Madrid a la luna: 02
II - La media noche
Hacía ya larga media hora que todos los relojes de la capital sonaban sucesivamente las once de la noche. Los hermosos reverberos (una de las señales más positivas del progreso de las luces en estos últimos tiempos) iban negando sus reflejos y cediendo al nocturno fanal la alta misión de iluminar el horizonte; por manera que el primer rayo de la luna servía de señal al último destello del último farol; combinación ingeniosamente dispuesta, que honra sobremanera a los conocimientos astronómicos del director del alumbrado. Los encargados subalternos de esta artificial iluminación, recogían ya sus escalas y antorchas propagadoras; las tiendas y cafés, entornando sus puertas, despedían políticamente a sus eternos abonados; y los criados de las casas, cerrando también sus entradas, dirigían una tácita reconvención a los vecinos perezosos o distraídos. Veíase a algunos de éstos llegar apresurados a ganar su mansión antes que la implacable mano del gallego se interpusiese entre ellos y la cena; y llegando a la puerta y encontrándola ya cerrada, daban los golpes convenidos, y el gallego no parecía; y volvían a llamar una vez y otras, y se desesperaban grotescamente, hasta que se oía acercar un ruido compaseado, semejante a los golpes de un batán o a las descargas lejanas de artillería; y eran los férreos pies del gallego que bajaba, y medio dormido aún, no acertaba la cerradura, y apagaba la luz, y se entablaba entre amo y mozo un diálogo interesante y entre puertas, hasta que en fin, abiertas éstas, iba desapareciendo en espiral el rumor de los que subían por la escalera.
Los amantes dichosos habían concluido ya por aquella noche su periódica tarea de suspiros y juramentos, y trocaban el aroma de sus diosas respectivas por el grato olorcillo de la ensalada y la perdiz; en el teatro había muerto ya el último interlocutor, y Norma se metía en el simón, y Antony tomaba su paraguas para irse a dormir tranquilamente, a fin de volverse a matar a la siguiente noche; el celoso amo de casa hacía la cuotidiana requisa de su habitación, y se parapetaba con llaves y cerrojos; la esposa discutía con el comprador sobre varios problemas de aritmética referentes a su cuenta; y el artesano infeliz en su buhardilla descansaba tranquilo hasta que viniesen a herir su frente los primeros rayos del sol.
No todo, sin embargo, dormía en Madrid. Velaba el magnate en el dorado recinto de su gabinete, agotando todos los recursos de su talento para llegar a clavar la voluble rueda de la fortuna; velaba el avaro, creyendo al más ligero ruido ver descubierto su escondido tesoro; velaba el amante, bajo el balcón de su querida, esperando una palabra consoladora; velaba el malvado, probando llaves y ganzúas para sorprender al infeliz dormido; velaba el enfermo, contando los minutos de su agonía, y esperando por momentos la luz de la aurora; velaba el jugador sobre el oscuro tapete, viendo desaparecer su oro a cada vuelta de la baraja; velaba el poeta, inventando situaciones dramáticas con que sorprender al auditorio; velaba el centinela, mirando cuidadosamente a todos lados para dar en caso necesario el alerta a sus compañeros dormidos; velaba la alta deidad en el baile, siendo objeto de mil adoraciones y agasajos: velaba la infeliz escarbando en la basura para buscar en ella algún resto miserable del festín.
Y sin embargo, en medio de este general desvelo, la población aparecía muda y solitaria; las largas filas de casas eran un fiel trasunto de las calles de un cementerio, y sólo de vez en cuando se interrumpía este monótono silencio por el lejano rumor de algún coche que pasaba, por el aullido de un perro, o por el lúgubre cantar del vigilante, que en prolongada lamentación exclamaba... ¡Las doce en punto! y... sereno.