Méjico (Viajes) 2
(Continuación.)
Pero el retrato del mejicano ha sido ya trazado por nuestro honorable amigo el doctor Jourdanet en su notable obra las Altitudes de l'Amerique tropicale, comparées au niveau des mers.
Permítasenos trascribir algunos párrafos.
«El mejicano es de mediana estatura, fisonomía dulce y llena de timidez, pie pequeño, mano perfecta, ojos negros, facciones duras, y sin embargo, bajo las largas pestañas y gracias á su afabilidad característica, su espresion es estremadamente dulce. Tiene la boca grande, pero bajo sus labios siempre dispuestos á sonreír se descubren unos dientes blancos y bien ordenados. La nariz es regularmente recta, á veces algo aplastada y rara vez aguileña. Los cabellos negros cubren una frente que da lástima de ver tan deprimida. No es, en verdad, un modelo académico, y con todo eso cuando la suave espresion femenina presenta esa forma americana que la escuela tacharía acaso de incorrecta, enmudecen las exigencias del dibujo y por simpatía se da aprobación al nuevo modelo.
«El mejicano de las alturas tiene el tranquilo aspecto del hombre independiente, su andar es suelto y decidido, sus maneras suaves y su solicitud estremosa. Podrá tal vez odiarnos, pero no faltará á los miramientos. Por mas que haga en contra nuestra, nunca se desmiente su urbanidad que está por encima de todo resentimiento.
Muchos llaman á esto falsedad de carácter: yo los dejo que lo califiquen á su gusto y me complazco en vivir entre hombres que por la dulzura de su sonrisa, la amenidad de su trato y su obstinación en complacerme me agobian con tojas las semejanzas de la amistad y de la benevolencia.
El mejicano es aficionado á los goces, pero goza sin cálculo, y preparando su ruina sin inquietud, se somete tranquilo á la desgracia.
Este deseo de bienestar y esta indiferencia «n los sufrimientos son dos rasgos del carácter americano muy dignos de nota. Estos hombres temen á la muerte, pero se resignan fácilmente cuando llega su hora, lo cual es una estraña mezcla de estoicismo y timidez.
En las clases bajas el menosprecio de la muerte es puntillo de honra y suelen morir como los gladiadores romanos. Por eso se dan de puñaladas, como nosotros daríamos capirotazos. Después van al hospital y acostumbran decir en medio de sus horribles sufrimientos. ¡Bien tirada estuvo! rindiendo asi antes de espirar el debido homenaje á la destreza del adversario.»
En el fondo este elegante retrato no es tan dulce como lo parece. Como quiera que sea, al considerar el estado de cosas en Méjico, no puede uno menos de echar una mirada sobre la república americana su vecina, cuyo gobierno, según un célebre escritor (M. de Toqueville) no es mas que una dichosa anarquía y que sin embargo, marcha á paso de gigante en las vías mas avanzadas del progreso material, sostenida por esta sola fuerza: el trabajo.
Méjico es mas privilegiado: posee todos los climas, todas las producciones, todas las riquezas, y sin embargo, perece. No acuso á la organización, sino al indio que odia el trabajo.
Lo que sorprende en todas las ciudades americanas es el prodigioso número de iglesias, señal de la Omnipotencia del clero. Por todas parles se ven frailes grises, negros, blancos, azules; conventos de monjas, establecimientos religiosos, capillas milagrosas. A toda hora del dia se ven abrirse las puertas del Sagrario; un sacerdote sale de él con el santo viático en la mano: un dorado carruaje tirado por dos muías lo espera en la parte de afuera, un, al parecer, lépero, precede llevando en la cabeza una mesita y en la mano una campanilla que agita de vez en cuando. Al instante la guardia de palacio corre á las armas, el tambor redobla, la circulacion se detiene, las almas piadosas se arrodillan, el estranjero se descubre,-el recién llegado se admira, pregunta, vacila, hasta que una voz del pueblo viene á j advertirle el respeto que se debe á las costumbres. Y no sin peligro se arriesgaría á tenerlas en poco.
A veces el carruaje, no es el ordinario que sólo lleva los últimos auxilios de la religión á los proletarios. El rico, aquí como en todas partes, demanda á la iglesia el lujo de sus pompas; pues vivo ó muerto reclama: igualmente el homenaje ó á lo menos la admiración de la muchedumbre.
Entonces el sacerdote, asistido de su diáconos sube á una soberbia carroza de gala, que recuerda los carruajes de Luis XIV: una multitud abigarrada lo acompaña, dividida en dos prolongadas lilas. Cada uno de estos devotos lleva su vela encendida y todos salmodian con voz pausada, oraciones, salmos b el oficio de los agonizantes.
El mejicano conserva todavía una encantadora costumbre. A las seis resuena el toque de la oración: todos se detienen, se descubren, oran y saludan mutuamente dándose las buenas noches. En el interior de las casas se repite la misma escena, y en los campos los numerosos sirvientes de la hacienda vienen á besar humildes la mano de su amo.
En Méjico las casas tienen azoteas y están admirablemente construidas: las paredes son bastante sólidas y están regularmente coronadas por una gran cornisa. En las esquinas suele haber nichos adornados de arabescos en que se espone á la pública devoción la imagen de algún santo ó de la virgen.
La techumbre cargada de una espesa y pesada capa de tierra greda presta á la fábrica un apoyo contra los terremotos tan frecuentes en las alturas. Por término medio se cuentan dos anualmente.
Durante mi permanencia en Méjico, fui testigo de uno de estos espantosos fenómenos. El terremoto del 12 al 15 de julio de 1868 fue uno de los mas terribles que se hayan visto por allá. Los mejicanos no olvidarán fácilmente este suceso.
Lo anuncia, por lo general, un ruido subterráneo, sordo, indescriptible: la oscilación principia primero lentamente y muy luego de una manera precipitada, terrible. El miedo sobrecoge á uno, y lo hace asistir ú un espectáculo de terror, sin darle tiempo ni calma para analizarlo. No parece sino que un vértigo horroroso hace danzar á nuestra atemorizada vista los edificios, tronchar los árboles y desplomar las casas. En las calles, la gente arrodillada se retuerce en convulsiones de espanto, y el aire se puebla de lúgubres clamores. Trascurre un minuto, o mejor dicho, un siglo, y se admira uno de verse vivo, de ver en pie los palacios y los templos resistiendo al espantoso sacudimiento de esos huracanes subterráneos. Entonces, sin embargo, fueron muchos los estragos, calculándose las pérdidas en 10.000,000.
Hemos dicho que en Méjico, el centro de la ciudad es europeo, casi francés. En las calles de Plateros, San Francisco, La Profesa y Espíritu Santo, etc., se oye lo mismo el francés que el español.
En estos barrios dominan el paletot, la levita y el sombrero de copa. Los jóvenes visten á la última moda. El vapor inglés los tiene al corriente sobre este punto, trayéndoles oficias mensuales; asi qué, los sastres hacen buen agosto.
El mejicano que es de tan fácil acceso en la calle, sólo es afable hasta la puerta de su casa, en cuyo interior difícilmente deja penetrar al estranjero. La mesa, que entre nosotros es el gran medio de sociabilidad, el comedor, el sitio en que se hace manifestación de buena voluntad, y de las mas vivas simpatías, no existe entre los mejicanos. La mesa parece cosa vergonzosa, que ocultan en caso necesario, para comer á solas.
La mujer, medio desnuda hasta hora muy avanzada del dia, deja flotar sobre sus hombros una abundante cabellera que cuida de tener siempre muy lustrosa y aseada.
En muchas casas, la mejicana, aun siendo rica, se aviene mas bien con su petate ante un plato de frijoles y con la tortilla en la mano, que no con una mesa bien servida. La mejicana es crisálida por la mañana y por la tarde mariposa adornada de alas, colores y movimiento. Entonces, la mujer que hemos mirado sin verla en el desorden de su interior, es una dama elegante, cuyos ricos adornos y deslumbrante lujo nos cautivan.
La hora del paseo se acerca ¿y cómo vivir sin pasear? Llueva, truene ó ventee, la mejicana sale, en carruaje por supuesto, y va á lucir sus galas, á sonreír á su amante, á saludar á sus amigas, ó á mortificar á sus rivales.
El mejicano de la tarde, no es tampoco el de por la mañana. Encontráis en la calle á un dandy del barrio de Gand y lo volvéis á ver á caballo; ginete notable, montando un animal de gran precio enjaezado lujosamente.
Sus piernas van aprisionadas en las calzoneras, cuyos botones de plata son cada uno una obra maestra, y cuando el tiempo anda revuelto, unas chaparreras de piel de tigre le caen desde las rodillas hasta los pies. Una chaqueta bien entallada deja ver su gracioso cuerpo, ceñido con una faja de seda roja y el sombrero de amplias alas galonadas con toquilla dé oro remplaza al innoble sombrero negro. Cuando llueve se cubre con cierto abandono con su zarape de mil colores, que lleva á la grupa en el buen tiempo.
El hace caracolear al caballo, alternando del paso al galope, saludando á derecha é izquierda y echando, como el tambor mayor de la fábula, una mirada de satisfacción á alguna ventana privilegiada.
Por espacio de dos horas, va, viene, pasa, vuelve á pasar, se detiene y ve desfilar los coches de la ciudad. Pero dan las siete, viene la noche; y entonces abandonando su ejercicio favorito, se retira dispuesto á repetir lo mismo el dia siguiente.
En el invierno, el teatro, en donde se abona todo mejicano acomodado, le da tres funciones por semana. En cuanto á la mejicana, se presenta siempre en él tan «elegante y ataviada como las ladies de Hay Market ó de Drury-Lane. Cada representación exige un nuevo trage, á cuya exigencia se somete con mucho gusto.
En el verano se abre el circo, las lidias de toros, en que la víctima siempre viene á caer hijo el estoque del matador.
(Se continuará.)
z.