XVII

Aunque era Martín la misma sobriedad en los días laborables, cuando llegaba el domingo se le reconcentraban los comprimidos apetitos de toda la semana, y su estómago no tenía fondo. La jira campestre era su delicia, o la comilona en casa, con enorme consumo de merluza en salsa, escabeches y fritangas, de añadidura mariscos, angulas, y encima y en medio de todo tomas muy fuertes del chacolí de la tierra. El domingo que le cogió en Bermeo rindió el debido culto a Baco y a Ceres, con espanto y risa de Aura, que se asombraba de ver comer a sus primos, y de ver cuánto chacolí se atizaban sin emborracharse. Ya iba comprendiendo que no era buen bilbaíno el que no supiera banquetear en días festivos, después de haber sido la misma templanza en los de entre semana. Cada cosa en su tiempo: trabajaban con ahínco, hasta con hambre si era menester; pero en tocando a holgar, no había quien les aventajara: así reponían cuerpo y espíritu para volver con más ardor a la faena. Y estos ejemplos no fueron perdidos para la niña de Negretti, en quien se excitaba el apetito cuando sus primos tocaban a refectorio dominguero. También ella iba aprendiendo a comer fuerte y a empinar el codo, con lo que tomaba su faz un color luminoso que ya lo quisieran para los días de fiesta las ninfas de los sagrados bosques helénicos. Total: que con los comistrajes, los paseos marítimos y la vida plácida entre personas que se desvivían por distraerla, se le iban amansando a la enamorada joven las penas intensísimas de su alma. Se divertía viendo el gozo y voracidad de sus primos, que en tales jaranas se ponían como locos, hablando sin término y con donaire, pues el comer les inspiraba, les hacía ingeniosos, a ratos poetas. Y el cascado Valentín, con su medio siglo y su reuma que le hacía ir siempre de bolina, dejábase arrastrar también del vértigo juvenil: él había hecho lo mismo en su mocedad, y estaba dispuesto a repetirlo hasta llegar a la suma vejez, pues no sería buen bilbaíno si no hiciera en cualquier ocasión los honores debidos a un buen plato de bacalao con aquella salsa de bermellón y a una azumbre de chacolí de Somorrostro. Valentín reía con los demás, disparataba, hasta se permitía bailar en mangas de camisa, y hacer un gasto horroroso de vocablos vascuences, de exclamaciones y juramentos de mar. El alborozo de la familia se introducía en el alma de Aura, ensanchando sus pulmones y avivando su sangre. Iba tomando su rostro, por la exposición continua al sol y al aire, un tono tostado caliente, de terracotta, enteramente gitanesco. El negro rabioso del pelo armonizaba con la tez, de un bronceado finísimo con veladuras de rosa. Sus ojos eran una inmensa dulzura con llamaradas. El ejercicio había extremado la flexibilidad de su cuerpo, acentuando sus líneas incomparables, dando mayor delgadez a lo delgado, mayor turgencia a lo carnoso. Hasta la voz parecía más vibrante en las alegrías, más blanda y cariñosa en las tristezas... Un domingo en que Martín no estaba, hicieron tantas locuras Churi y Zoilo a competencia, que Valentín, a pesar de no encontrarse en disposición de severidad, hubo de llamarles al orden. Churi se subía a los árboles como un gato, y luego se tiraba de alturas increíbles; Zoilo le desafiaba a correr, y partían como exhalaciones; luego se enredaban en un partido de pelota, o en gimnasias rudas, dando vueltas de carnero, o saltando el uno a los hombros del otro y de los hombros a la cabeza. La de Churi parecía de piedra. Incitándole a divertirse con menos tosquedad, Valentín dijo a Aura: «¡Qué par de brutos! El mío es un modelo de barbarie, como ves; pero Zoilo no le va en zaga. Con todo, son dos criaturas; son buenos, inocentes, siempre listos para el trabajo. Mi hermano ha tenido suerte con sus tres hijos: cada uno en su género es una alhaja. Ya conoces a Martín, tan finito, tan caballero... chico de gran porvenir. José María vale lo que pesa, y este Zoilo, aunque abrutado como ves, no tiene pelo de tonto y sabe ganar el pan que come. Ninguno de ellos se queja, aunque les tengas trabajando seis semanas seguidas, sin ningún recreo. Vicios no los conocen... Mira ese par de angelones con qué juego tan primitivo se entretienen: así caen luego en la cama, como piedras. No remusgan en toda la noche. ¡Qué conciencias! Bendígales Dios. En sus cabezas no ha entrado nunca un mal pensamiento; no les oirás una palabra fea». Esto no era rigorosamente exacto, porque en el ardor del pelotarismo y la gimnasia, las pronunciaban a cada instante sin reparar que les oían mujeres.

De pronto le dio a Churi la ventolera de tirarse al mar. Hallábanse en un patio emparrado, cerca de la dársena, y en tres minutos se fueron todos a la punta del muelle a ver nadar al sordo. Pronto se procuró éste traje de baño, el mejor posible, y se arrojó de cabeza, levantando un gran espumarajo. Salió a flor de agua muy lejos, y se le vio enfilar afuera y perderse en la inmensidad, braceando. La mar estaba serena, en pleamar viva, y daba gozo mirar en la escarpa del malecón el agua verde y profunda. Multitud de pilletes, desnudándose en las piedras más avanzadas de la escollera, se arrojaban al agua como Dios les echó al mundo; se veían luego sus cabezas, sus mofletes hinchados de soplar, y los cuatro remos en constante brega con el agua. Algunos salían tiritando y pasaban mil fatigas para enfundarse la camisa; otros, ya medio vestidos, se volvían a desnudar, por estímulos y competencias entre ellos, y se reñían por la palma de la habilidad natatoria, se pegaban, al vestirse, porque uno se había puesto los mojados calzones del otro. Aunque Prudencia había dicho a Zoilo que no nadara, porque estaba sudando y sofocadísimo, el chico se permitió en aquella ocasión desobedecerla, ganoso de no ser menos que su primo; y ansiando mostrar que este no le aventajaba en resistencia de pulmones ni en fuerza de brazos, fue por un traje y vino ya en pergeño de bañista, con su formidable tórax y sus piernas estatuarias al aire. Aura y sus tíos no le vieron llegar. Arrancándose silencioso junto a ellos en el borde del abismo, se lanzó de golpe, describiendo una airosa curva en el aire hasta romper el agua con las manos enfiladas sobre la cabeza. Aura dio un grito al ver de súbito el rápido salto y la violenta caída del cuerpo, como si rompiera un cristal, levantando astillas mil, espumas y latigazos de agua que todo lo enturbiaron. La cortada superficie hervía y se llenaba de desgarrones blanquecinos. «¡Qué susto me ha dado! -dijo Aura-. Este Zoilo es de la piel del diablo». Y miraban al fondo sin ver nada. La pleamar era tan viva, que daba una profundidad de treinta pies. «¡Pero no sale, no sale! -exclamó Aura, explorando la inmensidad líquida-; ¿o es que va a salir allá lejos, como Churi?».

-No temas, que ya saldrá -dijo Valentín, sonriendo, y Prudencia lo mismo.

-Pero tarda mucho... ¿Cómo se puede estar tanto tiempo sin respirar? De pensarlo sólo siento yo una opresión...

Pasó tiempo. Imposible precisar los segundos...

Por fin distinguió Aura, en medio de la opacidad cristalina del agua, una forma movible, que a medida que subía se determinaba mejor. Era un cuerpo de verdosa blancura, con movimientos de rana. Avanzaba subiendo... hasta que asomó la cabeza de Zoilo, que soplaba y escupía. Brazos y piernas seguían moviéndose para mantener el cuerpo en postura casi vertical.

«No seas bestia; no te aguantes tanto -le dijo Valentín-. Podrías pasarlo mal».

Volteando sobre la cintura, Zoilo se zambulló de nuevo. Se le vio descender con las zancas de rana funcionando hacia arriba pausadamente. El segundo cole fue más breve que el primero, y el tío, al verle salir, repitió sus gruñidos: «Que no juegues, pedazo de atún. Ea, lárgate afuera con descanso a encontrar a Churi, que debe de estar de vuelta».

-No se le ve -dijo Aura-. Este ejercicio me pasma, me maravilla. Gran mérito es nadar así.

-Esto no es mérito -indicó Prudencia-. ¡Si desde que gatean se echan al agua estos diablillos! Ya el mar les conoce y hasta parece que se divierte con ellos sin hacerles daño.

-Y es la verdad -agregó Valentín-, que adquieren una fuerza y una robustez que en ningún otro ejercicio se logra, amén del valor, de la serenidad que nos vemos obligados a sacar de dentro. Todo lo que ves hacer a esos, lo he hecho yo cuando tenía su edad. Mi Churi es un verdadero pez; y en cuanto a Zoilo, no hay quien le saque ventaja en ningún elemento, porque en tierra es una fiera para el trabajo. Así tiene esa naturaleza que le asegura una vida de salud y de poder para las luchas por el pan. El día que este chico se case, ¡vaya unos hijos que traerá al mundo! Será una generación de Hércules chiquitos, que después serán Hércules grandullones...

-Ya no se ve a Zoilo -dijo Prudencia-: al menos, yo no le distingo.

«Ya parecerán los dos. Como se vayan muy lejos, no podrán volver tan pronto, porque la marea antes de media hora tirará para afuera, Churi es muy capaz de ir a tomar tierra en cualquier playazo y volverse a la noche, cuando suba el agua». Mirando con ojo experto a la inmensidad, creyó distinguir un punto: era un nadador. «Zoilo vuelve. Por mucho que presuma, no resiste como su primo. Ea, vámonos al pueblo».

A poco de regresar a casa la familia, entró Zoilo con la cara y manos extraordinariamente lavadas, húmeda la ropa de haberse vestido sin secarse el cuerpo. No podía ocultar su mal humor por no haber alcanzado a Churi, y si no siguió tras él, no fue por falta de poder para ello, sino por obedecer a la tía Prudencia y a la prima Aura, que le mandaron volver pronto.

En aquellos días anunció Negretti en una misma carta la toma de Arlabán por los cristinos, la salida de Oñate para Durango, y el encuentro con el Sr. de Calpena, noticia esta última que fue para la señorita como el estallar de un furibundo trueno. Quedose al oírla como atontada, y luego prorrumpió en llanto y alabanzas al Señor por haber escuchado su ruego. La fuerza del gozo le ponía triste, temerosa de que tanta ventura se desvaneciera súbitamente con nuevas desdichas. ¡D. Fernando en Oñate, a cuatro pasos de allí! ¿Vendría pronto? Seguramente era cuestión de un par de días. No tardó el mismo Ildefonso en referir de palabra todo lo que había escrito, añadiendo que el Don Fernando le había parecido un caballero de excelente educación y sentimientos honrados.

Algo dijo después que enfrió el júbilo y los entusiasmos de la pobre joven: D. Fernando, según informe del señor italiano que con él vino de Madrid, había ido hacia Vitoria la misma noche de la evacuación de Oñate, acompañando a unas muchachas y a un señor enfermo escapado del hospital. Lo natural y lógico era que volviese cuanto antes. Consternada se quedó Aura al saber esto, y mil cavilaciones lúgubres y conjeturas pesimistas la desvelaron aquella noche. ¿Por qué retrocedía Fernando cuando estaba tan cerca? ¿Qué mujeres eran las que acompañaba? ¿Y el enfermo quién sería? Se atormentaba imaginando sucesos absurdos, personas monstruosas; y comunicadas sus inquietudes a Prudencia, esta le recomendaba, entre severa y burlona, que tuviese calma, pues la verdad de aquellas idas y venidas se sabría cuando llegase D. Fernando... y si no venía pronto, sus fines no eran buenos, sus intenciones no eran limpias.

A solas Prudencia y su marido, desahogó aquella el mal humor que la noticia del encuentro con D. Fernando le produjo. La repentina aparición del señorito de Madrid, cuando se creía que le habían llevado muy lejos los vientos del olvido, desbarataba sus planes de mujer práctica y allegadora. La señora de Negretti, que físicamente era corpulentísima, bigotuda, recia, de palabra viva y cortante, en lo espiritual atesoraba una voluntad firme, constancia en los afectos, más aún en los caprichos y manías; además un ardiente amor a la familia, y un sentido calculista y aritmético, que ya lo quisieran para los días de fiesta los Arratias masculinos. Desde que fue a sus manos la sobrinita de Ildefonso, pensó que aquella joya, en uno y otro sentido inapreciable, debía ser para la familia. ¿No era tristísimo que una niña tan bella, dueña de un capital no menos bonito, fuese pescada por un aristócrata madrileño, que quizás era un silbante, un hambrón, un mala cabeza? Cierto que Aurora tenía clavado muy en lo hondo el dardo de aquella pasión, y no era prudente arrancárselo tirando de él muy fuerte: lo mejor sería que el tal D. Fernando se quedase para siempre en los limbos de la ausencia. El tiempo, gran milagrero, iría curando a la niña de afición tan desatinada, puro mimo, cosas de chicos, y despertaría en ella inclinación más conforme con su clase, nacida al calorcillo de la familia con quien moraba, y que la había hecho suya, rodeándola de cariños y atenciones.

No era la primera vez que Prudencia dejaba traslucir a Negretti la prodigiosa concepción de su genio doméstico. Aquella noche la reveló completa con cierto orgullo y vanagloria, como si se tratara de un invento mecánico, para mover mejor el ánimo de su marido, entusiasta de las invenciones. La maquinaria de Prudencia era que Aurora y su capitalito quedaran definitivamente en casa. Bien por ella y bien para la familia. Modo de conseguir esto: casarla con uno de los sobrinos. El más indicado para tal objeto era Martín, por su educación, por su finura, por la respetabilidad que iba adquiriendo en el comercio. Era la gala y la honra de los Arratias, y uno de los jóvenes más guapos y decentitos que a la sazón había en Bilbao. Claro que esto no se haría forzando las voluntades, sino amañándolas con destreza hasta que ellas mismas quisieran acoplarse... Dejáranla a ella sola en el manejo de Aura; quitárase de en medio el fantasmón de Madrid, y ella respondía de que la niña habría de comprender bien pronto el mérito del primo, y todo iría como una seda.

Reconoció Negretti la bondad del invento de su mujer, y lo tuvo por cosa excelente; mas no veía manera de llevarlo de la teoría a la práctica, porque el amor de la niña era muy fuerte, y viniendo el galán con buen fin y propósitos de matrimonio, sería locura pensar en desunirles. Ni por todo el oro del mundo, ni por los intereses todos que hay de tejas abajo, haría él cosa contraria a lo que su conciencia, su idea firmísima del bien y del mal, le dictaban. Sólo resultaría práctico el invento en el caso de que el compromiso entre los amantes quedase desbaratado y nulo por sí mismo, por cosas de ellos, cualquier incidente o sesgo inopinado del drama de amor. Sin este desenlace previo él no haría nada por desviar las cosas de su dirección natural. Su conciencia antes que todo. Y lo que él no haría, no consentía tampoco que lo hiciera su mujer. Dejar a Dios lo que es del alma... ver venir serenamente los hechos humanos, mirando siempre a la verdad, a la rectitud.

Aunque Prudencia no practicaba el culto de la verdad con esta devoción suprema, que hacía de Negretti un carácter excepcional, no tuvo más remedio que acatar lo que él decía y ordenaba. Y pues D. Fernando venía como primer ocupante, con indiscutible derecho, y Aura le esperaba y le quería, dejarles su bien, dejarles su paz. «Ya sabes -le dijo Ildefonso al partir- que mi tema es: a cada uno lo suyo, y a Dios siempre lo divino».