XXXVI

-Bueno -dijo Sabino en el pasillo, hociqueando con su hermano-, se preparará todo para las siete... Es buena hora... Yo voy a Santiago a entenderme con el párroco... A las siete en punto, ¿sabes?... ¿Y al pobre Martín qué le decimos? Ea, se le dirá que este pillo... No: se le dirá que la voluntad de Dios ha llevado las cosas, no por el camino, sino por el atajo... ¿Qué podemos nosotros, pobrecitos mortales, contra los designios...? Yo le hablaré... A las siete en punto: no te descuides. Sin aparato, sin bulla... Algo chismorreará mañana la gente; ¿pero qué importa?... Yo daré noticia a las familias conocidas... Diré que eran novios; que... puede quedar el matrimonio en secreto hasta que convenga darle publicidad. Yo hablaré con el párroco D. Higinio, que nada me negará... Somos amigos desde la niñez: él, Guergué y yo nos pasábamos las tardes jugando al cotán en los Cantones... Valentín, ya sabes, a las siete en punto. Hay que estar allí a las siete menos cuarto... Yo me encargo del papelorio... ¿Y a Ildefonso no se le dice nada?... Mejor será que lo sepa después. Ea, no descuidarse... Yo me voy.

Sin dejar de prestar a tan importante asunto la atención conveniente, dedicose el veterano de la mar a buscar a su hijo, cuyas ausencias y largos eclipses le ponían en cuidado, así como su creciente taciturnidad y tristeza. Tres días con sus noches hacía que no se dejaba ver de la familia, y habrían dudado de su existencia si no dieran noticia de él los amigos que le vieron a diferentes horas chapoteando en la ría, a bajamar, o rondando tétrico por los extremos de la población. Arrastrando su pata coja, corrió Valentín por calles y plazas, sin olvidar las inmediaciones de las baterías, con tan mala suerte, que en ningún punto le encontró: en muchos de ellos dijéronle que le habían visto. Creyérase que el endiablado chico le tomaba las vueltas, burlando su persecución, ligero como un pájaro y escurridizo como un pez. Por la tarde hubo de renunciar a su fatigosa cacería, y fue a tomar descanso en las Cujas, donde encontró a su sobrino Martín ya con la píldora en el cuerpo, administrada por Sabino. Como si esto no fuera bastante, tenía una herida en la mano derecha, que de primera intención le curaba el físico cuando llegó su tío de arribada forzosa, navegando con una sola paleta. Por ambos estropicios hubo de propinarle Valentín los consuelos propios del caso. ¿Qué remedio había más que tener paciencia? Con travesura y arranque de hombre, Zoiluchu le había tomado la delantera. Menos mal, que todo quedaba en la familia... Olvidara Martín el desaire, en el cual no habían tenido poca parte su cortedad y amorosa desmaña, y lleváralo con resignación, que novias guapas y de peso, gracias a Dios, no habían de faltarle. En cuanto a la herida, bastaríale guardar en completa quietud la mano, de la cual ya no tenía que hacer uso ni aun para casarse. «¿Sabe usted el consuelo que me ha dado mi padre? -dijo Martín queriendo sonreír, cuando aún rodaban por sus mejillas las lágrimas que le hizo derramar el acerbo dolor de la cura-. Pues, según él, este balazo es la forma expresiva con que la Divina Voluntad me manifiesta que no debo casarme. ¡Caramba, ya podía Dios habérmelo dicho de otro modo!».

-Pienso lo mismo. ¡Vaya un modo de señalar que usa el Señor! Con quitarle a uno la novia bastaba... Ya estaba vista la intención...

De su herida tomó Martín pretexto para no ir a su casa aquella noche. El médico le había recomendado que fuese al hospital, y su padre le ofreció pasar la noche con él. Le venía muy bien lo de la mano para librarse del mal rato del bodorrio... Luego que se curase, a su casa volvería, y lo pasado, pasado: todos hermanos, todos unidos, y a trabajar por el bien común.

Apenado por la doble desgracia del sobrino, que este soportaba con su habitual mansedumbre; afligido también por no encontrar a Churi, y acariciando el propósito firme de poner correctivo a su vagancia con una buena mano de pescozones, se dirigió Valentín, al paso tardo de pierna y media, a la casa de la Ribera. ¡Cuán ajeno estaba de que al entrar en ella, sobre las cinco de la tarde, hora ya de cerrada obscuridad en tal estación, no se hallaba lejos de allí el extraviado Churi! Agazapadito junto al pretil de la ría, en actitud semejante a la de los pobres que piden limosna, el sordo vio entrar a su padre en la casa; dando un gran suspiro se fue escurriendo a gatas, sin abandonar la sombra del pretil, en dirección del Arenal, y en todo este recorrido gatuno iba dando verbal forma a las ideas que agitaban su alma... «Señor padre, adiós... -remusgaba en obscuro lenguaje, que es forzoso aclarar y traducir-. Ahora que le he visto, ya nada más tengo que hacer... Adiós mi padre, adiós mis tíos, y adiós mis primos, para siempre, y adiós tú, casa mía... que ya no veréis más a Churi, ni Churi ha de veros... porque él mismo se echa fuera de Bilbao, con intenciones de no volver... No quiero más familia, ni más casa... porque para morirme de rabia, o para volverme malo y matón, quiero más irme lejos, a otras tierras de adentro, o de afuera, o del demonio».

Atravesando a buen paso el Arenal, seguía su cantinela... «Ya no veo mi casa... Adiós tú, casa, y adiós tú también, Bilbao, mi pueblo; que todos, familia, casa y pueblo se me habéis vuelto como los venenos mismos, y si de aquí no me voy, me condeno... Ahora dirán: «¿pero dónde está Churi, que no parece?». Creerán que me he tirado al mar, o que me ha cogido por la mitad una bala de cañón... No, señores, no. Churi se va... ¿no saben por qué? Pues que se lo pregunten a ese ladrón de Zoilo, a ese fantasioso, que se coge para sí la mujer de otro, y la ha conquistado por el miedo... Bien lo he visto... Adiós tú, Arenal, San Nicolás mío; adiós Cujas y Campo Volantín de mi alma: ya no me veréis más, porque Churi es bueno; Churi no quiere hacer una muerte, ni dos muertes, ni ninguna muerte, y para no hacerlas, se va al cabo del mundo... Puente colgante, adiós, y adiós Siete Calles y Cantones... Mientras vea tierra por delante, caminaré, que buenas piernas tengo; y si veo mar y me dejan embarcar, también me voy, lejos, lejos, a la otra parte de la tierra, que dicen que es redonda como una naranja, a ver si encuentro un país... que puede que lo haya... un país donde toda la gente sea sorda... donde vivan las humanidades sin oírse ni una palabra, porque tengan otra manera de entenderse unos con otros... ya por señales o guiños de los ojos... que bien podía ser... Y el amor no necesita hablarse, sino hacerse, con garatusas... en fin, no sé... Puede que lo haya, puede que haya ese país, donde no tengamos orejas, y en cambio tengamos otros instrumentos más grandes que aquí, el ver, el gustar... no sé... El instrumento del oído no hace falta, ni para comer, ni para dormir, ni para ser uno padre de familia... no, no hace falta... Adiós, padre y pueblo, que lejos me voy...».

Las ocho serían cuando navegaba río abajo en una chalana diminuta de tablas podridas, a la que había echado algunos remiendos la noche anterior, la menor cantidad de embarcación posible. Previamente había metido a bordo sus víveres, unos pedazos de borona envueltos en un trapo. Este era una de las banderitas españolas que solían poner los combatientes en las baterías: habíala afanado días antes, y la llevaba para el caso de que los barcos de guerra, al verle recalar en Portugalete, le mandaran izar pabellón de nacionalidad. Con su bandera, sus mendrugos de borona y un balde para achicar tenía bastante, y ya no le quedaba más que encomendarse a Dios para poder rebasar, al amparo de la cerrazón, los puentes de barcas que los carlistas habían tendido en San Mamés y en Olaveaga. Afortunadamente para el atrevido mareante, a poco de soltar sus amarras empezó a llover con gana, y venía por babor, de la parte de Baracaldo, un Noroeste duro con rachas de galerna que levantaban olas en la ría. La tenebrosa obscuridad, la lluvia, el horrendo frío, eran causa bastante para que los facciosos no vigilaran; y para colmo de felicidad, el agua bajaba desde las nueve. Con dejarse ir al son de marea, arrimándose todo lo posible a barlovento, a la orilla izquierda, que era la de más abrigo, se escabulliría como un pez... Experto navegante, conocedor de la ría más que de su propia casa, sabiendo como nadie buscar los puntos donde más ayudaba la corriente, se dejó ir, sin hacer uso de los remos, para evitar ruido y el rebrillar del agua. La agitación de esta, los rumores hondos de la naturaleza, encubrían su escapatoria. Con que el tripulante se agachara al deslizarse entre las barcazas que sostenían los tableros de los puentes, bastaba para que la humilde chalana pasara por un madero flotante, arrastrado por la marea.

En todo lo que anhelaba fue el pobre Churi favorecido, así por la naturaleza como por el acaso, y nadie le vio, ni oyó voces humanas, ni tiros de fusil disparados contra su nave. A las once salvó las barcas de San Mamés sin novedad, y antes de las doce burló las de Olaveaga; a la una divisaba las luces de los carlistas vivaqueando en las baterías de Luchana; pasó sin tropiezo, amparado de una espantosa descarga de agua, que por lo fría parecía nieve, y de un terrible golpe de viento; a las dos, dejándose ir a sotavento para alejarse del fortín del Desierto, cruzaba también inadvertido por este sitio. Vio más tarde, a estribor, las canteras de Aspe, y en aquellas latitudes, juzgándose ya salvado, se aguantó con los remos, pues el agua empezaba ya a tirar para arriba. No tenía que hacer más que mantenerse allí, capeando la marejada que venía del Oeste, y enmendando a cada paso su situación que la corriente le alteraba. Con esto, y con achicar sin tregua, pues de lo contrario la chalana se le iba a pique, tenía bastante faena hasta el alba, que debía de apuntar sobre las siete. Aguantose, pues, sorteando viento y marea, y al ver por Oriente las primeras claridades de la aurora, arboló a proa su banderita, disponiéndose a ganar puerto. Sus observaciones, sin más instrumento que los ojos de la cara, indicáronle demora de un cuarto de milla al Este de Portugalete.

Ya no temía el fuego carlista: hallábase en aguas de Isabel. A las ocho, divisó entre la neblina los bergantines ingleses Ringdorve y Sarracen (que ya conocía), otro barco de guerra, español, y varias lanchas cañoneras... La temperatura era glacial; el viento había rolado al primer cuadrante y traía lluvia fina, puntitas de nieve que pinchaban como agujas. A las ocho pasaba junto a una cañonera española que le dio el alto... Comprendiendo que debía expresar sus sentimientos isabelinos, señaló con orgulloso gesto su pabellón, que sobre los colores tenía el lema Isabel II. Libertad. Desde la borda de la cañonera le preguntaron: «¿Traes parte?». Pero no se enteró, y siguió bogando. Poco después vio surgir del seno de la calima el puente armado sobre quechemarines y jabeques para pasar la ría entre Bilbao y las Arenas; sonaban cornetas, tambores, campanas en tierra y en los buques: para Churi como si no. Por fin, la valiente zapatilla atracó a la escala de Portugalete, y al encuentro del audaz marino bajaron muchos preguntándole: «¿Traes parte? ¿Qué ocurre en Bilbao?». Puso el pie en tierra con la gravedad de un almirante; quitando la bandera de la proa de la chalana, dio a esta una patada, equivalente al propósito de no volver a entrar en ella, y subió la escala con bandera al hombro, sin contestar a los preguntones. Entre estos había no pocos que al subir le conocieron. «Es Churi, el sordo bilbaíno», decían, y nadie le molestó más con interrogaciones fastidiosas. Él no venía con papeles, ni tenía que dar cuenta a nadie de lo que a buscar iba en Portugalete. Garantizado por su bandera, que agrupó a su lado mujeres y chiquillos, encaminose a una hermosa casa, contigua a la del Ayuntamiento, en la cual entró como persona conocida, sin saludar a nadie. Dos mujeres freían pescado en grandes sartenes. «Hola, Churi, en buena hora llegas -le dijeron-. Por Bilbao. ¿qué hay? Mucha hambre, ¿verdad? Siéntate y descansa. ¿Tu padre bueno? Dicen que muerta gente mucha... Los dientes muy largos traerás, hijo. Dos ruedas de merluza aquí tienes, pues».

Sin sentarse, Churi devoró lo que se le ponía delante, y miraba a un lado y otro, como buscando a persona conocida...

«Ya sé a quién buscas, Churi -le dijo otra de las mujeres, que hablaba castellano correcto-. Aquí no está...».

Y como el sordo entendiese que la persona ausente no estaba en aquel pueblo, afligiéndose mucho al creerlo así, la buena mujer le explicó como pudo, con terribles gritos acompañados de gesticulaciones enérgicas, que la señá Saloma se encontraba en la Casa de Jado... «¿Sabes? Por ahí, camino del Desierto. Tenemos la contrata de la Plana Mayor». Allá corrió Churi, con una rueda de merluza en la boca y otra en la mano, y de rondón se coló en el edificio que se le designaba, sin hacer caso de la guardia que quiso detenerle. Metiéndose por una puerta a la derecha, fue a dar a la cocina, y en ella vio a una mujer gallarda, morena, guapetona, de ojos negros, que recibía de otra un plato con un huevo frito y un chorizo.

Contento se fue el sordo hacia la guapa moza, y ella, al verle, lanzó una festiva risotada, diciendo: «Hola, Churi... caro te vendes... ¿Por dónde has venido, por la mar o por los aires? Eres el demonio... Ay, hijo: no puedo entretenerme... Aguárdate aquí, que voy a llevarle su desayuno al General en Jefe...».