Manifiesto de Morentín

Célebre Manifiesto de D. Carlos VII (llamado de Morentín) en plena guerra,
de Carlos de Borbón y Austria-Este
Nota: Julio de 1874
Españoles:


Hoy hace un año que desenvainé la espada en defensa de la honra, de la prosperidad y de la grandeza de la Patria.

Seguíame entonces un puñado de valientes casi inermes. No teníamos más recursos que nuestra fe, ni más esperanzas que la esperanza en Dios y en la santidad de nuestra causa. El fracaso de anteriores esfuerzos en los campos de Oroquieta contra el duque de Aosta, tan extranjero en España como la república, había quitado el ánimo aún a muchos que se tenían por animosos.

Pero Dios ha premiado nuestra fe y ha sido propicio a nuestra esperanza. Hoy estoy a la cabeza de un ejército considerable, valiente y disciplinado, que cuenta por sus combates el número de sus victorias. Los mejores generales de la revolución son testigos de ello: a todos los he tenido en frente; a todos los he vencido.

Esto prueba que la fe en la fuerza del derecho, me ha dado ya el derecho de la fuerza. Pero no me impide este derecho, único que pueden invocar los que me combaten, acudir nuevamente al buen sentido de los españoles y a la honradez de todos los hombres de bien.

Cierto que la magnitud y elocuencia de los acontecimientos que en poco tiempo ha presenciado España son tales, que casi hacen inútiles mis palabras. Mi actitud y las bayonetas de Mis voluntarios lo dicen todo. Prometí solemnemente salvar a España o morir por ella, y lo cumplo. Y bien sabe el mundo que antes de esto tendí a Mis enemigos la mano en señal de paz, y acepté la lucha parlamentaria, que repugnaba tanto a Mis ideas, como a los deseos de los monárquicos leales; mas cuando el triunfo coronaba la abnegación de los buenos, la arbitrariedad y la violencia de los vencidos hacían estériles los esfuerzos de los vencedores. La buena fe burlada y la virtud escarnecida clamaron a Mí entonces con gritos de noble indignación, y Yo tuve que responder a aquellas voces desenvainando la gloriosa espada de Felipe V.

Creo, sin embargo, que debo decir una vez más cuál es mi pensamiento y cuál el móvil que me guía en esta grande empresa de la Restauración de España. No necesitan mis heróicos defensores oir de nuevo Mi voz; pero dije en solemne ocasión que Yo era Rey de todos los españoles, y quiero probarlo dirigiéndome a todos, porque quizás los haya que duden todavía de la sinceridad de mis propósitos, y se dejen alucinar por la falacia de Mis adversarios.

Nacido y criado en el amor a España, salvarla fué mi primer pensamiento, y ya no ha sido otro el pensamiento de Mi vida.

La ley y la tradición me hicieron Rey. Por esto y por mantener incólumes todos los principios de la bandera que Colón clavó en el Nuevo Mundo y en Orán, Jiménez de Cisneros, rechacé la corona que me ofrecían los hombres de Septiembre, antes de la batalla de Alcolea. Siempre creí que para perder a España sobraban pretendientes, desde D. Alfonso hasta la república, y que el Rey legítimo debía usar de su derecho, libre de todo compromiso, cuando, como Pelayo, pudiese emprender la gigantesca obra de la regeneración de la Patria.

Un rey de Aragón, después de vencer a los rebeldes de su reino, rasgó con el puñal el odioso privilegio de la Unión, y este monumento de licencia y anarquía fué sustituído con sólidas y verdaderas cartas de libertad.

Esto quiero Yo; vencer a los rebeldes, rasgar con la espada de la justicia sus privilegios de licencia, y otorgar a los pueblos sus cartas de libertad.

Y nadie mejor puede otorgarlas que quien, fiado en el amor de su pueblo, no necesitará para sostener su Trono arrancar a la agricultura y a la industria sus mejores brazos, ni a las madres sus hijos: que ellas los dan con generoso entusiasmo, y ellos acuden siempre a donde su fe y su lealtad los llaman.

Lo que significo y lo que deseo, dicho está en la carta a mi hermano el Infante Don Alfonso y en otros documentos que se han publicado con Mi firma. Y como un Rey caballero no tiene más que una palabra, lo que he dicho, dicho queda, y confirmado y ratificado por Mí.

No se arguya que falta claridad en mis palabras. Hombres fáciles en prometer, pero nunca dispuestos a cumplir lo prometido, no tienen derecho para acusar de ambiguas las declaraciones de un Rey que solo promete lo que está resuelto a cumplir. Hay principios eternos, inmutables como Dios de quien proceden. Pero hay doctrinas políticas sujetas a la mutabilidad de las cosas humanas y a la variedad de las circunstancias y de los tiempos; y sería temerario empeñarse en compromisos basados en imprevistas contingencias.

España es católica y monárquica, y yo satisfaré sus sentimientos religiosos y su amor a la integridad de la Monarquía legítima. Pero ni la unidad católica supone un espionaje religioso, ni la integridad monárquica tiene nada que ver con el despotismo.

No daré un paso más adelante ni más atrás que la Iglesia de Jesucristo. Por eso no molestaré a los compradores de sus bienes; y poco ha he demostrado, de una manera inequívoca, la sinceridad de esta declaración.

Celoso de Mi Autoridad Soberana y convencido como estoy de que las sociedades perturbadas necesitan de una mano fuerte que las desembarace de obstáculos el camino del bien reconozco, sin embargo, y he reconocido siempre, que los pueblos tienen derecho a que su Rey les oiga, por medio de sus representantes libremente elegidos, y la voz de los pueblos cuando la ficción no la desnaturaliza, es el mejor consejero de los reyes. Quiero, pues, una legítima, representación del país en Cortes, sin que me sirva de modelo el proceder frecuente de la revolución con esas Cámaras que apellida Soberanas y que la historia llamará engendros monstruosos de la tiranía.

Sé que las generaciones se corrompen o se regeneran por medio de la instrucción pública, y éste será uno de los puntos en que fijaré Mi atención con más exquisito esmero, porque harto claramente han podido ver España y Europa que sus grandes tempestades se forman en las cátedras y en los libros, para estallar en los parlamentos y en las barricadas.

Largo tiempo ha que aflije el ánimo considerar el estado de la Hacienda de España, que será más desastroso cuanto más tarde Yo en subir al trono de mis mayores. ¡Caiga sobre la revolución toda la responsabilidad de esos desastres! Mas Yo aseguro que si hay poder humano capaz de salvar la Hacienda y levantar el crédito, Yo lo he de conseguir con la ayuda de Dios y el patriotismo de los españoles. Y bien puede esperar, sin vano alarde, en la ayuda de Dios y en su propia perseverancia resolver cuestión tan árdua quien hizo, por la firmeza de su voluntad, que una guerrilla de veinte y siete hombres se convirtiese en un ejército poderoso e invencible que es hoy la admiración del mundo. De todas suertes, si España no logra salvar su Hacienda, cumplirá como cumple un deudor honrado, y podrá decir en verdad que todo lo ha perdido menos el honor.

Fuera impropio de Mi dignidad rebajarme a desmentir las calumnias que algunos propalan entre el sencillo vulgo, suponiendo que estoy dispuesto a restaurar tribunales e instituciones que no concuerdan con el carácter de las sociedades modernas. Los que no conocen más ley que la arbitrariedad, ni tienen energía más que para encarnizarse en los vencidos y atropellar a los indefensos no deben intimidar a nadie con el augurio de imaginarios rigores y monárquicas arbitrariedades. ¿No he probado cien veces con mis adversarios rendidos, que ni la arbitrariedad ni el rigor hallan cabida en Mis sentimientos de Rey?

Amo a España como a una hija del corazón; y Dios que ve el de los hombres sabe que sueño con la gloria de esta hidalga tierra hasta el punto de imaginar, que acaso está destinada a ser la iniciadora de la purificación de la activa e inteligente raza latina, derramada en ambos continentes como vanguardia indispensable de la civilización cristiana. Y amando a España, tengo que pensar en sus ingratos hijos que al otro lado de los mares la combaten o la escarnecen: hijos cuya ingratitud explican, en cierto modo, los extravíos de la madre; pero que volverán sin duda a la casa de sus mayores cuando la paz y el orden renazcan en ella con vigor al impulso de Mi paternal solicitud.

Ya veis que hoy como ayer a todos llamo, aun a los que se dicen Mis enemigos; los llamo para dar término a esta, guerra fraticida, y poner mano a los cimientos de una paz duradera. Ceda la ambición de una minoría siempre sediciosa a la elocuente voluntad de este pueblo que me aclama y me da sin coacción sus tesoros y su sangre. Pero si el grito de la rebeldía continúa, Yo le ahogaré con el estampido de Mis cañones. España entera hará un esfuerzo supremo para sacudir el yugo que la oprime, y los que hoy no acepten el signo de conciliación, tendrán mañana que someterse a la imperiosa ley de la victoria.

Vuestro Rey,

Carlos.



Cuartel Real de Morentín a diez y seis de Julio de mil ochocientos setenta y cuatro.

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