Mala hierba/Parte II/III
III
Para la primavera, Manuel componía con facilidad. Poco después, el tercer cajista se fue, y jesús dijo al amo que debía poner a Manuel en la plaza vacante.
-Pero si no sabe nada -replicó el dueño.
-¡No ha de saber! Páguele usted por líneas.
-No; le subiré el jornal.
-¿Cuánto le va usted a dar?
-Le daré ocho reales.
-Es poco. El otro ganaba doce.
-Bueno, le daré nueve, pero que no venga a dormir aquí.
El nuevo cargo emancipó a Manuel de la obligación de barrer la imprenta y salió de su cuchitril. Jesús le llevó al parador de Santa Casilda, en donde él vivía: un enorme caserón de un solo piso, con tres patios muy grandes, que estaba en la ronda de Toledo. Habría deseado Manuel no ir por aquellos barrios, de los que conservaba malos recuerdos; pero su amistad con Jesús le hizo quedarse allí. Le alquilaron en el parador, por ocho reales a la quincena, un cuartucho con una cama, una silla rota de paja y una estera, colgada del techo, que hacía de puerta. Cuando el viento venía del campo de San Isidro, se llenaban de humo los cuartos y los corredores del parador de Santa Casilda. Los patios del parador eran, poco más o menos, como los de la casa del tío Rilo, con galerías idénticas, y puertas numeradas.
Desde la ventana del cuartucho de Manuel se veían tres depósitos, panzudos, rojos, de la Fábrica del Gas, con los soportes altos de hierro terminados en poleas, y alrededor el Rastro; a un lado, vertederos ennegrecidos por el carbón y las escorias; más lejos se extendía el paisaje árido, y sus lomas calvas, amarillentas, se escalonaban hasta perderse en el horizonte. Enfrente sobresalía el cerrillo de los Ángeles, con su ermita en la punta.
En el cuarto inmediato al alquilado por Manuel había un carpintero y su mujer, que tenían una niña. Los dos se emborrachaban y pegaban a la niña de una manera bestial.
Manuel estuvo muchas veces dispuesto a entrar en el cuarto, porque suponía que aquellos bárbaros martirizaban a la niña.
Una de las mañanas que encontró a la carpintera le dijo:
-¿Por qué pegan ustedes así a la chica?
-,Te importa algo?
-Claro que me importa.
-¿No es mi hija? Puedo hacer con ella lo que quiera.
-Así debía haber hecho su madre con usted -le contestó-: quitarla de en medio a palos, por bruja.
Refunfuñó la mujer, y Manuel se fue a la imprenta.
Por la noche, el carpintero detuvo a Manuel.
-¿Qué le has dicho tú a mi señora, eh?
-Le he dicho que no debía pegar a su hija.
-Y a ti, ¿quién te mete a decir nada?
El carpintero tenía un aspecto feroz, un entrecejo abultado y el cuello de toro. Una gruesa vena le cruzaba la frente. Manuel no le contestó.
Afortunadamente para él, el carpintero y su mujer se mudaron de la casa pronto.
En los cuchitriles del mismo pasillo del parador vivían también dos gitanos viejos con sus familias, los dos muy zaragateros y muy ladrones; una muchacha ciega que cantaba flamenco en la calle, moviéndose con unas convulsiones de epiléptica, y que iba acompañada de otra chiva, con la que se pegaba continuamente; dos hermanas muy golfas, muy zarrapastrosas, pintadas, chillonas, embusteras, liosas, pero alegres como cabras.
La habitación de Jesús se hallaba bastante próxima a la de Manuel, y esta vida común de la imprenta y de la casa hizo que estrecharan más sus relaciones de amistad.
Jesús era un excelente muchacho, pero se emborrachaba con una frecuencia lamentable; tenía dos hermanas solteras, una bonita, con unos ojos verdes de gato, de facha desvergonzada, llamada Sinforosa, y la otra, una pobre enclenque, torcida y escrofulosa, a quien todos la decían, implacablemente, la Fea.
A los dos meses o cosa así de vivir en el parador, Jesús, con su tono irónico peculiar, le dijo a Manuel cuando marchaban los dos a la imprenta:
-¿No sabes? Mi hermana está preñada.
-¿Sí?
-Vaya.
-¿Cuál de las dos?
-La Fea. ¿Quién habrá sido el héroe? Merece una cruz.
El cajista siguió hablando del percance y bromeando con indiferencia.
A Manuel no le parecía bien esto; al fin, era su hermana; pero Jesús salió con sus invectivas contra la familia y que uno no se debía ocupar para nada de sus hermanos, ni de los padres, ni de nadie.
-Buena teoría para los egoístas -le dijo Manuel.
-La familia no es más que el egoísmo en beneficio de unos pocos y en contra de la humanidad -contestó Jesús.
-Bastante caso haces tú de la humanidad; tan poco como de tu familia -le replicó Manuel.
Por esta cuestión volvieron a discutir varias veces y llegaron a decirse cosas muy agrias y mortificantes.
A Manuel no le importaba mayormente aquello; pero le producía indignación el ver que Jesús y la Sinforosa no se compadeciesen de su hermana y la enviasen a hacer recados y la obligasen a barrer cuando la pobre raquítica no podía con su barriga, que amenazaba ser monstruosa. Por motivo de estas discusiones, hubo días en los cuales Manuel apenas cruzó unas cuantas palabras con Jesús, y se dedicó a charlar con Jacob y a hacerle preguntas acerca de su país.
A Jacob, a pesar de que, según decía, no le había ido muy bien en su tierra, le gustaba hablar de ella.
Era de Fez y tenía un entusiasmo grande por esta ciudad.
La pintaba como un paraíso lleno de huertas con palmeras, limoneros y naranjos, cruzada por riachuelos cristalinos. En Fez, en el barrio de los judíos, pasó Jacob su infancia, hasta que entró al servicio de un comerciante rico, que negociaba en Rabat, Mogador y Saffi.
Jacob, con su imaginación viva y su modo de hablar exagerado, pintoresco y lleno de imágenes, daba la impresión de la realidad cuando hablaba de su país.
Pintaba el paso de las caravanas, compuestas de camellos, asnos y dromedarios. Describía éstos con sus largos cuellos y su cabeza pequeña, que se balanceaba como la de las serpientes, con los ojos apagados que miran al cielo; y al oírle mientras peroraba, se creía estar atravesando aquellos arenales blancos, en donde el sol ciega. Describía también los mercados, constituidos en la confluencia de unas cuantas sendas, y caracterizaba a la gente que acudía a ellos; los moros de las cábilas próximas con sus fusiles, los encantadores de serpientes, los hechiceros, los narradores de cuentos de Las mil y una noches, los médicos que sacan los gusanos de los oídos.
Y al retirarse las caravanas, al alejarse unos y otros por las sendas, jinetes en sus caballos y en sus mulas, Jacob imitaba los graznidos de los cuervos, que acudían en bandadas al lugar del mercado y lo cubrían de una capa negra.
Pintaba el efecto que causaba ver treinta o cuarenta bereberes a caballo, con melenas largas, armados de espingardas, y que, al pasar un judío, escupían en el suelo; la vida sin seguridad por los caminos, gentes sin ojos y sin brazos, castigados por la justicia, pidiendo limosna en nombre de Muley Edris, y durante el invierno, el paso peligroso de los ríos, los anocheceres en la puerta del aduar, mientras se preparaba el cuscús, tocando el guembrí y cantando canciones soñolientas y tristes.
Un sábado, Jacob le convidó a comer en su casa.
Vivía el judío en el barrio de Pozas, en una casucha de una callejuela próxima al paseo de Areneros.
La casita aquella tenía un aspecto extraño, algo oriental. Una o dos mesas bajitas de pino; jergones pequeños en vez de sillas, y colgando de las paredes trapos de color y dos guitarrillos de tres cuerdas.
Manuel conoció al padre de Jacob, un viejo melenudo, que andaba por la casa con una túnica oscura y una gorra; a su mujer, Mesoda, y a una niña de ojos negros llamada Aisa.
Se sentaron todos a la mesa; el viejo pronunció unas cuantas palabras gravemente en una lengua enrevesada que Manuel supuso sería una oración en judío, y comenzaron a comer.
La comida tenía gusto a hierbas aromáticas fuertes, y a Manuel le pareció que mascaba flores.
En la, mesa, el viejo, en el castellano extravagante en que hablaba toda la familia, contó a Manuel las peripecias de la guerra de África; en su narración, Prim, el señor Juan Prim -como decía él-, tomaba proporciones épicas. Jacob debía de respetar profundamente al viejo y le dejaba perorar y hablar de Prim y del Eterno; Mesoda, muy tímida, sonreía y se ruborizaba por cualquier cosa.
Después de comer, Jacob descolgó de la pared uno de los guitarrillos de tres cuerdas y cantó varias canciones árabes acompañándose de uno de aquellos instrumentos primitivos.
Manuel se despidió de la familia de Jacob y prometió visitarla de cuando en cuando.
Una noche de otoño, al volver Manuel del trabajo, después de un día entero en que Jesús no apareció por la imprenta, al entrar en el parador encontró en el pasillo que conducía a su cuarto un grupo de comadres que hablaban de Jesús y de sus hermanas.
La Fea había parido; estaba en su cuarto el médico de la Casa de Socorro y la señora Salomona, una buena mujer que se ganaba la vida asistiendo enfermos.
-Pero ¿qué ha hecho Jesús? -preguntó Manuel al oír los dicterios de las mujeres contra el cajista.
-¿Qué ha hecho? -contestó una de las comadres-. Pues ná, que ha resultao que vivía amontonado con la Sinfo, que es una pécora más mala que un dolor, y Jesús y ella se habían entregao a la bebida, y la zorrona de la Sinfo le quitaba el jornal que ganaba la Fea.
Eso no puede ser verdad -replicó Manuel.
-¿Que no? Si lo ha dicho el mismo Jesús.
-Pues la otra no es muy decente tampoco, que digamos -añadió una de las mujeres.
-Tanto como la que más -replicó la comadre oradora-. Se lo ha contao to al médico de la Casa de Socorro. Una noche en que no había pasao gracia divina por su cuerpo, porque Jesús y la Sinfo se habían llevao toos los quisquis, fue la Fea y, para remediar el hambre, bebió un trago de aguardiente, y luego otro, y con la debilidá que tenía se quedó borracha... Vinieron la Sinfo y Jesús, y los dos cargados, y la muy zorra, viéndola en la cama a la Fea, la dijo, dice: «Anda, que la cama la necesitamos nosotros para...» (haciendo un ademán desvergonzado). Ya me entienden ustés, y va y pone a su hermana a la puerta. La Fea, que no sabía lo que se hacía, salió a la calle, y uno del Orden, al verla curda, la lleva a la delega y la mete en un cuarto oscuro, y allí algún tío...
-Que estaría también curda -dijo un albañil que se detuvo al oír la relación.
-Pues ná... -añadió la comadre.
-Si llega a ver luz, pa mi que no hay nada, porque el compadre, al ver la cara de la socia, se asusta -añadió el albañil, siguiendo su camino.
Manuel se separó del grupo de comadres y se asomó a la puerta del cuarto de Jesús. Era un espectáculo desolador: la hermana del cajista, pálida, con los ojos cerrados, echada en el suelo sobre unas esteras, cubierta con telas de saco, parecía un cadáver, el médico la fajaba en aquel momento; la señora Salomona vestía al recién nacido; un charco de sangre manchaba los ladrillos.
Jesús, arrimado a la pared en un rincón, miraba al médico y a su hermana, impasible, con los ojos brillantes.
El médico pidió a las vecinas que trajeran un colchón y unas sábanas; cuando llegaron estas cosas pusieron el colchón sobre el petate de tablas y colocaron con cuidado a la Fea. Estaba la pobre raquítica como un esqueleto; su pecho era liso como el de un hombre y, a pesar de que no debía de tener fuerzas para moverse, cuando le pusieron el niño a su lado, cambió de postura e intentó darle de mamar.
Manuel, al notarlo, miró a Jesús con ira.
Le hubiera pegado con gusto, por permitir que su hermana estuviera así.
El médico, cuando concluyó su trabajo, cogió a Jesús, lo llevó al extremo de la galería y habló con él. Jesús se hallaba dispuesto a hacer todo lo que le dijeran; daría el jornal entero a la Fea, lo prometía.
Luego, cuando se fue el médico, Jesús cayó en manos de las comadres, que lo pusieron como un trapo.
Él no negó nada. Al revés.
-Durante el embarazo -dijo- ha dormido en el suelo, sobre la estera.
Todas las comadres comentaron indignadas las palabras del cajista.
Éste se encogía de hombros estúpidamente.
-¡Mire usted que estar la pobre infeliz durmiendo sobre la estera, mientras que la Sinfo y Jesús se estaban en la cama! —decía una.
Y la indignación se acentuó contra la Sinfo, aquella golfa indecente, a la que juraron dar una paliza morrocotuda. La señora Salomona tuvo que interrumpir la charla, porque no dejaban dormir en paz a la parturienta.
La Sinfo debió de sospechar algo, pues no se presentó en el parador. Jesús, ceñudo, sombrío, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, en los días posteriores, iba de su casa a la imprenta sin hablar una palabra. Manuel sospechó si estaría enamorado de su hermana.
Durante el sobreparto, las mujeres de la vecindad cuidaron con cariño a la Fea; exigían el jornal entero a Jesús, quien lo daba sin inconveniente alguno. El recién nacido, encanijado e hidrocéfalo, murió a la semana.
La Sinforosa no apareció más por el parador; según se decía se había lanzado a la vida.
El día de Nochebuena, por la tarde, llegaron al parador tres señores vestidos de negro. Un viejecillo de bigote blanco y ojos alegres; un señor estirado, de barba entrecana y anteojos de oro, y otro que parecía secretario o escribiente, bajito, de bigote negro, que taconeaba al andar e iba cargado de papeles. Dijeron que eran de la Conferencia de San Vicente de Paúl; visitaron a la hermana de Jesús y a otras personas que vivían en rincones y tabucos de la casa.
Detrás de aquellos señores vestidos de negro fueron Manuel y Jesús, que no hacían más que dormir en el parador; no conocían la vecindad; así que anduvieron por su casa como por una extraña.
-¡Hipócritas! -decía el albañil a voz en grito.
-Pero, hombre, ¡cállese usted -exclamó Manuel-, que le van a oír!
-¿Y qué? -replicaba el vecino-. ¡Que me oigan! Son unos hipócritas. ¿A qué vienen aquí a echárselas de caritativos? A hacer el paripé, a eso vienen esos tíos, esos farsantes. ¿Qué leñe quieren saber? ¿Que vivimos mal? ¿Que estamos hechos unos guarros? ¿Que no cuidamos a los chicos? ¿Que nos emborrachamos? Bueno, pues que nos den su dinero y viviremos mejor, pero que no se nos vengan con bonos y con consejos.
Entraron los tres señores en un tabuco de un par de metros en cuadro. En el suelo, sobre un montón de paja y de harapos, había una mujer hidrópica, con la cara hinchada y entontecida.
En una silla, a la luz de una candileja, cosía una mujer joven.
Desde el pasillo, Manuel pudo oír la conversación que tenían adentro.
El viejecillo de bigote blanco preguntó con su voz alegre qué es lo que le pasaba a la mujer, y una vecina que vivía en un cuarto próximo contó un sinfín de miserias y dolores.
La hidrópica sobrellevaba sus desdichas con resignación extraordinaria.
Se cebó la desgracia en ella y fue cayendo y cayendo hasta llegar a aquella situación tan triste. No encontró una mano amiga, y sus únicos favorecedores fueron un carnicero y su mujer, antiguos criados de su casa, a quienes había ayudado a establecerse en mejores épocas. La carnicera, que además era prestamista, solfa comprar en el Rastro mantones y pañuelos de Manila, y cuando tenían algo que zurcir o arreglar, se los llevaba a la hija de la hidrópica para que los compusiera.
Esto, la antigua criada se lo pagaba a la hija de sus amos con un montón de huesos, y a veces, cuando quedaba satisfecha de su trabajo, le daba las sobras de su comida.
-¡Moler con la generosidad de la carnicera! -dijo el albañil, que escuchaba la narración de la vecina.
-También la gente del pueblo -repuso Jesús en broma, recordando una frase de zarzuela- tiene su corazoncito.
Los señores de la Conferencia de San Vicente de Paúl, después dé oír tan conmovedora relación, dieron tres bonos a la hija de la hidrópica y salieron del cuarto.
-Ya es feliz esta mujer-murmuró Jesús irónicamente-; tenía que morirse mañana y se muere pasado. ¿Para qué quieres más?
El albañil murmuró:
-Me parece.
El secretario, el de los papeles, recordó un caso análogo al de la hidrópica, y lo llamó curioso y extremadamente interesante.
Cuando los tres señores salían de un pasillo para desembocar en otro, una vieja les llamó, y hablándoles de usía les pidió que la acompañaran, y les llevó, alumbrándoles con una bujía, a un camaranchón o agujero negro abierto debajo de una escalera. Sobre un montón de trapos y arropada en un mantón raído había una chiquilla delgada, esmirriada, la cara morena y flaca, los ojos negros, huraños y brillantes. A su lado dormía un chiquillo de dos o tres años.
-Yo quisiera que unías -dijo la vieja- la metieran a esta chica en un asilo. Es huérfana; su madre, que, con perdón, no llevaba muy buena vida, murió aquí. Ella se ha metido en este agujero y nadie la puede echar, y roba huevos, pan, todo lo que puede, unas veces en una casa, otras en otra, para dar de comer al rorro. Yo quisiera que usias consiguieran que la llevaran a un asilo.
La chiquilla miró con sus ojos grandes, espantados, a los tres señores, y agarró de la mano al chico.
-Esta niña -dijo el secretario, el de los papeles- tiene por su hermano un cariño verdaderamente curioso e interesante, y yo no sé si sería cruel separarlos.
-Estaría mejor en un asilo -añadió la vieja.
-Ya veremos, ya veremos -replicó el señor anciano. Se fueron los tres.
-¿Cómo te llamas tú? -le preguntó Jesús a la chica.
-¿Yo? Salvadora.
-¿Quieres venir a vivir conmigo con tu chico?
-Sí -contestó sin vacilar la niña.
-Bueno, pues vamos, levántate. La Fea se va a poner muy contenta
-dijo Jesús, como para dar una explicación de su rasgo-. Si no, la van a separar de su crío, y es una barbaridad.
La chica cogió al chico en brazos y acompañó a Jesús. La Fea recibió a los dos abandonados con gran entusiasmo. Manuel no presenció la escena, porque en el pasillo le detuvo un muchacho joven.
-¿No me conoces? -le preguntó, encarándose con él.
-Sí, hombre... El Aristón.
-El mismo.
-¿Vives aquí?
-Ahí, en el corral.
El corral era uno de los patios del parador, y daba a ese infecto Rastro que va desde la ronda a la Fábrica del Gas. El Aristón seguía con su necromanía; no le habló a Manuel más que de muertos, entierros y cosas fúnebres.
Le dijo que iba a los camposantos los domingos; pues él consideraba como un deber el cumplir esa obra de misericordia que manda enterrar a los muertos.
En el curso de la conversación, el necrómano insinuó la idea de que si el rey se muriera se le haría un entierro admirable; pero que, a pesar de esto, él se figuraba que el entierro del Papa sería más suntuoso.
Cruzaron el necrómano y Manuel varios pasillos.
-¿Adónde me llevas? -le preguntó Manuel.
-Si quieres venir, verás un muerto.
-¿Y qué vas a hacer junto a ese muerto?
-Voy a velarle y a rezar por él -dijo el Aristón.
En un cuartucho, iluminado por dos velas, puestas en dos botellas, había un hombre muerto, tendido en un jergón...
De lejos llegaba el rumor de panderetas y de cánticos; de cuando en cuando una voz chillona, de vieja borracha, cantaba a voz en grito:
Ande, ande, ande
la marimorena;
ande, ande, ande,
que es la Nochebuena.
En el cuarto del muerto, en aquel instante, no había nadie.