Madrid a la luna: 04
IV - Paseo nocturno
No sé si he dicho (y si no lo diré ahora) que aquella noche, por un capricho que algunos calificarán de extravagante, me había propuesto acompañar al buen Alfonso, el vigilante de mi barrio, en su nocturno paseo, y que para poder hacerlo con más libertad, había creído conveniente aceptar un capotón y un chuzo como los suyos, que me prestó.
No se rían mis lectores de esta transformación de mi exterioridad; otras no tan momentáneas, aunque no menos ridículas, vemos y contemplamos todos los días sin extrañeza; un traje humilde, una corteza grosera, suele a veces encubrir la inteligencia del alma; ¡y cuántas veces un magnífico uniforme suele servir de disfraz a un tronco rudo!
Mi voluntario sacrificio de algunas horas tenía por lo menos un objeto noble. Yo soy un hombre concienzudo y chapado a la antigua, que gusto de estudiar lo que he de escribir, y tratándose ahora de las costumbres de alta noche, creí indispensable una de dos cosas: o que el sereno se hiciese escritor, o que el escritor se transformase en sereno. Lo segundo me pareció más fácil que lo primero.
Ya hacía un buen ratillo que andábamos, sin ocurrirnos cosa que de contar sea, cuando al pasar por bajo de unos balcones de una casa principal, hirió dulcemente nuestros oídos una grata armonía de instrumentos. Alzamos involuntariamente la vista, y al resplandor de la suntuosa iluminación que despedían las ventanas, vimos dibujarse en la pared de enfrente los fantásticos movimientos de mil figuras elegantes que acompañaban los acordes de la orquesta, encontrándose y separándose a compás. Varios grupos estacionarios e inamovibles, ocupando los balcones, formaban entretenidos episodios en este cuadro interesante y animado, y veíanse circular por la sala multitud de familiares con sendas bandejas, distribuyendo refrescos y confitura; escuchábase el confuso murmullo de mil diálogos interesantes, y sentíase el aroma de cien químicas preparaciones; y todo era risas y algazara, y movimiento y vida, y dulzuras y placer.
El anchuroso portal, decorosamente reforzado con el apéndice del farolón de gala, mirábase henchido de mozos y lacayos que mataban el tiempo cambiando la calderilla a las sublimes combinaciones de la brisca, o durmiendo al dulce influjo del mosto bienhechor; y a la puerta, varios coches y carretelas demostraban la alta categoría de aquella magnífica concurrencia.
Cuando más embelesados estábamos en esta contemplación, un ruido penetrante que se aproximaba sucesivamente, nos hizo esperar la llegada de nuevas y magníficas carrozas, y ya los cocheros que ocupaban la calle se replegaban y abrían paso de honor a los recién venidos. El ruido, sin embargo, llegó a hacerse sospechoso, por una disonancia sui generis que no es fácil comparar con otra alguna; y al revolver la esquina de la calle la brillante comitiva, nuestras narices, acometidas de improviso, nos dieron a conocer la verdad del caso.
Un movimiento eléctrico hizo desaparecer a todos los grupos de los balcones, y cerrar los cristales, y huir todos y refugiarse al medio del salón, y prestarse mutuamente pañuelos y frasquillos, y cruzarse las sonrisas y miradas burlonas de inteligencia, y esperar todos a que aquella ominosa nube pasase de largo. Mas... ¡oh desgracia! el imperturbable conductor para y detiene su primera máquina de guerra (en que montaba) delante de la misma puerta del sarao; a su voz le imitan igualmente todos los demás funcionarios con sus respectivos instrumentos, y sin hacer alto en la consternación del concurso, ni en la incongruencia de su determinación, se preparan a ejecutar sus profundos trabajos en el pozo mismo de la casa en cuestión.
Los criados corren presurosos a avisar al amo del grave peligro que amenaza; éste horrorizado baja la escalera vestido de rigurosa etiqueta, con zapato de charol y guante blanco; busca y encuentra al director de aquella escena; le suplica que dilate hasta el siguiente día su operación; otras veces le amenaza, le insulta, y... todo en vano; el grave funcionario responde que no está en su mano complacerle, y que tiene que obedecer al mandato de sus jefes. Este diálogo animado se estereotipa en la imaginación de todos los concurrentes; las damas acuden a buscar sus schales y sombreros, los galanes toman capas y sortous; los lacayos corren a hacer arrimar los coches; el amo patea, y grita, y ruega a todos que no se vayan, que todo se compondrá; nadie le cree, y los salones van quedando desiertos; los músicos envuelven en las bayetas sus instrumentos; y toda la concurrencia, en fin, gana por asalto la calle, procurando evitar los ominosos preparativos, cerrando herméticamente sus narices, y corriendo precipitados a buscar otra atmósfera no tan mefítica y angustiosa.
Nuestro auxilio no fue del todo inútil en tan crítica situación, antes bien pudimos servir, y servimos con efecto, a reunir las discordes parejas que por efecto de la distracción y aturdimiento, propios de semejante catástrofe, tomaban un coche por otro, o emprendían un camino diametralmente opuesto al que llevaba la familia.
Uno de estos grupos episódicos reclamó mi auxilio para disipar sin duda con mi presencia cualquier sospecha que pudiera infundir a un marido, por poco celoso que fuese, el verlos llegar tan solos y a tales horas. Comprendí, pues, toda la importancia de mi papel, que era nada menos que representar a la sociedad, defendiendo los derechos del ausente, y en su consecuencia traté de llenar mi deber en términos, que sospecho que el galán más de una vez me dio a todos los diablos, y hubiera querido no haber tropezado con mi inevitable farol.
Al avistar la casa de la señora, vimos asomar por otra esquina a la demás familia, acompañada casualmente por el buen Alfonso. Trocados el santo y seña, nos reconocimos todos, depositamos nuestro respectivo convoy, y yo, observando las miradas escrutadoras del esposo y su enojo mal reprimido, no pude menos de verter una gota de bálsamo en su corazón. -«Tranquilícese usted (le dije al oído); su esposa de usted es todavía digna de su amor; la sociedad entera ha velado por ella en mi persona; pero cuenta, señor marido, que no todos los días está la sociedad de vigilante, ni todos los faroles son tan concienzudos como el mío.» -Dicho esto desaparecimos bruscamente, sin dar lugar a mayores explicaciones con el buen hombre, que no acertaba a volver del pasmo y dar gracias a la sociedad, que por servirle se había escondido bajo el pardo capuchón de un sereno.
No habíamos andado largo trecho, luego que nos quedamos solos, cuando al volver la esquina de una callejuela hirieron simultáneamente nuestros oídos varias voces acongojadas que gritaban ¡favor! ¡ladrones, ladrones! -Redoblamos nuestros pasos; Alfonso suena su pito, y muy luego por todas las bocacalles vemos relumbrar sucesivamente los faroles de sus compañeros que acuden a la señal. Corre la voz de que hay peligro; ocúpanse los desfiladeros, y de allí a un instante se siente una carrera precipitada de uno que escapaba gritando: «A ése, a ése; al ladrón, al ladrón.» -Los guardas de la noche no se dejan engañar por este ardid, antes bien enfilan sus lanzones, dirigiéndolos hacia el que corre; éste, viendo ocupadas todas las salidas, intenta volver atrás; pero ya no es tiempo; el círculo de los serenos se estrecha, y se encuentra el malhechor en medio de ellos sufriendo su terrible interrogatorio, y los más terribles reflejos de los faroles, asestados a su semblante, y a cuyo resplandor se revela en él la turbación del crimen, que en vano intenta disimular. Cuadro interesante y animado, no indigno por cierto del pincel de nuestros célebres artistas.
Allí mismo se improvisó una cuerda, y ligado convenientemente fue encargado a dos de los aprehensores para conducirle al cuerpo de guardia, en tanto que los demás corrían a prestar su auxilio a los vecinos de la casa asaltada; éstos juraban y sostenían que algún otro malvado se había escurrido hacia los tejados: y así era la verdad, y que sin duda lo hubiera conseguido, gracias a la ligereza de sus piernas, en contraposición a la gravedad de las de los perseguidores, a no haber asomado en aquel mismo momento la ronda del barrio con sus respectivos alguaciles de presa, los cuales, destacados que fueron al ojeo, regresaron muy luego de las alturas trayendo muy bien acondicionado al fugitivo.
tienen su remedio cierto,
para pulgas el desierto,
para ratones los gatos.
Disipada, en fin, aquella tumultuosa escena, volvimos Alfonso y yo a nuestro solitario paseo; y aquél, que vio restablecido el silencio, y que era la ocasión oportuna para volver a lucir la sonoridad de su garganta, tosió dos veces, escupió, echó la cabeza fuera del capuchón, y con brío y majestad lanzó al viento el consabido canto llano: ¡Las dos en punto y... sereno!