Mala hierba/Parte III/III
III
Al día siguiente, Vidal dijo a su primo que se había enterado quién era la muchacha. Se llamaba Flora, vivía en la calle del Pez y solía acudir a una tienda de modas de la calle del Barquillo, casa de trato disimulada. Vidal esperaba hacer la conquista de la Flora. Ya iba adelantando su intento, cuando Calatrava, que estaba satisfecho de Manuel y de Vidal, les invitó a los dos un domingo por la tarde a ir a una casa de la calle del Barquillo, en donde se encontrarían mozas guapas e irían con ellas a los Viveros. Aquella tarde fue terrible de emociones para Manuel. Fueron Calatrava, Vidal y Manuel en coche a la tienda de modas, y les hicieron subir a un saloncillo regularmente amueblado. Al poco rato llegó Flora, acompañada de una mujer alta, de ojos negros y cara cetrina, verdaderamente hermosa, la cual produjo gran entusiasmo en Calatrava.
-Esperemos que venga otra -dijo Vidal.
Esperaron charlando. Se oyó ruido de pasos en el corredor, se levantó la cortina y apareció una mujer. Era la justa, más pálida, con los ojos más negros y la boca roja. Manuel la miró sobrecogido; ella volvió la espalda, y trató de salir.
-¿Por qué quieres marcharte? -preguntó Vidal.
La muchacha nada replicó.
-Bueno, vamos -dijo Calatrava.
Salieron del salón y bajaron las escaleras; en el coche que estaba esperando montaron Vidal con la Flora y Manuel con la justa, y en otro coche, Calatrava y la mujer alta de los ojos negros; se dirigieron hacia la Puerta del Sol, y después, por la plaza de Oriente, a la Bombilla.
En el coche, Vidal y Flora hablaron por los codos; la Justa y Manuel estuvieron callados.
La merienda fue para los dos triste; al terminarla, Vidal y Calatrava desaparecieron; la Justa y Manuel quedaron en la mesa sin saber qué decirse. Manuel sentía una tristeza dolorosa, el aniquilamiento completo de la vida.
Al anochecer, las tres parejas volvieron a Madrid y cenaron en un cuarto del café Habanero.
Hubo confidencias entre todos ellos; cada uno contó su vida y milagros, menos la Justa, que calló.
Calatrava y Vidal querían saber cómo sus amadas habían entrado en la vida irregular que llevaban.
Yo entré en la vida -dijo la Flora- porque no veía otra cosa en mi casa.
No he conocido padre ni madre; viví hasta los quince años con mis tías, que eran golfas como yo. Sólo que eran más alegres que yo. La mayor tenía un chico, y lo dejaba en el cajón de la cómoda, que había convertido en cama. No tenían trajes, y para salir era necesario que una se quedara en casa, y las botas y las enaguas de una servían para la otra. Cuando se encontraban sin dinero, escribían a una señora que tenía casa de compromiso, acudían a la cita, y volvían con el dinero tan contentas. A mí me querían meter en un taller, y dije yo: «No; para trabajar, prefiero ser golfa»; y me lancé a la vida.
La otra mujer, alta y hermosa, habló con cierta amargura. La llamaban Petra la Aragonesa. -Yo -dijo con voz grave- fui deshonrada por un señorito: vivía en Zaragoza, y entré en la vida. Como mi padre vive allí, y es carpintero, y también mis hermanos, para no darles esta vergüenza, pensé venir a Madrid, y nos arreglamos una compañera y yo para hacer el viaje juntas. Teníamos cada una más de diez duros cuando llegamos a Madrid. En la estación tomamos un coche, paramos en un café, comimos y nos echarnos a andar por las calles. En una rinconada, creo que estaba por la plaza de los Mostenses, en una callejuela que no sabría decir adónde cae ni qué nombre tiene, vimos una casa con las ventanas iluminadas y oímos el sonido de un organillo. Entramos; dos chulos se pusieron a bailar con nosotras, y nos llevaron a una casa de la calle de San Marcos. »Al día siguiente, cuando me levanté, aquel hombre me dijo: «Anda, trae el dinero que llevas y vamos a comer aquí mismo». Yo dije que nones. Después salió un señor y nos enseñó la casa, que estaba muy bien puesta, con divanes y espejos, y nos ofreció unas copas y pasteles y nos invitó a quedarnos allá. Yo no quise tomar nada, y me fui. La otra le dio todo el dinero que tenía al chulo, y se quedó. Luego, el hombre aquel la sacaba todo el dinero y la pegaba.
-¿Y vive todavía en la casa tu compañera? -preguntó Vidal.
-No; la traspasaron a una casa de Lisboa por cuarenta y cinco duros.
-¿Para qué fue?
La Aragonesa se encogió de hombros.
-Es que las mujeres de la vida son como bestias -dijo Vidal-; no tienen entendimiento, ni conocen sus derechos, ni nada.
-¿Y tú? -preguntó Calatrava a la justa.
La muchacha se encogió de hombros y no despegó sus labios.
-Ésta será alguna princesa rusa-dijo con sorna la Flora.
-No -replicó la justa secamente-; soy lo que eres tú: una tía.
Concluyeron de cenar, y cada pareja se fue por su lado. Manuel acompañó a la Justa hasta la calle de Jacometrezo, en donde vivía.
Al llegar al portal, Manuel iba a despedirse, esquivando su mirada; pero ella le dijo: «Espera». Les abrió el sereno, le dio ella diez céntimos, el vigilante le entregó una cerilla larga, después de encenderla en la linterna, y comenzaron a subir la escalera. A la luz de la cerilla, la sombra de los dos se alargaba y se achicaba con alternativas al reflejarse en las paredes. En el tercer piso abrió la justa una puerta con un llavín, y pasaron los dos adentro, a un cuarto estrecho con una alcoba. La Justa encendió un quinqué de petróleo, y se sentó; Manuel hizo lo mismo. Nunca Manuel se había sentido tan miserable como aquella noche. No comprendía para qué la justa le había hecho subir a su casa; se encontraba cohibido ante ella, y no se atrevía a preguntarle nada.
Después de algunas palabras indiferentes que cambiaron, Manuel la dijo:
-¿Y tu padre?
-Bueno.
De pronto la justa, con una brusca transición, empezó a llorar. Debía de sentir un gran deseo de contar a Manuel su vida, y lo hizo sollozando, con palabra entrecortada.
El hijo del carnicero, después de sacarla del taller, la había deshonrado y la había contagiado una enfermedad horrorosa; después la abandonó y se fue de Madrid. Entonces ella no tuvo más remedio que marcharse al hospital. Cuando fue su padre a San Juan de Dios y la vio boca arriba, con unos tubos de goma en las ingles abiertas, creyó que la iba a matar, y con voz rabiosa dijo que para él su hija había muerto. Ella se echó a llorar desconsolada; una vecina que estaba en la cama de al lado le dijo:
« ¿Por qué no te echas a la vida?». Pero ella no hacía más que llorar.
Cuando la dieron el alta fue a ver a la maestra del taller, y no la quiso recibir. Entonces, ya a la noche, salió dispuesta a todo. Estaba en la calle Mayor, cuando se le acercó un hombre que llevaba un bastón en la mano, y le dijo: «Anda para adelante». Fueron calle abajo, y aquel hombre la hizo entrar en el Gobierno civil; subieron hasta el último piso, y pasaron por un corredor oscuro a un cuarto con luz eléctrica, lleno de mujeres, que hablaban y reían con los empleados. Al cabo de algún tiempo, un señor empezó a leer una lista, y se fueron marchando las mujeres. No quedaron más que veinte o treinta de las más zarrapastrosas y sucias. A todas las hicieron bajar unas escaleras y las encerraron en una cueva.
Allí pasé una noche desesperada -concluyó diciendo la justa-; al día siguiente me llevaron a reconocimiento y me dieron cartilla.
Manuel no supo encontrar una frase de consuelo, y al ver su frialdad, la justa se repuso de su emoción. Siguieron hablando. Después, Manuel contó su vida tranquilamente: los recuerdos se engarzaron unos con otros, y hablaron y hablaron sin cansarse; de pronto la llama del quinqué vaciló un momento, y con un suave estallido se apagó.
-También es casualidad -dijo la justa.
-No; que no tendría petróleo -repuso Manuel-. Bueno, yo me voy.
Se registró los bolsillos; no tenía fósforos.
-¿No tienes cerillas? -preguntó ella.
-No.
Manuel se levantó, y fue tanteando; tropezó con la mesa; luego con una silla, y se detuvo.
La Justa abrió el balcón que daba a la calle, y Manuel pudo ver algo y dirigirse a la puerta.
-¿Tienes la llave de la casa? -dijo.
-No.
-Y entonces, ¿cómo voy a salir?
-Tendremos que llamar al sereno.
Salieron los dos al balcón; la noche estaba fría, muy estrellada.
Esperaron a que se viera el farolillo del sereno.
La justa se acercó mucho a Manuel; éste le pasó el brazo por el talle.
Luego no hablaron más; cerraron el balcón y huyeron en la oscuridad hacia la alcoba.
Había que aceptar las cosas tal como venían. Manuel prometió a la Justa que si encontraba algún medio de ganar honradamente unos cuartos, la sacaría al momento de aquella vida, y la justa lloró emocionada sobre el hombro de Manuel. A pesar de los hermosos planes de regeneración que idearon aquella noche, Manuel no intentó nada; lo único que hizo fue ir a vivir con la Justa. A veces los dos sentían una repugnancia grande por la vida que llevaban, y refrían y se insultaban por cualquier motivo; pero en seguida hacían las paces.
Todas las noches, mientras Manuel dormía en aquel cuchitril, de vuelta de la casa de juego, llegaba la Justa, cansada de rodar por cafés, colmados y casas de citas. A la luz lívida del amanecer, sus mejillas tenían un color sucio y su sonrisa era muy triste.
Algunas veces iba tambaleándose, completamente borracha, y al entrar en la casa y al subir las escaleras sola, sentía un miedo y un remordimiento grandes. El amanecer le producía como un despertar de la conciencia.
Al llegar al cuarto, abría la puerta con el llavín, entraba y se acostaba junto a él, sin despertarle, temblando de frío.
Manuel se iba acostumbrando a aquella vida y a sus nuevas amistades; no se atrevía a intentar un cambio de postura por pereza y por miedo. Algunos domingos por la tarde, la Justa y él marchaban de paseo a los Cuatro Caminos y a la Puerta de Hierro, y cuando no refrían, hablaban de sus ilusiones, de un cambio de vida, que vendría para ellos sin esfuerzo, como una cosa providencial.
Durante este invierno, los dueños del Círculo instalaron en la planta baja, en donde antes estaba el café, el Salón París, y en la lista de las bellezas sensacionales que habían de exhibirse aparecieron las bailarinas y cupletistas de más nombre: las Dalias, Gardenias, Magnolias, etc. Además, como gran atracción, se anunció el debut de Chuchita, la hija de la Coronela. Ésta trataba de explotar a su niña como empresaria y como madre. El día de la representación, la madre hizo que la claque ocupara todas las localidades. Vidal, El Cojo y Manuel se acomodaron en las primeras filas de sillas, en calidad de alabarderos.
-Aplaudirán ustedes, ¿eh? -preguntó la Coronela.
-Descuide usted -dijo Calatrava-; y al. que no le guste, mire usted qué argumento le traigo y mostró su garrote.
Después de un magnetizador salió Chuchita, en medio de una salva de aplausos. Bailó sin gracia ninguna, y al terminar su canción y de bailar un tango, sacaron al escenario una gran cantidad de guirnaldas de flores y de otros regalos. Cuando concluyó la sección en que trabajaba la Chuchita, se reunieron Manuel y Vidal con unos periodistas, entre los cuales había dos amigos de Álex, el escultor, y fueron juntos a dar la enhorabuena al padre de la Chuchita.
Llamaron al sereno y entraron en la casa. La criada les hizo pasar al cuarto del Coronel. Éste, metido en la cama, fumaba tranquilamente. Entraron todos en la alcoba.
-Que sea enhorabuena, mi Coronel.
El hombre del pundonor militar recibía los plácemes, sin notar la sorna que aquello significaba.
-¿Y cómo ha estado? ¿Cómo ha estado? -preguntaba el padre desde su cama.
-Muy bien; al principio, un poco tímida; luego se soltó.
-Si las bailarinas son como los militares: en cuanto llegan al terreno se crecen.
Celebraron todos, periodistas y demás golfería, la frase con risas burlonas; se despidieron del Coronel, y volvieron de nuevo al Salón París.
La Coronela, Chuchita y la hermana de ésta, la rubia, acompañadas las tres de un señor senador, de un periodista y de un torero de fama, se preparaban para cenar en un gabinete del Círculo.
Según se decía, Chuchita manifestaba una inclinación decidida por el torero, y la Coronela, no sólo no la disuadía, sino que había llamado al torero para que el debut de Chuchita fuera para ella del todo agradable...
La apertura del Salón París dio ocasiones a Manuel y a Vidal de nuevos conocimientos.
Éste se había hecho amigo del hermano de la Chuchita, que alcahueteaba por el teatro, y el chiquillo llevó a Vidal y a Manuel a los cuartos de las bailarinas.
Cuando la justa se enteró de las amistades de Manuel, le armó un escándalo tremendo. La Justa se había propuesto hacer la vida de Manuel insoportable, y tan pronto le insultaba y le decía que era un chulo que vivía a sus expensas, como se manifestaba celosa. Cuando armaba un escándalo de éstos, Manuel, resignado, se encogía de hombros, y la justa sumida momentáneamente en la mayor desesperación, se tiraba a lo largo en el suelo y se quedaba inmóvil, como muerta. Luego se le pasaba el arrechucho, y tan tranquila.