Luz y sombra (Samper)
I - La juventud
editarBrillaba Santander en toda su gloria militar, en todo el esplendor de sus triunfos y en el apogeo de su juventud y gallardía. El pueblo se regocijaba con su adquirida patria, y el gozo y satisfacción que causa el sentimiento de la libertad noblemente conquistada se leía en todos los semblantes.
Contaba yo de catorce a quince años. Había perdido a mi madre poco antes, y mi padre, viéndome triste y abatida, quiso que acompañada por una señora respetable, visitase a Bogotá y asistiese a las procesiones de Semana Santa, que se anunciaban particularmente solemnes para ese año. En aquel tiempo el pueblo confundía siempre el sentimiento religioso con los acontecimientos políticos, y en la semana santa cada cual procuraba manifestarse agradecido al que nos había libertado del yugo de España.
Triste, desalentada, tímida y retraída llegué a casa de las señoritas Hernández, donde mi compañera, doña Prudencia, acostumbraba desmontarse en Bogotá. Las Hernández eran las mujeres más de moda y más afamadas por su belleza que había entonces, particularmente una de ellas, Aureliana. Llegamos el lunes santo a las dos de la tarde, y doña Prudencia, deseosa de que yo no perdiese procesión, me obligó a vestirme, y casi por fuerza me llevó a un balcón de la calle real a reunirnos a las Hernández, que ya habían salido de casa.
Cuando vi los balcones llenos de gente ricamente vestida, las barandas cubiertas con fastuosas colchas, y me encontré en medio de una multitud de muchachas alegres y chanceras, me sentí profundamente triste y avergonzada, y hubiera querido estar en el bosque, más retirado de la hacienda de mi padre.
-¡Allá viene Aureliana! -exclamó doña Prudencia.
-¿Dónde? -pregunté, deseosa de conocerla; pues su extraordinaria hermosura era el tema de todas las conversaciones.
-Aquella que viene rodeada de varios caballeros.
-¿La que trae saya de terciopelo negro con adornos azules y velo de encaje negro?
-No, ésa es Sebastiana, la hermana mayor. La que viene detrás con una saya de terciopelo violeta, guarniciones de raso blanco y mantilla de encaje blanco, es Aureliana.
¡No creo que haya habido nunca mujer más hermosa! Un cuerpo elegante y gallardo, una blancura maravillosa, ojos que brillaban como soles, labios divinamente formados que cubrían dientes de perlas... y por último sin igual donaire y gracia. Subió inmediatamente al balcón en que yo estaba, rodeada por un grupo de jóvenes que como mariposas giraban en torno suyo. Los saludos, las sonrisas, las miradas tiernas, los elogios más apasionados eran para Aureliana. Sebastiana era también muy bella, pero su hermana arrebataba y hacía olvidar a todas las demás. Su gracia, sus movimientos elegantes, su angelical sonrisa y mirada, ya lánguida, ya viva, alegre o sentimental, todo en Aureliana encantaba.
Volví con las Hernández a su casa, pero era tal la impresión que Aureliana me había causado, que no podía apartar mi vista de su precioso rostro. Enseñada a que generalmente las demás mujeres la mirasen con envidia, la hermosa coqueta comprendió mi sencilla admiración, me la agradeció, y llamándome a su lado, me hizo mil cariños, halagándome con afectuosas palabras. Al tiempo de retirarse a su cuarto me llevó consigo, diciendo que me tomaba bajo su protección durante mi permanencia en Bogotá.
El cuarto estaba lujosamente amoblado. Sobre las mesas se veían los regalos que le habían enviado aquel día: joyas, vestidos, adornos costosos, piezas de vajilla, flores naturales y artificiales, frutas raras y exquisitas..., en fin, allí estaban los objetos más curiosos que se podían encontrar en Bogotá.
-¿Es hoy el cumpleaños de usted? -le pregunté admirada al ver tantos regalos.
-No -me contestó con aire de triunfo-. Mis sonrisas valen más que todo esto que me envían en cama uno de los que se me han acercado hoy, al comprender algún capricho mío, me ha querido complacer enviando lo que deseaba.
Un no sé qué de irónica y triste pasó por su lindo rostro al decir estas palabras, e instintivamente sentí que aquella existencia de vanidad me repugnaba.
Durante las dos semanas que permanecí en Bogotá estuve continuamente con Aureliana, y al tiempo de despedirme vi brillar una lágrima de sentimiento entre sus crespas pestañas. A pesar de los homenajes de todos los altos personajes de la República, de las fiestas que le daban y de los elogios que le prodigaban, la humilde admiración de una campesina despertó en su corazón un cariño sincero.
Me hallaba algunos años después en Tocaima con mi padre enfermo, cuando se supo que en esos días llegarían las Hernández. Éste fue un acontecimiento para todos los que estaban en el Pueblo. Aureliana se había enfermado ¡qué calamidad! Se dijo que el presidente le prestaría su coche para atravesar la Sabana y que los mejores caballos de la capital estaban a su disposición. En la Mesa le prepararon una silla de manos, por si acaso prefería ese modo de viajar. En fin, cuando se supo que llegaba la familia Hernández, salieron todos los principales habitantes del lugar a recibirla.
Les habían destinado la mejor casa de Tocaima, y cada cual envió cuanto creía que la enferma pudiese necesitar. Apenas supo Aureliana que yo estaba en el pueblo, me mandó llamar con mil afectuosas expresiones. La encontré pálida, pero bella como siempre. Aunque la acompañaba una comitiva bastante numerosa de jóvenes y amigas de Bogotá, gustaba mucho de mi compañía y pasábamos una gran parte del día juntas.
Una noche dieron en el pueblo un baile para festejar la reposición de Aureliana; pero ella al tiempo de salir, dijo que no se sentía bastante fuerte para concurrir al baile y que permanecería en su casa; y en efecto, me envió a llamar para que la acompañase aquella noche.
La halló sola en un cuartito que habían arreglado para ella con lo mejor que se encontró en el lugar. Una bujía puesta detrás de una pantalla esparcía su luz suave por la pieza, y en medio de las sombras se destacaba la aérea figura de Aureliana, que ataviada caprichosamente con un vestido popular, dejaba descubiertos sus brazos torneados y ocultaba en parte sus espaldas bajo un paño de linón blanco. Estaba recostada en una hamaca y apoyando la cabeza sobre el brazo doblado, con la otra mano acariciaba sus largas trenzas de cabellos rubios que hacían contraste con sus rasgados ojos negros y brillantes.
-¡Bienvenida, Mercedes! -dijo lánguidamente al verme-. Mi madre y mis hermanas se fueron al baile y no las acompañé porque estoy demasiado fastidiada para pensar en diversiones.
-¡Usted fastidiada! -exclamé.
-¿Y porqué no? ¿acaso no se encuentra siempre hiel en toda copa de dicha que apuramos hasta el fondo?
-¡Qué poética está usted esta noche!
-No soy yo; esa frase me la enseñó Gabriel el literato, uno de mis adoradores.
-Pero no debería usted ni en chanza quejarse de su suerte.
-No, no me quejo. He obtenido de los demás cuanto he querido... pero...
-¡Cómo! -exclamé- ¿no le basta aún tanta adoración, tanto amor como el que la rodea?
-Siéntate a mi lado, Mercedes -me dijo, tuteándome de repente-: no sé por qué tengo por ti tanta predilección -y añadió en voz baja-: será tal vez porque eres la única mujer (no exceptúo a mis hermanas) que no se ha mostrado envidiosa de mí... ¡Ah! -exclamó un momento después con tristeza-, ¡cuán poco fundamento tienen para ello!
Yo no sabía qué contestarle y guardé silencio.
-Dime -añadió-, ¿sabes lo que es amar?
Bajé los ojos sin contestar: sabía lo que era amar pero ese sentimiento lo guardaba en mi corazón como un secreto.
-¿No me contestas? No es una pregunta vana ni una curiosidad mujeril. Deseo saber la verdad... quisiera comprender lo que hay en otro corazón...
-Hace dos años -contesté-, que estoy comprometida a casarme, y nunca me ha pesado. Eso le bastará a usted para comprender que sé lo que es amar.
-Eres más feliz que yo entonces -repuso apoyando su mano afectuosamente sobre la mía-. Yo nunca he podido amar verdaderamente. Ésa es la herida secreta de mi alma. ¡Tengo cerca de treinta años y no sé lo que es amar con el corazón, con abnegación, con ternura! Mi vanidad ha sido halagada mil veces: mi imaginación se ha entusiasmado; pero mi corazón no ha sabido, no ha podido amar sinceramente. Nunca me ha ocurrido olvidarlo todo por el objeto amado: nunca he encontrado tranquilidad ni completa dicha al lado de uno solo. Me dicen que amar es vivir pensando siempre en el ser predilecto, asociándolo a todos los momentos de nuestra vida, siendo su nombre la primera palabra al despertar, y siendo él nuestro último pensamiento al dormirnos... Amar debe de ser vivir en un mundo aparte, sintiendo emociones inefables de suprema ternura... Dime, ¿es así como amas?
-Ha descrito usted mis más íntimos sentimientos. Pero añadí-, amar es también sufrir ¿no es usted más feliz con su tranquilidad?
-No, hija mía: hay más dicha en amar que en ser amado, me ha dicho muchas veces Vicente el poeta, y lo creo. Tenía yo apenas catorce años cuando por primera vez comprendí que mi belleza inspiraba amor y avasallaba. Encantada, creí corresponder durante algunos días ¡pobre Mariano! La ilusión pasó al momento que otro de mejor presencia se me acercó. Creí haberme equivocado en mi primer afecto y lo rechacé para acoger al segundo. Pero sucedió lo mismo con éste y los demás. Para entonces sabía el precio de mi palabra más insignificante, de mis miradas más vagas y, te lo confieso, me hice coqueta con el corazón vacío y la imaginación ardiente. La sociedad entera estaba a mis pies: ninguna mujer podía competir conmigo. Las palabras de adoración que oía no causaban impresión en mi corazón: las recibía con frialdad, pero las contestaba con fingida ternura.
Instintivamente me aparté del lado de Aureliana. Esta mujer tan fría y tan hermosa me horrorizaba. Su corazón parecía una de aquellas cumbres nevadas a cuya cúspide nunca han logrado llegar los viajeros.
-Una vez -continuó, sin cuidarse de mi movimiento de repulsión-, una vez comprendí que en el círculo de admiradores que me rodeaban había un joven que criticaba mi modo de ser y que no sentía por mí ninguna admiración. Esto me chocó al principio y me dolió al fin. Fernando, así se llamaba, se manifestaba siempre serio y severo conmigo y aun a veces tuvo la audacia de censurarme. Su frialdad delante de mí y sus improbaciones me causaron tanto disgusto, que decidí conquistarlo a todo trance. Sin manifestárselo claramente desplegué para él todas mis artes, mostrándome tan afectuosa, que pronto vi que le habían hecho mella mis atenciones; pero aunque sus modales eran los de un hombre galante, no se manifestaba enamorado. Si no lo venzo, pensé, es un hombre superior y digno de un afecto verdadero. Sin embargo, Fernando no buscaba mi sociedad con preferencia, aunque ya no me censuraba como antes; y afectaba hablar delante de mí de la belleza de otras mujeres. Desgraciadamente mi carácter no es constante, y mi entusiasmo que sólo dura un momento, cede ante cualquiera dificultad. No hubiera querido verlo a mis pies, pero no consentía mi amor propio que admirara a otras mujeres. Mientras tanto nuevas conquistas y diversiones ocuparon mi pensamiento y olvidé el noble propósito, apenas formado, de gozar con un amor secreto aunque no fuera correspondido.
-¡Qué carácter tan extraño tiene usted! pero continúe; ¿que se hizo Fernando?
-Lo vas a oír. Hace algunos meses el Libertador dio un baile en una quinta en los alrededores de Bogotá. La noche estaba lindísima y la luna iluminaba los jardines. Fatigada del ruido y deseosa de encontrarme sola para leer una carta que se me había entregado misteriosamente, me escapé de la casa sin ser vista, y me dirigí hacia un pabellón situado en el fondo del jardín, en donde sabía que hallaría luz y soledad. Envuelta en un grueso pañolón que me escudaba del frío de la noche, atravesé prestamente el jardín y tomé una senda sombreada por arbustos, y cortada por un arroyo que bajaba resonante del vecino cerro. El contraste del ruido, las luces, la armonía y la agitación de un baile con el tranquilo paisaje que atravesaba, me predispuso a una melancolía vaga muy extraña a mi carácter. Una lámpara colgada del techo iluminaba el pabellón: al llegar a él me dejé caer sobre un sofá y se me escapó un suspiro. Otro suspiro hizo eco a mi lado, y volviéndome hacia la puerta vi que un caballero estaba ahí en pie. Disgustada del espionaje impertinente iba a reconvenir al que había interrumpido mi soledad, cuando éste desembozándose descubrió la pálida e interesante fisonomía de Fernando.
-¿Fernando -dije-, es usted?
-Tiene usted razón de admirarse, Aureliana: no debía hallarme aquí -dijo; y tomándome la mano, que instintivamente le alargaba, imprimió sus labios en ella.
-¿Para qué luchar más? -añadió sentándose a mi lado-; ¿para qué fingir despego cuando no puedo menos que adorarla?
No sé si el corazón de todas las mujeres es igual al mío; pero en vez de sentirme dichosa con mi antes anhelada conquista, mi corazón permaneció tranquilo e indiferente. La desilusión más profunda se apoderó de mí al comprender que no era capaz de amar al único hombre que tanto había admirado; y en lugar de contestarle como hubiera hecho a otro cualquiera, bajé la cabeza en silencio y con amargura pensaba que todos los hombres son iguales puesto que basta lisonjear su vanidad para verlos rendidos.
Fernando me refirió entonces la historia de su amor. Me confesó que cuando me había conocido, primero sintió hacia mí cierta repulsión y odio, y miraba con desdén a todos los que se me humillaban; pero que el deseo que le manifestó de oír sus consejos y de agradarle, en lugar de resentirme por sus censuras, lo había sorprendido y poco a poco su odio fue cambiándose, en un afecto verdadero que se convirtió en amor violento. Disgustado y humillado al comprender que no tenía fuerza para defenderse, había luchado largo tiempo por vencer su inclinación, y al fin determinó huir de mí y me había hecho entregar sigilosamente una carta aquella noche. Era una tierna despedida.
Logré que Fernando no partiera. Deseaba despertar en mi corazón aquel interés que había creído sentir por él en un tiempo. ¡Amar debe de ser tan bello! Pronto el mismo Fernando descubrió que yo misma procuraba engañarme y que nunca podría amarlo. Sentía sin embargo perder un corazón tan noble y quise convencerlo de que lo amaba, pero él no se engañó, y se despidió de mí resignado y triste, bien que sin manifestarse herido en su amor propio. Hace un mes supe que había muerto en Cartagena en un duelo por causa mía, defendiéndome de las calumnias que propagaba contra mí un oficial a quien había desdeñado. Esta muerte, me causa a veces remordimientos. ¿Pero qué culpa tengo si no lo podía amar? Nunca le dijo que no le correspondía...
-En eso estuvo el error.
-Tal vez; pues me decía que mis miradas y mis expresiones de cariño le habían hecho concebir esperanzas, y creía por momentos que no lo miraba con indiferencia. Sin esa idea jamás me hubiera amado.
-¡Pobre joven! -exclamé-; -¡Pobre joven! -exclamé-;ted.
-No digas eso -contestó Aureliana con amargura-. El que ama está recompensado con el grato sentimiento que lo anima. Algunas veces me he sentido inspirada por ráfagas, desgraciadamente pasajeras, de una ternura que me ha henchido el corazón, ennoblecido el alma y llenándome de bellos pensamientos. ¡Pero cuán cortos han sido estos instantes! He pasado mis días buscando con ahínco el amor, único objeto de la vida de una mujer, pero en su lugar sólo he hallado desengaños y vacío. No creas que la coquetería que me tachan, quizás con razón, es el fruto de un corazón pervertido; no lo creas: es que busco en todas partes un ideal que huye de mí incesantemente.
El lenguaje escogido, aunque sin verdadera profundidad de ideas que distinguía a Aureliana, la hacía en extremo agradable, pero no sabía hablar con elocuencia sino de sí misma.
De vez en cuando llegaba hasta nuestros oídos el eco lejano de la música del baile a que Aureliana había rehusado concurrir. Sacó su reloj (objeto raro en aquel tiempo) que pendía de una gruesa cadena que llevaba al cuello; eran las doce de la noche.
-Esta noche no podré dormir -dijo suspirando-. La conversación que hemos tenido me ha causado suma tristeza y me ha recordado escenas que quisiera olvidar. Fernando no es el único que se ha perdido por causa mía...
-¡Qué alegres y triunfantes estarán mis hermanas y mis amigas sin mi presencia esta noche! -exclamó un momento después, poniéndose en pie y mirándose en un espejo que tenía a la cabecera de su cama-. Mejor hubiera sido emplear nuestro tiempo en el baile. ¿Quieres ir? ¡Qué! -añadió, viendo la seriedad con que yo acogía una propuesta tan descabellada-, ¿te has impresionado con mi charla sentimental? ¡Bah! eso es pasajero. ¡Ven al baile!
-¿Yo presentarme a esta hora? ¡imposible!
-Mandaremos llamar quien nos acompañe.
-No puedo, no quiero. Perdóneme usted, pero...
-No te quiero obligar -me contestó-. Yo iré; mi sistema consiste en no dejarme llevar nunca por la tristeza, y a todo trance combatirla.
No quiso ponerse adorno ninguno. Soltó su rubia cabellera, se ató una cinta azul al derredor de la cabeza, se envolvió graciosamente en un chal del mismo color, y llamando a un negro esclavo le mandó que llamase quien la fuese a acompañar al baile.
Mientras llegaban los amartelados ansiosos de obedecer su orden, me hizo acostar en su cama y se despidió afectuosamente de mí al partir. Quedeme aterrada con las revelaciones que me había hecho y admirada de los caprichos de aquella mujer tan extraña y... tan infeliz.
Al cabo de pocos días la familia Hernández regresó a Bogotá; y se pasaron cerca de treinta años sin que yo volviese a ver a Aureliana, ni tener de ella sino vagas noticias de que no hice caso.
II - La vejez
editarAl fin me casé, mis hijos crecieron y a su vez me rodearon de nietos.
Veía mi juventud en lontananza, como un suelo que pasó; pero estaba satisfecha con mi humilde suerte.
Descansaba una tarde sentada a la puerta de mi casa. El día había sido muy caluroso haciendo apetecible la sombra de los árboles que refrescaban mi alegre habitación. De repente veo salir de la posada del pueblo a una señora anciana, inclinada por la edad y las dolencias y apoyándose en el brazo de un negro viejo. Después de vacilar un momento y siguiendo la dirección que el negro le indicó, se dirigió hacia mí con suma lentitud y trabajo.
Al llegar al sitio en que yo estaba, se detuvo y con voz apagada y triste me dijo:
-¿Me conoces Mercedes?
-No, no recuerdo...
-¿Pero tal vez no habrás olvidado a Aureliana Hernández? ¿no es cierto?
-¡La señora Aureliana! ¿acaso?...
-¡Soy yo!
La miré llena de asombro. No le había quedado la menor señal de su singular belleza. Parecía tener más de setenta años: la cutis ajada por los afeites, y acaso también por los sufrimientos, estaba arrugada y amarillenta: los ojos, tan brillantes en la juventud, ahora turbios y enrojecidos; el cuerpo agobiado y el andar lento y trabajoso, indicaban que las penas de una larga enfermedad la habían envejecido aún más que el trascurso de los años.
Inmediatamente la hice entrar y recordando el cariño que me tuvo en otro tiempo, le prodigué cuantos cuidados pudo, procurando hacerle olvidar el aislamiento en que la encontraba. No me atrevía a preguntarlo por su familia que abandonaba así en la vejez a mujer que había sido tan contemplada en su juventud.
Indagando el motivo que la había traído a *** me contestó:
-Mis enfermedades, y la orden de los médicos.
-¿Y la familia de usted está en Bogotá?
-Sí; allí están todos.
-¿Y la hija de usted por qué no la acompaña?
-La pobre -dijo con una sonrisa de resignación-, en vísperas de casarse, y no era justo que abandonase a su novio para venirse al lado de una inválida como yo.
-¿Y el señor N*** su esposo?
-El clima cálido le hace daño.
-¿Y sus dos hijos?...
-Sus negocios les impiden salir al campo. Pero vino acompañándome el negro, el mismo esclavo que conocerías en casa, y el único que comprende y soporta mis caprichos; él nunca me ha querido abandonar a pesar de ser ya libre.
Un antiguo esclavo fiel era el único y el último apoyo que le había quedado a aquella mujer tan festejada. Se me apretaba el corazón al oírla, y se me llenaron los ojos de lágrimas al contemplar una vejez tan triste después de una juventud tan brillante.
Aureliana permaneció un mes en mi casa, atendida, me dijo, como no se veía hacía mucho tiempo. En las largas conversaciones que tuvimos comprendí que la segunda parte de su vida había sido una terrible expiación de la loca vanidad de la primera. Poco a poco me fue descubriendo los secretos más dolorosos de su vida.
Casada hacia el fin de su juventud con un hombre a quien ella no amaba, y de quien no era amada, pronto descubrió que él sólo había querido especular con su riqueza, y notó con terror que su belleza desaparecía paso a paso. Sin educación esmerada, sin instrucción ninguna, al perder esa hermosura que era su único atractivo, los admiradores fueron abandonándola sucesivamente. Veía con afán que su presencia no causaba ya emoción y que las miradas de los concurrentes a las fiestas a que asistía no se fijaban en ella. Deseosa entonces de abandonar el teatro de sus primeros triunfos, acompañó a su esposo con gusto a los Estados Unidos; pero allí se vio aún más desdeñada. Desesperada procuró hacer mil esfuerzos para recuperar su perdida hermosura, y pasaba largas horas delante de su espejo adornándose con todo el arte que una experiencia consumada le había enseñado. Ocasión hubo en que su espejo le hacía ver de nuevo la Aureliana de su juventud, y llena de ilusiones y colmada de esperanzas se presentaba en las fiestas y los bailes, ¡pero los demás la miraban como se mira a una ruina blanqueada y pintada! Otras, no muy bellas pero más jóvenes, se llevaban la palma.
¡Cuántos y cuán crueles desengaños tendría aquella pobre mujer, que había fincado su vida en sus atractivos personales! Sufría momentos de postración en que pedía a Dios la muerte más bien que dejar de ser admirada.
En esas luchas, en este afán pasó algunos años antes de llegar a persuadirse de la inutilidad de sus esfuerzos. Las aguas, los polvos y los cosméticos con que procuró hacer revivir su perdida frescura aniquilaron los restos de su colorido y mancharon lo albo de su tez; las enfermedades apagaron antes de tiempo el brillo de sus ojos y destruyeron su hermosa cabellera, y por añadidura las lágrimas, los desengaños y las penas domésticas acabaron con el último resto de su singular belleza.
Durante la niñez de sus hijos éstos se habían visto abandonados por la madre, que perseguía sus últimos triunfos; y así perdió ese primer cariño filial tan puro y tan bello. Por otra parte, las palabras desdeñosas del señor N*** habían hecho nacer en el corazón de esos niños un sentimiento de completa indiferencia hacia su madre desamada y poco respetada.
Cuando al fin Aureliana se convenció de que habían pasado los últimos arreboles de vanidad mundana, se volvió hacia sus hijos; pero éstos recibieron con disgusto sus expresiones de cariño, creyeron que era uno de los muchos caprichos pasajeros de que su padre la acusaba diariamente, y llenos de frialdad no le hicieron caso.
Aureliana era, en efecto, impertinente y caprichosa, resultado natural e infalible, de su mala educación y de la vida que había llevado en su juventud. Para consolarse de sus desgracias presentes, no dejaba de hablar de su antigua belleza y de los triunfos de su juventud, añadiendo así al vacío de ideas la locuacidad ridícula, y la ruina de su carácter de madre a la ruina de su belleza de cortesana.
Continuamente enferma, su familia la envió a que cambiase de clima, acompañada solamente por el negro. Después de haberse visto adorada en su juventud por cuantos se le acercaban; después de acostumbrarse a que todos se inclinasen ante su más leve capricho y que su menor indisposición fuese una calamidad pública, ahora, cuando se encontraba realmente enferma y débil, se veía abandonada hasta por los que tenían el deber de procurarle comodidades.
No hace mucho que Aureliana murió en Bogotá olvidada y no llorada. En medio de sus sufrimientos, me dicen que todavía hablaba de sus antiguos triunfos y de su belleza. La vanidad y los mundanos recuerdos de sus primeros años la acompañaron hasta las puertas de la tumba, cuya proximidad no le sugirió un solo pensamiento serio. Murió como había vivido: sin acordarse de su alma; ¡tal vez ignorando que la tenía!
Este episodio me fue referido no ha mucho por una venerable matrona de ***, y esto me ha probado una vez más, cuán indispensable es para la mujer una educación esmerada y una instrucción sana, que adorne su mente, dulcifique sus desengaños y le haga desdeñar las vanidades de la vida. Los comentarios y las reflexiones son inútiles aquí: la lección se comprende solamente con referir los hechos, harto verdaderos para bochorno de lo que afrancesadamente solemos llamar «sociedad de buen tono».