Mala hierba/Parte II/VI

V
Mala hierba
de Pío Baroja
VI
VII

VI

La nieve - Otras historias de don Alonso - Las Injurias - El asilo del Sur

Al día siguiente pasó Manuel toda la mañana durmiendo a pierna suelta. Cuando se levantó eran más de las tres de la tarde.

Llamó en el cuarto de Jesús. Estaba la Fea en la máquina y la Salvadora sentada en una silla pequeña, descosiendo unas faldas; el chiquitín jugaba en el suelo.

-¿Y Jesús? -preguntó Manuel.

-¡Tú lo sabrás! -contestó la Salvadora con una voz colérica.

-Yo... me separé de él...; luego me encontré con un amigo... -Manuel se esforzó en inventar una mentira-. Quizá esté en la imprenta -añadió.

-No, en la imprenta no está -replicó la Salvadora.

-Le buscaré.

Salió Manuel avergonzado del parador de Santa Casilda; se dirigió al centro y preguntó en la taberna de la calle de Tetuán por su amigo.

-Aquí estuvo -contestó el mozo-, hasta que se cerró la taberna. Luego se fue hecho un pepe, no sé adónde.

Manuel volvió al parador, se metió en la cama con intención de ir al día siguiente a la imprenta; pero también se levantó tarde. Sentía una inercia imposible de vencer.

En el corredor se encontró con la Salvadora.

-¿Hoy tampoco has ido a la imprenta? -le dijo.

-No.

-Bueno, pues no vuelvas más por aquí -añadió la muchacha, encolerizada-: no necesitamos golfería. Mientras estamos ahí nosotras trabajando, vosotros de juerga. Ya te digo, no vuelvas más por aquí, y si le ves a Jesús, dile esto de parte de su hermana y de la mía.

Manuel se encogió de hombros y salió de casa. Había nevado todo el día; en la Puerta del Sol, cuadrillas de barrenderos y de mangueros quitaban la nieve; el agua negra corría por el arroyo.

Se asomó Manuel varias veces al café de Lisboa, por si veía a Vidal; pero no le vio y después de comer en una taberna, se fue a pasear por las calles. Oscureció muy pronto. Madrid, cubierto de nieve, estaba deshabitado; la plaza de Oriente tenia un aspecto irreal, de algo como una decoración de teatro; los reyes de piedra mostraban hermosos mantos blancos; la estatua del centro de la plaza se destacaba gallardamente sobre el cielo gris. Desde el Viaducto veíanse extensiones blancas. Hacia Madrid, un amontonamiento de casas amarillentas, y de tejados negros, y de torres perfiladas en el cielo lactescente, enrojecido por una irradiación luminosa.

Manuel volvió a su casa, desalentado; se metió en la cama.

«Mañana voy a la imprenta», se dijo, pero tampoco fue; se despertó muy temprano con este propósito; se levantó, se acercó a la imprenta, y al ir a entrar se le ocurrió la idea de que el amo le armaría un escándalo, y no entró. «Si no es ahí, encontraré trabajo en otra parte», pensó; y volviendo por sus pasos se fue a la Puerta del Sol, después a la plaza de Oriente, y por la calle de Bailén y luego la de Ferraz, salió al paseo de Rosales.

Estaba desierto y silencioso.

Desde allá se veía todo el campo blanco por la nieve, las oscuras arboledas de la Casa de Campo y los cerros redondos erizados de pinos negros. El sol se presentaba pálido en el cielo plomizo. Al ras de la tierra, hacia el lado de Villaverde, resplandecía un trozo de cielo azul, limpio, entre brumas rosadas. Reinaba un profundo silencio; sólo el silbido estridente de las locomotoras y los martillazos en los talleres de la estación del Norte turbaban aquella calma. Los pasos resonaban en el suelo.

Las casas del paseo tenían adornos blancos de la nieve en los barandados y en las cornisas; los árboles parecían aplastados bajo aquella capa blanca.

Por la tarde volvió Manuel a acercarse a la imprenta, se asomó a ella y preguntó al maquinista por Jesús.

-Menuda bronca le ha echado el amo -le contestó.

-¿Le ha despedido?

-No, que no. Anda, sube tú ahora.

Manuel, que iba a subir, se detuvo.

-¿Se fue ya Jesús?

-Sí. Estará en la taberna de la esquina.

Efectivamente, allí estaba. Sentado en una mesa, bebía una copa de aguardiente. Cariacontecido y triste, se entregaba a sus pensamientos sombríos.

-¿Qué haces? -le preguntó Manuel.

-¡Ah! ¿Eres tú?

-Sí; ¿te ha despedido el Cojo?

-Sí.

-¿Estabas pensando en algo?

-¡Pchs!... Cuando no se tiene nada que hacer. Anda, vamos a tomar unas copas.

-No, yo no.

-Tú harás lo que se te mande. No tengo más que cuarenta céntimos, que es como no tener nada. ¡Eh, tú, chico! Echa unas copas.

Bebieron y se fueron los dos hacia el parador de Santa Casilda. Seguía nevando; Jesús, con las mejillas rojas, tosía desesperadamente.

-Te advierto que la Salvadora la chiquita, te va a armar una chillería de mil demonios -dijo Manuel-. ¡Vaya un genio que tiene!

-¿Pues qué quieren, que estemos toda la vida ahorrando? Yo me alegro de que la chiquita esté en casa, porque así la defiende a la Fea, que es más infeliz... Y a ti, ¿cuánto te queda de la quincena? -preguntó el cajista a Manuel.

-¿A mí? Ni un botón.

Con esta respuesta, Jesús sintió tal enternecimiento, que, agarrando del brazo a su amigo, le aseguró con calurosas frases que le estimaba y le quería como a un hermano.

-Y ¡maldito sea el veneno! -concluyó diciendo-, si yo no soy capaz de hacer por ti cualquier cosa; porque eso que me has dicho que no tienes ni un botón vale más para mí que lo del héroe de Cascorro.

Manuel, conmovido por estas palabras, aseguró con voz velada que, aunque era un golfo y no servía para nada, estaba dispuesto a todo.

Para celebrar aquellas manifestaciones tan afectuosas de amistad, entraron los dos en la taberna de la calle de Barrionuevo y bebieron otras copas de aguardiente.

Cuando llegaron al parador de Santa Casilda iban completamente borrachos. La administradora de la casa les salió al encuentro, reclamándoles a ambos el alquiler de sus cuartos. Jesús le contestó, en broma, que no le daban dinero porque no tenían. Ella les dijo que pagaban o se marchaban a la calle, y el cajista le replicó que les echara si se atrevía.

La mujer, que era de armas tomar, empujándolos por la espalda, puso a los dos en la calle.

-¡Rediós con el sexo débil! -murmuró Jesús-. A esto le llaman el sexo débil..., y a uno le ponen en la calle... y a tomar dos duros... ¿Eh, Manuel? El sexo débil... ¿Qué te parece a ti esa manera de hablar figurada?... Más débiles somos nosotros... y abusan.

Echaron a andar; no sentía ninguno de los dos el frío.

De cuando en cuando, Jesús se detenía perorando; algún hombre se reía al verlos pasar o algún chiquillo, desde un portal, los llamaba y les tiraba una bola de nieve.

«¿De quién se reirán?», pensaba Manuel.

La ronda estaba silenciosa, blanca, con un reguero negro en medio, dejado por los carros. Los grandes copos llegaban entrecruzándose; danzaban con las ráfagas de viento como mariposas blancas; al volver la calma, caían lenta y blandamente en el aire gris como el plumón suave desprendido del cuello de un cisne. A lo lejos, entre la niebla, blanqueaba el paisaje de los alrededores, las lomas redondas de curva suave, las casas y los cementerios del campo de San Isidro. Todo se destacaba más negro: los tejados, las tapias, los árboles, los faroles cubiertos de espesas caperuzas de nieve.

Y en el ambiente blanquecino, el humo negro espirado por las chimeneas de las fábricas se extendía por el aire como una amenaza.

-El sexo débil. ¿Eh Manuel? -siguió Jesús con su idea fija-, y a uno le ponen en la puerta de la calle... Es como si dijeran la nieve débil..., porque tú la pisas..., ¿no es verdad?..., pero ella te enfría... ¿Y quién es más débil, tú o la nieve?... Tú, porque te enfrías. En este mundo no hace uno más que eso, constiparse... Todo está frío, ¿sabes?... Todo. Como la nieve..., la ves blanca, ¿eh?, parece buena, cariñosa..., el sexo débil..., pues cógela y te hielas.

Gastaron los últimos céntimos en otra copa de aguardiente, y desde entonces perdieron ya la conciencia de sus actos.

A la mañana siguiente se despertaron ateridos de frío en un cobertizo del Mercado de Ganados que había cerca del paseo de los Pontones. Jesús tosía de una manera terrible.

-Estate tú aquí -le dijo Manuel-. Voy a ver si encuentro algo de comer.

Salió a la ronda; ya no nevaba; algunos chicos se divertían tirándose bolas de nieve; subió por la calle del Águila; la zapatería estaba cerrada. Entonces Manuel pensó en buscar a Jacob; se dirigió hacia el Viaducto, e iba distraído cuando sintió que le cogían de los hombros y le decían:

-Detén tu brazo, Abraham. ¿Adónde vas?

Era el Hombre-boa, el ilustre don Alonso.

Manuel le contó lo que les pasaba a su amigo y a él.

-No hay que apurarse; ya vendrá la buena -murmuró el Hombre-boa-. ¿Tú tienes algún sitio donde ir?

-Una tejavana.

-Bueno. Vamos allá; yo tengo una peseta. Con esto podemos comer los tres.

Entraron en una casa de comidas de la calle del Águila, donde les dieron, por dos reales, un puchero de cocido; compraron pan y fueron los dos de prisa hacia el cobertizo. Comieron, dejaron algo para la noche, y, después de comer, don Alonso arrancó unas maderas de una valla y logró hacer fuego dentro del cobertizo.

Por la tarde comenzó a llover a torrentes; el Hombre-boa se creyó en el caso de amenizar la reunión, y comenzó a contar historias sobre historias, principiando siempre con su eterno estribillo de «Una vez en América...».

-Una vez en América -y esta historia es la menos insustancial de las que contó- íbamos navegando por el Mississipi en vapor. Os advierto que en estos vapores se puede jugar al billar: tan poco movimiento tienen. Pues bien: íbamos navegando y llegamos a un pueblo; se detiene el barco y vemos en el muelle de aquella aldea una barbaridad de gente; nos acercamos y vemos que todos eran indios, excepto unos cuantos carabineros y soldados yanquis.

»Yo -esto lo añadió don Alonso con arrogancia-,que era el director, dije a mis músicos: “Hay que tocar con brío”, y en seguida, bum... bum... bum... tra... la... la... No os podéis figurar los gritos y chillidos y graznidos de aquella gente.

«Cuando concluyeron de tocar los músicos se presentó delante de mí una india muy gorda, con la cabeza llena de plumas de gallo, que se puso a hacerme ceremoniosos saludos. Pregunté a uno de los yanquis: “Quién es esa señora?” “Es la reina -me dijo-, y desea un poco más de música.” Yo la saludé: “¡Muy señora mía!” (haciendo elegantes y versallescas reverencias y echando un pie hacia atrás), y les dije a los de la banda: “Muchachos: un poquito más de música para su majestad”. Volvieron a tocar, y la reina, muy agradecida, me saludó, poniéndose la mano en el corazón. Yo hice lo mismo: “¡Muy señora mía!”.

»Armamos nuestro circo portátil en unas horas y me retiré a pensar en el programa. Yo era el director. “Hay que hacer el Indio a caballo -me dije-; aunque es un número desacreditado en las ciudades, aquí no lo conocerán. Luego sacaré ecuyéres, acróbatas, equilibristas, pantomimistas, y al último, clowns, que darán el golpe.” Al que iba a hacer el Indio a caballo le advertí: “Mira, tú ponte lo más parecido a ellos”. “Descuide usted, señor director.” Muchachos: fue un éxito sensacional. Salió el Indio. ¡Qué aplausos!

Don Alonso representó mímicamente el número; se agachaba, imitando los movimientos del que va a caballo; hundía la cabeza en el pecho, mirando con ojos desencajados a un punto, y hacía como si volteara un lazo por encima de su cabeza.

-El Indio a caballo -prosiguió don Alonso se ganó los aplausos de los demás indios. Pa mí que ellos no sabían ni montar. Después hubo un número de acróbatas; luego, otros varios, hasta que llegó la hora de los clowns. «Ahora sí que va a haber jaleo», pensé yo; y, efectivamente, no hicieron más que salir, cuando se armó un alboroto terrible. «¡Cómo se divierten!», pensaba yo. Cuando viene un mozo a decirme: «¡Señor director! ¡Señor director!». «¿Qué pasa?» «El público entero se va.» «¿Que se va?» Nada, los indios se habían asustado al ver a los clowns, y creían que eran demonios que habían ido allí a aguarles la función. Entro en la pista y saco a los clowns a trompicones. Luego, para quitar a los indios la mala impresión, hice unos cuantos juegos de manos. Cuando empecé a echar cintas encendidas por la boca, ¡rediez, qué éxito! Todo el mundo se quedó asombrado; pero cuando les escamoteé unas sortijas y les saqué una pecera del bolsillo de la chaqueta con sus peces vivos, no he tenido nunca ovación mayor.

Calló don Alonso, Jesús y Manuel se preparaban a dormir, tirados en el suelo, acurrucados en un rincón. Comenzaba a llover a torrentes; el agua caía con estrépito sobre el techo de cinc del cobertizo; el viento silbaba y gemía a lo lejos.

Empezó a tronar, y no parecía sino que algún tren caía por un despeñadero de metal, por el ruido continuado y violento que hacían los truenos.

-¡Vaya una tempestad! -murmuró Jesús.

-¡Las tempestades de tierra! -replicó don Alonso-. ¡Valiente filfa! Las tempestades de tierra no valen nada. En el mar, en el mar hay que verlas, cuando el agua salta por encima de los puentes... Hasta en los lagos. En el lago Erie y en el Michigan he pasado yo tempestades tremendas, con olas como casas. Eso sí, se calma el viento y el agua queda al poco rato como el estanque del Retiro. Una vez en América...

Pero Manuel y Jesús, hartos de narraciones americanas, se hicieron los dormidos, y el antiguo Hombre-boa se calló, desconsolado, y pensó en aquellos dulces tiempos en que escamoteaba sortijas a los indios y les sacaba la pecera.

No pudieron dormir; tuvieron que levantarse varias veces y cambiar de sitio, porque entraba el agua por el tejado.

A la mañana siguiente, cuando salieron, ya no llovía; la nieve se había derretido por completo. La explanada del Mercado de Ganados hallábase convertida en un pantano; el suelo de la ronda, en un barrizal; las casas y los árboles chorreaban agua; todo se veía negro, cenagoso, desierto; sólo algunos perros vagabundos, famélicos, llenos de barro, husmeaban en los montones de basura.

Manuel empeñó la capa, y por el consejo de Jesús, se abrigó el pecho con unos periódicos. Dieron diez reales en una casa de préstamos por la prenda y fueron los tres a comer a la tienda-asilo de la Montaña del Príncipe Pío.

Manuel y Jesús, acompañados de don Alonso, entraron en dos imprentas a preguntar si había trabajo; pero no lo había. Por la noche volvieron a la tienda-asilo a cenar. Propuso don Alonso ir a. dormir al

Depósito de mendigos. Salieron los tres; era al anochecer, había una fila de golfos andrajosos a la puerta del Depósito esperando a que abrieran; Jesús y Manuel fueron partidarios de no entrar allá.

Recorrieron el bosquecillo próximo al cuartel de la Montaña; algunos soldados y algunas prostitutas charlaban y fumaban en corro; siguieron la calle de Ferraz, y luego la de Bailén; cruzaron el Viaducto, y por la calle de Toledo bajaron al paseo de los Pontones.

El rincón donde habían pasado la noche anterior lo ocupaba una banda de golfos.

Siguieron adelante, metiéndose en el barro; comenzaba a llover de nuevo. Propuso Manuel entrar en la taberna de la Blasa, y por la escalera del paseo Imperial bajaron a la hondonada de las Injurias. La taberna estaba cerrada. Entraron en una callejuela. Los pies se hundían en el barro y en los charcos. Vieron una casucha con la puerta abierta y entraron. El Hombre-boa encendió una cerilla. La casa tenía dos cuartos de un par de metros en cuadro. Las paredes de aquellos cuartuchos destilaban humedad y mugre; el suelo, de tierra apisonada, estaba agujereado por las goteras y lleno de charcos. La cocina era un foco de infección: había en medio un montón de basura y de excrementos; en los rincones, cucarachas muertas y secas.

Por la mañana salieron de la casa. El día se presentaba húmedo y triste; a lo lejos, el campo envuelto en niebla. El barrio de las Injurias se despoblaba; iban saliendo sus habitantes hacia Madrid, a la busca, por las callejuelas llenas de cieno; subían unos al paseo Imperial, otros marchaban por el arroyo de Embajadores.

Era gente astrosa: algunos, traperos; otros, mendigos; otros, muertos de hambre; casi todos de facha repulsiva. Peor aspecto que los hombres tenían aún las mujeres, sucias, desgreñadas, haraposas. Era una basura humana, envuelta en guiñapos, entumecida por el frío y la humedad, la que vomitaba aquel barrio infecto. Era la herpe, la lacra, el color amarillo de la terciana, el párpado retraído, todos los estigmas de la enfermedad y de la miseria.

-Si los ricos vieran esto, ¿eh? -dijo don Alonso.

-¡Bah! , no harían nada -murmuró Jesús.

-¿Por qué?

-Porque no. Si le quita usted al rico la satisfacción de saber que mientras él duerme otro se hiela y que mientras él come otro se muere de hambre, le quita usted la mitad de su dicha.

-¿Crees tú eso? -preguntó don Alonso, mirando a Jesús con asombro.

-Sí. Además, ¿qué nos importa lo que piensen? Ellos no se ocupan de nosotros; ahora dormirán en sus camas limpias y mullidas, tranquilamente, mientras nosotros...

Hizo un gesto de desagrado el Hombre-boa; le molestaba que se hablara mal de los ricos.

Salió el sol; un disco rojo sobre la tierra negra; luego, a las escombreras de la Fábrica del Gas de encima de las Injurias comenzaron a llegar carros y a verter cascotes y escombros. En las casuchas de la hondonada, alguna que otra mujer se asomaba a la puerta con la colilla del cigarro en la boca.

Una noche, el sereno de las Injurias sorprendió a los tres hombres en la casa desalquilada y los echó de allí.

Los días siguientes, Manuel y Jesús -el titiritero había desaparecidose decidieron a ir al asilo de las Delicias a pasar la noche. Ninguno de los dos se preocupaba en buscar trabajo. Llevaban ya cerca de un mes vagabundeando, y un día en un cuartel, al siguiente en un convento o en un asilo, iban viviendo.

La primera vez que Jesús y Manuel durmieron en el Asilo de las Delicias fue un día de marzo.

Cuando llegaron al asilo no se había abierto aún. Aguardaron paseando por el antiguo camino de Yeseros. Se internaron por los campos próximos, en los que se veían casuchas miserables, a cuyas puertas jugaban al chito y al tejo algunos hombres y pululaban chiquillos andrajosos.

Eran aquellos andurriales sitios tristes, yermos, desolados; lugares de ruina, como si en ellos se hubiese levantado una ciudad a la cual un cataclismo aniquilara. Por todas partes se veían escombros y cascotes, hondonadas llenas de escorias; aquí y allí alguna chimenea de ladrillo rota, algún horno de cal derruido. Sólo a largo trecho se destacaba una huerta con su noria; a lo lejos, en las colinas que cerraban el horizonte, se levantaban barriadas confusas y casas esparcidas. Era un paraje intranquilizador; por detrás de las lomas salían vagos de mal aspecto en grupos de tres y cuatro.

Por allá cerca pasaba el arroyo Abroñigal, en el fondo de un barranco, y Manuel y Jesús lo siguieron hasta un puente de ladrillo llamado de los Tres Ojos.

Volvieron al anochecer. El asilo estaba ya abierto. Se encontraba a la derecha, camino de Yeseros arriba, próximo a unos cuantos cementerios abandonados. El tejado puntiagudo, las galerías y escalinatas de madera, le daban aspecto de un chalet suizo. En el balcón, en un letrero sujeto al barandado; se leía: «Asilo Municipal del Sur». Un farol de cristal rojo lanzaba la luz sangrienta en medio de los campos desiertos. Manuel y Jesús bajaron varios escalones; en una taquilla, un empleado que escribía en un cuaderno les pidió su nombre, lo dieron y entraron en el asilo. La parte destinada a los hombres tenía dos salas, iluminadas con mecheros de gas, separadas por un tabique, las dos con pilares de madera y ventanucas altas y pequeñas. Jesús y Manuel cruzaron la primera sala y entraron en la segunda, en donde a lo largo, sobre unas tarimas, había algunos hombres. Se tendieron también ellos y charlaron un rato...

Iban entrando mendigos, apoderándose de las tarimas, colocadas en medio y junto a las columnas. Dejaban, los que entraban, en el suelo sus abrigos, capas llenas de remiendos, elásticas sucias, montones de guiñapos, y al mismo tiempo latas llenas de colillas, pucheros y cestas.

Los parroquianos pasaban casi todos a la segunda sala.

-Aquí no corre tanto aire -dijo un viejo mendigo que se preparaba a tenderse cerca de Manuel.

Unos cuantos golfos de quince años hicieron irrupción en la sala, se apoderaron de un rincón y se pusieron a jugar al cané.

-¡Qué tunantes sois! -les gritó el viejo mendigo vecino de Manuel-. Hasta aquí tenéis que venir a jugar, ¡leñe!

-¡Ay, con lo que sale ahora el arrugado! -replicó uno de los golfos.

-Cállese usted, ¡calandria! Si se parece usted a don Nicanor tocando el tambor -dijo otro.

-¡Granujas! ¡Golfos! -murmuró el viejo con ira.

Manuel se volvió a contemplar al iracundo viejo. Era bajito, con barba escasa y gris; tenía los ojos como dos cicatrices y unas antiparras negras que le pasaban por en medio de la frente. Vestía un gabán remendado y mugriento, en la cabeza una boina y encima de ésta un sombrero duro de ala grasienta. Al llegar, se desembarazó de un morral de tela y lo dejó en el suelo.

-Es que estos granujas nos desacreditan explicó el viejo-; el año pasado robaron el teléfono del asilo y un pedazo de plomo de una cañería. Manuel paseó la vista por la sala. Cerca de él, un viejo alto, de barba blanca, con una cara de apóstol, embebido en sus pensamientos, apoyaba la espalda en uno de los pilares; llevaba una blusa, una bufanda y una gorrilla. En el rincón ocupado por los golfos descarados y fanfarrones se destacaba la silueta de un hombre vestido de negro, tipo de cesante. En sus rodillas apoyaba la cabeza un niño dormido, de cinco o seis años.

Todos los demás eran de facha brutal: mendigos con aspecto de bandoleros; cojos y tullidos que andaban por la calle mostrando sus deformidades; obreros sin trabajo, acostumbrados a la holganza, y entre éstos algún tipo de hombre caído, con la barba larga y las guedejas grasientas, al cual le quedaba en su aspecto y en su traje, con cuello, corbata y puños, aunque muy sucios, algo de distinción; un pálido reflejo del esplendor de la vida pasada.

La atmósfera se caldeó pronto en la sala, y el aire impregnado de olor de tabaco y de miseria, se hizo nauseabundo.

Manuel se tendió en su tarima y escuchó la conversación que entablaron Jesús y el mendigo viejo de las antiparras. Era éste un pordiosero impenitente, conocedor de todos los medios de explotar la caridad oficial.

A pesar de que andaba siempre rondando de un lado a otro, no se había alejado nunca más de cinco o seis leguas de Madrid.

-Antes se estaba bien en este asilo -explicaba el viejo a Jesús-; había una estufa; las tarimas tenían su manta, y por la mañana a todo el mundo se le daba una sopa.

-Sí, una sopa de agua -replicó otro mendigo joven, melenudo, flaco y tostado por el sol.

-Bueno, pero calentaba las tripas.

El hombre decente, disgustado, sin duda, de encontrarse entre la golfería, tomó al chico entre sus brazos y se acercó al lugar ocupado por Jesús y Manuel y terció en la conversación contando sus cuitas. Dentro de lo triste, era cómica su historia.

Venía de una capital de provincia, dejando un destinillo, creyendo en las palabras del diputado del distrito, que le prometió un empleo en un Ministerio. Se pasó dos meses detrás del diputado y se encontró al cabo de ellos en la miseria y en el desamparo más grande. Mientras tanto, escribía a su mujer dándole esperanzas.

El día anterior le habían despachado de la casa de huéspedes, y después de correr medio Madrid y no encontrando medio de ganar una peseta, fue al Gobierno Civil y pidió a un guardia que les llevara a su hijo y a él a un asilo. «No llevo al asilo sino a los que piden limosna», le dijo el guardia. «Yo voy a pedir limosna -le contestó él con humildad-; puede usted llevarme.» «No; pida usted limosna, y entonces le cogeré.»

Al hombre se le resistía pedir; pasaba un señor, se acercaba con su hijo, se llevaba la mano al sombrero, pero la petición no salía de su boca. Entonces el guardia le había aconsejado que fuera al asilo de las Delicias.

-Pues si le llegan a coger, no adelanta usted nada -dijo el de los anteojos-; le habrían llevado al Cerro del Pimiento y allá se habría usted pasado el. día sin probar la gracia de Dios.

Y luego, ¿qué habrían hecho conmigo? -preguntó la persona decente.

-Echarlo fuera de Madrid.

-Pero ¿no hay sitios por ahí para pasar la noche? -dijo Jesús.

-La mar -contestó el viejo-, por todas partes. Ahora que en el invierno se tiene frío.

-Yo he vivido -añadió el mendigo joven- más de medio año en Vaciamadrid, un pueblo que está casi deshabitado; un compañero mío y yo encontramos una casa cerrada y nos instalamos en ella. Vivimos unas semanas al pelo. Por las noches íbamos a la estación de Arganda; con una barrena hacíamos un agujero en un barril de vino, llenábamos la bota y después tapábamos el agujero con pez.

-¿Y por qué se fueron ustedes de allí? -preguntó Manuel.

-La Guardia Civil nos sintió y tuvimos que escaparnos por las ventanas. Maldito si yo no estaba cansado ya de aquel rincón. A mí me gusta andar por esos caminos, una vez aquí, otra vez allá. Se encuentra uno con gente que sabe, y se va uno ilustrando...

-¿Y usted ha andado mucho por ahí?

-Toda mi vida. Yo no puedo gastar más que un par de alpargatas en un pueblo. Me entra una desazón cuando estoy en el mismo sitio, que tengo que echar a andar. ¡Ah! ¡El campo! No hay cosa como eso. Se come donde se puede; el invierno es malo, ¡pero el verano! Se hace uno una cama de tomillo debajo de un árbol y se duerme uno allá tan ricamente, mejor que el rey Luego, como las golondrinas, sé va uno donde hace calor.

El viejo de las antiparras, desdeñando lo que decía el vagabundo joven, indicó a Jesús los rincones que había en las afueras. Adonde suelo yo ir cuando hace buen tiempo es a un campo santo que hay cerca del tercer depósito. Allá hay unas casas donde iremos esta primavera.

Manuel oyó confusamente el final de la conversación y se quedó dormido. A media noche se despertó al oír unas voces. En el rincón de la golfería, dos muchachos rodaban por el suelo y luchaban a brazo partido.

-Te daré dinero -murmuraba uno entre dientes.

-Suelta, que me ahogas.

El mendigo viejo, que se había despertado, se levantó furioso, levantó el garrote y dio un golpe en la espalda a uno de ellos. El caído se irguió bramando de coraje.

-Ven ahora, ¡cochino! ¡Hijo de la grandísima perra! -gritó. Se abalanzaron uno sobre el otro, se golpearon y cayeron los dos de bruces.

-Estos granujas nos están desacreditando -exclamó el viejo.

Un guardia restableció el orden y expulsó a los alborotadores. Volvió a tranquilizarse el cotarro y no se oyeron más que ronquidos sordos y sibilantes...

Por la mañana, antes de amanecer, cuando se abrieron las puertas del asilo, salieron todos los que habían pasado allí la noche y se desparramaron al momento por aquellos andurriales.

Manuel y Jesús siguieron la calle de Méndez Álvaro. En los andenes de la estación del Mediodía brillaban los focos eléctricos como globos de luz en el aire negro de la noche.

De las chimeneas del taller de la estación salían columnas apretadas de humo blanco; las pupilas rojas y verdes de los faros de señales lanzaban un guiñó confidencial desde sus altos soportes; las calderas en tensión de las locomotoras bramaban con espantosos alaridos.

Temblaban las luces mortecinas de los distanciados faroles de ambos lados de la carretera. Se entreveían en el campo, en el aire turbio y amarillento como un cristal esmerilado, sobre la tierra sin color, casacas bajas, estacadas negras, altos palos torcidos de telégrafos, lejanos y oscuros terraplenes por donde corría la línea del tren. Algunas tabernuchas, iluminadas por un quinqué de luz lánguida, estaban abiertas... Luego ya, a la claridad opaca del amanecer, fue apareciendo a la derecha el ancho tejado plomizo de la estación del Mediodía, húmedo de rocío; enfrente, la mole del Hospital General, de un color ictérico; a la izquierda, el campo yermo, las eras inciertas, pardas, que se alargaban hasta fundirse en las colinas onduladas del horizonte bajo el cielo húmedo y gris, en la enorme desolación de los alrededores madrileños...