​Mal de ojo​ de Emilia Pardo Bazán


Aun sin pecar de timorato había motivo sobrado para escandalizarse con aquella conversación de última hora. Terminaba la magnífica fiesta del club, a bordo del vapor fletado expresamente para presenciar desde él las regatas, donde corría el equipo de la sociedad, y las señoras invitadas -lo mejor de la población- regresaban ya a tierra, al suave deslizar de esquifes y botes sobre el agua oleosa y verde apenas picada por la salitrosa brisa que se alza al anochecer. Los caballeros -al menos una parte de ellos, la más animada y jaranera- se habían quedado solos ante no pocas botellas intactas de excelente Clicquot y bandejas colmadas de emparedados frescos, y aprovechaban la ocasión de alegrarse sin ordinariez, con cierto tono de ricos calaveras, aunque distasen mucho de serlo todos.

Había entre ellos no pocos padres de familia, excelentes y caseros; bastantes modestos empleados, oficiales de la guarnición, y, por excepción, algunos célibes y muchachos de humor, hijos de familia mimados y alegres. Lo mismo éstos que aquéllos reían a carcajadas, rompían el gollete de las botellas, por no aguardar a que las descorchasen, contra las barras del puente, y discutían exagerando las opiniones bajo el influjo del espumoso.

La luna salía, roja e inflamada, y un misterio romántico, una voz extraña y sugestiva parecía ascender del oleaje denso, cuyo chapalateo esparcía soplos salobres.

En el grupo más gárrulo y vocinglero se hacía abierta profesión de incredulidad religiosa. Las cabezas calientes se expansionaban con alarde de franqueza. De los allí reunidos, ninguno admitía ciertas cosas..., vamos..., eso que las mujeres se empeñan en que se ha de admitir y que repugna a la razón. Una cosa es que no vaya uno por ahí buscando ruidos..., y otra que en lo interno... Y sonreían y alzaban los hombros. Nadie quería -entre los casados- guerra en casa. Ante todo, ¡la buena armonía! Y además, los hijos, el ejemplo... Sólo el incorregible don Zósimo Guijarro, concejal, personal enemigo de Dios Nuestro Señor -amén de dueño de un buen surtido almacén de ferretería-, no estaba conforme, y gritaba que era preciso hablar muy claro y muy alto, acabar con las pamemas y las pamplinas, aunque chillasen las señoras. ¡Ya callarían! Cada marido manda en su hogar, manda en jefe..., y es un tío calzonazos si se deja arrollar por el cura. ¡A él con ésas!

-Pero usted es soltero, don Zósimo -arguyó el presidente del club, dándole en el hombro la clásica palmada de la confianza española-. Usted no tiene que guardar respetos a nadie.

-Ni los guardaría.

-Eso se dice pronto, pero...

-Capaz soy de casarme dentro de un mes para enseñarles a ustedes cómo se llevan los pantalones. ¡Baraja!

Y una ristra de vocablos de los que no figuran en el Diccionario, a pesar de oírse a cada momento por doquiera, salió de la boca airada del almacenista. La cual, de pronto, quedó muda y abierta, mientras en la cara rojiza se pintaba una especie de terror, mezclado con extrañeza profunda. Se volvieron todos hacia donde miraba él, y entre la penumbra que empezaba a envolver el puente distinguieron algo que también les paralizó. Y no era basilisco ni dragón espantable ni viperina testa de Medusa, sino un ciudadano que a primera vista se confundiría con otro cualquiera; un vulgar burgués, que subía la escalera del entrepuente y avanzaba con timidez, a paso receloso y zopo. Eran su andar y su actitud algo que recortaba involuntariamente al insecto sombrío que al morir la luz sale de su guarida, temiendo que un pie lo aplaste; había en él cautela y disimulo, conciencia de que no debía mostrarse y ansia de que se perdonase su importuna presencia.

-¿Le ha convidado usted? -preguntó, al fin, por lo bajo, Mauro Pareja, uno de los más antiguos socios del club, al presidente, visiblemente contrariado.

-¿Yo? ¡Líbreme Dios! Pero ya sabe usted lo que pasa en estas fiestas... Se cuela el que se le antoja...

-No se le ha visto antes... ¿Dónde estaría agazapado?

-¡Junto al carbón y como las cucarachas! -bramó don Zósimo.

Y cerrando enérgicamente el puño derecho, dejó asomar el pulgar entre el índice y el dedo corazón: la higa típica, popular.

Muchos del grupo le imitaron; otros presentaron los cuernos, a la napolitana, con índice y meñique; y dos o tres muchachos jóvenes, afectando sonreír, pero fríos de emoción, murmuraron bajo: «¡Lagarto!», repetidas veces.

Momentos después -habiendo sucedido un silencio profundo a la alborotada charla, habiéndoles quitado la sed a todos y revuéltoseles dentro del alma el poso de la embriaguez triste- se deshizo el grupo y fue descalificado por la escalerilla, al costado del vapor, en demanda de los botes, que aguardaban. Allí se quedaron las botellas llenas, las copas rebosantes de espumilla fina, los pasteles de fundente chocolate, la dulce posdata de la merienda. ¡Qué remedio! Se huía del que hace mal de ojo, del que trae consigo la negra sombra... Jamás se ha aproximado a nadie que no sobrevenga la desgracia... Y se empujaban impacientes, como si se tratase de salvarse de naufragio o incendio, porque el de la mala pata podía tener la ocurrencia de meterse en la misma embarcación... El incauto que se rezagase no evitaría ir acompañado del mirar fatídico. En el apresuramiento de la desbandada, alguien queda atrás por fuerza, y tampoco es extraño que sucedan atropellos, que haya encontrones involuntarios, máxime si las cabezas no van serenas y frescas del todo. Fue don Zósimo el que más empujaba, quien, sin poder evitarlo, resbaló en los peldaños estrechos y mojados de la escalerilla y se cayó pesadamente al agua, entre el remolino de oleaje alborotado por la maniobra de la embarcación chica al acercarse al vapor.

Salvado, auxiliado, desembriagado, sentado ya en el bote, con la ropa chorreante, el profesional del descreimiento y enemigo jurado de las supersticiones repetía bufando y escupiendo aún amarguras:

-¿Lo ven ustedes? ¡Si tenía que suceder! ¡Si donde entra ese demonio de hombre entra la fatalidad!

-Tanto como eso... -objetó el socarrón de Mauro Pareja.

-Tanto y no rebajo nada. Sabe Dios la enfermedad que me cuesta el bañito. ¡Barajas!, parece que se han olvidado ustedes de todo lo que sabemos perfectamente. Cuando ese tío acompaña a un estudiante a examinarse, salen las dos únicas papeletas, aquellas mismas, que el estudiante no se ha aprendido de memoria..., y, claro, le suspenden. Cuando asiste a una boda, al mes, divorcio. Si visita a un enfermo, que avisen a la funeraria. Si va a vivir con un pariente suyo, en una casa feliz, le acompañan la muerte y la ruina. Si va en el tren, el tren descarrila. Si se acerca a usted en la calle, a los dos segundos se le viene a usted encima un automóvil. ¿Me lo van ustedes a negar? Hombre, ¡barajas!, bien escaparon ustedes así que él apareció...

-Bueno, corriente... -confirmaron a coro los demás tripulantes-. Los hechos nadie los niega... Pero usted, don Zósimo, que es tan terne y no cree en nada y puso verde a nuestro presidente porque nos decía que todos los milagros son invenciones...

-¡No tiene que ver! -tiritó el ensopado concejal-. ¡Esto es otra cosa! ¡Éstos son hechos!

-Hechos que pueden explicarse, naturalmente... -advirtió el presidente, con seriedad mezclada de escepticismo.

-Bueno, yo me entiendo -contestó don Zósimo-. Y déjenme llegar a mi casa, que más he de menester cama y friegas de espíritu de vino que discusiones. Lo que sabemos, lo sabemos.



Callaron todos. Era noche cerrada. Un terror a lo desconocido flotaba en el aire. El presidente del club, que acababa de combatir con la palabra las aprensiones de don Zósimo, tenía la mano derecha dentro del bolsillo de la americana, y sin ser visto hacía la higa.