XIII

«Vamos, D. Beltrán, no se aflija -le decía el joven con sincera y honda lástima-. Sería usted muy desgraciado si fuera esa su única familia. Pero por dicha suya, tiene a su hija Valvanera...».

-Sí, sí... es cierto... -murmuró D. Beltrán sonándose fuerte-. Pero tampoco allá ¡ay!, faltan espinas... No es tanto como en Cintruénigo. Cree que Cintruénigo es para mí un Purgatorio anticipado, donde estoy pagando todas mis tropelías contra la moral, querido Fernando... Pero déjales, que también ellos purgarán sus crueldades conmigo... Sí, me las pagan, me las pagan, y pronto. Dios es justiciero, Dios es vengador, Dios da a cada uno su merecido. Me recreo en mi venganza, en el castigo divino... Tú lo has de ver; no quisiera morirme sin verlo...

-¿Y qué hemos de ver?

-¿No caes en ello? Pues las calabazas garrafales que le está preparando la mayorazga de Castro... La chica tiene entendimiento, sabe juzgar fríamente las cosas. Imposible que, después de tratarle un poco, deje de ver la sequedad de aquella alma, aquel villano egoísmo, aquella sordidez repugnante; y viendo esto, es imposible que le ame, mayormente cuando su voluntad se encariña con otro hombre, en verdad digno de ella. Demetria no es de estas que se alucinan: no se dejará coger, no, en las redes candorosas de Doña María Tirgo, ni en las astutas trampas de mi Doña Urraca... De modo que... figúrate mi alegrón si triunfamos... y triunfaremos... ¡Ah!, ese roñica ha entrado en La Guardia pensando que pronto meterá en sus baterías de números las rentas del mayorazgo de Castro-Amézaga... No es flojo chasco el que se llevará... ¡Ay!, si Dios me concede que vuelvan a Cintruénigo corridos, no me quedaré sin ir a presenciar espectáculo tan delicioso... Créelo: pensándolo, me rejuvenezco.

A esta última parte de las quejas y resquemores de D. Beltrán, no prestó Calpena toda su atención, porque le distraía un sujeto harto enigmático que momentos antes se había sentado junto al hogar, y no cesaba de mirarle con fijeza impertinente. No era la primera vez que le veía, pues al entrar en Villacomparada se les apareció por delante caballero en un gallardo burro; luego se puso a retaguardia, y fue siguiendo la caravana, acomodando al paso de esta el andar de su pollino. No era el tal de aspecto desapacible, ni sus trazas las que suelen caracterizar a la gente sospechosa. Representaba veinticinco años lo más, y era su estatura garbosa y aventajada; su rostro más bien hermoso que feo, aunque ceñudo y lleno de obscuridades; su vestimenta y calzado de hombre rudo, huésped de las alturas pedregosas más que de los valles amenos: zamarra y botas altas, boina, todo de un gris terroso. Si llevaba armas, no se le veían. No hablaba con nadie; consumía fuertes raciones de carne y vino, y comiendo y bebiendo, o sin más ocupación que hurgar el fuego con su vara, empleaba casi todo el tiempo en mirar a D. Fernando, haciéndole objeto de un enfadoso y cansado estudio. Naturalmente, viéndose tan mirado, Calpena le observaba también; y como nada advirtiese por donde pudiera descubrir el motivo de aquel examen descortés, aprovechó las cortas ausencias del sujeto para indagar quién era. Los mesoneros no supieron darle razón. Por el habla parecíales vizcaíno: si llevara armas, creerían que era cazador. No le habían oído hablar con nadie más que con el burro, al cual debía de querer como a hermano, pues a menudo daba una vueltecita por la cuadra para verle comer y acariciarle el lomo.

Por la noche, mientras cenaba, observó Calpena que el del asno, sentado a la mesa pequeña con otros dos, persistía en mirarle, como si le estuviera retratando. Ya le cargaba tanto aquel tipo, que estuvo a punto de acercarse a él y pedirle explicaciones. Pero consultado el caso con D. Beltrán, advirtiole este que lo más propio de personas principales era no parar mientes en tal hombre, ni cuidarse de él para nada. «Porque ahora resultará que él puede quejarse de la misma impertinencia por parte tuya, pues mirando a ver si miran, ello es que los dos se provocan, y confunden en una sola necedad sus necedades respectivas. Cambiemos de asiento, y así le tendrás a la espalda... Pues a mí también me mira... Voy a echarle un saludo con la mano... ¿Sabes que más que de cazador tiene trazas de chalán o de tratante en caballerías? Verás cómo después de tanto mirar, se sale con la gaita de que le compremos su burro».

Al siguiente día, caminando los viajeros hacia la sierra, pues por alejarse de Medina de Pomar, donde andaban a tiros cristinos y facciosos, tuvieron que dar un largo rodeo, se les apareció de nuevo el caballero del borrico, que casi juntamente con ellos entraba en la venta de Villalomil. «Oye -dijo Don Fernando a su criado-, hazme el favor de llegarte a ese hombre, y con cualquier pretexto averigua quién es, qué demonios busca por aquí, y cómo se llama; y si consigues entrar en confianza con él, le preguntas que por qué me mira». Cuando cenaban los señores, entró Sabas a manifestar a su amo el resultado de sus investigaciones, el cual, contra su voluntad y diligencia, era enteramente nulo. Preguntado había, sí, todo cuanto preguntar puede un hombre que sabe su oficio de preguntón; pero el otro no respondía más que un marmolillo. «Es mudo, señor». Observó a esto Calpena que él le había oído hablar con su burro y con el mesonero de Villacomparada. «Pues entonces, señor, sordo es -afirmó Sabas-: más gritos que yo le he dado, no le daría el pregonero de mi lugar, y no se enteraba ni chispa».

Riéronse, y no se habló más del asunto hasta dos días después, hallándose en los altos de Medina, con un tiempo horroroso de agua, viento y nieve, que les obligó a guarecerse en unas cabañas de Recuenco. Despejado un poco el cielo, aprovecharon una clara para seguir su camino en busca de mejor pueblo donde alojarse, y no habían andado media legua cuando divisaron burro y caballero, por vanguardia, saliendo de un bosque. Como a distancia de un tiro de fusil anduvo toda la tarde el desconocido, y al llegar al llano que hay cerca de Valmayor empezó a dar carreras muy lucidas de una parte a otra, cual si quisiera ofrecer a los caminantes una verdadera función de jineta borriquil. Admiraban aquellos las airosas carreras del asno, sus desplantes y corvetas, y celebraron la destreza con que lo manejaba su extravagante caballero. Más adelante viéronle parado junto a unos pastores. Como era indudable que hablaban, ya fuese con palabras, ya por señas, mandó D. Fernando a su escudero que se adelantase para pedir informes de sujeto tan extraño.

«Y que le proponga que nos venda el burro -dijo D. Beltrán-, que bien merece se le dé diploma de nobleza, elevándole a la categoría de caballo de orejas grandes».

Volvió Sabas al poco rato con las referencias que le dieron los pastores. No sabían más sino que el tal era bilbaíno y que solía venir por aquellas tierras a tratar de cortas de maderas para las ferrerías. A consecuencia de una enfermedad de la cabeza, se había quedado sordo; y aunque no era mudo, como lo decía todo en vascuence o en un castellano de perros, costaba Dios y ayuda entenderse con él. Le llamaban Churi.

Con esto, que no era poco, hubo de contentarse D. Fernando, creyendo que el señor aquel no estaba bueno de la cabeza. En Valmayor encontraron los viajeros mejor acomodo, y no les vino mal, porque arreció el temporal de duro toda la noche, y fue una suerte que no les cogiera en despoblado. Tres o cuatro días tuvieron que permanecer allí, pues los caminos quedaron intransitables, y la glacial temperatura convidaba a no abandonar la proximidad del fogón. Reíase D. Beltrán de ver a su amiguito tan descontento, y gozoso le decía: «No te apures, hijo, que ya llegaremos, ya llegarás a donde te llama tu locura. Te advierto que no siempre estriba nuestra felicidad en llegar pronto a donde queremos ir, como dice un refrán; que yo sé por experiencia cuán venturoso es llegar tarde en multitud de casos, tarde, sí, y cuando ya las cosas no tienen remedio». No sólo sentía Calpena contrariedad y disgusto por los entorpecimientos de su viaje, sino tristezas hondísimas, motivadas por causas que no sabía desentrañar. Encontrábase ya demasiado lejos de la señora invisible; veía muy agrandado el espacio entre su persona y la desconocida y amante deidad protectora. Tantos días sin saber de allá le inquietaban, le entristecían, ennegreciendo horrorosamente la impresión de su soledad en el mundo. Una noche de espantosa ventisca, aburrido y desalentado, sin que lograsen sacarle de su melancolía los cuentos galantes y las festivas anécdotas de D. Beltrán, llegó hasta sentir miedo de seguir avanzando hacia Vizcaya. Casi delirante, pensó que debía volverse. ¿A dónde?, ¿a La Guardia, a Madrid? Ni él mismo podía determinar a dónde le llamaban sus recónditos anhelos. La mañana calmó su confusión, y despejado su cerebro, volvieron a dominar los antiguos planes y propósitos. Adelante, pues, con la orgullosa divisa: A Bilbao por Aura.

Estaba de Dios que en vez de disminuir acreciesen los estorbos que así la Naturaleza como los hombres oponían al generoso anhelo de D. Fernando, porque no bien abonanzó el tiempo y se secaron los caminos, viéronse detenidos los viajeros por un tropel de gente que en dirección opuesta corría: aldeanos, mujeres, familias enteras, con sus animales, carros, provisiones y aperos de labranza. Eran meneses fugitivos, que abandonaban sus hogares amenazados por la facción. El pánico de que venían poseídos no les permitía precisar las noticias que daban. A muchos interrogó D. Beltrán, sin sacar en limpio más que el hecho indudable de que los carlistas ocupaban parte del valle de Mena, y seguían avanzando, como con intento de cruzar la provincia de Burgos. Quién afirmaba que componían la expedición seis batallones mandados por Zaratiegui, con muchos caballos y artillería; quién que eran la mitad de la mitad, pero los bastantes para asolar y revolver toda la comarca. Entre tanta gente, hubo algunos que conocían a D. Beltrán, y le dijeron: «Señor, vuélvase, y no piense en ir a Villarcayo. Su familia se ha refugiado en Espinosa de los Monteros».

No necesitó Urdaneta saber más para volver grupas, siguiéndole Calpena de malísimo talante. Desandado el camino, como a unas dos leguas encontraron tropas cristinas, las cuales les anunciaron que en Medina de Pomar no había ya facciosos, y que allí podían refugiarse con toda seguridad, añadiendo que no tardaría mucho la tropa liberal en despejar todo el valle de Mena hasta Valmaseda, guarneciendo el puerto de los Tornos y Sierra Salvada, a fin de cortar el paso del enemigo a la provincia de Burgos. Si intentara correrse por las Encartaciones hacia la de Santander, también se le pondrían buenas compuertas en Ramales y Guardamino. Con tantas contrariedades y las repetidas tomas de resignación, había llegado ya Calpena a un estoicismo torvo y displicente. «¿Qué remedio tienes, hijo -le decía D. Beltrán-, más que bajar la cabeza ante el destino, o hablando cristianamente, ante la voluntad de Dios? Bien podría suceder que esto que juzgas adverso fuera todo lo contrario: el principio de tu felicidad».

Y he aquí que Medina de Pomar, histórica villa, les recogió y agasajó rumbosa, pues allí tenía Urdaneta amigos y parientes; y no llevaban cinco días de aquella cómoda residencia, que para D. Beltrán era un descanso y para Calpena una esclavitud, cuando vieron llegar buen golpe de tropas cristinas. Sucedíanse los batallones, que se iban escalonando en los pueblos del valle hasta Villasante; la división de Alaix llegó la primera, con numerosa caballería y trenes de batir; siguió la de Oraa, y, por fin, una tarde vieron llegar, con su lucido Estado Mayor al General en Jefe del ejército del Norte, Don Baldomero Espartero, que se alojó en el Palacio del Condestable.

«En todo ha de tener suerte este Baldomero -dijo D. Beltrán a su amigo, a poco de verle pasar-. Por traer consigo todo lo bueno, hasta el buen tiempo trae. ¿Cuántos días llevábamos sin ver la cara del sol? Lo menos diez. Pues lo mismo es llegar mi hombre que se abre un gran boquete en la panzaburra de las nubes, y los rayos del sol salen a juguetear en los entorchados del afortunado caudillo. ¿No advertiste que cuando entraba en la plaza se despejó el cielo y nos vimos inundados de claridad y de un dulce calor? Pues es la suerte, hijo, la suerte de este hombre, que vino al mundo en el signo de Piscis, los Peces, por donde ha resultado que es un pescador formidable. Ya le tienes hecho un Tenientazo General, y no por chiripa, sino ganando sus grados en acciones de guerra, batiéndose con arrojo y con éxito; y no es esto sólo, pues en aguas muy distintas de la milicia ha demostrado que es gran pescador. Aquí, donde me ves, soy su víctima, querido Fernando; víctima de la loca estrella de este hombre, que no pone mano en cosa alguna que no le colme de ventajas. ¿Quieres que te lo cuente? Antes de ir a visitarle... ya me vio al pasar... notarías que me saludó muy afable, sonriendo... pues antes de subir a su alojamiento, quiero satisfacer tu curiosidad, y al propio tiempo ofrecerte una saludable enseñanza que espero te sea provechosa... El año 26 vino Baldomero de América con reputación de valiente soldado, y le destinaron a Pamplona, donde yo residía entonces. Pronto nos hicimos amigos. Él y otros jefes militares, con diversos señores y señoritos de la aristocracia navarra, matábamos el ocio de la tediosa vida de aquella ciudad en la agradable mansión de un amigo nuestro, segundón de Ezpeleta, donde teníamos una trinca... hombres solos...».

-Y allí se entretenían en verlas venir... pasatiempo muy de militares más o menos gloriosos, y de nobles más o menos arruinados.

-Tú lo has dicho. Ya me había prevenido Ezpeleta: «No juegues con ese ayacucho, que ha traído de América, con la pérdida de las colonias, una racha espantosa para perdernos a los de acá». Pero yo no hice caso. Dominado por el maldito vicio, una noche nos pusimos a matar el tiempo... En menos de dos horas y media me ganó cuatrocientas onzas... cuatrocientas onzas, querido Fernando, que todavía me están doliendo... Ya ves qué a pelo viene la moraleja. Hijo mío, no juegues, no te dejes dominar de ese vicio insano... Ten mucho cuidado con los héroes; que los afortunados en la guerra no lo son menos en el naipe.