Una temporada en el infierno de Arthur Rimbaud
Mañana

MAÑANA




¿No tuve acaso una vez una juventud amable, heroica, fabulosa, digna de escribirse en hojas de oro? —¡Demasiada suerte! ¿Por culpa de qué crimen, de qué error, me hice merecedor a mi debilidad actual? Vosotros que sostenéis que las bestias sollozan de pena, que los enfermos desesperan, que los muertos tienen pesadillas, intentad relatar mi sopor y mi caída. Porque en cuanto a mí, yo ya no puedo expresarme más que como el mendigo con sus continuos Pater y Ave María. ¡Ya ni siquiera sé hablar!

No obstante, hoy por fin, creo haber terminado la narración de mi infierno. Era sin duda el infierno; el antiguo, aquel donde el hijo del hombre abrió las puertas.

Desde el mismo desierto, en la misma noche, siempre mis ojos cansados se despiertan a la estrella de plata, sin que se conmuevan los Reyes de la vida, los tres magos, el corazón, el alma, el espíritu. ¿Cuándo iremos, más allá de las playas y los montes, a saludar el nacimiento del nuevo trabajo, de la nueva sabiduría, la huída de los tiranos y de los demonios, el fin de la superstición, a adorar —¡los primeros!— la Navidad sobre la tierra?

¡El canto de los cielos, la marcha de los pueblos! Esclavos, no maldigamos la vida.