Mírense en este espejo


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Lima, como todos los pueblos de la tierra, ha tenido y tiene sus lugares consagrados al mentidero; y gente ociosa y de buen humor, que junto con el persignarse por la mañana, urde notición, bola o embuste que ha de lanzar después del almuerzo.

En 1675, bajo el gobierno del excelentísimo señor virrey D. Baltasar de la Cueva, conde de Castellar, era una escribanía, establecida bajo la arcada del Cabildo, obligado mentidero y punto de donde nacía todo chisme escandaloso para hacer luego su camino por el vecindario con más velocidad que los modernos partes telegráficos; pues éstos, con frecuencia, traen paso de tortuga y llegan a su destino (cuando llegan) fuera de oportunidad. Así Dios no nos libre de digresión de poeta, de etcétera de escribano, de récipe de boticario y de cuenta de modistas, si estos forjadores de mentiras no son tan perjudiciales a la República como la viruela o el tifus.

Con las mentiras políticas, sobre todo, se repite la eterna historia de la bola de nieve, que empieza por un copo, y rodando, rodando, termina por un cerro. Dice usted, verbi gratia, que ha leído carta en la que se afirma que al Preste Juan le picó una hormiga en la punta de la nariz, y después de cinco minutos la noticia ha echado tanto bulto que ya no es hormiga sino serpiente de cascabel la de la picadura. El dragón de San Jorge, que al principio tuvo una vara de cola, y cola fue que, andando los días, alcanzó a medir una legua. Pasa con una bola lo que con la hija de mala madre, que a poco no la conoce ni el padre que la engendró.

Un día, por el mes de diciembre del antedicho año de 1675, cundió en Lima espantosa alarma. No había otra conversación en casas y calles, sino la novedad de que habían aparecido piratas en la costa. Empezose por hablar de una flotilla de cinco naves; pero al caer de la tarde ya eran treinta los buques corsarios, con diez mil hombres de desembarque y doscientas bocas de fuego. Dábanse pormenores minuciosos, y referíanse a cartas que, prolijamente averiguando, nadie había recibido. Quién contaba que los enemigos se habían presentado frente a Paita, y quién juraba saber de buena tinta que merodeaban por Arica. En fin, la bola era un Ilimani u otro nevado gigantesco.

Ítem. Todo títere se había convertido en gran capitán y forjaba su plan de combate, infalible para hacer pedir pita al enemigo; que, antaño como hogaño, los hombres de mi tierra pecamos por el lado de las pretensiones. Difícilmente, salvo que sea zapatero, encontraréis un peruano que se atreva a dar opinión sobre si el zurcido de una bota está bien o mal hecho; pero tratándose de gobernar el país, de dirigir y ganar batallas o de arreglar la hacienda pública, no hay hombre molondro, que con sólo haber uno nacido en el Perú, ya es omnisciente y puede pronunciar fallos más inapelables que los de la Corte Suprema. Regla sin excepción. Mientras más ignorante sea un prójimo en ciencias políticas y administrativas, tanto más competente es para hablar sobre ellas y hasta para ser ministro; así como, para echarse a periodista, lo esencial es no saber gramática ni proponerse aprenderla.

Entretanto, el gobierno estaba en Babia; y así se cuidaba de los piratas como de las babuchas de Mahoma. El virrey se reía de la alarma de los candorosos limeños y les pedía que se tranquilizasen, pues él abundaba en motivos para asegurar que no había tales piratas ni pintados en la costa.

Viendo la pachorra de su excelencia y que no dietaba medida alguna para la defensa del territorio, tomó la murmuración proporciones alarmantes; y no se convirtió en motín o meeting, que allá se va todo, porque en ese siglo de obscurantismo no se había aún inventado la palabrita con que hoy sacamos de sus casillas, haciéndolos disparar y tirar piedras hasta a los gobernantes más flemáticos.

Pasaba el tiempo, y cada día una nueva y colosal bola venía a llenar de susto a la gente pacata y a jabonar la paciencia del mandatario, que no era hombre de los que creen en duendes ni en correo de brujas. Al cabo, la excitación popular le puso, como se dice, puñal al pecho, y tuvo su excelencia que contestar a una diputación de cabildantes:

-Pues la ciudad lo exige, vamos como D. Quijote a batallar con los molinos de viento y a gastar el oro y el moro en preparativos de defensa; pero como yo descubra a los inventores de tamaño embuste, por el alma de mi abuelo, que tengo de escarmentarlos.

Y el Excmo. Sr. D. Baltasar de la Cueva desató los cordones del real tesoro y artilló naves e hizo maravillas.

Comprobando la agitación pública, dice el cronista a quien seguimos: «En la pampa llamada Calera del Agustino se reunieron el 15 de diciembre hasta seis mil hombres con armas, muy entusiastas y decididos a batirse con los piratas».

A la vez el conde de Castellar, sin descuidar los aprestos bélicos, seguía la pista a los forjadores de noticias que traían alarmado el país, y sus espías lo informaban de cuanto se mentía en la oficina del escribano. El virrey ataba cabos y se preparaba a desenredar la madeja.

En febrero de 1676 y después de dos meses que duraba la general zozobra, llegó al Callao el cajón de España y con él recibió su excelencia seguridad de que ni ingleses ni holandeses pensaban por entonces en correr aventuras marítimas por el Nuevo Mundo, y que, por ende, los vecinos de Lima podían dormir a pierna suelta sin temor de que los despertasen cañonazos. Gacetas y cartas de Madrid, llegadas a particulares, confirmaban también las tranquilizadoras noticias de carácter oficial.

Para entonces ya el virrey tenía en chirona a dos mozos sin oficio ni beneficio, que aguzando el ingenio se divertían en inventar bolas, y a dos indios pescadores que acaso por hacerse interesantes aseguraron una mañana en la escribanía haber visto a la altura de Chilca la escuadra de los piratas.

D. Baltasar de la Cueva no se anduvo con chiquitas y les mandó aplicar en la plaza de Lima, atados al rollo y por mano del verdugo, veinticinco ramalazos.

Rigor fue extremado; pero... pero... dejemos la pluma en el tintero.