¡Ah, mi pobre cabeza, atormentada,

huérfana de tu seno, es negra fronda

que ya no se reclina en la redonda

morbidez de esa carne idolatrada!


Lejos, hoy, de tu boca encanallada,

no vive de tu aliento entre la onda;

tus lágrimas, diamante de Golconda,

no han vuelto a sumergirla en su cascada.


Pero, tú la verás, desventurada!

porque, de tus ensueños en la ronda,

lívida y sin calor y ensangrentada,


la sentirás sobre la tuya blonda,

o cerca de la tuya, en tu almohada,

cuando la noche sepulcral la esconda.