Mala hierba/Parte II/IX
IX
-Las noches que no hace frío -dijo el repatriado-, yo suelo ir a dormir a esa arboleda que hay cerca de la Virgen del Puerto. ¿Quieres que vayamos hoy? -añadió.
-Sí, vamos.
Estaban en la Puerta del Sol y fueron por la calle Mayor abajo. Hacía una noche templada, de niebla, de una niebla azulada, luminosa, que temblaba al soplo del viento; los globos eléctricos del Palacio Real brillaban entre aquella gasa flotante con una luz morada.
Bajaron Manuel y el repatriado por la cuesta de la Vega y entraron en el bosquecillo que hay entre el Campo del Moro y la calle de Segovia. Algunos faroles de petróleo lucían muy pálidamente entre los árboles. Llegaron al paseo de los Melancólicos. Cerca del puente de Segovia salían llamaradas de los hornillos de una churrería instalada en una barraca. Del paseo de los Melancólicos bajaron a la hondonada, y en un cobertizo se cobijaron y se tendieron a dormir. Hacía fresco; pasaban por allá algunas parejas misteriosas; Manuel se acurrucó, se metió las manos en el bolsillo del pantalón y se quedó profundamente dormido.
Rumor chillón de cornetas le despertó.
-Es la guardia de Palacio -dijo el repatriado.
La claridad mortecina del alba alumbraba el cielo; palpitaba suave y gris el resplandor primero del día... De pronto resonó muy cerca el estampido de un arma de fuego; Manuel y el repatriado se levantaron, salieron del cobertizo dispuestos a huir, no vieron nada.
-Es un joven que se ha suicidado -dijo un hombre de blusa que pasó corriendo por delante de Manuel y del repatriado.
Acercáronse los dos al lugar donde se oyera la detonación y vieron a un muchacho joven, bien vestido, en el suelo, con la cara llena de sangre y un revólver en la mano derecha. Nadie había por allí; el repatriado se acercó al muerto, tomó su mano izquierda y le sacó dos sortijas que llevaba, una de ellas con un brillante; luego le desabrochó la chaqueta, le registró los bolsillos, no encontró dinero y le quitó un reloj de oro.
-Vamos a escaparnos, no vaya a venir alguno elijo Manuel.
-No -contestó el repatriado.
Volvió a entrar en el cobertizo donde habían pasado la noche, hizo en la tierra un agujero con las uñas, enterró, envueltos en un papel, las sortijas y el reloj y apretó la tierra con el pie.
-En la guerra, como en la guerra -murmuró, después de ejecutar su maniobra con una rapidez extraordinaria-. Ahora -añadió-, vuélvete a echar y hazte el dormido, por si acaso.
Poco después se oyó un murmullo de voces en la hondonada, y Manuel vio dos guardias civiles que pasaban a caballo por delante del cobertizo. Se acercaba la gente al lugar del suceso; los guardias civiles, registrando al muerto, encontraron una carta dirigida al juez, en la que indicaba que no se culpara a nadie de su muerte.
Cuando levantaron el muerto y se lo llevaron. Manuel preguntó:
-¿Vamos a recoger eso?
-Espera que se vayan todos.
Quedó el lugar desierto; entonces el repatriado desenterró las sortijas y el reloj.
-Esta sortija creo que es buena -elijo-. ¿Cómo lo averiguaremos?
-En una platería.
-Vete a una platería así, con esos harapos y una sortija con un brillante y un reloj de oro, y es muy posible que te denuncien y te lleven a la cárcel.
-Entonces, ¿qué hacemos? Podíamos empeñar el reloj -dijo Manuel.
-También es peligroso. Vamos a buscar a Marcos Calatrava, un amigo mío a quien conocí en Cuba. Ése nos sacará del apuro. Vive en una casa de huéspedes de la calle de Embajadores.
Fueron allá; les salió una mujer a la puerta y les dijo que el tal Marcos se había mudado. El repatriado preguntó en una taberna de la planta baja de la casa.
-¡El Cojo! Sí, le conozco, ya lo creo -dijo el tabernero-. ¿Sabe usted dónde suele estar al anochecer? En la taberna del Majo de las Cubas, en la calle Mayor.
Fue para Manuel y el repatriado uno de los días más largos de su existencia; sentían un hambre horrorosa, y al pensar que con la venta de aquellas sortijas y del reloj podrían comer todo lo que se les antojara, y que el miedo les impedía satisfacer su necesidad, era horrible.
Se pasearon por las calles aburridos, y de cuando en cuando iban a la taberna a preguntar si había llegado ya el Cojo.
Al anochecer le vieron. El repatriado se acercó a saludarle y los tres pasaron al interior de la taberna, a un rincón, a hablar. El repatriado contó el caso a Calatrava.
-Ahora mismo viene mi secretario -dijo Marcos-, y él lo arreglará. Mientras tanto pedid de cenar.
-Pide tú -dijo el repatriado a Manuel.
Lo hizo éste así, y para que todas fueran dilaciones, el mozo de la taberna dijo que la cena tardaría algo.
Mientras charlaban el repatriado y Calatrava, Manuel se puso a observar a este último.
Calatrava resultaba un tipo raro, a primera vista casi ridículo; tenia una pierna de palo, la cara muy estrecha, muy amojamada; dos o tres cicatrices en la frente, el bigote recio y el pelo crespo. Vestía traje claro, pantalón muy ancho, que se bamboleaba lo mismo en la pierna natural que en la de madera; una chaquetilla corta, más oscura que el pantalón; una corbata de color rojo y un sombrero de paja muy chiquito.
Marcos pidió con voz aguardentosa unas copas. Las bebieron y no tardó mucho en aparecer un muchacho elegante, con botas amarillas, sombrero hongo y un pañuelo de seda en el cuello.
Al verle, exclamó Manuel:
-¡Vidal! ¿Eres tú?
-Sí, chico. ¿Qué haces aquí?
-¿Le conoces a éste? -preguntó Calatrava a Vidal.
-Sí; es primo mío.
Marcos explicó a Vidal lo que quería el repatriado.
-Ahora mismo -contestó Vidal-; no tardo diez minutos.
Efectivamente, al poco tiempo volvió con dos papeletas de empeño y unos billetes. Los tomó el repatriado y fue repartiéndolos; a Manuel le tocaron cinco duros.
-Mira -le dijo Calatrava a Vidal-. Tú y tu primo os quedáis a cenar aquí; tendréis que hablar, y nosotros nos vamos a otro lado, que también tenemos que contarnos algunas cosas. Llévale a tu primo a dormir a tu casa.
Se despidieron, y Manuel y Vidal se quedaron solos.
-¿Has cenado? -preguntó Vidal.
-No; pero ya he encargado la cena. ¿Y tus padres?
-Estarán bien.
-¿No los ves?
-No.
-¿Y el Bizco?
Vidal palideció profundamente.
-No me hables del Bizco -dijo.
-¿Por qué?
-No, no; le tengo un miedo horrible. ¿Tú no sabes lo que pasó?
-¿Qué?
-La muerte de Dolores la Escandalosa.
No sabia nada.
-Si; mataron a la vieja en una casa que llaman el Confesionario, que está hacia Aravaca. ¿Y sabes tú quién la mató?
-¿El Bizco?
-Sí, estoy seguro. El Bizco iba al Confesionario a reunirse con otros granujas.
-Es verdad. A mí me lo dijo.
-¿Has hablado con él?
-Sí; pero hace ya mucho tiempo.
-Pues si; los periódicos que contaron el crimen dijeron que el asesino era de una fuerza extraordinaria, que la mujer había acudido allá como quien va a una cita. Era el Bizco, estoy seguro.
-¿Y no le han cogido?
-No. Vidal quedó pensativo; se notaba que hacía esfuerzos para serenarse. Trajo el mozo de la taberna la comida; Manuel devoraba.
-¡Menuda carpata tienes tú, gachó! -dijo Vidal, ya tranquilizado, sonriendo.
-¡Dios! , si tenía un hambre...
Ahora vamos a tomar café.
Pagó Vidal, salieron de la taberna y entraron en el café de Lisboa. Mientras saboreaban el café, Manuel contempló a Vidal. Llevaba la cabeza muy lustrosa, la raya en medio y tufos rizados sobre las orejas. Tenía un gran aplomo en los movimientos; la sonrisa del hombre guapo, el cuello redondo, sin músculos salientes. Hablaba con simpatía, sonriendo siempre; pero sus ojos sagaces, falsos, descubrían la mentira de sus frases; no acompañaba a la afabilidad de su palabra cariñosa y de su sonrisa amable la expresión de sus ojos. En éstos no se leía más que desconfianza y cautela.
-Y tú, ¿qué haces? -preguntó Manuel, después de examinarle atentamente.
-¡Psch!... Vivo...
-Pero ¿de qué?, ¿cómo?
-Hay negocios, chico... Luego, las mujeres...
-Pero ¿tú trabajas?
-Según a lo que llames trabajar.
-Hombre, quiero decir que si vas a un taller.
-No.
-¿Tienes alguna querida?
-Ahora no tengo más que tres.
-¡Cristo! ¡Qué suerte! ¿Dónde las encuentras?
-Por ahí. En los teatros, en los bailes... Soy secretario del Bisturí y socio de la Paloma Azul y del Billete.
-¿Y de ahí tendrás muchas relaciones?
-¡Claro! Luego, con las mujeres es cuestión de labia... Algunas veces se las echa uno de incomodado y se le arrima a una un par de bofetadas...
-Tú vives al pelo... ¡Si yo pudiera hacer lo que tú!
-¡Pues es muy fácil!... Ahora tengo una chiquilla más bonita que el mundo y que está chalada por mí. Esta cadena de reloj me la regaló ella...
Pero lo más gracioso es que me anda rondando, ¿a que no te figuras quién?
-¡Qué sé yo! Alguna marquesa.
-No, un marqués.
-¿Para qué?
-Nada, que me hace el amor.
Manuel se quedó mirando asombrado a Vidal, que sonrió misteriosamente.
-¿Tú estás cansado? -preguntó Vidal.
-No.
-Entonces vamos a Romea.
-¿Qué hay allá?
-Baile y mujeres guapas.
-Vamos, sí.
Salieron del café y subieron la calle de Carretas. Tomó Vidal dos butacas. Era domingo.
El aire en el interior del teatro estaba espeso, caliente, empañado de humo, con el vaho de cientos de personas que durante toda la tarde y la noche se habían amontonado allá. Había un lleno. Se representó una funcioncilla estúpida, plagada de chistes absurdos y groseros, de la manera más sosa que puede imaginarse, entre las interrupciones y los gritos del público. Cayó el telón y apareció en seguida una muchacha que cantó con una vocecilla aguda, desafinando horriblemente, una canción pornográfica sin pizca de gracia. Luego salió una pintarrajeada, vieja y fea mujerona francesa, con un sombrero descomunal; se acercó a las candilejas y cantó una larga narración, de la que Manuel no entendió una palabra, y cuyo estribillo era:
Pauvre petit chat, petit chat.
Después dio unas cuantas volteretas levantando el pie hasta dar con él en el sombrero y se fue. Bajó de nuevo el telón; al poco rato volvió a levantarse y se presentó la bella Pérez y fue saludada por una salva nutrida de aplausos. Cantó muy mal una copla, equivocándose, riéndose, y cuando terminó de cantar se ocultó entre los bastidores. El piano de la orquesta atacó con brío un tango, y la bella Pérez salió dé entre bastidores con falda corta, envuelta en una capa de torero, con un sombrero cordobés sobre los ojos y fumando. Cuando el piano concluyó el preludio, ella tiró el cigarro al público de las butacas, se quitó la capa y quedó con las faldas recogidas con las dos manos hacia atrás, que dejaban el vientre y los muslos ceñidos. A las primeras notas del tango, todo el mundo calló religiosamente; un soplo de voluptuosidad corrió por la sala. Se veían los rostros encendidos, con la mirada fija y brillante. Y la bella bailaba con la cara enfurruñada y los dientes apretados, dando taconazos, haciendo que se dibujaran sus caderas poderosas al replegarse la falda sobre sus flancos como la bandera triunfante. De aquel hermoso cuerpo de mujer salía un efluvio de su sexo que enloquecía a todos. Al final del baile colocó el sombrero sobre el vientre y tuvo un movimiento de caderas que hizo rugir a todo el teatro.
-¡Eso!
-¡Ahí la bisagra!
-¡Esa tripita!
Concluyó el baile y hubo una tempestad de aplausos.
-¡Tango! ¡Tango! -gritaban todos como energúmenos.
Manuel, con los ojos brillantes, aplaudía y gritaba entusiasmado.
-¡Viva la lujuria! -vociferaba un joven al lado de Manuel.
Volvió la bella Pérez a bailar el tango. Detrás de la butaca de Manuel y Vidal, una muchacha mecía en sus brazos a una niña con la cara llena de costras. La muchacha, señalando a la bella Pérez, decía a la niña:
-Mira, mira a mamá.
-¿Es la madre de esta chica? -preguntó Manuel.
-Sí -contestó la niñera.
Sin saber por qué, Manuel ya no se entusiasmó tanto con el baile, y hasta se figuró que en el rostro de la bailarina, tras de la capa de pintura y de polvos de arroz, se adivinaban roséolas y granos.
Salieron Manuel y su primo del teatro. Vidal vivía en una casa de huéspedes de la calle del Olmo.
Fueron los dos por la de Atocha, y en la esquina de la calle de la Magdalena se encontraron con la Chata y la Rabanitos, que los reconocieron y los llamaron.
Las dos muchachas aguardaban a la Engracia, que se había ido con un señor. Mientras tanto, reñían. La Rabanitos juraba y perjuraba que no tenía más de dieciséis años; la Chata aseguraba que iba para los dieciocho.
-¡Si se lo he oído decir a tu madre! -gritaba.
-¿Pero qué va a decir ‘eso mi madre? ¡Cerda! -replicaba la Rabanitos. Pues sí que lo ha dicho, ¡so perro!
-¿Cuándo empecé yo en la vida? Hace tres años. ¿Y cuántos tenía entonces? Trece.
-¡Bah! Si tú hace diez años andabas ya golfeando por ahí -interrumpió Vidal.
La muchachita se volvió como una víbora, contempló a Vidal de arriba abajo, y con voz estridente le dijo:
-Pa mí que tú eres de los que se agarran a la verja del Dos de Mayo y dan la espalda.
Celebraron todos el circunloquio, que demostraba las cualidades imaginativas de la Rabanitos, y ésta, ya calmada, sacó del bolsillo del delantal su cartilla, arrugada y sucia, y se la enseñó a todos.
En esta ocupación de descifrar lo que ponía la cartilla les encontró la Engracia.
Anda, tú, convida-le dijo Vidal-. ¿Tendrás dinero?
-¡Sí, dinero! Las amas cada vez piden más. Yo no sé lo que quedrán.
-Aunque sea a recuelo -repuso Vidal.
-Bueno, vamos.
Entraron los cinco en una buñolería.
-Este señor con quien he ido -dijo la Engracia- es pintor y me ha dicho que me daba cinco pesetas por hora para servir de modelo de desnudo.
A la Rabanitos la sublevó la noticia.
-¿Pero qué vas a servir tú para eso, si no tienes tetas? -dijo con su vocecilla aguda.
-No, las tendrás tú.
-No es por ponerme moños -contestó la Rabanitos-; pero estoy mejor formada que tú.
-¡Magras! -replicó la otra, y sin hacer caso se puso a hablar con Vidal.
La Rabanitos le cogió a Manuel por su cuenta y le contó sus penas con una seriedad de vieja.
-Chico, estoy derrengá -le decía-, porque como una es débil y no tiene fuerza..., luego, los hombres son tan brutos y claro, como la ven a una así, hacen lo que quieren, y todo el mundo le pone a una el pie encima. Manuel oía hablar a la Rabanitos; pero el cansancio y el sueño no le permitían darse cuenta de lo que oía. Entraron otras dos muchachas en la buñolería con dos golfos, uno de ellos de cara abultada, ojos nublados y expresión entre feroz e irónica. Los cuatro venían borrachos; las mujeres se pusieron a insultar a todos los que estaban en la buñolería.
-¿Quiénes son ésas? -preguntó Manuel.
-Unas tías escandalosas.
-Oye, vámonos -dijo Vidal a su primo con la prudencia que le caracterizaba.
Salieron todos de la buñolería; las muchachas fueron hacia el centro, y ellos por la calle del Ave María hasta la del Olmo. Abrió Vida¡ la puerta de su casa.
Aquí es -le dijo a Manuel.
Subieron hasta e¡ último piso. Allí, Vida¡ encendió una cerilla, metió la mano por debajo de la puerta, sacó una llave y abrió. Recorrieron un pasillo, y Vidal dijo a Manuel:
-Éste es tu cuarto. Hasta mañana. Manuel se despojó de sus harapos, y ¡a cama le pareció tan blanda que, a pesar del cansancio, tardó mucho en dormirse.