Los veinte mil godos del obispo


Los veinte mil godos del obispo

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El franciscano D. fray Hipólito Sánchez Rangel, nombrado obispo de Mainas en 1806, fue, puede decirse, el fundador de esta diócesis; pues, aunque erigida en 1802, su primer prelado el Sr. Navia Bolaños, electo en 1804, no alcanzó a tomar posesión de ella.

Secretario del Sr. Rangel era un clérigo, natural de la isla de Cuba, llamado D. José María de Padilla y Aguila, el cual le tenía sorbido el seso al franciscano, a punto que era el secretario y no el obispo el que hacía y deshacía de la diócesis. Ítem el Sr. Padilla disfrutaba renta como secretario, como canónigo y como cura de Moyobamba, que era su merced absorbente como una trompa sucesoria. De ello y de su predominio sobre el mitrado murmuraba el coro de canónigos, compuesto de dos clérigos de misa y olía; y tan destemplados debieron andar en la murmuración, que llegó a oídos del obispo. El Sr. llamó a su secretario y le dijo:

-¿Sabes que tus compañeros murmuran que yo soy un estafermo y tú mi D. Preciso?

-Déjelos su señoría, que con quemarles la boca se acabarán las murmuraciones -contestó Padilla.

-Santo remedio, hijo. Age liberrime, repuso el obispo -y no volvió a ocuparse de hablillas y chismografía de subalternos.

Entretanto, los dos canónigos no se mordían la lengua y continuaban desollando vivos a Rangel y a su secretario.

Una mañana en que debía celebrarse fiesta solemne en la iglesia, díjole Padilla al obispo:

-Ilustrísimo señor, esos bellacos siguen por camino torcido, y de hoy no pasa sin que, con la venia de su señoría, les queme la boca.

Age liberrime -murmuró el Sr. Rangel.

En la misa y cuando llegó el momento de dar la paz, el canónigo secretario sacó de la sacristía una crucecita de plata y acercose con ella a sus enemigos. Ambos canónigos estamparon el ósculo en la cruz y a la vez dieron un brinco como si les hubiera mordido viborezno.

La crucecita había sido puesta al fuego por el sacristán.

«Santo remedio», como decía el Sr. Rangel. Desde el día en que el secretario les quemó la boca, se acabaron las murmuraciones de los canónigos.

Proclamada la independencia del Perú, el Sr. Sánchez Rangel, que era godo de los de tuerca y tornillo, predicó mirabilia contra los pícaros y herejes insurgentes, excomulgándolos a roso y belloso y poniendo en entredicho a los jóvenes que se declarasen en favor de los corrompidos viejos de Susana, que era el mote con que su señoría había bautizado a los caudillos de la revolución.

Tenemos a la vista una pastoral del Sr. Rangel que termina con estos conceptos: «A cualquiera de nuestros súbditos que jurase la escandalosa independencia, lo declaramos excomulgado vitando, y mandamos que sea puesto en tablilla, y si fuere eclesiástico lo declaramos suspenso, lo ponemos en entredicho local y personal y mandamos consumir las especies sacramentales y cerrar la iglesia hasta que se retractare y jure de nuevo ser fiel al rey. Y si alguno de vuestros hijos oyere misa de sacerdote insurgente o recibiere sacramentos, lo declaramos también excomulgado vitando, por cismático o cooperador del cisma político y religioso».

Paréceme que esto era hablar gordo.

Pero como cada día las cosas iban poniéndose más turbias para los partidarios del rey, decidiose el señor obispo a liar los bártulos y volver a España, no sin que su secretario se opusiese al viaje, diciéndole:

-Quédese, ilustrísimo señor, que estamos en la baticola del mundo y tiempo habrá corrido para cuando vengan por acá los patriotas, si es que llegan a venir y el virrey no da cuenta al diablo de San Martín y de sus desalmados.

Pero el Sr. Rangel, que no se halagaba con ilusiones y veía claro el desenlace de la lucha, resolvió a fines de 1821 tomar la vía de Tarapoto y embarcarse en el Huallaga con rumbo al Pará. Padilla quedó gobernando la diócesis; mas a poco persuadiose también de que la causa de la monarquía era causa perdida, y no queriendo cambiar de casaca o de sotana, dirigiose a la metrópoli.

El viaje del Sr. Sánchez Rangel fue fatalísimo, y gracias que libró de morir ahogado. La embarcación que lo conducía volcose en uno de los pongos que existen entre Tarapoto y Yurimaguas. Su ilustrísima llevaba veinte mil pesos godos encerrados en zurroncitos de cuero. Por más diligencias y trabajos que se emprendieron para sacarlos del fondo del río, nada pudo conseguirse, y el obispo llegó a España pobre de solemnidad. Allí lo agració el rey con la gran cruz de Isabel la Católica y diole posesión de la mitra de Lugo. El Sr. Rangel murió casi octogenario y después de 1840.

¡Cuán cierto es aquello de que nadie sabe para quién trabaja! En 1867 y por uno de esos cambios de curso que suelen tener los ríos, quedó en seco el sitio donde medio siglo antes naufragara su ilustrísima.

Los pescadores del distrito de Chasuta se dedicaron por algunos días a la mejor pesca posible, pues pescaron los veinte mil godos del obispo. Como patriotas y de la patria nueva, esos muchachos no dieron cuartel a los enemigos, haciendo de ellos chichirimico y no guardando siquiera uno prisionero.

De esos veinte mil godos hemos visto algunos, que como reliquias enseñaba un honrado comerciante de Moyobamba.