Este texto ha sido incluido en la colección Relatos varios de los años 40 y 50
de Felisberto Hernández
Compilado de relatos, no agrupados en libros, revisados por la Fundación Felisberto Hernández en colaboración con Creative Commons Uruguay
Manos equivocadas
de Felisberto Hernández


A Irene:

No se inquiete. Es decir me gustaría que se inquietara un poco, si en esa inquietud hubiera curiosidad. Precisamente la curiosidad es la causa de que yo haya querido escribirle –ya le explicaré con todos los detalles posibles esta actitud–; pero antes tengo que decirle que no la comprometeré; lo que le escribo lo podrá leer todo el mundo: no encontrarán otra cosa que curiosidad, y sobre todo, una curiosidad libre, pues su nombre fue tomado al azar entre muchos. Yo no tenía ninguna disposición anterior acerca de su persona; pero su nombre, tomado entre muchos, fue la primera cosa de lo desconocido en que se detuvo mi curiosidad. En el movimiento que ella hizo para ir a posarse sobre su nombre también me encontré con lo desconocido. Y por último, en mi propia curiosidad, en lo hondo de ella, también me encuentro siempre con lo desconocido: lo poco que de ella sé, lo encontrará usted en la prometida historia; y mi empecinamiento en contestársela es por la necesidad de que le resulte lo menos violenta posible esta actitud mía. Sin embargo, lo primero que me impulsó a realizar esta carta, fue la esperanza de que la persona a quien me dirigía, sufriera una curiosidad parecida.

Desde hace muchos años y hasta hace pocos meses, mi locura anduvo vagando por las ciencias. Allí también sentí curiosidad y allí también sentí lo desconocido. Pero una noche en que estaba distraído y miraba la calle casi oscura de mi casa y por la cual pasaban algunas personas, se me empezó a cambiar la curiosidad y el interés de lo desconocido: se volvieron hacia las personas que pasaban. Algunas llevaban la cabeza baja y yo sentí deseos de saber lo que sentían y pensaban en aquel momento. Hubiera sido absurdo pretender saberlo; pero ese deseo estuvo en mí desde esa noche. A la mañana siguiente, cuando hacía poco rato que estaba despierto, tuve el precipitado deseo de salir de mi casa y ver cómo serían las personas que viajaban en los mismos ómnibus que yo y las que encontraría por las calles. Desde ese día me interesó ver y sentir desde temprano el movimiento de las calles con sus personas y sus cosas. Caminaba entre la gente con el mismo descuido que había tenido en mi casa para arreglarme antes de salir; no buscaba nada y sabía que encontraría algo: ya lo estaba encontrando. Era eso desconocido a que me entregué aquella noche en mi casa, cuando estaba apoyado con los brazos en la verja de madera, y cuando vi pasar a las personas como a figuras extrañas, mucho más desconocidas y alejadas que antes. Tan extrañas, desconocidas y alejadas las volví a ver al otro día de mañana, a pesar de la luz del día, a pesar de ser yo también otra de las personas que iban por las calles, y a pesar de tenerlas tan cerca cuando viajaba en los ómnibus. Pero la noche de ese mismo día me di cuenta de que lo desconocido aparecía más en la noche que en el día: en la noche yo también sentía que alrededor del espíritu tenía un poco de oscuridad, y que a mis pensamientos, por más claros que fueran, les llegaba algo de la sugestión del espíritu y de la noche. Cuando más oscuro era el aire, más grande era la sugestión de lo desconocido. No importaba que ese mismo aire llegara hasta donde estaban las lamparillas; aunque yo estuviera distraído o pensando en otra cosa, sentía que más allá de donde ellas alcanzaban, estaba siempre aquel mismo aire cargado de oscuridad. Además comprendía que lo desconocido era furtivo: pasaba en el fondo de una calle, junto con un ferrocarril que cruzaba; cuando creía encontrarse con una persona conocida y después resultaba que no era; en momentos que una mujer en el cine se daba vuelta para atrás y miraba como buscando a alguien: al salir varias personas de un zaguán; cuando en una esquina a la que había mirado unos momentos antes, aparecían como llamitas recién encendidas las figuras de dos muchachas; cuando una mujer soltaba una carcajada y la ahogaba con un pañuelo; cuando dos personas desconocidas hablaban cerca, de otra que yo conocía; cuando al volver a mi casa tarde de la noche, me parecía ver de pronto la cara de un hombre que había muerto hacía tiempo; y cuántas cosas de extraña incoherencia.

Otra noche me di cuenta de otra cosa más de lo desconocido: no siempre llega de pronto y chocando contra mí, sino que a veces llega como si yo estuviera durmiendo y me empezaran a poner cobijas muy livianas y después más pesadas, hasta que me despertaba y las tiraba.

Una vez yo estaba sentado en el centro de la tertulia de un teatro y en la platea veía la parte de atrás de un saco de terciopelo negro de la cual salía una cabeza rubia y unas manos y brazos enguantados de cabritilla blanca. Yo miraba distraídamente los movimientos de aquella cabeza y de aquellos brazos, y poco a poco fui sintiendo que esos movimientos y esa gracia tan extraña, habían sido vistos por otra persona en uno de sus sueños... Después se levantó el telón y atendí a la escena.

Otra vez en un cine muy lujoso y casi vacío, empecé a sentir poco a poco una inexplicable angustia: aquella angustia me la había venido creando la suntuosidad, y en esa misma suntuosidad había un silencio extraño... Pero otra vez descubrí que sentía esa misma angustia desconocida en salas llenas de voces alegres y de mujeres graciosamente vestidas, y que además, en esas mismas salas alegres, también aparecía lo desconocido fugaz: en el momento en que una persona hacía un movimiento que aun visto por ella misma le hubiera resultado extraño; en la forma con que una persona miraba a otras que recién entraban; en una seña desconocida de una fina mano de mujer...


He interrumpido esta carta porque un amigo vino a buscarme para ir a una fiesta. Allí, alguien, comentando los colores con que una mujer se había pintado las ojeras, pronunció su nombre. El corazón se me detuvo. Y al ir constatando que no podía haber dos personas con su nombre, empecé a pensar de nuevo en lo desconocido. ¿Acaso el haberla encontrado cuando le escribía como a una persona desconocida no es otra cosa más de lo desconocido? Además, después que nos presentaron y de haber conversado juntos tanto rato, me di cuenta de que en usted había muchas cosas maravillosamente desconocidas; y entonces pensé que lo que faltaba decir en mi carta se volvía más fácil: pedirle que abandonara algo de los instantes en los que sienta eso que digo hasta el cansancio y con esa vulgar palabra: “desconocido”. ¿Le interesará hacer la historia de estos instantes?

El cartero llega a casa al oscurecer y a esa hora yo estaré pensando que a lo mejor usted me escribe.

Un saludo.


A Inés:

Hoy me desperté tarde; sin embargo no me levanté en seguida, porque tuve que acordarme de lo que pasó anoche. Y como anoche la persona vestida de luto era usted, y los demás, y el ruido y la luz eran de una calidad de confusión como de una antigua película de cine, sentí que si me levantaba y le escribía, tendría el privilegio de dirigirme a la figura imprecisa de un sueño. Pero antes de levantarme, la atención se me detuvo en el clavel rojo de la solapa de mi saco, y me pareció que mi traje era del personaje que anoche habló con usted, de aquel “yo” que también era de sueño.

De usted brotaban cosas que no recuerdo tanto por sus palabras como por su actitud mientras conversaba; y cuando conversaba yo, no me parecía que yo mismo hablara sino que seguía sintiendo lo que usted decía con sus gestos.

La luz al pasar por el ala calada de su sombrero, hacía arabescos de sombra en la parte superior de su cara, y lo que había en sus dientes muy blancos no parecía tener que ver con el brillo de sus ojos negros en la sombra de los arabescos. Pero cuando salimos del bar y caminábamos juntos, esa sombra se movía más, y cuando pasábamos debajo de los focos, parecía que de su frente caía un antifaz.

También siento sombras de sueño al acordarme de cómo caminábamos nosotros dos: tan pronto íbamos juntos, como nos separaban los compañeros y quedábamos en los extremos de la línea. Pero de pronto yo me adelantaba un poco, veía que usted con su gesto se dirigía a mí, y en seguida me encontraba a su lado. Después, yo me había adelantado mucho trecho con un compañero; sentimos que nos llamaban porque algunos se separarían del grupo; y entonces, al encontrarme con usted y verla sin aquel sombrero y con aquella cabellera, sentí algo que sería como el epílogo de la noche.

Ahora han pasado algunos días. Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado.

Ahora hace veinticuatro horas que la vi por la calle y llevaba otro sombrero. Yo estoy muy lejos, es de noche, y también el presente me parece un sueño. ¿Cómo es que la volví a encontrar, y llevaba otro sombrero, y yo tuve que salir de Montevideo anoche mismo? El amigo con quien yo debía venir, salía de ahí a las pocas horas que usted se despedía de mí sin saberlo. Y recordaba todo eso en un lugar donde nunca estuve, y que es solo y pintoresco, es lo que hace de sueño el presente.

Esta tarde, al pasar por un maravilloso lugar que hace el arroyo en el bosque, pensé que a lo mejor ahí mismo leería una carta que usted me mandaría, y hasta que venga, estaré ocupado en esperarla. ¿Me escribirá pronto?

Todavía estoy en el saludo que le ofrecí anoche, y todavía tengo el suyo.


A Inés:

Hace muchos días que vivo realizando cosas que siento como fuera de mí; aunque ellas sean espontáneas y ligadas a mi intimidad, igual las sigo sintiendo como fuera de mí: ocurren cuando estoy con mis amigos y cuando toco el piano. Pero en los poquísimos momentos que me encuentro solo, en los momentos antes de dormirme y en los antes de levantarme, siento que dentro de mí, y aun cuando no he pensado en ello, ha seguido formándose lo que empezó aquella noche.

La primera vez que me di cuenta de eso fue aquella otra noche que usted llevaba otro sombrero. Eso había crecido escondido en muchos instantes durante los cuales yo no pensaba en él, y cuando la encontré me sorprendió de una manera muy extraña: sentí, que sin saberlo, se me había preparado un espacio donde caería y quedaría como encerrada la emoción de ese encuentro.

Después, en ese mismo espacio donde cayó la emoción, se ha ido formando un sentimiento; ese sentimiento está siempre junto a mí, aun en los momentos que yo no recuerdo que existe; pero de pronto aparece y me sorprende con una suave palpitación; entonces hago un silencio en medio de una conversación, o me distraigo o siento con más intensidad lo que estoy tocando en el piano.

A veces, cuando me llega la suave palpitación, creo que sin darme cuenta la esperaba; pero hay otros momentos que me toman tan desprevenido como si me diera vuelta y viera en el sentido opuesto de mi camino, una imprecisa y larga sombra; después esa sombra se cambia y nunca acierto a prever de dónde me viene la luz y hacia dónde va mi sombra...

El día que llegó su carta –esa carta que ahora es muy mía y que tanto estimo y respeto– ya las palpitaciones no fueron suaves.

Un intenso saludo.


A Irene:

El deseo se me ha acostumbrado a escribirle algunas de las cosas que siento y pienso. Pero ni lo que pienso yo ni los hombres inteligentes, ni lo que descubren los sabios –aunque todo esto me interese mucho–, es lo que prefiero encontrar en la vida. Es decir, a veces me gustaría llegar en los momentos que los pensamientos de los hombres inteligentes toman extraños giros y se pierden... y en los momentos de apasionado empecinamiento de los sabios al buscar...

Sin embargo, ahora yo me tendré que valer del pensamiento para decirle qué es lo que prefiero encontrar. Siempre son esas mismas cosas de lo desconocido. Mi locura me ha hecho buscarlas por todas partes. Las he seguido buscando, en las novelas ligeras a pesar de ser cursis y falsas, y en las grandes obras a pesar de ser autores muy diestros en manejar el pensamiento; pero siempre en momentos que parece que el autor no supo que quedaba eso; en los momentos que dejó eso de paso; en los momentos que escribió algo que no le enorgullecerá, y que tal vez nunca citará ni recordará.

Anoche llegué al cine cuando la cinta estaba empezada; y fui sintiendo lo desconocido que me interesa mientras no percibí el plan de la película. También lo siento a veces a pesar del plan; y por esas pequeñas posibilidades, es que voy siempre al cine.

Una vez escribí dos trozos con muy poca intención y con poco producto del pensamiento; pero que tienen lo que me gusta encontrar.


COSAS QUE ME GUSTARÍA QUE PASARAN

Estaría sentado en el césped de un pequeño bosque. Pensaría en otras cosas que no tendrían nada que ver con el bosque. Pero de pronto estaría distraído y miraría de arriba abajo los grandes árboles.

Después, los troncos de los grandes árboles me interrumpirían la visión de las personas que cruzaban a alguna distancia.

Una de ellas caminaría levantando un poco de polvo y yo me daría cuenta de que por allí cruzaba un camino polvoriento.

Pero antes de terminar de suponerme el camino, cruzaría una mujer joven.

Sería linda, pero yo no sabría adónde iba, y por qué casi corría.

No se me ocurriría seguirla, ni pensaría que yo tenía tan agradable pereza; a lo mejor, algún otro día volvería a ver a aquella mujer.

Me levantaría del césped y después estaría en otro lado.

Pero aquella mujer y las demás cosas del pequeño bosque, descansarían en mi olvido hasta quién sabe cuándo.

Sería de noche.

Yo estaría llegando de la oscuridad de una carretera que tendría quintas a los lados.

Al entrar en el cruce de una calle empedrada y alumbrada, me parecería que entraba en un escenario y que sentía miradas sobre mí: entonces me detendría en una de las esquinas como para esperar algo.

Nadie me miraría a pesar de haber enfrente un boliche concurrido.

Me miraría un hombre que estaría cerca del boliche y en actitud de esperar el tranvía: ese hombre sería un dramaturgo a quien me hubiera gustado conocer, pero todavía no se me habría presentado la oportunidad de que me lo presentaran.

Yo miraría para arriba. En el centro del cruce habría un foco.

La luz, más fuerte que él, estaría metida en las copas de los paraísos que a esa altura se encontrarían.

Después el dramaturgo tomaría el tranvía y yo entraría en el boliche.


Ahora se me antoja hacer la historia de mi atrevimiento al haber copiado aquí esas cosas tan simples.

Pensaba hace mucho que si nuestro apreciado pensamiento soñaba con plantear concretamente el orden y la ponderación de todo lo que hay en el espíritu, es posible que antes de morir su dueño, las fuerzas espontáneas de la Naturaleza le despertaran de semejante pesadilla, y se encontrara con que a veces la realidad es oscura y confusa en sí, y que cuando los escritores y psicólogos creen haberla aclarado, se refieren a otra cosa; ellos convierten la realidad oscura en realidad clara y entonces ésa no es la realidad con su real color, calidad y condición; que eso que ellos plantean es una realidad de sus cabezas y no tiene nada que ver con los hechos que espontáneamente ocurren en el espíritu.

En esa real confusión, tan pronto la vanidad parece que toma de sirviente al pensamiento como que es el pensamiento el autor de ella, o que es él quien la hace crecer, etc. Pero sé que al fin nuestro apreciado pensamiento interviene en nuestros dolores, placeres y sentimientos y especula para que nuestro espíritu sea superior y nuestra personalidad cotizada. Hasta cierto grado esto lo sentiría con simpatía; sólo que cuando la vanidad es demasiado predominante y hace también demasiado predominante nuestro pensamiento, la vida es una rara tortura. Muchas veces no se tiene resistencia para esta tortura y el paciente se salva; pero otras veces resiste en ese estado hasta la muerte. Yo había escrito esto en un cuento:

“Aquel tipo que era yo antes de conocerla, tenía la indiferencia del cansancio. Si la hubiera conocido mucho antes, mucho antes hubiera gastado mis energías en amarla; pero como no la encontré esas energías las gasté en pensar: había pensado tanto, que había descubierto lo vano y lo falso del pensamiento cuando éste cree que es en primer término, quien dirige nuestro destino. Y a pesar de esto, seguía pensando, mis energías seguían atacándome el pensamiento y sentía el más antipático cansancio. Este tipo que soy yo ahora descansa en la inquietud de amar a su antojo; pero desde el 19 de mayo –dos días después de empezar la historia– hasta el 6 de junio –el día en que yo mismo suspendí la historia porque al día siguiente temprano salí de la ciudad en que ella vivía–, en esos veintidós días que median entre esas dos fechas, descansé además en sus grandes ojos azules –también era grande la distancia que había de sus ojos a las cejas, de ese espacio pintado de azul tenue, y de esa bóveda azul, parecía que descendía eso que había en sus ojos, eso que me hizo descansar de mis pensamientos y amarla con toda la amplitud de mis ganas”.


El pensamiento, a pesar de haberse descubierto, insiste y da explicaciones de por qué insiste. Yo no hubiera querido escribirle en esta carta cosas del pensamiento y mire cuánto pienso para eliminar el pensamiento. Éste es el castigo de quienes lo atacan: seguir pensando. Sin embargo ahora mi pensamiento me da explicaciones –y sigue pensando–: escribir lo que piensa en un medio de muchas posibilidades para eliminar el pensamiento. Además tengo la esperanza de que atacándolo fuertemente en los primeros momentos, nuestras cartas se verán más aliviadas de él. Precisamente, los dos trocitos que copié estaban muy aliviados. Pero no he hecho todavía toda mi defensa por haber copiado eso, aunque todo lo que haya dicho me sirva.

Si es cierto que en el recuerdo quedan algunas cosas, por la intensidad con que el pensamiento ha hecho jugar a los sentimientos, también es cierto que quedan otras cosas en las cuales el pensamiento ha tenido poca intervención. Eso ocurre con recuerdos de la niñez; y precisamente, porque yo creo que en mí algo se quedó niño, es que busco con una sencillez especial; por eso encontré esa onda de lo desconocido que me interesa. También me alegran y me gustan los recuerdos de los momentos en que he sentido la vida con tan poco significado y en ese estado tan sin tensión del espíritu y del pensamiento.

Todavía un poco más; no crea que cuando nos toma el pensamiento, nos suelta tan pronto. Aún quiero epilogar explicándole más ampliamente el objeto de todo cuanto he dicho del pensamiento –precisamente, el tener objeto es cosa del pensamiento. Además quiero librar nuestras cartas en todo lo posible de cosas del pensamiento. Con respecto a mí mismo y con esa esperanza, es que quise dejar todo eso como medio de que no me atacara tanto en adelante; con respecto a lo desconocido, hacer más nítida la onda al especificar que en ella hay poco pensamiento; con respecto al recuerdo de hechos, pintar los que hayan tenido poca intervención de pensamientos; con respecto a lo que copié, defender –precisamente el pensamiento es una cosa de atacar y defender– la simplicidad de las cosas copiadas; para defenderme también de la falta de ilación –precisamente es el pensamiento el que hila– y por último, saber si a usted le interesa esa onda en que le propongo que escriba, porque jamás le pediría que lo hiciera sobre un tema impuesto, aunque tuviera la esperanza de que sufriera como ahora, la misma curiosidad que yo.

Si usted me escribe, tampoco se tome trabajo para hacerlo, porque desearía que le resultara un placer ligero, y que tuviera algo de esa riqueza de cosas femeninas que hay en usted cuando juega y cuando mueve su espíritu con tantas alegrías inesperadas. Un gran saludo.


A Margarita:

No es necesario que lea en seguida esta historia: preferiría que la leyera en momentos en que no tuviera necesidad ni ganas de pensar en nada –aunque en ese caso es cuando se piensa en esas cosas...

Hace poco tiempo, y en el andén de una pequeña estación, mientras yo esperaba un ferrocarril que tardaría, se reunieron en mí unos recuerdos y unos pensamientos, y me hicieron comprender lo grande que era en mi vida un deseo sencillo. En el resultado exterior de este deseo, sentía inmensa dicha en escribir algunas cartas y recibir otras. Era más sencillo todavía el sentimiento que provocaba este deseo: un sentimiento de alegría tranquila y lenta, que quería ir a encontrarse con cosas inesperadas, y que al mismo tiempo las esperaba. Al otro día y cuando estaba en mi pequeña casa –que está en un barrio alejado, pintoresco y tranquilo– volvió a insistir –como insistiría un niño para que le hicieran un cuento–, el inmenso deseo de escribir algunas cartas y recibir otras. Y en seguida empecé a suponer la emoción que tendría, al dejar en una carta cosas sentidas en la soledad de mi pequeña casa; al ir a poner mi carta en medio del barullo de la ciudad; al volver a mi casa y suponer cómo habría llegado mi carta a la soledad íntima de una mujer que viviera en medio de una multitud desconocida; y por último, al pensar en el día que llegara a la tranquilidad de mi barrio pintoresco, la otra carta, la que traería escondidas algunas de las cosas que son para esperar.

Todas estas suposiciones no eran muy claras. Unas veces me parecía que aguardaban y otras que intervenían con disimulo y vaguedad, el recuerdo y la suposición de mujeres extraordinarias. Pero a medida que mis pensamientos atacaban los recuerdos, desaparecían más las que imaginaba, y aparecían las que conocía; entonces todo se volvía más franco y más claro; cada una de ellas se detenía, y las rodeaban los recuerdos que a cada una correspondían. A veces los recuerdos de una se enganchaban con los de otra, y las veía juntas en una entrevista; pero de pronto recordaba una conversación en que cada una defendía sus encantos, y las volvía a ver separadas.

Al imaginarme cómo caería una carta mía en el misterio de cada una, pensaba que por más sencillo que fuera ese misterio, yo tendría la suerte de no saber qué cosas se producirían en cada espíritu. Y entonces, el inmenso deseo de sentir ese sencillo misterio, el inmenso deseo de moverlo y ver si era amigo del mío, me hizo caer en los mismos lugares hacia donde me habían empujado los pensamientos y los recuerdos que se habían reunido en mí el día anterior, cuando estaba en el andén de una pequeña estación y esperaba un ferrocarril que tardaría.

En esos momentos en que pensaba en el misterio de una mujer, el presentimiento se inquietaba y en el espíritu había algo doble: lo de saber que había una cosa y lo de querer saber cuál era su forma, lo de sentir que existía y lo de desear sentir su manera de moverse y de existir.

Otra de las cosas que percibí me ocurrían en el espíritu, era que no sentía límite ni distancia en el momento de producirse el presentimiento del misterio de un espíritu, y el deseo de llegar hasta él con los medios que necesitaría; estas dos cosas estaban más que ligadas, estaban juntas y se confundían en el momento que nacían; yo no sabía si el presentimiento del misterio me había despertado el deseo de caminar hacia él, o si el deseo de caminar me había hecho presentir el misterio. Pero lo que sabía seguro era que todo eso era la aventura que más deseaba mi espíritu, y que esa aventura había empezado cuando aquellos recuerdos y aquellos pensamientos se reunieron.

Al llegar aquí quise distraerme y no pensar en eso; me ponía el pretexto de que quería planear bien la aventura; pero también sentía como un ligero temor de gastar esa emoción porque esa emoción se me terminaría. Entonces, después de haber dominado el interés de seguir pensando en eso, y cuando hacía y pensaba otras cosas, me atacaba con mucha prudencia y con cierta contenida emoción, la curiosidad de saber a quién dirigiría mi primera carta y las cosas que en ella pondría.

Esa misma noche estaba muy contento. Había ido al centro de la ciudad y me encontraba rodeado de barullo y de personas conocidas. Pero esa noche, ese barullo, esas personas, y los pedazos de cosas que oía, me dieron una angustia rara y fea, porque he tenido otras angustias que en el recuerdo y hasta en el momento de ser sentidas, han tenido como algo de bueno; también han sido más mías y me ha parecido como que mi sentimiento las comprendía, y la tristeza que habían dejado en el recuerdo era de una calidad fina; pero angustias como la de aquella noche, eran como cosas que no pertenecían a mi vida, como incomprensibles para mi sentimiento, como una enfermedad para la cual mi organismo no hubiera tenido predisposición, como algo que hubiera llegado a mí equivocado.

Cuando volvía en el tranvía a mi casa, y trataba de sacudirme esa rara y fea angustia y miraba distraído los cuadros de luces del tranvía al pasar por las calles y subir las veredas, llegó hasta mí un pensamiento inútil, falso y vicioso; pensé en lo que hubiera ocurrido si yo hubiera descubierto mi secreto ante las personas conocidas; ese pensamiento me hacía sentir el mismo vértigo y la misma sugestión que sentiría si tocara con un pie la arista del borde de un rascacielos; y sin embargo me fue útil, pues por él llegué a otros pensamientos que me hicieron ver muchas de las dificultades que habría de franquear antes que mis cartas cayeran en el abismo del misterio de las mujeres extraordinarias. Pensé además en muchas dificultades que no correspondían a mujeres de esa calidad; pero también me sirvieron para llegar a saber algo de lo común del espíritu. Por más cultura, por más libertad inteligente que hubiera en una persona, el más pequeño hecho desacostumbrado que se produjera en el espíritu de otra con relación al de ella, le produciría siquiera una pequeña reacción, y esa reacción podría alcanzar a inhibir la espontaneidad. Es menos habitual que un hombre escriba a una mujer sin la oportunidad del más insignificante hecho concreto, y sin otra causa que el inspirado deseo de ver cómo siente la vida otra persona, de mover su misterio y ver si es amigo, y de sentir todas las cosas que traté de exponer. También es desacostumbrado que alguien sienta como yo un deseo tan sencillo.

Algo parecido les ocurre a dos personas cuando se encuentran y una se allega a la otra; pero como eso sería más común, no extrañaría; sin embargo ese espontáneo movimiento del espíritu es muy parecido al que tengo ahora al escribir, y la diferencia que habría no sería de actitud; mi deseo podría ser continuo de ese otro, porque después que dos personas hablaran y presintieran su afinidad, sería muy natural que también sintieran placer en que ese intercambio de sensaciones del espíritu y del pensamiento, se produjera a distancia. En ese caso el intercambio dependería de algo así como de la velocidad de las personas; para los que somos lentos y nos es lento el proceso de las sensaciones, es posible que cada hecho del espíritu tenga más duración y más comentario que en los de sensaciones rápidas; y entonces, para los lentos, la distancia tiene nuevos matices con respecto a esa comunicación, y hasta tendría cierta compensación, de alguna cosa que se produjera en lo vivo cuando se está cerca. Además, por más que cuando improvisemos ante otra persona, tomemos cosas del fondo de nuestra experiencia, también es posible que la improvisación nos lleve a traicionar hasta lo mejor de lo que tendríamos sabido, y ciertos detalles produjeran ciertas interferencias en el sentimiento de lo verdadero. No es que no crea tampoco en las otras cosas buenas que hay en el cambio vivo, en todo el misterio que puede empezar a suscitarse con la presencia física, y hasta en lo bueno que resulte cuando en el espíritu se producen esas interferencias que lo mueven y le dan otras posibilidades; pero hay almas en que el recuerdo de aquellas presencias provoca la creación de otra cualidad de matices, enriquece el sentimiento con nuevos elementos y con todo lo desconocido que se puede producir a la distancia, mientras reconstruimos de alguna manera la presencia física que ahora no tenemos.

Como en varias ocasiones he sido muy feliz hablando con usted de hechos que ocurren en el espíritu, es que ahora deseo tan intensamente el reposado y gran placer de hacerlo en esta otra forma; y le he contado semejante historia para que usted conozca ampliamente mis deseos y tenga los menores motivos posibles para reaccionar contra ellos.

Si en realidad las cartas que deseo escribir son desinteresadas, ésta tiene la intención de pedirle que quiera realizar las otras, y por eso desearía que ésta fuera el prólogo. No pido otra cosa que lo que en ésta di primero: comentarios de cosas. A pesar de que la última vez que la vi, usted reaccionó diciéndome que no acostumbraba a contestar cartas, yo tengo la esperanza de que me escriba: esta carta no tiene el mérito de haber sido escrita en la seguridad de no ser contestada –ya ve con qué franqueza la hablo. Además tendría una inmensa alegría si ésta hubiera llegado a merecer que usted hiciera una excepción en su costumbre; a pesar de saber lo fuerte que es en usted la inercia de su vida, no puedo renunciar tan fácilmente a tan inmenso deseo.


A Irene:

No me acuerdo bien si usted ya había cerrado su pequeño paraguas y quedaba abierto el mío, grande, cuando hablábamos de aquel hombre que conocí en mi niñez y al que admiré y quise tanto. Pero recuerdo bien, que bajo aquella lluvia indecisa y bajo aquel foco y aquel verde de las copas de los árboles, sentí junto a usted aquello de lo desconocido que tanto hice por decir en mis cartas. Donde más sentía yo la presión de lo desconocido era al recordar a ese hombre que ahora no existe; y aquel oscurecer, con su lluvia imprecisa y su luz artificial y sus árboles y todas las cosas, hicieron una escena como para que después yo rememorara esos recuerdos. Y ahora al sentir ese anochecer, me parece que fue mucho más cerca de la época en que vivió él, que de esta en que hace pocos días nosotros nos encontramos. Pero hubo un momento en que esta época en que yo seguía viviendo y él no, me parecía que tenía algo de falso: el privilegio que yo tenía de existir después de él sería a expensas de que me fuera a ocurrir algo grave. Sin embargo, también sentí algo de lo de ahora: cuando yo con mis ojos me caía en los suyos, recordaba que los de él también eran negros y profundos; y entonces era cuando sentía con más intensidad lo desconocido: lo desconocido me miraba con los mismos ojos. Pero al mismo tiempo había en sus ojos y en su cara otra cosa que me hacía desplazar los momentos en que sentía lo falso del presente y que hacía que lo desconocido tuviera que empezar de nuevo. Al mismo tiempo que hablábamos había algo que no tenía que ver con las palabras; pero las palabras nos servían para atraernos mutuamente hacia el silencio de cada uno. Ahora me parece que conservo ese silencio y que en él escribo. Pero en aquel anochecer y al mismo tiempo que hablaba y desarrollaba inquietamente lo que pensaba, sentía como la presencia de otros pensamientos; también sentía que estos pensamientos aparecían y desaparecían, como si en un camino de un bosque, por el cual yo cabalgara velozmente y sin pensar en otra cosa que en llegar, de pronto cabalgaran cerca de mí otros jinetes que se perderían en el bosque y que volverían a aparecer.

A veces, de todas las palabras de mi conversación le hacía sonreír una; entonces yo miraba extrañado a su cara como a un lago en el que se me hubiera caído un objeto y viera las ondas que producía sin saber qué objeto era.

Ahora tengo muchas ganas de recordar algunas cosas y pocas ganas de escribir. Y usted, en su silencio, ¿no escribe?


A Margarita:

Hoy serían las cuatro de la tarde cuando llegaron a visitarme las jóvenes y alegres palabras que me enviaron tus manos. Las conocí desde lejos porque venían como siempre en una pequeña carta azul.

Son las once de la noche y todavía no han terminado su visita.

Cuando todavía no era de noche, llamó en el portón de mi casa un mensajero: me traía una carta de una amiga: entonces pensé que las palabras de tu carta habrían aprovechado ese momento para irse; pero en seguida las sentí reír en mi cabeza. ¿Pasarán toda la vida conmigo?

No comentaré lo que ellas dijeron porque temo se enojen y nunca más me muestren sus encantos. Además son pocas. Ya no todas quedan sonando en mi soledad. Ni las que tienen más amplia sonoridad son las que alcanzan los rincones preferidos. No sé quién las apaga ni cómo es la calidad o el secreto de su penetración. No sé cuáles son las que logran llegar, posarse y quedar dormidas sobre los misteriosos objetos que están escondidos desde quién sabe cuándo en los más obscuros desvanes. Pero allí esperan desconocidos silencios para levantar de nuevo su apagada sonoridad de recuerdo.

Mándame siempre palabras de larga permanencia.


A Margarita:

Ya sé. Te extraña que desde hace tanto no te escriba. Pero hace mucho que una noche, el viento cambió de dirección mi desesperación, dobló mi angustia para otro lado. Me reí de mí como si hubiera descubierto que había andado con el alma dada vuelta del revés, con las costuras para los demás y la trama suave para mí mismo. Revisé los obscuros trazos de mis cartas y me di cuenta de que mis manos se habían equivocado: en lo que dieron y en lo que esperaban. Había hecho un esfuerzo inútil por deducir un poco de misterio. Tal vez ese poco lo puse yo. Había sufrido mucho porque aunque mis amigas tuvieran una libertad inteligente y un espíritu lleno de colores me escribieron muy poco.

Pero aquella noche que el viento cambió su soplo, alguien desde la calle, llamó a mi corazón. Y él, desde mi sueño, se deslizó hasta el mundo. Entonces, como solamente él era capaz de buscar las cosas que me interesaban, nunca más busqué ni me interesé por nada. Ni siquiera lo he buscado a él mismo.