México, California y Arizona: 034
PASÉ la noche anterior en la casa de una familia española de posición, y la anfitriona defendió el deporte. Ella era una dama de redondo, sonriente semblante, correspondiente a un carácter afable, relajado, de la que no se esperaba tal salvajismo.
"Los animales tienen que ser matados en un momento u otro," dijo, "¿y por qué no de esta manera, así como otra? ustedes mismos Norte Americanos disparan a las palomas, o no y ¿están muy satisfechos cuando van de caza y obtienen una buena bolsa de presas? Además, el deporte establece un buen ejemplo de coraje a los hombres."
Su argumento no me pareció convincente para nada. Tenía un toque muy femenino y hacia la pregunta principal; y sin embargo esta es incluso la mejor defensa que recuerdo haber escuchado de una práctica que muy recientemente se ha convertido en el fenómeno social más importante de México.
"¿Usted irá mañana?" Le pregunté.
"Nos gusta pasear ocasionalmente los domingos, y Cuautitlán es muy accesible," ella contestó.
Regresaré en un poco más de detalle a esa, mi primera corrida de toros en Cuautitlán. ¡Qué tendencia artística es esto de la naturaleza humana, que tan a menudo quiere ver algo "sólo una vez," incluso cuando estamos perfectamente seguros de no poder aprobarlo! Nada puede salir de esto, solo el peligro de que "primero aguantamos, después lástima, luego comprender." Hay poca probabilidad de pensar demasiado bien de los hombres cuando mucho, y quizás la corrida, la lucha de premio, el ahorcamiento, la gira con un detective en los barrios y el libro tabú y periódico todos deben ser imaginado que experimentado, excepto, por supuesto, por el hombre literario, cuya actividad es —¿no es así?— ver la vida en cada particular.
Era domingo. Ninguno en absoluto familiarizado con el tema requiere que se diga, porque el domingo o fiesta del Santo es la gran y peculiar ocasión para el deporte. Es el único día en que sus patrones ardientes tienen tiempo para dedicarse a ella en estilo de fondo. Se han probado exhibiciones en lunes y también en la noche con luz eléctrica, pero estos solo han tenido un pequeño éxito.
Un pequeño tren especial de vagones, tirado por mulas, nos puso en Cuautitlán a las tres y media de la tarde, la hora habitual para empezar.
El deporte estaba prohibido por ley en el Distrito Federal, el dominio correspondiente al distrito de Columbia para nosotros; pero se dijo que el Señor Delfín Sánchez, dueño del ferrocarril, tuvo mucho que ver con fomentarlo en Cuautitlán, para hacer más negocio para su camino.
La plaza de toros, era un gran edificio elíptico de madera, comúnmente construido, pero impresionante en su tamaño y disposición. El cuerpo principal de asientos estaba en un banco inclinado, como los de circo, desde una barrera frente a una serie de palcos privados, las lumbreras. Las columnas envueltas con cortinas rojas y blancas, con una apariencia similar a la de los postes de barberos, separan los palcos. La cornisa por encima de ellos esta tachonada de urnas de madera. Todo estaba sin techo de ningún tipo y sobre él se veía el cielo azul hermoso, sereno, sin ni siquiera una nube. La empalizada, o barrera, abajo estaba cubierta con los colores nacionales, rojo, blanco y verde, en amplias franjas completamente alrededor de la arena.
No es necesario repetir la antigua división del teatro al aire libre en dos partes, la del sol y la sombra, porque tal ha sido la moda de los teatros al aire libre desde el Coliseo Romano hasta los campos de Polo de Nueva York. Los asientos al sol son naturalmente más baratos que los otros. Son los más densamente ocupados, y es desde esta parte del auditorio que hay mayor entusiasmo, la furia principal de aplausos o desaprobación, se debe buscar.
El director del espectáculo, desde su tribuna en el centro de uno de los largos lados, justo por encima de la puerta reservada para los toros, dio la señal para comenzar. Entró una procesión de tres o cuatro caballeros a caballo, con altas lanzas, se pusieron sobre las barreras, recordando los torneos medievales. Un número de hombres a pie, los chulos con capas color rosa para atraer la atención del toro, se repartieron sobre la arena. Los toreros vestían magníficos trajes, y todos excepto los jinetes, los picadores, que tenía las piernas protegidas por hojas de hierro contra las feroces acometidas de los toros, vestían pantalones cortos y medias de seda. Las barreras estaban tan altas como las cabezas de los jinetes, y había un espacio entre ella y la primera fila de espectadores, por lo que ningún daño podía haber a estos último por los accidentes de la refriega.
Música de instrumentos de viento y llegó el toro número uno. Era color pardo, grande, poderoso y activo, pero no podría ser acertadamente llamado sediento de sangre o terrible. No empezó a golpear el suelo para cornear según las tradiciones; sin embargo, era muy brioso y dispuesto a poner toda su atención en cualquier cosa que pareciera ofender. Si lo encontraras en un campo abierto, por ejemplo, te hubieras ido a la cerca más cercana con la mayor celeridad posible. No era malo, pero simplemente un animal impulsivo sin experiencia del mundo. Un tipo de toda su clase, empezó mal y se fue a peor; se equivocó de un error fatal a otro por pura insensatez y falta de razonar hasta que llegó a un final violento.
Uno de los chulos primero atrae su atención agitando un manto, y el toro va hacia él. El Chulo se sale de su camino, y ahí esta un picador.
"¿Ah, eres tu, mi amigo, o no?" el toro parece decir. "Bueno, ten cuidado; aquí hay uno para tu cabeza."
Baja sus cuernos y carga. El picador lo evade. Hace otra carga; El picador le hiere hábilmente con su lanza y escapa de nuevo.
"Bueno, picador" grita el Sol, el lado soleado. El toro va tras él e inserta un cuerno en el flanco del caballo. "Bueno, toro!"grita el Sol, de forma imparcial.
Los chulos desvían su atención con sus ondeantes mantos, como su costumbre cuando uno está en peligro, y comienza una segunda ronda.
Esta vez quizás el picador, el mismo u otro, se para firme y enfrenta el choque. Su lanza penetra al animal atacante, y se puede ver la cruel punta deslizándose a lo largo de las costillas debajo de la piel. El toro, ignorando que lo lastima, persiste y se esfuerza por acercarse a su perseguidor. Alcanza al caballo con un cuerno. El pecho del caballo está protegido por frente de cuero pesado, o delantal, pero él mete su cuerno por abajo. Hay un concurso de empuje y lucha que recuerda una línea de golpeo de futbol del tipo más aprobado. El toro no puede soportar el dolor creciente, se hace atrás y se sale. Otra ronda se acaba. El apurado jinete ha mantenido su lugar y su lanza, para el gran deleite del público y sale con música de trompetas. Incluso la Sombra, el lado de sombra, lo aprueba.
¿Pero que veo? ¿Qué misterioso filamento lleva abajo la cercana pata delantera del pobre toro? No es la sangre del despiadado chorro de sus flancos, es una corriente de vida de la herida en el pecho; él no puede durar mucho más.
En consecuencia es llevado nuevamente al inicio y finalmente sacrificado. El toro lanza ambas puntas de su formidable cornamenta al costado del caballo, lo levanta momentáneamente de la tierra; sus entrañas caen colgando; el jinete salta ligeramente y suelta tiras de la silla y sogas. Lanzan una soga, y un equipo de mulas alegremente vestidas, salen de una puerta, llegan rápidamente al cuerpo y apresuradamente lo arrastran.
El toro ha probado sangre y ahora es salvaje sin contradicción. En la siguiente ronda quizás él abra las entrañas de un caballo, tire al jinete y lo persigue hasta la barrera. El toro no muere rápidamente, corre salvajemente alrededor del anillo hasta que atrapado por lazos. La arena está llena de polvo y agitación; todo vuela ante el enemigo con cuernos, sus ojos emiten chispas espeluznantes y su larga cola abanica el aire. Todos los Picadores lo han sondeado profundamente y a menudo, y donde han estado sus lanzas la sangre oscura se empoza.
Pero a estas alturas nuestro toro ha aprendido una cierta cantidad de lógica; empieza a considerar lo poco que gana en esta lucha feroz y persecución. Esta debilitado por sus heridas y sensible a su dolor. Ahora se para y medita antes de hacer sus ataques y aún se inclina dejando algunas de sus afrentas sin vengar.
Ahora es el momento de los banderilleros. Se trata de un nuevo grupo de participantes, bellamente vestidos, ligeros, hábiles y rápidos en sus pies. Su negocio es atormentar al toro metiéndole largos dardos con púas, con serpentinas, o decoración de papel de colores alegres. Miro una rosa rosada y dorada en una de las banderillas —como se llaman estos dardos— frente a mí ahora, mientras escribo.
Las banderillas deben plantarse en parejas. Normalmente esto se hace tomando una en cada mano, aunque los dientes también se usan en ocasiones. Antes era suficiente colocar un par en el mismo lado, pero ahora es necesario haya una en cada lado; el punto más glorioso es el hombro a ambos lados de la columna vertebral. Como esto sólo puede hacerse directamente frente al toro, se espera el momento cuando baja la cabeza para meterla, tomando riesgo para escapar de la mejor manera posible, el éxito de la hazaña parece casi un milagro en cada instancia. El banderillero no tiene armas y debe depender de su propio ágil ingenio para su seguridad. Y debe colocar su par también en tres minutos, bajo pena de deshonra.
La picadura de estos dardos despierta las energías del Toro nuevamente; nuevamente el ruedo se convierte en una escena de polvo y furia. Los banderilleros hacen una travesura en cada turno; corren junto al toro por detrás y al pasar incluso tuercen diestramente su cola. Agregan el último insulto a la herida por el salto de garrocha.
La garrocha es una larga lanza. Se pone en la tierra en la misma nariz del Toro cuando él se aproxima en plena carrera y se usa como un palo para saltar completamente sobre él, como uno brinca un arroyo. No necesita explicarse que esto debe hacerse con la velocidad del rayo, porque si se retrasa un instante, la lanza puede ser golpeada y el acróbata puede salir seriamente dañado. Entre otros heridos en esta hazaña, se cita el reciente caso de un banderillero español que, aunque se recuperó de su grave herida, cayó en hipocondría y se suicidó.
Nuestro Toro se cansa de perseguir esta clase de perseguidores también. Luego llega el gran momento de la espada, el asesinato con espada. Es la flor fina y rosa de la perfección del arte.
La banda de toreros o cuadrilla, consistirá en un par de espadas, que se alternan, de cuatro a seis banderilleros, otros tantos picadores y chulos y lazadores en proporción. La banda va dando exhibiciones —trabajando, es la expresión— de un lugar a otro. El espada y otros actores principales son generalmente mucho más conocidos por un apodo, derivado de su lugar de nacimiento, o alguna otra peculiaridad individual, que por sus propios nombres. Tal párrafo como el siguiente da una idea de los anuncios que continuamente aparecen en la prensa:
"Francisco Gómez," El Chiclanero," trabajará durante la próxima temporada en Guadalajara. Su cuadrilla está formada por los mejores expertos. Al Chiclanero le gusta mucho Guadalajara y este gusto que tiene le lleva a trabajar su grupo en la ciudad, incluso a expensas de contrataciones más rentables en otros lugares. El público tapatío, por otro lado, calurosamente devuelve la predilección de este consumado y simpático torero."
Pero el toro esta acorralado, hosco, terrible y en el más peligroso de todos los ánimos. El espada no tiene miedo; da pasos adelante para empezar la escena final del drama con la gracia de un maestro de baile. Está vestido de cereza y plata, y su pelo esta hecho una cola, debajo de una negra corra peculiar de la profesión. En una mano lleva un manto rojo sangre, la tradicional muleta y en la otra una espada desnuda.
Matarlo es una obra de arte; no debe realizarse de cualquier manera vulgar. El matador mueve su manto rojo, invita al toro a acercarse, lo muestra envuelto en un palo, lo extiende y lo dibuja junto en el suelo con ambas manos, como un empleado exhibiendo a un patrón de alguna cosa nueva de tejidos ornamentales. El animal lúgubre, furioso por la memoria de todos errores, sus decepciones, sus heridas, acepta la invitación. Entonces el entusiasta estocador se mueve como relámpago y busca una parte vital. ¡Simplicidad fatal, fatal ignorancia! Seguramente hay abundantes moralejas que se desprenden de una corrida. La víctima piensa que el pañuelo rojo en la causa de todos sus problemas. Se espera que el consumado espada permanecerá bastante firme sobre sus pies y no se moverá mucho. Él debe mover principalmente sus brazos y cuerpo. Él debe herir pero poco; en esta etapa no debe haber ninguna torpe carnicería.
Continúa la obra fina. De repente la hoja toca un punto fatal, que fue objeto de todas las maniobras —la unión del cuello y la columna vertebral. El robusto toro tiene una mirada asustada, medio incrédula, sus ojo se atenúan, él trastabilla, cae sobre sus rodillas, medio se levanta nuevamente como un gladiador moribundo, sacude su cabeza de lado a lado, luego cae indolente, en toda su gran masa, en la tierra. El espada, con un fino aire de mérito consciente, se inclina, hay gritos, aullidos, silbatos y silbidos de deleite. Un ciudadano de las órdenes menores, con un gran sombrero encintado, en un puesto en frente de la primera fila, ruge lo suficientemente alto como para acallar a la banda. "¡Bell-o! "bell-ís-si-mo!"
Otros tiran sus sombreros al ruedo. Yo no recuerdo bien si los recogieron después o no. Los ricos, en momentos de gran impulso, confieren favores más sustanciales; tiran flores, dinero y objetos de valor como se arrojan a divas. El otro día, en Aranjuez, España, el Marqués de Sandoval complacido mucho con la delicada atención del Espada Felipe de dedicarle la muerte del tercer toro, que le remitió cien dólares y una caja de puros finos de la Habana. Espadas favoritos, tradicionalmente son, receptores de grandes honores y emolumentos. Hay quienes llevan chaquetas con diamante y bordados de perlas al ruedo; y trescientos dólares es una compensación ordinaria para un trabajo de domingo.
Miré para atrás sobre mi hombro. Allí estaba mi amiga la señora, con la misma sonrisa afable. Sus hijas, apenas más que colegialas, Soledad esbelta e Ysabel regordeta, sentadas a su lado, sus mentones sobre sus manos, con ese aire medio ausente bien manejado característico de jóvenes señoritas mexicanas. Es dudoso si hubo un ¡oh! o un ¡ay! de simpatía entre todas ellas. Como la heroína de uno de los recientes poemas —porque los poetas también se inspiran en el tema— podrían haberme respondido al menos, si les hubiera preguntado si les gustó:
Pero, á decir verdad, me he divertido.
El esposo y padre de la familia, por su parte, estaba allí sin ninguna pretensión que quería pasear, sino simplemente y llenamente porque le gustaba. Él también se sentó con una mirada impasible, en virtud del cual, sin embargo, se podría detectar su disfrute.
Mientras tanto la vida del Toro, aunque muy tarde para orar por el, no estaba totalmente extinguida, y entonces algunos ayudantes cayeron sobre él y lo despacharon con sus puñales.
Jinetes lazaron el cadáver por la cabeza y las piernas; nuevamente las mulas alegremente decoradas llegaron meneándose y lo arrastraron, caminando en el polvo, el sonido de música animada.
Nuestra segunda víctima fue un joven toro negro, con un nudo de cinta brillante en su cuerno. Llegó, igualmente inconsciente, sobre los pasos de su predecesor muerto. En la primera aparición corneo un caballo tan terriblemente que, aunque este último se quedo parado, no había ninguna esperanza que podía vivir más de unos minutos. Su jinete, por lo tanto, para sacar el máximo provecho como exposición, cabalgó rápidamente alrededor del ruedo hasta que cayó, y uno podía escuchar claramente el flujo de sangre que salía.
"¡Pobre!"" murmuró una mujer India cerca de mí, en ternura involuntaria.
Los caballos, debe explicarse, están con los ojos cuidadosamente vendados, o no podrían nunca enfrentar estos sufrimientos terribles. Son pobres criaturas, una especie de cebo para cuervos, alimentados justo lo suficiente para llevarlos al día en que se sacrifican deliberadamente. De todos los participantes en el espectáculo trágico, estos Rocinantes tienen la peor parte, aun el toro, aunque maltratado y asesinado, tiene una especie de grandeza de su destino; pero estos pobres recuerdan las partes caídas en batalla, desconocidos, apenas incluso contados, sin compartir los boletines y la gloria.
El tercer toro, lejos de ser feroz, podría incluso considerarse juguetón. Esta disposición, agregando a la crueldad del destino que después les toma, es a menudo evidente; con frecuencia tienen casi la deportividad de terneros. Finalmente, sin embargo, éste resultó más "juego" que cualquier otro de la tarde. En un episodio, empujó a un picador y su caballo contra la barrera y no los dejo ir hasta que corneo el caballo hasta que murió. El hombre se sostuvo impotente de la parte superior de la barrera y perdió su lanza, pero tuvo la suerte de escapar con vida, aunque no sin graves contusiones.
El toque final a este animal lo dio un matador montado, una característica algo inusual.
El cuarto toro fue una disposición pacífica y no peleaba en absoluto, y volvió la espalda a los procedimientos. Fue expulsado del ruedo con ignominia. ¡Qué siseos, qué algarabía saludó a este indigno bestia que no se prestaría para ser masacrado para hacer una fiesta Mexicana! El número no disminuyó, sin embargo, de inmediato fue remplazado por otro, del cual puedo decir nada, excepto que su color era muy oscuro; ni recuerdo nada del siguiente y último que le siguió. A la imponente masa de la fina, medio arruinada iglesia renacentista, claramente a la vista por encima del anfiteatro, con su torre gris y gran cúpula con azulejos de colores, volví a ver de vez en cuando durante la matanza y escuché las campanadas de sus dulces campanas antiguas con un agudo sentido del contraste.
Tres caballos, con los cinco toros, murieron ese día, un asunto muy justo para México; pero no mucho, al parecer, para España, donde al parecer los toros matan más en proporción; supe que un domingo en octubre pasado diez caballos murieron en San Fernando, 18 en Valencia, y veinte en Barcelona, todos en una corrida, o exposiciones, en aquellos lugares respectivamente.
Después de esto nos apresuramos a tomar nuestro tren. Al irme, me di cuenta, en los alrededores, un rastro esta junto a la arena. Mi amable señora tenía razón; los toros tenían que ser sacrificados en algún momento, y sólo habíamos sido testigos de la tambaleante labor dramatizada, como fue. Ocurre una reflexión, de pasada, ¿por qué, si es una diversión tan rara, el sistema no se amplía a animales menores? Alguna buena diversión podría, sin duda, salir de luchas ingeniosamente prolongadas a muerte de terneros, ovejas y cerdos, que podrían estar comprometidos a manos de la juventud; mientras los niños podrían hacer un comienzo con conejos y aves de corral, por ejemplo.
Quien se explique esta reciente manía en México no debe ignorar lo que está ocurriendo en España. D'Amicis nos dijo ya, en 1873, que corridas de toros no mostraban señales de acabar allá, por el contrario aumentaba; y —con la misma sangre y tradiciones generales— lo que sea muy en boga en la madre patria debe hacerse sentir más tarde o más temprano en su ex colonia. Sabemos algo de lo que es ser perturbados por Anglomanía nosotros mismos.
En cuanto a la causa en la vieja España, tal vez sea la tenencia incierta de una monarquía tambaleante a su caída y deseosa de distraer a la gente con el antiguo remedio romano de "pan y juegos". A veces me pregunto, también, si su restauración en México no esta un poco conectada con la ambición personal y sistemas de retención continua del poder de Don Porfirio Díaz, el semi-dictador. ¿O es que, una vez más, —ya que no ha habido revoluciones dignas del nombre en el período sin precedentes de diez años— sólo una especie natural de salida para la sed de sangre que hasta ahora se a ventilado en la guerra?
No tengo ningún deseo de criticar a un pueblo que posee muchas cualidades encantadoras y adorables; sino que los estadounidenses sin duda deben buscar algo esencial faltante en quienes puede sentarse y tener un placer inexcusable al mirar los sufrimientos de cualquier criatura. Lo relacionaan con fusilar prisioneros y muchos como crueldades que se han escuchado en las revoluciones, y algunos dirán, encogiendo los hombros,
"Seguramente no es más de lo que podríamos haber esperado".
Ahora hay no menos de cinco plazas de toros florecientes en la metrópoli —una de ellos, se puede agregar, propiedad de un estadounidense, que se ha observado en otros campos de obras benéficas. La diversión se ha convertido en una característica tan establecida de la vida mexicana que fácilmente se podría llenar un volumen con incidentes peculiares relacionados con ella. Realmente no puede decirse que está de moda, aunque tan en boga. La mejor gente va, tanto como podría haber hecho aquí a la antigua "Black Crook," bajo protesta, sintiendo que es algo más bien para avergonzarse —excepto— cuando viene Mazzantini, ¡el gran Mazzantini! y, a continuación todos van en masa. Los boletos entonces se venden tan caros como diez dólares, contra un dólar y un dólar y medio en tiempos normales. Mazzantini es la Patti Brignoli del arte, la mascota de los dos hemisferios. Viene España, —deteniéndose en Cuba en el camino una vez— o tal vez dos veces por año, para una breve temporada. Es un hombre apuesto, oscuro, sin barba al —modo general de los toreros y de cuerpo ligero y esbelto. Él tiene una fina manera sutil de sonreír, con los ojos medio cerrados, una sonrisa que de alguna manera sugiere el agudo filo de su espada. Edgar Saltus ha presentado a este Mazzantini real en su "Desventura del Sr. Incoul", en la que ocurre una descripción de una corrida en la madre patria.
El gran Mazzantini es italiano por padre y español por madre. Nació en Elgoibar, en España, en 1856, educado en parte en Bilbao y luego en Roma, donde su familia fue a residir. Regresó a España y, con un poco más de catorce años, tuvo algunos puestos administrativos menores bajo el caballerango jefe del rey. Es interesante notar que educación superior parece contar incluso en toros, como probablemente se mantiene en toda ocupación, no importa que tan poca demanda que a primera vista parecería haber. El viejo Don Quijote tenía razón en pensar que sus poderes intelectuales lo habrían puesto en una buena posición en el campo más remoto en el que él podría haber elegido para aplicarlos.
"Te aseguro a ti, sobrina," todos lo recordamos diciendo: "que no era toda mi alma engrosada por las arduas tareas de caballería, no hay un arte curioso que no adquiriría — particularmente el de hacer jaulas de pájaros y palillos."
Mazzantini es un hombre educado y probablemente hay muy pocos de ellos en su peculiar vocación. Dejó su puesto para continuar sus estudios y tomó el grado de licenciado en artes, no recuerdo en qué Universidad; pero quizá fue incluso en Salamanca, más allá de que, como sabemos, no hay más estudios posibles. Cuando esto acabó, entró en la oficina telegráfica del ferrocarril español del sur, donde se convirtió en jefe de estación. Fue en este momento, a fuerza de ver tantos espectáculos pasando por ahí, que adquirió su sabor, su verdadera pasión, para toros. Comenzó a participar en las novilladas una especie de exposición de aficionados, y desde la primera se distinguió entre sus compañeros por su habilidad y valor.
Al pasar el tiempo fue llevado de regreso a la oficina del Ministro del Interior en Madrid. Su pasión fue tan plenamente confirmada que rogó y obtuvo permiso para estar ausente de su escritorio los lunes, alegando asuntos personales muy importantes. ¡Cuál fue la sorpresa de la Oficina cuando supieron que el asunto privado era nada menos que tomar parte, como actor principal, en las novilladas regulares! El Ministro rápidamente le notificó que debía ser un empleado de la oficina o un torero, pero que no podía ser ambos. Mazzantini igualmente de rápido entregó su renuncia, diciendo que todas sus inclinaciones lo llamaban a la arena. Hemos visto que esta renuncia o martirio fue más noblemente recompensada que si hubiera sido por una causa superior. En un solo beneficio en la Habana ha ganado tanto como veinte mil dólares, además de magníficos regalos. Recibe coronas y medallas de oro, lo llevan en hombros, es objeto de grandes ovaciones al llegar y salir del puerto, y sentidos sonetos se escriben para el por nuevos poetas y aun por poetas hechos.
"¡O gladiador espléndido!" exclama el último de los que he leído sobre este tema —"¡Oh hijo de España! ¡Tú que, encerrado en la estrecha arena, 'entre los toros, ejecutas heroica hazaña tras heroica hazaña! ¡Bardo rústico de las montañas, Yo simplemente una de las cien mil gargantas que con voz quebrada aclaman tu llegada desde costas extranjeras. Discípulo tú de Montes y Delgado, digno par de Cúchares y Frascuelo, tú das a tu arte una brillantez inusitada. Ruego al cielo que no encuentres en nuestro suelo el trágico final de Pepe-Hillo! "
Ahora, Pepe Hillo —pero como no sé más de lo que proporciona el contexto, dejemos a Pepe Hillo. Deseo hacer una pausa pequeña aquí, para decidir que es realmente un mundo bastante injusto después de todo. Incluso estas páginas pobres mías necesitan ser de más servicio y valor a la humanidad que una de las actuaciones de Mazzantini, y aún yo aseguro el lector que rara vez tengo veinte mil dólares por todo un capítulo.
Las dos principales plazas son respectivamente la del Paseo, en la fina avenida hacia Chapultepec y la de Colon, en el suburbio de La Colonia. Las plazas de la ciudad son generalmente un piso más altas que las del país. La últimamente terminado por Ponciano Díaz costo alrededor de seis mil dólares. Tienen capacidad de tres a ocho mil personas —que deja algo por alcanzarse, se verá, porque leemos de una en Murcia, España, para dieciocho mil. Imagina estas dieciocho mil personas, todo como un solo hombre, brillantes y emocionados por los sufrimientos de un desafortunado animal. Seguramente no puede ser ninguna escuela de virtudes varoniles, los logros mayores de la civilización.
En grandes ocasiones, los toros tienen nombres individuales. Los nombres no tratan de ser de tipo cortes. Nos encontramos en la Plaza del Paseo, por ejemplo. Primero entra "Porfiado", "un pinto castaño," ojos de perdiz, "con buenas marcas y frente poderosamente armado. "Porfiado" significa no fiable o pillo. Le sigue "Bellaco," el obstinado; después viene "Alacrán," el escorpión; el cuarto es "Alicante," serpiente venenosa.
Es un insulto en México dar el nombre de un ser humano a un animal, y hubo rabia y perturbaciones causadas últimamente por un capricho que algunas personas descubrieron una intención personal en los títulos de dos de los toros en la Plaza Colón. Dice el periódico, el Monitor Republicano, en su comentario sobre esta circunstancia, "parece que esta bárbara diversión está creando problemas en todos lados". Yo no recuerdo si alguna riña surgió de esta fuente particular, pero la atmósfera es beligerante y estos embrollos no son raros en absoluto. Una gran rivalidad se desarrolló en algún momento entre españoles y mexicanos asistiendo a la plaza Colon, por los méritos de corridas de toros en sus respectivos países, y varios duelos tuvieron lugar, que sin duda podemos considerar que resolvieron la cuestión.
El Monitor, grandemente a su crédito, se sostiene firmemente, como casi el único oponente a esta influencia perniciosa. Teme ver en esto una señal de decadencia en México. Aumenta la furia, de hecho, casi cada hora. Aun al escribir estas líneas llegan noticias de la construcción de dos plazas más, además de los cinco ya mencionados, todos en una ciudad de doscientos mil habitantes. ¡Cómo nos pegaría ese estado de cosas a nosotros si existiera, digamos, en Bufalo o Louisville! Si la clase más culta fuera lánguidamente afectada por la pasión, con la clase baja es una manía perfecta. Es un mal llorando en ciertas maneras como para amenazar con desorganización de la sociedad. Agrega enormemente a las dificultades de la cuestión de servicio, que, curiosamente, en México, hay recursos de todos sus millones de la raza indígena, es casi tan difícil como con nosotros. Empleados descuidan importantes intereses empresariales, sirvientes se van de plano de sus amos o los abandonan sin sentimientos sin importar épocas de enfermedad o así por el estilo, roban las casas, confiscan pequeñas cantidades destinadas a su cuidado o hacen negocios más corruptos aún con comerciantes, todos para gratificar esta diversión y asegurar fondos para el codiciado boleto para la corrida de toros.
Los mejores toros son aquellos que provienen de la hacienda de Atenco, en el Valle de Toluca, un valle mucho mas arriba sobre el nivel del mar, incluso, que el de México, que esta a cuarenta millas de distancia. Atenco se dedica exclusivamente a producir este material bélico, y es una vista interesante, aunque inspira algún miedo, verlos pastoreando en sus colinas nativas. Se hace un esfuerzo por criar los colores más oscuros, bajo la impresión de que son más inclinados a la valentía. Los toros de Atenco son castaño puro; los de esas otras bien conocidas haciendas como Cazadero, Azala y San Diego de los Padres son castaño y negro, negros y castaño muy oscuro, respectivamente.
Toros de extra calidad peleadora también se traen de España. El Espada "Cuatro Dedos", llamado así por perder uno de sus dedos, trae consigo una empresa y doce finos toros españoles. Trabajan en Vera Cruz, en Orizaba y luego llegan a la capital. El venerable Manuel Payno, estadista y autor, escribiendo para un diario del país madre, dice,
"Con la moda imperante de toros en México —que no comparto— puede interesarle saber que quince magníficos toros fueron enviados desde aquí en el último vapor francés. Eran feroces al grado que nadie podía acercarse a su jaula. Pesaban como de treinta y tres mil libras en total y costaron doce mil dólares. El vapor de hoy lleva quince más, en mi opinión incluso más fino y bravos que esos, y, como una mera cuestión de curiosidad, realmente me gustaría oír el resultado de sus concursos. "
La lucha que he descrito contiene las características esenciales de todos; estas son, en todo el mundo, pequeñas variaciones sobre el mismo tema. El objeto es siempre graduar la tortura de la menguante fuerza del Toro, a fin de obtener tanto deporte de él como sea posible. A veces, por trabajo torpe, la victima, aunque fatalmente herida no se mata, y luego dejan entrar una manada de ganado domesticado para correr alrededor del ruedo y llevárselo con ellos. No he dicho nada aún de los accidentes de los actores humanos, pero hay muchos y graves. "El Artillero" rompe su fémur izquierdo y el picador Pérez está gravemente herido internamente; el banderillero Ramón López fue atrapado en la barrera y cornado a través de la parte gruesa del muslo; otro es ciego de un ojo, y otro permanentemente invalido para su profesión por daños a un brazo. El público mira esta muestra de coraje —que es la característica compensatoria del espectáculo— con mucho la misma imparcialidad como la mujer del oeste en la historia que, encontrando a su esposo luchando con un oso espeluznante, gritó, "¡Entra, al bar, entra, viejo!" Ellos no, por supuesto, desearan al torero ningún daño fatal; pero si ha de suceder estarán muy contentos de estar allí y verlo. A veces hay una celosa rivalidad entre dos toreros, bajo la mirada del público, que les lleva a todo tipo de más acciones temerarias.
A veces se dan corridas filantrópicas en beneficio de esos heridos; y en el curso de estos, es muy probable que, se hagan muchos más. Se dan a beneficio de chicas-puros sin empleo por huelgas y en el día de la independencia —el 16 de septiembre— se dan corridas gratis en todas las plazas como una medida de júbilo patriótico.
A medida que la diversión se hizo común, la crítica estándar se elevó naturalmente. No menos de tres periódicos y no sé que otros, ahora están dedicados a ello en la ciudad de México. La Muleta, La Banderilla, y El Arte de la Lidia aparecen semanalmente, conteniendo profundas disertaciones y vigorosos diatribas sobre su especialidad, junto con noticias, resúmenes y correspondencia de todas partes, acompañado de grandes dibujos coloreados. El tono de su comentario lleva una severidad desmedida, y es un eco de las feroces opiniones de la arena misma.
"Los toros de Cieneguilla", dirá la Muleta, por ejemplo, "ellos están bien absueltos, pero los picadores —¡una providencia misericordiosa nos evite más de su tipo en el futuro! Nuestras ganaderías y gerentes nos están ofreciendo como picador al primer borracho que encuentran en la carretera— probablemente un zapatero, o cualquier chusma pobre sea cual sea. En cuanto a los banderilleros, salvo Ramón López, 'El Chiquitín' y Ramón Márquez, no había ninguno que valía la pena. Tenemos un Tovalo, ¡el cielo guarde la marca! que no es apto para banderillear una cabra; un Cuco que el lenguaje nos falla en su caso —y un Pompeyo quien, si se pudiera solidificar sus fallas, debía ser enterrado fuera de la vista bajo la multitud de ellas.... Ahora, de las espadas, 'El Habanero', fue desafortunado con su primer Toro, doblemente con su segundo y también totalmente desafortunado para todo con el tercero. Hace un año el Habanero fue un tipo de hombre, y ahora es otro. ¿Esto es sólo el efecto natural de su estatura pigmea, su mano temblorosa? Él simplemente —talla los toros; y nuestros dioses, ¡Cómo los talla! Una vez se paró firme sobre sus piernas, pero ahora salta como un gato saltando. Ante el cielo, Manolo, esta no es manera de tratar tus obligaciones ante un sufrido público como torero.... Todo el asunto no era una corrida para nada; era una herradura"
La herradura, se llamará a la mente, es la ocasión desordenada, confusa en la que el ganado joven es primero marcado con la marca de su propietario.
Esas observaciones son más comunes que lo contrario y están dirigidas, como vemos, a las principales luces de la profesión. Estas revistas técnicas no respetan personas.
Hasta ahora, las más prominentes espadas, se encuentran entre los españoles. De los mexicanos que están llegando a rivalizarlos, Ponciano Diaz se sitúa en la cabeza —si, de hecho, él es ahora mejor que cualquier otro excepto Mazzantini. Una exhibición suya en el ruedo de Colon en agosto pasado se dijo en el momento que era una de las mejores jamás vista en la capital. El inmenso anfiteatro estaba lleno de "la belleza y caballeros de México". Ponciano mató seis toros, de doscientos cincuenta dólares cada uno. Continuamente le aventaron ramos de flores, y su popularidad parece haber llegado a una altura de vértigo.
Ponciano Díaz, igual que su tocayo, el Presidente Díaz, es un mexicano en apariencia y tipo y una breve mención de los principales puntos en su carrera ilustrarán el ascenso de un héroe nativo e ídolo en esta diversión popular.
Tiene veintinueve años de edad. Nació en la hacienda de Atenco, antes mencionado, donde su padre era el caporal, o el supervisor general del ganado. Esta situación dio el joven Ponciano decidida ventaja y un sesgo desde el principio. Es bastante curioso reflexionar sobre una infancia tal como la suya, pasa entre los fieros toros de Atenco; fue compañero constante de su padre, cabalgando junto a él, desde sus años tiernos.
Aunque no había corridas de toros en el Distrito Federal en ese tiempo, hubo mucho en las aldeas alrededor, y el joven Ponciano alimentó su creciente gusto con las exhibiciones así accesibles. Luego se unió a un grupo, preparada por unos "hermanos Hernández", en la propia hacienda. Hizo su primera aparición pública de manera profesional en la humilde capacidad de arrastrador, o limpiador del ruedo — empezando, como se verá, como la mayoría de los grandes genios, debajo de la escalera. Esto fue en la época de la feria de Tenango. A su debido tiempo fue tomado como empleado por el propietario de la hacienda de San Diego de los Padres, un caballero de gustos deportivos, que le dio todas las ventajas, creyendo que había descubierto en él un futuro espada. Este genial y exigente propietario le permitió a Ponciano banderillear algunos de los animales durante el herrado y aterrar otros con el estoque y luego organizar corridas amateurs en el gran piso de trillado al aire libre de la finca.
Encontramos a Ponciano empezando un grupo suyo a la temprana edad de 21. Tuvo una recepción muy halagadora. Desde entonces, durante varios años, pasó de un pequeño pueblo a otro, dando exhibiciones. Estaba en Cuautitlán entre el resto, y no estaría sorprendido si el fuera el que yo vi ahí, aunque no conservé el programa y estaba tan interesado en lo que se hizo en mi primera corrida que no me preocupé de quien lo hizo.
Cuando se eliminó la prohibición, finalmente llegó a completar en la capital la gran fama que ya tan bien había sentado las bases.
El método de matar de Don Ponciano —ahora hablo como un virtuoso— no está exento de errores. Esto es probablemente debido a la falta de conocimiento de las mejores maneras en los primeros años de vida. Su mano izquierda, por ejemplo, amigo Ponciano, es de ningún modo tan diestra como debe ser, y esto, naturalmente, a menudo conduce a cierta torpeza en el momento supremo de matar.
Pero él tiene mucha ambición y siempre ganas de mejorar. No tiene ningún rival en el truco de colocar banderillas a caballo y en lazar y tirar al toro por la cola. En la silla de montar es el tipo perfecto de jinete mexicano y caballero. Su estilo de matar con empuje bajo mano es muy notable, y él ha comenzado últimamente a matar con el más difícil empuje sobre mano. Su buen ojo, pulso firme y coraje Impávido desperdicia muy poco tiempo en heridas leves, pero despacha al enemigo de una vez con puñaladas profundas y efectivas.
En la vida privada, también, es un completo caballero, un buen tipo, educado y atento con todos y especialmente cálido y jovial con "los chicos". Vive con su vieja madre, de quien es el principal apoyo y sustento, después de lo cual poco más necesita decirse.
Y aún, tan bien como todo que pueda ser, uno no puede ardientemente evitar desear, Don Ponciano, que usted y sus estimados asociados tuvieran un negocio mucho mejor.