Doctrinas y anhelos de la Comunión tradicionalista (1930)

(Redirigido desde «Manifiesto de los Jefes Regionales»)
Al pueblo español

El inextinguible amor a nuestra querida Patria, la grande y gloriosa España, y el deber sacratísimo que, como ciudadanos, tenemos de mostrar a la faz de todos los españoles conscientes las ideas y sentimientos de la Comunión católico-monárquica en que militamos, en estos momentos de gravedad y confusión reconocidas, nos mueven a los Jefes regionales y forales jaimistas a dirigiros estas palabras.

Derechos y deberes

No os habla una colectividad ni un partido, ni menos una facción. Requiere vuestra generosa y cortés indulgencia para escucharnos la antigua España, siempre vigorosa y remozada siempre, para servir a sus propios destinos. La Comunión católico-monárquica es eso: la vívida y tradicional España. No hay otra Comunión tradicionalista que ella, porque su Lema es completo, sin mengua ni mutilación histórica y real de ninguno de sus términos: Dios, Patria, Rey.

De aquí que los genuinos tradicionalistas, antiguos carlistas y actuales jaimistas o legitimistas —términos sinónimos— aspiremos, no sólo a existir con plena personalidad y justa independencia políticas, sino a intervenir y actuar individual y colectivamente en lo que atañe al gobierno de nuestra Patria, para obtener la reivindicación de nuestros derechos, que son, en otro concepto, deberes altísimos, pero en forma tal que no exista por nuestra parte mancha ni claudicación en los principios que sustentamos y en las acciones que realicemos.

La cuestión religiosa

Ansiamos en el orden primordial religioso, el restablecimiento de la Unidad Católica, «símbolo de nuestras glorias, espíritu de nuestras leyes, bendito lazo de unión entre todos los españoles» que la aman y la piden como una parte integrante de sus más caras aspiraciones. Y la queremos con todas sus consecuencias jurídicas y sociales, y sin que esto suponga opresión de conciencias disidentes, de la manera como los mismos Papas la realizaban en Roma.

Porque es conveniente decirlo muy claro para evitar las falsas y dañosas interpretaciones de cuantos desean presentarnos ante el país como irreverentes monopolizadores de la Fe: nuestra gloriosa Comunión, atenta siempre a las circunstancias de su pueblo y sometida incondicionalmente en este punto a las normas de conducta dictadas por la Santa Sede, no dará un paso más adelante ni más atrás que la Iglesia de Jesucristo, según lo declaró oficialmente hace ya cincuenta y seis años, como nunca abscribirá a su bandera, con necio exclusivismo, el amor y la defensa de la Religión, aunque sostiene con fervor indeclinable que si se puede ser católico sin ser carlista, no se puede ser carlista sin ser católico, frase de alto sentido doctrinal y de sugerencias fecundas que será vano intento buscar en ninguno de los partidos españoles.

Para su mayor dignidad y esplendor, propugnamos la independencia económica de la Iglesia, sin injerencias ni regalías civiles que no sean las concedidas graciosa y espontáneamente por la Santa Sede; la supresión del presupuesto de Culto y Clero y el reconocimiento de la completa personalidad de nuestra Madre para adquirir, retener, administrar y disponer, a tiempo que se le devuelvan sus bienes en láminas por el importe de la debida capitalización de los actuales emolumentos concordados, con el aumento que requieren las necesidades actuales.

La España federativa

Los gloriosos antecedentes históricos de nuestro país; las vehementes aspiraciones legítimas de cuantos elementos orgánicos le constituyen; los solemnes compromisos de los augustos Representantes de nuestra Causa, tantas veces recordados y mantenidos en actos y documentos oficiales; todo nos mueve a manifestar que nuestra Patria idolatrada es y tiene que ser una e indivisible —la España querida de los sublimes amores y de las radiantes grandezas—; pero tan varia y ordenada que forma un conjunto armonioso e indisoluble de antiguos Reinos, Principados y Señoríos, que hay deber imperioso de reconocer en toda su integridad en la manera que los mismos Pueblos soliciten y recaben en sus Cortes o Juntas generales privativas, con el concurso o el acuerdo de su Rey o Señor, conforme a las modificaciones que las circunstancias les aconsejen y ellos estimen y acepten con plena libertad y sin ajenas intromisiones.

No somos regionalistas de última hora como esos partidos, más o menos logreros, más o menos captadores de adhesiones y sufragios, que incorporan a sus falaces programas reivindicaciones descentralizadoras, si no marcadamente separatistas, para conseguir fines de bastardo proselitismo. No existían ellos todavía cuando la Causa tradicionalista, fiel a sus arraigadas convicciones en la materia, proclamó y sostuvo esa reintegración foral y esa independencia política sin mengua, tibieza ni mancilla de los sentimientos e intereses sacratísimos de la Nación de nuestros amores.

¿Testimonio fehaciente de esta afirmación?... Recordad las palabras y los hechos del gran Carlos VII, quien juró solemnemente los Fueros de Vizcaya so el Árbol venerable de Guernica el 3 de julio de 1875 y cuatro días después los de Guipúzcoa en la Junta general de sus repúblicas, alcaldías y uniones congregada en Villafranca, y —como estuvo dispuesto— hubiera procedido en idéntica forma con los de Álava, Navarra, Cataluña, Aragón, Valencia, Castilla y otras Regiones, si las vicisitudes de la época no le hubiesen obligado a diferirlo para los días de un triunfo que la Providencia nos negó quizá en castigo y escarmiento de nuestro querido país.

Nuestra Monarquía

El Gobierno supremo y general —origen, promotor y salvaguardia de todas las prosperidades de la Patria— debe ser para nosotros la Monarquía tradicional y legítima, cristiana, templada y representativa, según la Ley fundamental de Felipe V, de 1713, con exclusión, si se extinguieran las líneas de Don Carlos V, de toda rama autora o cómplice de la revolución liberal.

Pero el Rey legítimo entre nosotros ha de reinar y gobernar efectivamente, para que no se sigan los males que denunciaba el gran Pontífice Pío IX cuando, se refería a los constitucionales y parlamentarios del sistema liberal; si bien, a fin de que jamás caiga en despótico y cesarista, necesita del concurso de las Cortes para resolver los asuntos más interesantes del país y precisa de la cooperación de autorizados e independientes Consejos superiores que le asesoren, a lo que se sigue el coto que limita cualquier absorbencia centralista y absurdamente igualatoria, formado por el respeto exigido al Régimen foral y a las libertades, buenos usos y costumbres consagrados.

Cortes representativas

Las Cortes generales a que nos referimos —pues las regionales estarían instituidas y organizadas por cada comarca según su peculiar legislación al caso— serían las que implantaríamos inmediatamente después del triunfo de nuestros Ideales, formadas por Diputados o Procuradores con mandato imperativo y determinado cuanto a materias y tiempo, elegidos libremente, en su seno, por las clases y corporaciones previamente organizadas por sí mismas; las cuales serían asambleas propiamente representativas de todos los intereses sociales, conocedoras profundamente de éstos y deseosas de la compenetración y equilibrio de todos ellos para la marcha social progresiva y, asimismo, para una recta independencia política, ya que no era incompatible ni difícil que las clases respectivas eligiesen, al mismo tiempo que al agricultor, al obrero, al comerciante, de su entraña misma, al defensor de una tendencia política que no fuese la forma monárquica por estimarla, más protectora de los intereses que dentro de su clase representaba y atendía.

Lógicas aspiraciones

La regeneración del espíritu colectivo, reconociendo sus derechos y ampliándolos a la familia católica, al municipio y a la región autónomos, sin mengua —lo repetimos mil veces— de la unidad y poderío de la Patria; el uso de las lenguas regionales en cuanto se refiere a la órbita interior de los territorios que las emplean y sin perjuicio del debido y general de la castellana; el establecimiento de la buena Enseñanza pública y privada, con la libertad de normas que nos define el Pontífice reinante en su reciente y admirabilísima Encíclica sobre el trascendental problema; la reorganización de los Tribunales de justicia y de las leyes de procedimiento y dotación de todo este orden, de modo que el reconocer a cada uno lo suyo fuera elevada función social, gratuita, eficaz, rápida y nada formalista, sin Jurado popular, perturbador y fracasado, serían labores a que pondríamos mano sin dilación ni parcialidad nociva al bien común.

El problema social

Las prevenciones y resoluciones de las denominadas cuestiones sociales las entendemos de tal suerte que sea, en general, la Sociedad misma —no el Estado— la que tome a su cargo el asunto, siguiendo en esto el camino de luz que trazó León XIII en la inmortal Encíclica Rerum Novarum. Por esto rechazamos y combatimos las absurdas propagandas que provocan las luchas de clases y propugnamos la armonía de todos los elementos de la producción como fuente fecunda del bienestar social. Por esto protestamos también del irritante intervencionismo de los Gobiernos, que intentan crear un corporativismo artificioso, complicado e infecundo, además de caro y fomentador de parásitos empleados innumerables, para conjurar los conflictos entre capital y trabajo.

Si como base firme de toda la organización natural, empezamos estableciendo el verdadero censo corporativo por la corporación misma, siempre abierto al individuo y a la clase, tendremos la realidad de los componentes y no la injusticia de la intervención abusiva socialista en los organismos oficialmente formados a título absurdo de mayoritismo ficticio, y, aunque fuera cierto, en perjuicio de sectores de trabajo dignos de representación.

Principios tributarios

Esencialísimo el orden económico y hacendístico para la prosperidad material de la Nación, ansiamos acreditar que no admitimos el subversivo principio socialista de que el Estado tiene derecho a participar de las utilidades de la riqueza y del trabajo de los ciudadanos —como dijo la Dictadura fenecida— sino que todos tienen el deber de cooperar al levantamiento de las cargas públicas en proporción a su respectivo haber, lo cual no es lo mismo, porque en lo primero se condensa todo el intervencionismo y ambición del Fisco, y en lo segundo toda la obligación, pero armada de facultad de impedir que el Estado se considere dueño y señor de las fortunas privadas e investigador inquieto de lo más íntimo y espiritual.

El militarismo y Marruecos

Debemos apuntar algo sobre el militarismo, temido por muchos, aunque no por los tradicionalistas, ya que lo previenen y resuelven estableciendo el servicio militar voluntario o profesional y la instrucción militar obligatoria, con lo cual el ahorro del Tesoro es incalculable y el de personal y material guerrero también, demostrando así nuestro espíritu pacifista y nuestro propósito de común defensa de la Patria como soldados y obreros y, a la vez, favorecemos la restitución de brazos a los oficios manuales y culturales. La reorganización de la Milicia debería ejecutarse sobre el fundamento de la interior satisfacción especial de los diversos Cuerpos armados en armonía perfecta con la unidad esencial, de mando en operaciones y sin gravamen económico ni moral para la Patria, como era de esperar del alto deber de los interesados.

Íntimamente unido a este problema lo está el de Marruecos, pavorosa pesadilla nacional durante muchos años y que si hoy, como españoles, nos enorgullece ver pacificado con el triunfo de nuestras gloriosas banderas, quisiéramos asegurar para el porvenir en concepto de Protectorado fácilmente soportable, sin que en ningún caso nos requiera un esfuerzo agotador de nuestra expansión y bienestar peninsulares.

Tres ideales nacionales

Igualmente, es aspiración de la Comunión tradicionalista la consecución de lo que Carlos VII llamó en su inolvidable testamento político los tres ideales nacionales: unión íntima con Portugal, nuestra hermana racial y geográfica; compenetración espiritual y material con las naciones hispanas de América, y soberanía íntegra del territorio español, hoy menoscabado con sombría intervención, en el Peñón de Gibraltar.

¡Esto salvará a España!

Tales son, expresadas en síntesis obligada, los principios y los anhelos inscritos en la santa Bandera de la Tradición; únicos que, por su virtualidad intrínseca y por la eficacia de sus soluciones, pueden reintegrar a nuestro querido país su perdido equilibrio moral y sus pasadas grandezas, restaurando sólidamente su orden interior, devolviéndole el pleno ejercicio de sus legítimas libertades y abriendo las vías anchurosas de la prosperidad y de la gloria, como lo exigen de consuno las páginas resplandecientes de sus anales y el soberano requerimiento de sus destinos.

¿Triunfarán un día para la dicha y el engrandecimiento nacionales? Los que firmamos este documento público, dispuestos a realizar cuanto de nosotros dependa en tal respecto, pedimos —y confiamos en que se nos dará sin regateos, mirando al fin altísimo que le inspira— el concurso generoso, decidido y fecundo de los abnegados leales a la Causa y de todos los españoles de buena voluntad, y hacemos esto, fijo el pensamiento en Dios y en España; atentos a la voz imperiosa de las circunstancias del país; resueltos a todos los sacrificios, por arduos que sean, en bien de nuestro pueblo amado, y obedientes siempre, como esclavos de la disciplina, a los mandatos e instrucciones de nuestro augusto Caudillo, el cual, al recibir, conmovido, la gloriosa herencia de su esclarecido Progenitor, el gran Carlos VII, y suscribir todas sus patrióticas afirmaciones, manifestó en su primera alocución, fechada en su castillo de Frohsdorf el 4 de noviembre de 1909: Jamás el temor a las iras terroristas me hará retroceder un paso en el camino del deber. Soy español y en mi programa no hay sitio para el miedo. La muerte y yo nos hemos saludado muy de cerca en las más sangrientas batallas que recuerda la historia moderna. Entonces combatía bajo la bandera de un gran pueblo que no es el mío y no vacilé. Mejor sabré ofrecer la vida por mi madre España.

¡No vacilemos nosotros! ¡Ofrezcamos nosotros la vida por nuestra madre España! ¡Y la madre España se salvará! No procediendo así faltaríamos a nuestra obligación de patriotas y mereceríamos la execración de las futuras generaciones.

Madrid, 20 de mayo de 1930.

Marqués de Villores, Secretario general político en España de S. … Don Jaime de Borbón, por el antiguo Reino de Valencia. — Conde de Arana, por el Señorío de Vizcaya. — Lorenzo Sáenz Fernández, por Castilla la Nueva. — Luciano Esteban Polo, por el antiguo Reino de León. — Juan María Roma, por el Consejo regional de Cataluña. — Lorenzo de Cura y Pérez Caballero, por Castilla la Vieja. — Conde de Rodezno, Joaquín Beunza, por la Junta regional de Navarra. — Tomás Blanco Cicerón, por el antiguo Reino de Galicia. — Sancho Arias de Velasco, por Asturias. — Antonio de Echave-Sustaeta, por Álava. — Francisco Guerrero Vílchez, por Granada. — José María Bellido Rubio, por Jaén. — Ildefonso Porras Rubio, por Córdoba.

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