Luchana/XXX
XXX
Al sentirse físicamente lejos de la esfera de atracción de aquella voluntad potente, volvió la niña a girar en su órbita y sintió recobrada en parte su personal fuerza. «Es un bruto -se decía-; pero no hallo la manera de sustraerme a su poder. ¡Qué hombre, qué energía!... ¡Ay!, tendré que hacer un esfuerzo para no dejarme dominar, pues de lo contrario, no sé lo que pasará... Como mérito, lo tiene... ¿De qué será capaz Zoilo, si no le mata una bala? Pues de las cosas más grandes. Me asusta, verdaderamente me causa tanto miedo como admiración... ¡Qué mal he hecho en dejarme besar! Se creerá que le pertenezco, y eso sí que no. Pero me cogió tan desprevenida, ¡qué pillo!, que no pude... Cualquiera le dice que no a nada. Este es de los que no se dejan gobernar, y gobiernan a todo el mundo... Yo no sé lo que me pasa... Cuando estoy lejos de él, soy muy valiente... pero se me acerca, y ya estoy temblando... ¡Vaya un hombre!... Pero no: es preciso que yo me mantenga en mi deber y en mi consecuencia, porque no puedo faltar a lo jurado... El mío es otro... y aunque estoy muy enojada con Fernando porque no viene, ni se anuncia, ni nada, debo mantenerme firme... La verdad es que ya pesa, Señor, ya pesa este abandono en que estoy, y si yo me declarara independiente, no tendría razón ninguna en quejarse. Sabe Dios que le he querido y le quiero como cuando nos conocimos... No dirá que he faltado. Él es quien falta... ¿Y quién me asegura que no se ha entretenido lejos de mí con otra mujer? Esto sería ya inicuo, esto sería ultrajante para mí... Pero yo soy quien soy, y espero, espero, espero... ¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?... Digan lo que quieran, tengo yo mucho mérito, y la palma de la constancia nadie me la puede quitar...».
Pensando en esto, que era su continuo pensar, hizo propósito de esperar a Fernando hasta unos días después de la terminación del sitio... ¿Y si llegaba después del plazo que ella fijara y daba explicaciones satisfactorias de su tardanza?... No, no: había que aguardarle hasta que se tuviese la certidumbre de que no había de venir.
Acontecía que en sus cavilaciones nocturnas sobre este tema, a veces la persona de Fernando presentábase en la mente de Aura un tanto desvirtuada en sus atributos. Como todo se gasta y perece, aquel ser tan traído y llevado en los sueños de la sensible joven, desmerecía, se deslustraba, como las bellezas materiales que el tiempo y el uso van carcomiendo, como las flores que se marchitan, como las nobles vestiduras que se ajan, como las finas armas que se enmohecen... Sobre cuanto existe actúa el tiempo, artista minucioso que deshace unas obras, pieza por pieza, para hacer otras, o las reduce a polvo para vaciarlas en mejor molde. El maldito no está nunca quieto, y no hay cosa peor que dejar en su poder, para que lo guarde, algún objeto moral o físico de gran mérito y estimación. Si no se queda con él, lo devuelve transformado.
No estaba ociosa la niña de Negretti en aquellos días, pues sus amiguitas no la dejaban de la mano, llevándola de casa en casa, a patrióticas reuniones femeniles para coser sacos, preparar hilas y vendajes, cuando no iban a Santa Mónica, según los turnos que designaban las señoras mayores. Una tarde, reunida una cuadrilla en que no había menos de dos docenas de muchachas, algunas de las más bonitas del pueblo, discurrieron ir a visitar al oficial herido Fernando Cotoner, que por su gentileza y donosura tenía gran partido entre el bello sexo. Custodiadas por una comisión de mamás invadieron su casa, y halláronle en vías de convalecencia, alegre y decidor como de ordinario; y tanto se excitó con la irrupción de niñas guapas, y tales apetitos de hablar mucho y vivo le entraron, que el médico tuvo que ordenar la inmediata salida del enjambre. «De esta no muero, amigas de mi alma -les decía clavado en un sillón, gesticulando con exceso, pues condenado a quietud absoluta, sin más juego que el de los brazos, usaba de estos desmedidamente-. Sólo ha sido un agujero más, y ya he perdido la cuenta de los que debo a la guerra. La que se case conmigo, ya sabe que se casa con una criba... Fernando Cotoner no entra en acción sin que le toque alguna china... Es el niño mimado de las balas... ¿Saben la carrera que sigo? La carrera de inválido... Adiós, flores bellas, alegría de mi corazón... Un momento, aguarden un ratito... ¡Vivan las niñas de Bilbao! ¡Viva la Libertad y muera Carlos V!». Respondió el alegre coro desde la puerta y en el pasillo, a donde las empujaba el médico D. Miguel Medina, sacudiéndolas con su pañuelo como si ahuyentara moscas.
A menudo iba Aurora a pasar un ratito con su tío Ildefonso, que con ella se animaba, saliendo por breves momentos de su taciturnidad sombría. Gustaba de que ella, y no los demás, le refiriese las sucesivas ocurrencias del sitio, las victorias que con su heroico tesón iba ganando el pueblo, la situación probable o supuesta de las tropas que venían en socorro de la plaza. Y él, siempre bondadoso, no desmemoriado a pesar de la turbación de su mente, gustaba de decirle lo que consideraba más grato para ella: «Si Espartero viene pronto y salva a Bilbao, en cuanto se abran las comunicaciones tendremos aquí, creo yo, al buen D. Fernando». Y otro día, con gran reconcomio de Prudencia, que se mordía los labios para comprimir sus ganas de controversia, dijo: «Me da el corazón que el Sr. de Calpena está con Espartero, y que entrará con él».
Pasaron días sin que Aura y Zoilo se viesen, por causa de la permanencia casi continua del valiente chico en las líneas de defensa. En cambio, siempre que iba la niña a casa de Vildósola, era infalible su encuentro con Martín, que tardaba en restablecerse de su herida más de lo que parecía natural. Prudencia daba largas al proceso traumático, aplicando vendajes con unturillas de su invención, completamente inofensivas. En el largo espacio que daba el tratamiento dilatorio, logró el benemérito joven, con no poco estudio, aguijoneado por su tía, declarar a la hermosa doncella el amor puro, de honradísimos y santos fines, que le inflamaba, gastando en ello fórmulas algo semejantes a las farmacopeas de Prudencia. Contestábale Aura agradeciendo sus nobles sentimientos, y declarándose imposibilitada de corresponderle por el compromiso antiguo que a otra persona la ligaba. Por su parte, la sagaz gobernante, siempre que a solas la cogía, incitábala a no ser tan huraña con Martín, asegurando que partido mejor no encontraría aunque lo buscara con pregón. La pobre joven rompía en llanto; deseaba que el tío Ildefonso se pusiera bueno para contarle sus cuitas y pedirle consejo; pero esto era muy difícil, porque Prudencia nunca la dejaba sola con su marido, temerosa de que Ildefonso, con su puritanismo y el rigor de sus principios, tan contrarios al sentido práctico, la torciese más de lo que estaba.
Y por desgracia, el pobre Negretti iba de mal en peor. Una tarde, hablando de ello Vildósola, Valentín y Prudencia, delante de Aura, expresó aquella con lágrimas su dolor por el desvarío manifiesto de las ideas de su esposo.
«Ayer -manifestó Valentín, suspirando- seguía con el tema de que ya no se harán los barcos de madera, sino de hierro, todo el casco de hierro...».
-Esto no es absurdo, no, amigo mío -dijo Vildósola, hombre indulgentísimo, muy crédulo y que no era pesimista en el caso de Negretti.
-Absurdo no... Científicamente, puede ser. Lo gordo es que, según Ildefonso, todo ese hierro que se necesita para construir los barcos de mañana se llevará de Bilbao a Inglaterra. Vean por dónde nos vamos a quedar sin montañas.
-Poco a poco, Valentín. Hablando con franqueza, no veo el delirio, no veo el disparate...
-Pero, hombre, ¿estás tú loco?... ¡Embarcar toda Vizcaya en naves de hierro para llevarla a Inglaterra! ¡Ah, tunante!, como buen corredor de cambios, ya se te hace la boca agua pensando en el papel Londres que vas a colocar el día que...
-No es eso... yo digo...
-Cállate, Cirilo... Se trata de barcos, y yo...
-Se trata de comercio, y yo...
-Esperen... -dijo Prudencia, cortando la cuestión-. A mí me aseguró que toda nuestra ría no será bastante para contener las embarcaciones grandes, grandes...
-A mí me dijo que dentro de cuarenta años se verían en estas aguas cuatrocientos barcos de dos mil a tres mil toneladas, descargando carbón y llevándose la mena... Para ese tiempo se empedrarían las calles de Bilbao con libras esterlinas, y tendríamos aquí fábricas y talleres tan grandes como de aquí al paseo de los Caños...
-Pues ese delirio -afirmó el corredor- merece mi aplauso, y no he necesitado más que oírlo mencionar para sentirme contagiado. Yo deliro también, Valentín. Yo creo en el hierro... yo lo veo...
-Lo que tú ves es el cambio, los chelines y peniques. Tú no estás bueno, Cirilo... El sitio a todos nos volverá locos.
-Yo veo el hierro...
-Sí: tendremos que echarnos cabezas de hierro para poder pensar. Adelante.
-Con ser un delirio eso de exportar las montañas -añadió Prudencia-, no me resulta tan desatinado como la que me soltó esta mañana. Hablábamos del sitio, de si viene o no viene Espartero, y él muy serio, convencidísimo y enteramente aferrado a su opinión, se dejó decir que para que Bilbao llevase su defensa hasta la última extremidad, volviendo locos a los carlistas y obligándoles a largarse corridos, era menester que pusieran de gobernador de la plaza, ¿a quién creéis?, a nuestro sobrino Zoilo. Dice que Luchu es la más fuerte energía militar que tenemos aquí. Y que si él estuviera al frente del ejército del Norte, ya no quedaría un carlista para un remedio.
-Es que anoche -indicó Vildósola- estuvo Zoilo contándole cosas de cañoneo y batallas, con las exageraciones y el ardor que el chico pone en todo lo que dice.
-Ya me cuidaré yo -afirmó Prudencia- de que no vuelva a pasar... Cuente Zoilo sus hazañas a los que están buenos, no a los enfermos del magín, que fácilmente se ponen perdidos oyendo hablar de encuentros, degollinas, zambombazos y demás gracias de la guerra, que a mí no me hacen ninguna gracia.
Oía estas cosas Aura sin aventurar de su parte observación alguna, y lo único que se le ocurrió fue el propósito de advertir a su primo, en cuanto le viese, que se abstuviera de contar al tío lances guerreros, ni nada en que figurasen bombas, granadas y metralla. El día 5 de Diciembre, poco antes de la salida que hicieron los sitiadores por la parte de Artagán, creyendo obrar en combinación con Espartero, vio la niña al miliciano; pero no pudo hablarle. Iba ella con las de Gaminde y las de Ibarra por la calle del Correo, a oír misa en Santiago, cuando pasaron las compañías de Milicianos y de Trujillo en dirección de Achuri: Zoilo la vio, y ella a él. Aura no hizo más que sonreír y ponerse muy encarnada; él la saludó graciosamente con una sonrisa y fugaz movimiento de los labios. Por la noche, oyendo contar que la salida, aunque brillante, no resultó eficaz por el mal acuerdo de haberla hecho sólo con cuatrocientos hombres, pensaba la hermosa joven que si Zoilo hubiera dispuesto la operación habrían salido lo menos mil... Vamos, ¿a quién se le ocurría mandar cuatrocientos hombres, ni aun contando con el apoyo de Espartero por el lado de allá? También ella se iba volviendo estratégica. La verdad, no comprendía cómo sus tíos encontraban tan disparatadas las ideas de Negretti con respecto a Luchu... ¿Pues qué? ¿Dónde había voluntad como la suya? ¿Quién le igualaba en grandeza de corazón, en bravura y serenidad? Pues así como tenía estas dotes, bien podía tener las otras, las del cálculo para saber por dónde se atacaba y con qué fuerzas, y en qué ocasión y momento.
Acostose con la cabeza dolorida, congestionada de tanto pensar, y pasó malísima noche, sin poder conciliar el sueño, atormentada por una idea tenaz, monomaníaca, consistente en establecer paralelo entre Don Fernando y su primo, midiendo y aquilatando las excelsas cualidades de uno y otro. Sin duda había pocos como Fernando, cuya inteligencia, caballerosidad, exquisita educación y finura cautivaban... Esto no quitaba que el otro fuera más hombre, más... no sabía cómo expresarlo. Era todo lo hombre que se puede ser. Con la voluntad que a él le sobraba, se podían hacer cien personas enérgicas, o mil... No había más que mirar aquellos ojos para comprender que era su alma toda acción, de las que gobiernan y no se dejan gobernar, de las que subyugan y avasallan... Pero por ser menos hombre, no perdía sus hermosos méritos Fernando. ¡Qué talento, qué gracia, qué elegancia de formas! ¡Luego sabía tantas cosas, había leído tanto!... En cambio, Zoilo era un bruto, un bruto, eso sí, capaz de aprender en poco tiempo todo lo que no sabía, y llenar de conocimientos el profundo pozo de su ignorancia... Insistía la gentil niña, dando extensión absurda a estos paralelos febriles, en pertenecer a Calpena, en mantenerse fiel a su compromiso; pero mucho tenía que fortificar su voluntad para oponerse al torrente del querer de Zoilo, de aquel querer que no admitía réplica ni oposición, que todo lo arrollaba hasta imponer y afianzar su imperio. Para defenderse del audaz tirano, lo más conveniente sería no verle más, no hablar con él... ¿Y cómo podía ser esto? Si Fernando viniese pronto, todo se arreglaría; pero ¡ay!, le daba el corazón que Fernando, o tardaría mucho o no vendría más. La insistencia de Ildefonso, al afirmar que vendría con Espartero, era un desatino de la perturbada mente del buen mecánico... Imposible, pues, sustraerse a la sugestión avasalladora, soberana, fatal, de su primo. Dios le había dado el don de querer con tan grande intensidad, que cuanto quería se le realizaba. No soñaba, hacía; pensamiento y ejecución significaban en él lo mismo.
Como era la niña tan inteligente, y además poseía su poquito de instrucción, extraordinaria para las muchachas de aquel tiempo, podía discurrir sobre estas cosas de humanos caracteres, y hasta encontrar forma relativamente apropiada para expresar sus juicios. Prosiguiendo el ingenioso paralelo, se dijo: «¿Y este Luchu es romántico?... Puede que sí; pero no, como Fernando, un romántico de soñación, sino de acción... Así lo veo yo. Todo el romanticismo y toda la poesía de Fernando es la de los dramas, la de los libros que andan ahora: en los libros y en los dramas, que son pura mentira, ha bebido él su romanticismo, como las abejas en las flores... Este Luchu no es así: todo lo tiene en su alma desde que Dios la hizo. D. Fernando sueña, se emborracha con lo que ha leído... quiere llevar todo aquello a la acción y no puede... no le sale... Claro, como que no es suyo... (Pausa larga de aturdimiento y confusión.) Pero ahora caigo en ello. Zoilo no es romántico, sino clásico, tan clásico, que no puede serlo más... Se me ocurre el disparate de compararle con los dioses antiguos, que tomaban figura de hombres, y a veces de animales, para andar por el mundo y hacer lo que les daba la gana... Y se metían entre los ejércitos, y daban la victoria a quien querían, y destruían pueblos, y soltaban rayos, y seducían mujeres... sin que nadie pudiera oponerse a su voluntad... Naturalmente, como que eran dioses».