo amor; menos tímidos al fin sus ojos ante los míos, para dejarme ver en ellos su alma a trueque de que le mostrase la mía... El ruido de un sollozo volvía a estremecerme: ¡el de aquél que mal ahogado había salido de su pecho esa noche al separarnos!
No eran las cinco todavía cuando después de haberme esmerado en ocultar las huellas de tan doloroso insomnio, me paseaba en el corredor oscuro aún. Muy pronto vi brillar luz en las rendijas del aposento de María, y luego oí la voz de Juan que la llamaba.
Los primeros rayos del sol al levantarse trataban en vano de desgarrar la densa neblina que como un velo inmenso y vaporoso pendía desde las crestas de las montañas, extendiéndose flotante hasta las llanuras lejanas. Sobre los montes occidentales, limpios y azules, amarillearon luego los templos de Cali, y al pie de las faldas blanqueaban cual rebaños agrupados, los pueblecillos de Yumbo y Vijes.
Juan Ángel, después de haberme traído el café y ensillado mi caballo negro, que impaciente ennegrecía con sus pisadas el gramal del pie del naranjo a que estaba atado, me esperaba lloroso, recostado contra la puerta de mi cuarto, con las polainas y los espolines en las manos: al calzármelas, su lloro caía en gruesas gotas sobre mis pies.
-No llores -le dije, dando trabajosamente seguridad a mi voz-: cuando yo regrese, ya serás hombre, y no te volverás a separar de mí. Mientras tanto, todos te querrán mucho en casa.
Era llegado el momento de reunir todas mis fuerzas. Mis espuelas resonaron en el salón, que estaba solo. Empujé la puerta entornada del costurero de mi madre, quien se lanzó del asiento en que estaba a mis brazos. Ella conocía que las demostraciones de su dolor podían hacer flaquear mi ánimo, y entre sollozo y sollozo trataba de hablarme de María y de hacerme tiernas promesas.
Todos habían humedecido mi pecho con su lloro. Emma, que había sido la última, conociendo qué buscaba yo a mi alrededor al desasirme de sus brazos, me señaló la puerta del oratorio, y entré a él. Sobre el altar irradiaban su resplandor amarillento dos luces: María sentada en la alfombra, sobre la cual resaltaba el blanco de su ropaje, dio un débil grito al sentirme, volviendo a dejar caer la cabeza destrenzada sobre el asiento en que la tenía reclinada cuando entré. Ocultándome así el rostro, alzó la mano derecha para que yo la tomase: medio arrodillado, la bañé en lágrimas y la cubrí de caricias; mas al ponerme en pie, como temerosa de que me alejase ya, se levantó de súbito para asirse sollozante de mi cuello. Mi corazón había guardado para aquel momento casi todas sus lágrimas.
Mis labios descansaron sobre su frente... María, sacudiendo estremecida la cabeza, hizo ondular los bucles de su cabellera, y escondiendo en mi pecho la faz, extendió uno de los brazos para señalarme el altar. Emma, que acababa de entrar, la recibió inanimada en su regazo, pidiéndome con ademán suplicante que me alejase. Y obedecí.